jueves, 16 de agosto de 2007

Un soñador para el pueblo: José Luis Rodríguez Zapatero

Un viejo catedrático, ya muy de vuelta de casi todo lo que engatusa en la vida, solía hacer la siguiente recomendación a sus conocidos más jóvenes cuando se encontraban a las puertas del matrimonio: “Dinero y buenas maneras”. No se trata de un consejo demasiado romántico, cierto, pero son muchos los que podrían testimoniar que seguir la máxima proporciona buenos rendimientos.

No me consta que Rodríguez Zapatero haya recibido personalmente el consejo, pero su conducta política se atiene sabiamente a esa vieja y astuta sabiduría, y del mismo modo que el recién casado podía considerar que cumpliendo esos deberes primordiales estaba autorizado, eso sí, de vez en cuando, a echar alguna cana al aire, nuestro angelical presidente entiende que él está legitimado para deshacerse de cualquier aire austero y dejar que su imaginación se lance a la conquista del incierto horizonte de mañana con la alegría del soñador más desinhibido.

Nuestro Presidente se transforma cuando sale a la luz, cuando abandona la covachuela, seguro de que la intendencia no le va a fallar y convencido de su carisma. Cada vez que sale a escena se convierte en una especie de Quijote cuya soltura y valentía -eso sí, verbal- nunca cansa a los infinitos Sanchos de la anchurosa España.

Estando la economía en buena forma y siendo el líder de más suaves modales que ha conocido esta híspida España, casi nadie experimenta una sensación de vértigo cuando el Presidente anuncia alguna de sus grandes empresas: desde la Alianza de Civilizaciones hasta la conversión de ETA al republicanismo, pasando por los 2.500 euros para los recién nacidos, nuestro líder no ha dejado de sorprendernos con un inusitado retablo de las maravillas.

Probablemente, un marciano no sabría qué admirar más en la liviandad sonora de ZP: si su potente inventiva para enriquecer el calendario político con hallazgos inverosímiles hasta que cobran vida en su verbo o su habilidad para desdecirse, una especialidad que implicaría ciertos riesgos de no ser Sancho, como es, un acreditado especialista de la desmemoria.

Tenemos a un soñador al frente del negocio, y esto funciona bien en un país que, no hace tanto, acogió como líder moral de, al menos, la mitad de España a alguien capaz de pensar que a los pueblos los guían los poetas (aunque esos y otros españoles acabaron al mando de un general poco dado a los sonetos).

Quiero decir con ello que cualquiera que crea que enfrentándose a Zapatero está librando una batalla meramente argumental, está perdiendo el tiempo. No se puede luchar contra un fantasma del mismo modo que se lucha contra un litigante pejiguero. Mariano Rajoy debería saberse la lección a estas alturas: cuanto más contundente sea su argumentario, más sutiles y exquisitas serán las salidas del artista. Cinco neo-ministros, alguno enterado poco menos que por los periódicos, son el más reciente ejemplo de la creatividad de Zapatero. Si la oposición aprieta, el Presidente no tiene por qué sentirse aludido porque, de alguna manera, su reino no es de este mundo.

Y bien, ¿cómo se puede luchar contra tales encantos? Don Quijote, que sabía lo suyo de maleficios, ya dijo que no hay encantos que puedan con la verdadera valentía (“Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible”). Ánimo y esfuerzo más que buenas razones, porque éstas se dan por hechas.

El problema de Rajoy consiste en convencer a los Sanchos de que él es el verdadero Quijote, mientras que Zapatero no pasa de ser un malandrín con cierta labia. El remedio no figura entre los de la retórica ordinaria porque, para el común de los mortales, nada hay más fácil que confundir a un sandío con una eminencia.

El mercado de los votos debiera ser un mercado de razones, que es lo que, en último término, lo justifica desde un punto de vista moral, pero es también un mercado de ilusiones que, si bien no prestan a la democracia una justificación tan sólida como las razones, le dan en cambio un colorido y una fuerza sin las cuales la democracia tampoco sería lo que es.

Quien quiera triunfar en ese mercado tiene que preguntarse no lo que creen los electores que es verdad, sino lo que desean que sea verdad. Tiene que acertar a mover el corazón de los españoles, a ganar sus sentimientos, a vender ilusiones. Esto, que podría sonar inmoral, es parte esencial de la política, esa parte que suelen olvidar los doctrinarios y que casi nunca detectan los arúspices.

Rajoy tiene que saber qué están deseando oír unos españoles que tal vez se encuentran un poco hartos de que se les hable de ETA, y que ya saben que con el PP lo de ETA iría de otra manera, del mismo modo que saben que en El Corte Inglés les devuelven el dinero si no quedan satisfechos con la compra, pese a lo cual esos grandes almacenes se gastan un dinero en anunciar con la mejor imaginación que encuentran sus zapatillas, sus neveras o sus pulligans.

La derecha española tiene una acreditada y equívoca tradición de enfrentarse a las elecciones como si de ganar unas oposiciones al notariado se tratara. Y no es cuestión de que haya programa, sino de que el programa no sea un tocho indigerible en el que figuran los tipos de exención previstos para las viudas ciegas, junto a magníficas afirmaciones del siguiente tenor: “Se incrementarán las medidas destinadas a favorecer la x en la y con el fin de mejorar la z”, lo que indefectiblemente produce una especie de orgasmo intelectual en el encargado del departamento z, las políticas y, o los problemas x.

Rajoy está seguro de administrar una herencia electoral sólida y muy amplia, pero tiene el deber de intentar conquistar nuevos apoyos para batir a ese rival tan gaseoso que ya le ganó una vez, aunque un poco de carambola. De modo que tendrá que meditar sobre sus propuestas, pero mejor haría si hiciese algo de psicoanálisis respecto a la disonancia entre las verdades que proclama y el desdén con que las recibe cierto sector amplio del público.


José Luis González Quirós, filósofo y analista político

El Confidencial