sábado, 22 de septiembre de 2007

Asturias: los comederos de la inteligencia (II)

Nos acostumbramos a pensar bien. No es fácil imaginar lo que supondría acostumbrarnos a pensar mal. Que el primer golpe de vista hacia las cosas y las personas y las instituciones fuera la desconfianza. Imagínese a sí mismo tomando el café con leche de la mañana, convencido de que el café es bueno y la leche también; y no será cierto. Lo más probable es que el café no sea café sino un sucedáneo infecto y la leche haya salido de una probeta más que de una ubre. Y luego cuando baje la escalera y se encuentre con su vecino, al que dará los buenos días, pensará que por supuesto no tiene nada contra usted.

Y se equivoca, porque está tramando cómo denunciarle por el más estúpido de los motivos. En fin, que cuando cruce la calle y pase por delante de la tienda del chino que le saludará ritualmente, nada le hará pensar que se trata de un miembro de la triada con varios crímenes en su haber. Como ven, si en vez de estar acostumbrados a pensar bien nuestra inclinación fuera la contraria, la vida sería más incómoda. Yo conozco a gente capaz de pensar mal desde que posan un pie, al salir de la cama. Y apenas se les nota, pero son casos singulares, hasta tal punto que se les denomina líderes políticos, financieros o mediáticos.

Yo pasaba por delante de un edificio en Colombres, un hermoso pueblo asturiano arrasado por el ladrillo, y nunca había pensado que escondía un timo. Un edificio esplendoroso, rodeado de árboles. Se lo conoce como Quinta Guadalupe. Lo construyó el que fuera más importante indiano astur que conocieron los tiempos, don Iñigo Noriega Laso, una inmensa fortuna amasada en el México de Porfirio Díaz, y que se fue al traste con la llegada de la Revolución de Pancho Villa, Zapata y compañía. Varios años paseé por el parque colombrino de la Quinta Guadalupe e incluso alguna vez visité el edificio convertido, tras lujosa reconstrucción, en un modesto Museo de la Emigración.

Como nos acostumbramos a pensar bien, jamás me detuve en el membrete que se fija en sus paredes Archivo de Indianos. Me conformaba con el parquecillo y los magnolios, hasta que un día, hace ya algunos años, me dio por saber más de ese tal Iñigo Noriega, personaje descomunal en todo, en su pobreza natal, en su astucia para trepar por el México del XIX, en su fecundidad de semental, en su insaciable rapacidad y en su cándida megalomanía que le llevó a proponer al dictador desterrado, don Porfirio, que optara por la mansión de Colombres y no por un pavillon en los parisinos Campos Elíseos.

Mi acceso al Archivo de Indianos, o más exactamente, los vericuetos funcionariales que hube de driblar para llegar a verle la cara al director y penetrar en lo que yo suponía sancta santorum de la documentación de Indianos, darían para un cuento de Gogol. El tal director, enterado de mi presencia, pasaba por delante de mí, y me observaba, en la completa seguridad de que yo no le conocía. ¡Cómo iba yo a conocer al ínclito intelectual local don Santiago Romero! Aún hoy es una sombra con bigote, uno de esos tipos sórdidos, de profesión sus labores, lo que consiste en hacerle la pelota a los que mandan, gracias a lo cual es al mismo tiempo director de dos museos tan absolutamente incompatibles en cualquier lugar que no fuera Asturias, como el Museo de la Minería y el Museo de la Emigración, distantes en kilómetros y universos.

Ahí empecé a preguntarme cosas. Por qué había tantos museos en Asturias; yo he contabilizado un centenar y me aseguran que me quedo corto, porque no cuento los nuevos inventos de pesebre cultural, las denominadas aulas de interpretación, donde al parecer te interpretan una iglesia del prerománico, un castro perdido o catorce huesitos del paleolítico. Por supuesto que a los tres días de visitar la precariedad, abandono y desidia del supuesto Archivo de Indianos me sugirieron que me marchara y dejara de molestar la tranquilidad de aquellos probos empleados, perplejos ante la visita de un extraño. Ahí aprendí varias cosas sobre el estado de la inteligencia asturiana.

La primera y fundamental, que nada es lo que dice ser. La cultura es un instrumento que puede servir de ariete pero que resulta una fuente inagotable de recursos políticos. ¿Qué importa que ese Archivo de Indianos no sea archivo de nada, si es el lugar más idóneo para celebrar sucedáneos de espichas -fiesta asturiana ligada a la sidra y al condumio racial- con tambor y gaita? E incluso está muy bien pensado que el mismo director lleve al tiempo el Museo de la Minería y el de la Emigración, porque el primero depende del PSOE de las cuencas mineras -controlado por el conseguidor Fernández Villa- y el de la Emigración, a su vez, resulta una cantera de votos y fondos para el corrupto socialismo astur, enquistado en la autonomía. Y un corolario: no hay ninguna posibilidad de abrirse paso en el mosaico de intereses plasmado por los centenares de culos incrustados sobre la cultura.

Verbigracia. Si yo, tras el descubrimiento de la verdadera naturaleza golfa del Archivo de Indianos, escribo una carta al periódico local, jamás se publicará, porque la fraternidad de intereses convierte en opaca a la realidad. En otras palabras, que todo amigo metido en un comedero intelectual siempre está en condiciones de compensarte, pero si rompes la omertá, te arriesgas a ser castigado sin palo ni piedra ni presupuesto. Esta misma semana, sin ir más lejos, Daniel Gutiérrez, al que no conozco de nada, recién nombrado Director para el teatro de la Laboral, un centro faraónico de la época franquista convertido en cementerio de inversiones culturales para los amigos del Presidente de la comunidad, acaba de dimitir por un motivo tan divertido como insólito: le nombraron para un cargo que ya le habían dado antes a otro, más amigo del Presidente que él. Los asturianos se desternillarán y hasta le dedicarán un chiste brillante y un apodo, porque para eso son muy dados, pero no pasará de ahí, porque es muy arriesgado romper la rueda de la dependencia.

Pero así estamos, espectadores de un singular torneo amañado en el que el Oviedo de toda la vida, por cierto que dirigido por un parvenu, el alcalde Gabino de Lorenzo, ha decidido apostar por la luminaria de Gustavo Bueno -riojano, escolástico, gran sofista- y regalarle una Fundación, enfrentito de su casa, una sede amplia y bien engrasada de fondos, lo cual le convierte en el personaje de moda del Oviedo de siempre, con gran éxito de crítica y público. La derecha de Oviedo ya tiene un filósofo. Tuvo escritores a los que despreció, damas postineras imparables, una pianista bajita, peluqueros melómanos, un puñado de filarmónicos aguerridos con querencia hacia la ópera, rokeros asilvestrados, deportistas corajudos, tipos célebres que nunca celebraron nada, algún profesor de probada inutilidad, un engominado economista del fascio falangista, pero filósofos, en Oviedo, no recuerdo ninguno que merezca la pena recordar. Gustavo Bueno es el primero desde los timoratos pensadores de la Institución Libre de Enseñanza que ramonearon por la Universidad sin demasiada fortuna. Oviedo, o es de derechas o no es.

Frente a los pensadores subvencionados por el Ayuntamiento de Gabino de Lorenzo y la derechona ovetense, la izquierda del torto con caviar, muy venida a menos, plantó sus reales en Gijón y aledaños. Juanin Cueto -permítanme el diminutivo, por eso del colegio-, Pedro de Silva, Ignacio Quintana..., las estrellas del pensamiento fino y comprometido, se amparan en el poder autonómico que detenta un personaje sin pedigrí conocido que llegó al poder por exclusión y tras la quiebra de la dirigencia socialista, Tini Areces. En Asturias siempre fue muy importante el pedigrí, piensen que la inteligencia local se asienta en el pedigrí tanto más que en la obra, por lo demás discreta. Tanto Juan Cueto como Pedro de Silva, promotores con talento y escritores perezosos, descienden de otras tantas luminarias, inmarcesibles, de la cultura astur, ¡y universal!, que dirían en el Principado. El primero Juan Cueto y Alas, de las Alas de Clarín, sobrino nieto, o algo así, del autor de La Regenta, el Umberto Eco local, no porque escribiera nada sobre la rosa sino porque supo distinguir, en un momento crucial de su carrera, la diferencia entre ser apocalíptico o integrado.

El otro, Pedro de Silva y Jovellanos, de los Jovellanos y Jovellanos de toda la vida, ejerció con brevedad y buen talante, quizá por eso, de Presidente de la Comunidad Asturiana, tataranieto, si es que esto existe, de aquel Gaspar de Jovellanos, Jovito para los íntimos, que gozó de buena voluntad, peor pluma e infame suerte; su descendiente fue autor de un novelo picantón, ¡ay Gijón!, y de numerosos artículos, breves y sensatos.

Y ahí están enfrentadas las dos galaxias. La del Partido Popular, concentrada en Oviedo. Y la de Gijón, cantando loas a la sensibilidad artística del Presidente Tini Areces, que ha tenido a bien ponerles a su disposición la vieja Universidad Laboral, mausoleo cultural del viejo régimen, para ensayar a precios suculentos que cien mil flores aparezcan y que lo disfruten del presupuesto. De momento el choque de culturas está parado. Tratan de asumir el momento que se vive, o lo que es lo mismo, la trascendencia histórica de la frase rotunda, astur, milenaria: "la posmodernidad terminó el día 11 de septiembre de 2001". Lo dijo Juanin Cueto, en Gijón, a media tarde del martes de la pasada semana.


Gregorio Morán

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