domingo, 12 de agosto de 2007

Cuando oigo la palabra cultura

No echo mano al revólver. Simplemente, me pregunto de qué estarán hablando. Mi curiosidad se remonta a muchos años atrás y a una publicación clásica de la izquierda argentina: la revista Crisis, dirigida en su primera época por Eduardo Galeano.

El grupo fundacional era variopinto en lo ideológico, y la cosa resultó como suele: un montón de intelectuales de prestigio habían respaldado con su nombre algo muy distinto de lo que imaginaban y de lo que deseaban. No es ésta la ocasión de hacer la historia de Crisis, tan compleja como la difícilmente inteligible realidad del país que la vio nacer. La menciono porque en sus páginas me encontré por primera vez con una idea de la cultura que no era la establecida: en la portada de su número inicial se reunía a Pablo Picasso con Juan Perón y a Lenin con Henry Miller. Era una concepción muy amplia de algo necesariamente limitado. Y abría la puerta a otra cosa, que llegó casi inmediatamente después: la mezcla de la cultura y la política con el espectáculo. Un trágala. Un coladero para la basura ideológica: por el mismo agujero por el que pasa Borges, pasan los cantautores y, tras ellos y con ellos, las consignas. Y, cuando pasa Borges, ése fue el caso de Crisis, pasa entrevistado por la ya histórica periodista María Ester Gilio, que le daba lecciones al maestro: el antiborgismo es una lacra argentina.

Las consignas son la reducción al absurdo de cualquier doctrina, además de ser su quintaesencia. Lo he escrito otras veces: ¿qué significa que "la sangre derramada jamás será negociada" o "el pueblo unido jamás será vencido"? Absolutamente nada. La sangre se derrama en procura de una negociación, siempre: es la parte más brutal de una negociación, pero la guerra y la política se sirven mutuamente y se realizan en los mismos términos. Y los pueblos rara vez están unidos y rara vez son vencidos como tales. ¡Ya le hubiera gustado a Hitler, y dejó constancia de ello, que el pueblo alemán hubiese sido derrotado junto al nazismo! Pero el agit prop llenó el mundo de consignas, a tal punto que en muchos casos los programas de los partidos políticos se limitan a ellas.

La enorme mayoría de los que hoy se dicen bolivarianos, empezando por Hugo Chávez, lo ignoran casi todo sobre Bolívar y, en consecuencia, sobre Venezuela, un país maravilloso al que tuvo que llegar don Pedro Grases para que hubiese una biografía aceptable del supuesto padre de la patria. Allá por 1978, llegó a mis manos, y conservo, un opúsculo de los sandinistas titulado El pensamiento de Augusto César Sandino: unas patéticas cuarenta páginas de máximas más o menos apócrifas del líder que dijo que "la injusticia no tiene ninguna razón de existir en el Universo, y su nacimiento fue de la envidia y antagonismo de los hombres, antes de haber comprendido su espíritu". No había mucho más. Tal vez por ello no haya que sorprenderse de las invenciones de los propagandistas: el número de volúmenes de las obras completas de Lenin no dejó de crecer mientras existió la URSS, y otro tanto ha venido sucediendo en Cuba con José Martí: ambos escribieron más después de muertos que mientras se encontraban en este mundo. Pero, si es así, ¿de qué textos se nutren los pueblos? De los que difunden los cantautores.

El comunismo cubano, el bolivarianismo venezolano, el peronismo argentino, el neovarguismo brasileño, el aprismo peruano pre-socialdemócrata, se resumen en ese malhadado "a desalambrar" de Daniel Viglietti: "A desalambrar, a desalambrar, que la tierra es nuestra, es tuya y de aquel, de Pedro y María, de Juan y José". Como si el alambrado, la limitación de las propiedades rurales, no hubiese sido un paso de progreso de enorme alcance; como si el derecho de propiedad fuese un estorbo a abolir. Ni siquiera son gentes de izquierdas las que dicen estas cosas, ni siquiera poseen un modesto pensamiento proudhomiano acerca de la propiedad como robo: hacen anarquismo estúpido, primitivo. De la revolución sandinista dijo en su día, poco después de la toma del poder, una indígena requerida por una cadena de televisión, que eso era "el gran permiso". Le fue corto el permiso.

De Crisis, es decir, de los primeros años setenta, pasamos, por acumulación simple, a El País de los años noventa y a los demás periódicos españoles poco después: primero hubo solapamientos leves entre las páginas de cultura y de espectáculos, más o menos explicables, fundados en la imposibilidad de distinguir si Ingmar Bergman o Federico Fellini pertenecían a unas o a otras. Pero es que la movida madrileña ya no es espectáculo, es historia (¿?), y merece un sitio mejor que el de los estrenos de la semana. ¿El cine es cultura? Claro, según qué cine: ¿Gruppo di famiglia in un interno o Torrente? ¿La movida es cultura? Claro, según qué idea de la cultura se tenga.

¿Hablamos de alta cultura o de cultura, en el sentido antropológico del término, o de cultura popular? ¿De kultur o de "culturas"? Si no se hace diferencia, todo vale: igual Los Buddenbrook que El código Da Vinci; igual Un ballo in maschera que Ponte el cinturón; igual Alfonso Paso que Peter Weiss; igual Joaquín Sabina (se edita) que Philippe Soupault (no se edita). Peor: igual Miles Davis que Marta Sánchez.

Se han cruzado, trastocado, confundido los conceptos: se han nivelado. El igualitarismo ha llegado al museo: me consta, lo he visto en la nueva Tate de Londres. La historia de esa confusión, de ese arrasamiento, es larga. Habrá que rastrearla en la prensa satírica del XVIII en Inglaterra, en ocasiones tan deleznable como Salsa rosa y de la que nació el sensacionalismo del Daily Mirror y el Sun, la prensa que inventó y destrozó a Cagliostro (funcionaba de modo idéntico a la prensa de bidet de nuestros días, amparándose en la libertad de expresión, que Dios nos conserve siempre). Habrá que rastrearla en el Proudhom crítico de arte que convirtió a Courbet en un pintor social (hasta que Proudhom lo dijo, Courbet lo ignoró). Habrá que rastrearla en la historia de Nelson Rockefeller y su papel de mecenas del arte latinoamericano. Habrá que rastrearla en las intervenciones del KGB y la CIA en el arte contemporáneo, en la promoción del realismo la una, en la del expresionismo abstracto, la otra. (Picasso, que vivió del Partido Comunista y de los americanos más ricos, está por encima de todo eso.)

A toda esa historia, tortuosa como es, hay que añadirle la de la intervención del Estado en los procesos de creación, tan vieja como el mundo: no existe el artista egipcio al margen del faraón, ni el escultor persa al margen de Darío o de Jerjes. Los mecenas del Renacimiento eran jefes de Estados: pequeños como Florencia o grandes como Francia. Leonardo dependió de los Medici, de los Sforza y de Francisco I de Francia. Pero aquéllos eran hombres de poder, no funcionarios. El gran ejemplo de mecenas contemporáneo es el funcionario Jack Lang, la rama podrida del árbol del Estado cultural creado por Malraux, por la zona más soviética del alma de ese centón ideológico que era Malraux, apañado por el autoritarismo del general De Gaulle.

Jack Lang es el modelo de todos los ministerios de Cultura que en el mundo son; en el mundo occidental, claro, porque en el resto, más brutos, es el ministro de Interior el que interviene en los procesos de creación, lo hace sin ambages, y no le da un duro a ningún productor de cine. Hay grandes naciones occidentales que no padecen ningún Ministerio de Cultura. Suecia, por ejemplo, que tiene un cine de primera línea, pocas pero casi siempre excelentes películas. En España, el mal de intervencionismo está en plena erupción; se incubó durante el franquismo y se desarrolló hasta la locura en la transición.

La cuestión es de qué cultura se ocupa el Ministerio de Cultura, y todas las consejerías del ramo en las diecisiete autonomías, y todos los diputados del ramo en las diputaciones, y todos los concejales del ramo en los varios miles de ayuntamientos que hay en España (y ya son salarios a pagar, salidos del bolsillo del contribuyente). Hace poco, oí que alguien se quejaba en un programa de televisión porque uno de los últimos conciertos de la Pantoja había sido pagado por el ayuntamiento del caso, y ese alguien ponía el grito en el cielo, no por la aberración misma de la subvención, sino porque la cantante no era trigo limpio y estaba seguramente implicada en lo de Marbella, decía. Vamos, que no estaba contra las subvenciones, sino que reclamaba más control moral por parte del Estado.

Pues bien, ahí tenemos la respuesta: los organismos subvencionadores de la cultura se ocupan de la cultura representada por la Pantoja. No se negarán, desde luego, si el hombre tiene las relaciones políticas necesarias, o da las debidas garantías ideológicas, a hacer lo mismo con los cuadros de un gran pintor o los conciertos de una gran soprano; claro que se corre el riesgo, y es bastante corriente, de que el pintor o la soprano elegidos no sean grandes pero tengan las relaciones políticas y den las garantías ideológicas, etc. Financian cambalache, la Biblia está en pie de igualdad con el calefón, y si un día eligen Biblia, jamás lo hacen por las razones adecuadas.

La cultura de Estado no discrimina calidades. La cultura de Estado es política. Lo que la prensa proponía al meter en el mismo saco a Visconti y a Pimpinela es ahora política de Estado. Y los creadores responden bien. ¿Acaso no cobraban un salario los escritores en la URSS? Y si las secciones de cultura y de espectáculos son la misma cosa desde hace tiempo, ¿dónde habrá que situar la noticia de que Sting actúa o compone para las Madres de Plaza de Mayo? ¿Corresponde dar lugar a Sean Penn, cuando visita Irak una semana antes de la guerra o cuando es agasajado por Chávez, en las páginas de política o en las de espectáculos? Bono, el de U2, no el otro, se reúne con los líderes de la globalización para hablar del impresentable (por inútil y por mentiroso) protocolo de Kyoto: ¿es cultura, política, show? No sé, pero les funciona, venden más discos, están más cerca del Oscar. Participan activamente del hundimiento de la cultura, ellos, los que maldicen de la Edad Media y hablan de oscurantismo: ¿hay oscurantismo mayor que el que se perpetra al hablar de globalización, de imperialismo, de salvar el planeta (no a la humanidad), del 0,7% del dinero del mundo para Mugabe o para Kabila, de petroleros hundidos o bosques quemados, sin saber absolutamente nada?

Porque no saben absolutamente nada, ni quieren saberlo. Han ocupado el lugar de los intelectuales y son profundamente ignorantes. Los ministerios de Cultura, la cultura arrasada por un igualitarismo demencial que equipara la obra de Shakespeare a la de los poetas populares del Caribe (incluidos Palés Matos y Nicolás Guillén, no dan la talla), han creado la figura del intelectual ignorante. El mismo viaje de los ministerios de Educación hacia la nada: más igualitarismo, más arrasamiento hacia abajo. La idea de mérito, de competencia, de calidad, está al borde de la muerte, y los funcionarios están dispuestos a desconectarla. Más aún: llevan años intentando desconectarla. Cuando oyen la palabra mérito, la palabra calidad, la palabra excelencia, llevan la mano al talonario y le pagan a un aprendiz con revólver para ejecute al que la ha pronunciado. Le pagan con una exposición, una conferencia, una película.



Horacio Vázquez-Rial, Las guerras de toda la vida

Libertad Digital, Revista de Agosto