domingo, 18 de marzo de 2007

Carta a mi padre, catedrático

Querido papá,

Ya ves, en castellano. Supongo que es la primera vez. Con todo, no debería sorprenderte: la carta que estás leyendo sirve de prólogo a un conjunto de artículos que fueron en su día publicados en esta lengua en la prensa periódica. Si en lugar de una carta destinada a ti tuvieras delante de los ojos un prólogo convencional, no creo que el idioma te sorprendiera lo más mínimo.

El problema es el género, claro, y esta sensación de que te estoy hablando en una lengua extraña. Por si te sirve de consuelo, a mí me pasa lo mismo. Pero, en fin, también me digo que una lengua, al cabo, no es sino un instrumento, un sistema de signos compartido que utilizamos para comunicarnos. Qué te voy a contar. Y el castellano, aun cuando no haya sido nunca el idioma en que tú y yo nos relacionamos, también lo compartimos, claro

El caso es que este libro reúne, como te comentaba, una serie de artículos. Tratan de la enseñanza y de la lengua. Pero, sobre todo, tratan de cómo la enseñanza y la lengua han servido para conformar la Cataluña actual. Estarás de acuerdo conmigo en que el tema promete. Detrás de semejante enunciado, uno podría ver —con algo de imaginación, lo admito— una reedición del noucentisme de los Pijoan, Ors, Fabra y Carner, con sus escuelas, sus bibliotecas, sus colecciones de clásicos, sus gramáticas, sus diccionarios, sus traducciones y hasta sus ensoñaciones. Puro humanismo, en definitiva. Nada, olvídate; las cosas no han ido por ahí. (…) No, todo ha sido mucho más triste. (…)

En 1985 los socialistas aprobaron una nueva ley orgánica, la LOGSE, que ponía patas arriba el modelo de enseñanza tradicional. Sólo unos datos para que veas el alcance de la remoción: el Bachillerato, que como sabes ya había perdido mucho peso con la reforma de Villar Palasí, quedaba reducido a dos tristes anualidades; aparecía la Secundaria, lo que permitía alargar el periodo de enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años y escolarizar a la fuerza a muchos jóvenes que, a esa edad y en condiciones normales, ya estarían preparándose para su inserción en el mundo laboral; se implantaba la igualdad por decreto, eso es, la nivelación por abajo, con alumnos que pasaban de curso aunque tuvieran todas las asignaturas suspendidas; y el profesorado sufría una igualación similar, puesto que los maestros se codeaban con los agregados de instituto, y los catedráticos —por lo menos en Cataluña— debían conformarse con tener la condición de tales.

La consecuencia última de todo ello fue que los colegios y los institutos se convirtieron en una prolongación de la guardería, hasta el punto de que, a estas alturas, incluso la universidad empieza a semejar ya un parvulario. Sí, lo que lees. La enseñanza actual, así la inferior como la superior, no posee otro objetivo que el de entretener a los usuarios de las aulas. Y cuando este entretenimiento se vuelve imposible porque alguno de estos alumnos, o un grupo de ellos, o una clase entera, se comportan en el centro como si estuvieran en la calle, el profesor se ve obligado a abandonar su papel de monitor infantil para asumir el de celador de un correccional. Todo muy educativo, como habrás podido comprobar.

A eso nos ha llevado la izquierda, con su negativa a reconocer que la principal función de la enseñanza ha de ser la transmisión del conocimiento; con su rechazo de la memoria, la autoridad, el mérito y el esfuerzo; con su apología del peterpanismo, y con su defensa de la igualdad como valor y aspiración supremos, igualdad a la que todos estamos sujetos y ante la que nada valen ni la libertad ni la excelencia. (…) Pero no ha sido sólo la izquierda. El nacionalismo también ha colaborado lo suyo. Y esto del nacionalismo entiéndelo, por favor, no como algo privativo de los vascos y los catalanes —y, si tanto me apuras, de los gallegos—, sino como algo mucho más hondo y difuso.

En definitiva, entiéndelo como un saco enorme donde caben también los regionalismos más burdos y los localismos más groseros. Y es que la LOGSE, entre otras muchas barbaridades, permitía asimismo que la definición de la mitad de los contenidos fuera competencia de las comunidades autónomas. Vaya, que el Estado —el central, que es el que cuenta— sólo se reservaba la otra mitad. No cuesta mucho imaginar el efecto que esta descentralización de las competencias ha producido en la cultura de los jóvenes españoles.

Seguramente el adjetivo que conviene a esta cultura es «subsidiaria». Sí, la cultura de nuestros bachilleres, o de nuestros secundarios, o de nuestros primarios, puesto que muchos ni siquiera superan los ciclos iniciales, proviene de la aplicación del principio de subsidiariedad. Y este principio, cuya eficacia en lo tocante a la administración de los asuntos públicos es harto discutible, trasladado al terreno de la enseñanza da como resultado unos conocimientos que a duras penas traspasan el límite del barrio o del pueblo en que se halla ubicado el centro educativo. Se trata, sin duda alguna, del triunfo de lo particular frente a lo general, de lo que separa y singulariza frente a lo que une y universaliza. En lugar de enseñar a nuestros jóvenes lo que, de otra forma, difícilmente alcanzarán a conocer por sí mismos, se les predica las maravillas de lo obvio, de lo que tienen a mano, de lo puramente accesorio, por insignificante y consabido.

Pero esta plaga de localismo, a la que, gracias sobre todo a la LOGSE, no es ajena ya ninguna parte de España, adquiere unas dimensiones descomunales allí donde el nacionalismo gobierna. (…) El nacionalismo ha tenido siempre una preocupación mayor: preservar «la lengua propia», así llamada en los respectivos estatutos de autonomía por obra y gracia de este mismo nacionalismo —y por la inacción, claro está, del resto de las fuerzas políticas, y en especial de los dos grandes partidos nacionales, que cedieron en este punto sin atisbar lo que se les venía encima—. Porque la consideración de que las lenguas no son un asunto estrictamente individual, de cada uno de los hablantes, sino propias de un lugar y poseedoras, en consecuencia, de un áurea colectiva, histórica y simbólica; la consideración, en suma, de que hay lenguas de un territorio y lenguas que no lo son, no sólo determina la primacía de un idioma con respecto al otro —que, para más inri, es el idioma oficial del Estado y el hablado por la mayoría de la población, incluso en el territorio en cuestión—, sino que representa, inevitablemente, una fractura social, unos ciudadanos de primera y otros de segunda, unos más propios y otros más impropios. (…)

El caso es que hoy en Cataluña toda la enseñanza pública obligatoria se imparte, por fuerza, en catalán. Sólo en algunos cursos de Bachillerato, y en algunos —pocos— centros privados, se dan las clases en castellano, además de en catalán, inglés, francés, alemán o el idioma que se tercie. Así está la cosa. Y, dejando a un lado esa similitud entre las lenguas a la que me refería hace un momento y que tan fáciles ha puesto las cosas, ¿sabes cómo hemos llegado hasta aquí, cómo ha sido posible todo esto? Quizá no lo sepas, pero seguro que lo intuyes. Sí, la autonomía, la famosa potestad de cada comunidad para gestionar sus asuntos; de aquí viene todo, en efecto. Por eso la LOGSE fue tan bien recibida en Cataluña, y por eso una coalición como Convergència i Unió, tan renuente, en principio y por principio, a las utopías izquierdistas y a los falsos igualitarismos, y tan favorable, en cambio, a la meritocracia, se avino al pacto. (…)

Como te decía al comienzo de la carta, este libro reúne una serie de artículos que tratan de la enseñanza y de la lengua. (…)

Es cierto: habría podido ahorrarme estas líneas e, incluso, la edición de lo que viene detrás. Pero me parece importante —modestamente importante, por supuesto— que quede constancia de lo ocurrido en esta tierra que nos vio nacer. Jean-François Revel dejó escrito que «el arte pedagógico debe concebir la enseñanza en función de las necesidades del alumno, es decir, sus necesidades de progreso; no en la adaptación a su ignorancia presente».

Estoy convencido de que harías tuyas sus palabras; jamás entendiste la enseñanza de otro modo, y así lo transmitiste siempre a tus alumnos -que, en tu caso, fueron más bien alumnas-. De ahí que no pueda por menos que alegrarme de que no hayas vivido este hundimiento, este desastre, de que te hayas ahorrado estas dos largas décadas de decadencia que yo he referido mayormente a Cataluña, pero que, quitando la cuestión de la lengua, podemos aplicar por igual a España entera y a buena parte de Europa. (…) Para qué engañarse. (…)

La educación se ha convertido en un trámite, en una pérdida de tiempo. Como el servicio militar de antaño. Hoy en día sólo existe una forma de aprovechar esos años jóvenes, y es pagando. Y para pagar hay que tener dinero. Entonces sí, entonces uno todavía puede encontrar una escuela que merezca la pena. Menuda injusticia, ¿verdad? Fíjate, si en tus tiempos la educación hubiera sido eso, tú, por ejemplo, no habrías sido lo que fuiste. (…)

Si fuiste lo que has sido es en gran parte gracias a la educación, al valor que tenía entonces el sistema de enseñanza. La otra parte la pusiste tú, por supuesto, con tu afán de superación, con tu exigencia constante, con tu voluntad de sacar el máximo provecho de tus capacidades. Luego, no podía ser de otro modo, ya desde la cátedra proyectaste esa misma voluntad sobre las capacidades de tus alumnos. Sí, permíteme que lo ponga por escrito: encarnabas la dignidad de lo público, algo que nadie sabe, a estas alturas, adónde ha ido a parar.

Por lo demás, y aun cuando el mundo no invita precisamente a la esperanza, nosotros seguimos adelante. Teniendo tu ejemplo muy presente. Ni yo, ni el resto de la familia, ni quienes tuvieron la suerte de conocerte te olvidamos.

Un beso.

XAVIER PERICAY. Ensayista, filólogo y periodista
ABC.es (18/03/07)