lunes, 12 de marzo de 2007

¡Cuánta España!

No ha habido nunca en España un acto político tan hermoso como la gigantesca manifestación del sábado 10 de marzo de 2007. Nadie reunió nunca a tanta gente, salvo este mísero Gobierno para borrarla de sus sumas -que, por atravesadas, son restas- y de sus multiplicaciones -que, por malvadas, son divisiones-. Nadie ha conseguido jamás encauzar un sentimiento tan noble, tan admirable, tan emocionante como el de este sábado de marzo que me resisto a llamar pasado, porque ya es imagen presente en la memoria y el corazón de cuantos lo vivieron.

Hasta los que carecen de cualquier idea de España podrían alfabetizarse en civismo y doctorarse en estética viendo el luminoso mar de banderas desplegadas, el inmenso ondear del sentimiento español, que, como en la Guerra de la Independencia y tantas otras gestas nacidas de la entraña nacional, era la más pura expresión del pueblo llano, de ese pueblo soberano capaz de hacer y deshacer regímenes y Gobiernos, de este pueblo nuestro, bueno, malo y regular, pero más veces bueno que malo, más grande que chico, más noble que miserable, y que se niega a que los traidores que deberían representar a la nación usurpen su nombre para envilecerla.

Siempre debe la persona salvarse de la muchedumbre. Siempre la libertad debe prevalecer sobre la igualdad. Siempre tiene derecho el individuo suelto a apartarse del camino que sigue la mayoría. Sin embargo, en la trabajosa y trabajada civilización que, rodando los siglos, ha alcanzado el régimen político de las democracias liberales, de la división de poderes, del Estado de Derecho y de la inviolabilidad del ciudadano protegido por la Ley, hay que contar con la mayoría para acometer los grandes desafíos colectivos, hay que asociarse críticamente a los muchos millones de personas que hoy pueblan los grandes estados para evitar que éstos se conviertan en caníbales de las naciones que los crearon, que les dan savia y sabiduría, experiencia y memoria, calor y valor.

Y a veces, muy pocas veces, ese calor se concreta en símbolos nacionales, como la bandera y el himno. A veces, muy raras veces, la nación lleva a sus representantes políticos como en andas hasta el poder para restaurar sus derechos, su integridad, su libertad. Y nunca como este inolvidable sábado 10 de marzo de 2007 la nación española ha estado, ha sido, ha sentido, ha llorado, ha lucido tan hermosa, tan consciente de sí misma, de su valer y de su poder; nunca dos millones de personas enarbolando medio millón de banderas al viento, dejándose mecer por el fresco aire de marzo, han dado tal lección de ética y de estética, de amor a lo que nuestra nación ha sido y es y debe seguir siendo.

Habrá tiempo para analizar lo que dijo y hace Rajoy y lo que deshace Zapatero. Pero ambos son cara y cruz, haz y envés de esta gran nación nuestra. ¡Cuánta España!

Federico Jiménez Losantos, Comentarios liberales
El Mundo, 12-3-2007

Dulce Patria de los Libres

"El mar de banderas y la emoción del himno, compartida por millones de ciudadanos, carecen de connotaciones excluyentes. Sólo traslucen significados liberadores. Se trata de una fuerza integradora, racional y democrática que desafía al oscurantismo premoderno y esencialista de los nacionalismos periféricos, consagrados a eliminar toda diversidad en los territorios que administran."

No vale la pena molestarse en desmentir los balbuceos (ni a propaganda llegan) de la desconcertada prensa gubernamental, del secuestrado cadáver andante que ocupará el ejecutivo un año más, del partido llamado socialista, cuya base se ha quebrado por donde más duele: los valores y la dignidad. No hay que dedicar ni un minuto a sus reacciones. Algo han de decir.

Lo vivido el sábado 10 de marzo de 2007 en Madrid tiene una enorme trascendencia. El círculo virtuoso ha empezado a abrirse con el despertar de una conciencia dormida. En primer lugar, la conciencia de nuestra patria, indisociable de los ideales que alumbraron en Cádiz una nación de individuos libres. Patria dulce y amarga cuyas aristas han sido sobradamente glosadas durante un siglo largo. También su dulzura y su bendición merecen ser apreciadas cuando asoman, cuando nos confortan en ciertos momentos. El sábado pasado, sin ir más lejos.

Los traidores y los falsificadores de la historia, empeñados en mantener a la patria anestesiada para poder seguir negándola, son, en realidad, afortunados. Tienen la suerte de que ni uno solo de sus pronósticos ante la reafirmación de la nación española estén justificados. El mar de banderas y la emoción del himno, compartida por millones de ciudadanos, carecen de connotaciones excluyentes. Sólo traslucen significados liberadores. Se trata de una fuerza integradora, racional y democrática que desafía al oscurantismo premoderno y esencialista de los nacionalismos periféricos, consagrados a eliminar toda diversidad en los territorios que administran.

En segundo lugar, el círculo virtuoso dinamiza al partido liberal-conservador, el único al que, dadas las circunstancias, puede votar la no-izquierda. El Partido Popular ha derrochado prudencia mientras se le acusaba de extremismo derechista y de activismo contra las instituciones. Las calles se han desbordado atendiendo a su llamada una vez que los dirigentes populares han podido comprobar, gracias a las providenciales movilizaciones de las víctimas, que ninguna prevención ante los suyos estaba justificada. La España a la que se quiere expulsar del sistema ha enviado por sí y a través de Rajoy un mensaje que nadie podrá olvidar. Y mucho menos en la calle Génova.

El mensaje es claro: los liberales y conservadores españoles no tenemos nada de qué avergonzarnos; en la trampa de la memoria histórica no nos reconocemos herederos de nadie; la aplastante superioridad mediática de la progresía no ha logrado torcer nuestras convicciones; nuestros valores, que se resumen en la libertad y España, están intactos. Empieza el futuro.

Juan Carlos Girauta
Libertad Digital, 12-3-2007