sábado, 18 de noviembre de 2006

Premio Por la Libertad y Contra la Intolerancia de EL MUNDO


Periodistas e intelectuales que han demostrado un firme compromiso con la libertad y contra el fanatismo nacionalista y religioso recibieron los premios internacionales de periodismo de EL MUNDO que patrocina Iberdrola Desde su silla de ruedas, Frank Gardner continúa dando ejemplo de su compromiso contra el fanatismo religioso musulmán. Por eso recibió el jueves por la noche, en una gala celebrada en la sede de EL MUNDO, el premio Reporteros del Mundo en homenaje a Julio Fuentes y Julio A. Parrado.

Sin heridas visibles, pero padeciendo la «muerte civil» a la que el nacionalismo condena a sus críticos, Albert Boadella, Arcadi Espada y Francesc de Carreras fueron distinguidos con el premio Columnistas del Mundo en memoria de José Luis López de Lacalle por crear la plataforma Ciutadans de Catalunya. La defensa de la libertad frente al fanatismo y la intolerancia fue el común denominador de la ceremonia de entrega de la V edición de los premios periodísticos de EL MUNDO en memoria de José Luis López de Lacalle, Julio Fuentes y Julio Anguita Parrado.

Los tres son precisamente víctimas de la intolerancia. López de Lacalle fue asesinado por ETA por defender sus ideas y los dos reporteros murieron mientras informaban de las guerras de Afganistán e Irak. El corresponsal de Seguridad de la BBC, Frank Gardner, que quedó inválido y atado a una silla de ruedas tras ser tiroteado por militantes de Al Qaeda en Riad en junio de 2004, fue distinguido este año con el premio Reporteros del Mundo, mientras que los promotores del partido Ciutadans de Catalunya, Arcadi Espada, Albert Boadella y Francesc de Carreras, recibieron el premio Columnistas del Mundo por convertir sus críticas al nacionalismo catalán en una opción política que obtuvo tres diputados en las recientes elecciones catalanas.

Todos recibieron el símbolo del premio, una escultura exclusiva de la artista Esther Pizarro. Los premios periodísticos internacionales de EL MUNDO son patrocinados por la compañía Iberdrola y cuentan con una dotación económica de 40.000 euros para cada una de sus categorías. Este año el jurado también aprobó una mención especial para los reporteros del diario Corriere della Sera Guido Olimpio y Paolo Biondani por su investigación sobre los vuelos secretos de la CIA en Europa. Políticos, periodistas, empresarios y artistas acudieron a la convocatoria.

En su discurso, Pedro J. Ramírez elogió a los premiados y recordó la génesis de los premios como un homenaje a «tres héroes de la libertad de expresión». Recordó que los periodistas que entregan su vida siempre son héroes «porque su propósito es publicar y no perecer». El ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, destacó «el pluralismo» de los asistentes al acto. «Pero el pluralismo es expresión y esencia de un valor muy precioso, delicado y frágil que es la libertad», dijo, y recalcó que fue en defensa de esa libertad que Frank Gardner arriesgó su vida en Riad. «Y es la libertad la que creo que homenajea el galardón que han recibido Francesc de Carreras, Arcadi Espada y Albert Boadella. No quiero ver en ellos a los exponentes de una causa política con la que yo legítimamente contienda, sino, sencillamente, y ahí es nada, a unos ciudadanos libres que piensan y se expresan libremente».

FELICIDADES "Padres Fundadores" desde Ciudadanos en la Red

Comunicación, El Mundo, 18 noviembre 2006

Los intelectuales y la verdad objetiva, por Arcadi Espada

Entre los insultos más llamativos que recibió el grupo de ciudadanos que presentó en junio de 2004 el manifiesto Por un nuevo partido político en Cataluña figuró en lugar destacado el de «intelectuales». El insulto tenía un campo semántico bastante amplio. El inmediato, y más alegre, popular y sarcástico, era: «Mira éstos, se creen intelectuales». Éste es el sentido que suele darle una clase específica de acomplejados, para los que toda encarnación de un intelectual es una estafa. Gentes que observan al intelectual ideal como un tótem inalcanzable, sin pararse a pensar que intelectuales, como barberos, hay de muchos tipos: buenos, malos, trabajadores o perezosos, ignorantes y alfabetizados.

Otros, sin renunciar a que la palabra mantuviera su inequívoco sentido de expulsión, la utilizaban de modo algo distinto. Al llamarnos «intelectuales» estaban diciendo: «¿Qué hacéis vosotros metidos en la política?». Si no es porque los tiempos son poco propicios, habrían añadido: «En la política, que es cosa de hombres». Ese interés de dejar el asunto de la política en manos de profesionales, siempre viriles, llevaba aparejado a veces un conmovedor y sospechoso instinto de protección: la política es fea y sucia, no te metas. Muchos de los que decían esto eran políticos, y éste es el alto concepto que demostraban tener de su oficio. Sin duda, experiencias muy intensas les habrían llevado a hablar así.

En mi estricto caso personal, los reproches añadían una particularidad: «¿Cómo es posible que un periodista tome partido?». O bien utilizaban ese verbo, cuyo uso en este contexto, tanto me conmueve: «¿Cómo es posible que un periodista se signifique?». Y el ajuste de cuentas final: «¿Quién va a creerle en su trabajo?».

Me permitirán que me detenga en este asunto. Evocando, primero, el compromiso de un periodista, de un maestro. La semana pasada hizo 70 años que Manuel Chaves Nogales, el director del Ahora republicano, el íntimo colaborador de Azaña, abandonaba Madrid camino de Valencia, primera etapa de su exilio. Fue, mientras vivió, un periodista significado. Y, como cuenta en el excelente y visionario prólogo de A sangre y fuego, se expatrió cuando se dio cuenta de que, en manos del general Franco, sólo podía ser «un abisinio desteñido» y en manos de los bolcheviques, «un kirgui de Occidente».

Irrumpe el recuerdo de Chaves Nogales frente a los inquisidores porque su compromiso no le impidió ser el periodista más moderno de España y el menos partidista. Y por algo más, que está en la raíz del proyecto de Ciutadans y de lo que da cuenta en el citado prólogo, cuando evocando la suerte de todos los residuos de Humanidad, exiliados de las dictaduras de Europa, que se congregan en el hotelito del arrabal parisién donde vive, precisa su intención mayor: «Me esfuerzo por mantener una ciudadanía española, puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme». La hora trágica de Chaves Nogales y nuestra hora relajada son obviamente incomparables. Pero las amenazas nacionalistas contra esa ciudadanía española (ciudadanía: ni nacionalismo ni patriotismo siquiera; ciudadanía) y esa opción moral y política por la tercera España que Chaves reivindicó siempre (y que Victoria Prego recuperó en un artículo reciente para describir la intención profunda de Ciutadans) están vinculadas íntimamente con nuestro proyecto.

He dicho que Chaves Nogales era un periodista impetuosamente moderno. Lo era por muchas razones que no caben aquí. Entre las principales estaba su sólida convicción en la posibilidad de la verdad. Algo que desprecian los que ironizan sobre el compromiso del intelectual y en particular del periodista. Todos esos reproches parten de una creencia desmoralizadora, y que forma parte del pensamiento hoy hegemónico en nuestro oficio, al menos en España: la creencia de que los hechos no pueden narrarse con independencia de las convicciones. Es decir, la creencia de que la objetividad no existe y de que la verdad narrada es inexorablemente relativa. Sin objetividad «no hay ciencia ni técnica ni gobierno competente», para decirlo en palabras de Mario Bunge. Pero al parecer sí hay periodismo. Se comprende. Porque los periodistas alfabetizados (más o menos) en la sentencia de que la verdad es una ilusión no insistirán demasiado en ir a buscarla, lo que es una condición muy necesaria para el cómodo buen gobierno de los periódicos y las naciones. La verdad como asunto relativo es además la robusta base teorética del periodismo de declaraciones, ese crecido pleonasmo de nuestro tiempo.

Dado que las convicciones son incompatibles con el oficio, el periodista solicitado es el de tabla rasa. La tradición novelística o cinematográfica los quería cínicos. Hoy no deben pasar de la indolencia. La falta de convicciones es hoy (aunque quizá haya sido así siempre) el camino más corto para prosperar en el oficio. De ahí que cunda la alarma cuando algún periodista se presenta con algún libro de convicciones (incluso con algún libro a secas) bajo el brazo. Es entonces cuando se rescata toda la pachanga abominable del oficio. «¡El compromiso es incompatible con el arte!», dicen, en resumen, los artistas. Pero entre todas las convicciones éticas o estéticas que traiga el extraño bajo su brazo las únicas que realmente preocupan a los artistas puros son aquéllas que puedan desembocar en la convicción fatal: que la verdad existe y que, trabajando, puede encontrarse.

Porque por más que se viva, esto no debe olvidarse nunca: el legendario cinismo de los periodistas, su convencimiento de que el mal y el bien son indistinguibles, que todas las opiniones valen lo mismo y que la razón se halla en un lugar equidistante entre dos puntos, se fundamentan no en un corazón transido por el Mal sino en una panza en la digestión permanente del Bien. ¡Qué duda cabe que la gran hora del periodismo ha sido siempre la sobremesa!

Pero volvamos al intelectual. Al intelectual ideal, extramuros del compromiso político. Al intelectual como florecilla. Hay muchos ejemplos, desde Heidegger hasta Azaña, para considerar que el invernadero es su lugar en el mundo: pero también hay electricistas que han dado mal resultado en política. Es evidente que si algunas intervenciones de los intelectuales en la política han podido ser nefastas, tampoco su ausencia ha mejorado algunos tiempos difíciles. Habermas, por ejemplo, achacaba el florecimiento de los mitos y el debilitamiento de la política democrática a la deserción de los intelectuales alemanes. Así lo explica Mark Lilla en Pensadores temerarios: «Desde principios del siglo XIX se habían habituado a retirarse de la política por principio y a recluirse en un mítico mundo intelectual gobernado por diversas fantasías sobre nuevas Hélades o paganos bosques teutones. En opinión de Habermas sólo descendiendo de las montañas mágicas de la ciencia y de la cultura hacia las tierras llanas del discurso político de la democracia los intelectuales alemanes podrían haber ayudado en la reconstrucción del espacio público que Alemania necesitaba desde el punto de vista cultural y político».

Hay en este pasaje un concepto clave: la reconstrucción del espacio público. El empeño estuvo desde el principio en el ánimo de los 15 firmantes del Manifiesto y debería caracterizar cualquier forma de hacer política en Cataluña. Porque el espacio público catalán, controlado por el nacionalismo desde principios de la década de los 80, es un ejemplo, ya casi canónico, de decadencia cultural, autocensura moral y anacronismo político.

La intención de Ciutadans fue contribuir a su renovación y qué duda cabe de que los 90.000 votos obtenidos por el nuevo partido abren una esperanza considerable. Sobre este resultado político quiero subrayar algo. Es evidente que prueba, y de un modo brillante, la hipótesis de partida de todo el proceso, esto es, la existencia de un déficit de representatividad política en Cataluña. Pero si el resultado hubiera sido otro, menos positivo, la fundación de Ciutadans habría tenido sentido igualmente. Porque Ciutadans nació del más legítimo trabajo intelectual, que es el de construir una hipótesis con los datos disponibles y ponerla a prueba. En este sentido deberían serenarse las conciencias y las lenguas sueltas: porque la labor del intelectual (y ésta en particular) es tan prosaica y humilde como la prueba del algodón. ¡El algodón no engaña! En efecto, no engaña: el cristal catalán (o el crisol: como les gusta decir a los integradores) estaba y está sucio.

El que la empresa intelectual sea en realidad una empresa humilde no la libera de riesgos. Yo no olvido en nombre de quién nos ha sido concedido este premio. Fue un hombre, un periodista que luchó por la civilización del espacio público y que en el espacio publicó murió asesinado, una mañana de lluvia, viniendo de recoger los periódicos. Decía Orwell: «Entiendo por nacionalismo el hábito de suponer que los seres humanos pueden ser clasificados como los insectos». Es exacto. Clasificados, y aplastados como insectos. Continuaba Orwell: «Todo nacionalista acaricia la idea de que se puede cambiar el pasado».

Y no.
Existe la verdad objetiva.
Frank Gardner está inválido.
José Luis López de Lacalle está muerto.
La alegría de recibir este premio siempre acabará empotrada en la amargura.

Arcadi Espada es periodista, escritor y columnista de EL MUNDO.
Comunicación, El Mundo18 noviembre 2006

Traición a una nación inventada, por Albert Boadella

Me siento especialmente agradecido por el premio, porque en mi caso, cualquier mérito en este sentido, les aseguro que es fruto del azar. El origen de mis reiteradas traiciones a la tribu es pura casualidad. Tampoco se trata de imitar a Günter Grass, aceptando a estas alturas mis posibles colaboraciones con el diablo para efectuar una morbosa y rentable confesión, pero no puedo dejar de reconocer que, sin el azar, jamás me hubiera embarcado en los berenjenales por los que se me concede la distinción.

Cuando empecé en el gremio de los comediantes, perseguía lo mismo que la mayoría de mis colegas: el lucimiento, el aplauso, el éxito y el glamour. Soñaba con multitudes esperándome a la salida de artistas y deshaciéndose en elogios. Incluso, estaba convencido de que llegaría a imprimir mis manos en el cemento tierno de alguna famosa avenida.

Todo parecía encaminarse por esta dirección, hasta que un día me ocurrió algo parecido a una escena de la película Tiempos Modernos de Chaplin. Recordarán todos, aquella secuencia donde un camión pierde la banderita roja que sobresale de la carga, y Charlot, siempre tan solícito, la recoge del suelo, agitándola mientras corre detrás del camión para avisar al conductor. Pero el azar le juega una mala pasada, pues por detrás, aparece una manifestación obrera que al descubrirlo en aquella actitud tan comprometida, lo toma por su valeroso líder y obviamente, acaba entre rejas.

Evocando aquella ingeniosa escena, puedo decir que a mí no fue la ética sino la estética la que un día me llevó a la cárcel. Después, ya no podía dominar los acontecimientos. El entorno me utilizó como referencia de libertad y el futuro quedaba hipotecado incluso a mi pesar. Ya nada sería igual, porque es la demanda y la esperanza de los demás, la que incita a una aceptación del compromiso y la modificación de las ambiciones personales.
Desde esta óptica, el sentido de la belleza cambia radicalmente porque se vincula para siempre a la realidad estricta. Y en esa nueva lucha estética, lo primero que se percibe, es que hoy la palabra sólo sirve para ocultación de la verdad.
Después, todo se convierte en una fanática búsqueda de lo real, y esta forma de mirar, se hace especialmente implacable sobre el entorno. Las consecuencias son tristes. Estropea el paisaje de la propia tribu que uno consideraba el más agraciado posible.
Bajo semejante disposición, se incrementan los contrarios, el enemigo adquiere cuerpo real, nombre y apellido, y uno descubre peligrosamente la faz de los estafadores especializados en falsificaciones sentimentales, o sea, la farsa nacionalista. Digo también peligrosamente, porque como muy bien saben, en el País Vasco situaciones parecidas han significado la muerte física, pero quizás desconocen que en mi rincón del Mediterráneo significa algo menos irreversible pero análogamente perverso: la muerte civil.
Entonces, las dulces colinas de mi Ampurdán dejan de rezumar el cálido olor incestuoso de la tribu, el paisaje se desdibuja y también las gentes. Las rocas de Montserrat se transforman en decorado de cartón piedra, y Barcelona es, lisa y llanamente, territorio comanche.
Como Charlot, ahora no me queda más remedio que seguir agitando la banderita del camión, una bandera ya completamente descolorida de rojo, y aunque lo hago convencido de que el azar fue providencial para descifrar la realidad, siento cierta nostalgia por no vivir en la fantasía, pensando que debe ser tan agradable estar de acuerdo con todo y con todos, mientras a uno le convierten en ídolo, tan solo insultando al enemigo tradicional en la televisión de la tribu.
Por ello, el premio que me han concedido, ayuda a mitigar esta sutil nostalgia, y al mismo tiempo, infunde nuevos ánimos para seguir traicionando, en el fondo, una nimiedad. Traicionando simplemente una nación inventada.

Albert Boadella es actor y director de Els Joglars.
Comunicación, El Mundo18 noviembre 2006

La "dictadura blanca" que sufre Cataluña, por Francesc de Carreras

Debo confesarles, en primer lugar, que me siento, ante todo, abrumado. Abrumado, por varias razones. Primera, porque el premio nos ha sido concedido por un jurado de gran prestigio: directores de algunos de los mejores periódicos de Europa y personalidades de la literatura y el pensamiento. Segunda razón, porque el premio lleva el nombre de José Luis López de Lacalle, ejemplo de ética intelectual y política, persona que me ha inspirado siempre el máximo respeto.

Sinceramente, ni de lejos puedo estar a su altura. Pero, además, me siento todavía más abrumado, si me comparo con los anteriores premiados, personas todas ellas que han ejercido la libertad de expresión en condiciones extremadamente difíciles, en condiciones límite, de ninguna manera comparables con las mías, con las nuestras: encarcelados unos -como Arundhati Roy, Alí Lmrabet, Raúl Rivero-; Mariane Pearl, viuda de David Pearl, asesinado por Al Qaeda en Pakistán; y Jamila Mujahed, una luchadora por los derechos de la mujer, nada menos que en Afganistán.

Si se toman en cuenta estos antecedentes ¿Qué sentido puede tener nuestro premio? ¿Qué sentido puede tener cuando, en lo que va de año 2006, en el mundo han sido asesinados 104 periodistas y otros 130 están encarcelados? En estas circunstancias, ¿qué sentido puede tener que se conceda este premio a tres ciudadanos que viven y trabajan, y por tanto publican, en un Estado democrático de derecho, dentro de la confortable y opulenta sociedad europea? Sólo se me ocurre una razón: el jurado ha querido dar a entender con este premio que las normas de un Estado de Derecho no bastan para asegurar el ejercicio de la libertad de expresión ni para garantizar la existencia de una opinión pública libre.

Hace falta algo más. ¿Qué más hace falta? Hace falta una sociedad formada por personas que no tengan miedo a decir lo que piensan, una sociedad de personas libres. Y este es el problema de Cataluña. Tarradellas dijo hace casi 25 años que en Cataluña comenzaba a instaurarse una «dictadura blanca» y su profecía se ha cumplido. Sigilosamente, desde 1980 el nacionalismo se fue convirtiendo en la ideología dominante y en esta materia toda discrepancia respecto al discurso oficial pasaba a constituir una traición a la patria, a esa falsa «sagrada patria» que siempre exhiben los nacionalismos. La «dictadura blanca» que anunciaba Tarradellas resultó ser una suave, pero muy eficaz, forma de macartysmo: aquello de los buenos y los malos catalanes, ya saben ustedes.

Una sociedad conformista la ha aceptado, hasta ahora, aceptó con total pasividad. Los medios de comunicación, sobre todo los de la Generalitat, contribuyeron poderosamente a este estado de cosas. Autocensura, controles gubernamentales y sociales, últimamente Consejo del Audiovisual. Todo perfectamente pensado y planificado paso a paso.

Hay signos de que los tiempos están cambiando. Me siento uno más entre una amplia minoría que ha intentado romper esta tupida y vergonzante red de complicidades que impide hablar de tantas cosas. En nombre de esta minoría, me es muy grato aceptar este premio.

Entiendo que el jurado ha querido manifestar públicamente que la libertad de expresión, además de las normas jurídicas que la regulan, depende también de la actitud libre de quienes la ejercen. Gracias al jurado que nos ha otorgado el premio, especialmente gracias por considerarme un librepensador: ¿se puede pensar sin ser libre? Gracias a EL MUNDO que lo patrocina y que contribuye de manera destacada al ejercicio de la libertad de expresión en Cataluña. Gracias a todos ustedes por su asistencia. Como en los viejos tiempos, buenas noches y buena suerte.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional y columnista.
Comunicación, El Mundo18 noviembre 2006