lunes, 19 de mayo de 2008

Tribunal Politizado. Por Luis María Anson.

Es lamentable para la independencia judicial que la muerte de un magistrado del Tribunal Constitucional altere las decisiones sobre una cuestión trascendente como es el Estatuto de Cataluña. La opinión pública asiste estupefacta a la politización de una parte de la Justicia. La venda ha caído de los ojos y las altas decisiones de la Justicia dependen del juego de los partidos políticos. Tenía razón Alfonso Guerra y hemos enterrado a Montesquieu.

El Tribunal Constitucional nació politizado y el caso Rumasa lo demuestra de forma espectacular. Después, no pocos de los magistrados elegidos a dedo se han dedicado a aceptar recursos que no correspondían al Constitucional, pero que permitían enmendar la plana al Supremo. Al menos en dos ocasiones una Sala del Supremo ha estado al borde de querellarse contra el Constitucional. Los buenos oficios del Rey que, por mandato de la Constitución, debe ejercer el arbitraje y la moderación entre instituciones, evitaron el deprimente espectáculo de un enfrentamiento público entre los dos tribunales mayores.

La politización del Constitucional es un hecho incontrovertible. El alto tribunal da la sensación desde hace muchos años de que no sentencia, conforme a la Justicia, sino que sigue los dictados del partido que lo controla. La súbita muerte de García-Calvo balancea el Tribunal en favor de las tesis del Gobierno. Pero eso es lo de menos. Lo de más es que habrá que meter el bisturí y ordenar de otra forma la Justicia porque no es de recibo en una democracia plena que padezcamos, y de forma tan notoria, la politización del Tribunal Constitucional.

El Imparcial

Posición abanderada por Patxi López.


«San Gil abandera una posición radical que no es conveniente para este país»

El secretario general del PSE, Patxi López, cree que María San Gil encabeza una posición "radical y extrema" que rechaza la participación del nacionalismo en la gobernabilidad del Estado, algo que, dice, "no es conveniente para este país". Además, ha acusado al PP de "buscar la exclusión del diálogo" en el País Vasco, al no participar de la pantomima del socialista con el PNV.

Libertad Digital

Según Gallardón, Ibarretxe ya no es nacionalista.

Discurso íntegro de Alberto Ruiz-Gallardón en el Foro ABC-Deloitte

El ensayista Karl Schlögel piensa que la ciudad es una especie de “banco coralino o arrecife que crece o mengua, que obedece a leyes y periodos de crecimiento distintos de los que se negocian y establecen en luchas de partidos”. Por eso, porque comparto esa idea de un tiempo largo en el que fructifican los proyectos humanos, creo que merece la pena elevar la mirada hasta adquirir esa perspectiva temporal amplia, y considerar, en la conferencia que el Foro ABC me brinda la oportunidad de pronunciar, no la inmediata situación política que Madrid acoge, en tanto que capital de España donde confluyen tantas expectativas, sino la trayectoria prolongada de una de las sociedades urbanas más interesantes e innovadoras que existen hoy en Europa, y, sobre todo, su condición de precursora de las políticas que pueden proyectar igualmente a nuestro país a la primera línea de las potencias mundiales.

De acuerdo con el sentido de las palabras de Schlögel, el largo recorrido de una nación y los retos que ésta debe afrontar no obedecen, en efecto, a la situación interna de un partido político en un momento dado, sino a sus compromisos de fondo, por lo que creo no estar evadiendo el debate político al adoptar este enfoque. Lo que hago, precisamente, es entrar de lleno en él. Y lo hago desde la convicción de que un partido político no es, no debe ser nunca, un fin en sí mismo ni para sí mismo. Antes al contrario, tiene que constituirse en un instrumento al servicio de la sociedad, de sus necesidades y anhelos, de su reflexión ante los cambios, de sus esperanzas para superarlos. Por eso, hoy hablaré de transformación de la Administración, de metas económicas, de competitividad y bienestar social. Creo que estos son los asuntos que interesan a los ciudadanos, los que marcarán el futuro de España, y los que en consecuencia urge tratar.

Al hablar de nuestro país, se observa, quizá, una falta de ambición un tanto anómala, no ya en la política española, sino en el conjunto del discurso público. Este fenómeno tiene raíces históricas muy profundas, por lo que no resulta razonable buscar culpables inmediatos. Desde el Siglo de Oro a la generación del 98, e incluso más acá, el lamento recurrente por la suerte de una España en declive ha sido una constante y un tópico de nuestras letras y nuestro pensamiento. Si dejamos de lado las brillantes excepciones del siglo XVIII y sus ilustrados, de los regeneracionistas de finales del XIX antes de su caída en la melancolía, y de las generaciones del 14 y el 27, repletas de ímpetu y fuerza creadora, ha habido, en lo demás, una especie de sordo ruido de fondo que ha teñido de pesimismo nuestras mejores intenciones. No es, pues, un problema de la derecha ni de la izquierda, porque ambas han caído en él, sino, llamémoslo así, un vicio nacional que, para no incurrir en contradicción, tampoco debe abrumarnos más allá de lo debido. Creo, aún así, que este pesimismo ha sido determinante en algunos momentos de nuestra Historia, en los que nos ha inhibido de iniciativas que quedaban dentro de nuestro alcance.

La peligrosa tesis historiográfica que sostiene la excepcionalidad de España como una especie de isla oriental de exotismo no ha ayudado a cambiar este estado de cosas. Y, aunque bien es cierto que los últimos treinta años han sido los de mayor bienestar y progreso de toda nuestra existencia como Estado nacional, hasta homologarnos con aquello de lo que sólo nos habíamos separado por propia responsabilidad histórica, y no por una incapacidad congénita, ese éxito fulgurante quizá no haya sido suficiente, en una perspectiva temporal amplia, para resolver ese reto pendiente que como nación tenemos y que ya queda apuntado: zafarnos, de una vez por todas, de este pesimismo improductivo, injusto y paralizante.

Sé bien de lo que hablo porque lo he conocido, lo he padecido, y, por mérito de los ciudadanos de Madrid, puedo decir que lo he superado.

Y es que pocas veces habrá sufrido una sociedad dotada de capacidad para acometer las empresas más ambiciosas la desconfianza que ha pesado sobre Madrid. El discurso que en virtud de ese inveterado pesimismo nacional se hacía de esta ciudad era el de una población poco menos que parasitaria que sólo podía medrar a la sombra de una Administración central todopoderosa con la que por otra parte se la confundía. El exabrupto atribuido a Cela del “poblachón manchego habitado por subsecretarios” no es quizá de los más graves vertidos sobre Madrid. Hay que leer con calma, por ejemplo, a Josep Pla, a Azaña, o al mismo Ortega, que tantas veces pasa por paradigma del madrileñismo intelectual. De un modo u otro, todos dijeron que Madrid no podía, que era una vana pretensión aspirar a tener vida propia, que no pasaba de ser apéndice de otra cosa, de una España que, paradójicamente, se quejaba del control de Madrid.

Ese estado de cosas se prolongó hasta bien entrados los primeros años de convivencia democrática y desarrollo autonómico. Durante las primeras legislaturas, los responsables de la Comunidad de Madrid, que tantos méritos reúnen por haber puesto sus cimientos institucionales, no terminaban de creer que Madrid tuviera a su alcance un destino más brillante. El hecho de que Madrid hubiera accedido al autogobierno parecía suficiente, casi excesivo, especialmente si se considera que durante el debate autonomista previo hubo quien no quiso formar parte de nuestra región pensando que la descentralización nos restaría recursos y potencia.

En 1995 ese discurso cambió radicalmente. No fue un giro parcial o progresivo, sino de 180 grados. La Comunidad de Madrid dejó de verse a sí misma como agente pasivo de lo que le ocurría a la región y la capital, y tomó la iniciativa de considerarse promotor del cambio, a partir de la idea de que la sociedad madrileña estaba capacitada para alcanzar el liderazgo en España. La transformación subsiguiente es ya Historia. Parte de junio de ese año y llega hasta el presente, pasando por 2003, cuando se produjo un relevo que ha servido para prorrogar, con algún matiz distinto, esa visión del lugar de Madrid en España, y momento en que ese impulso renovador se trasladó al Ayuntamiento de la capital, que se convirtió así en un auténtico Gobierno de la Ciudad, después de la etapa de Álvarez de Manzano, que había sido un gran Alcalde que supo gestionar nuestra ciudad día a día.

No voy a fatigarles ahora con la prolija enumeración de iniciativas y reformas que en este tiempo han propiciado la transformación de Madrid. Ustedes ya las conocen: apuesta por unos servicios públicos de calidad, colaboración con el sector privado, impulso a la innovación en todos los terrenos, fuerte inversión en infraestructuras y diálogo social. Y, sobre todo, un discurso abierto y moderado que ha escuchado las razones de todos, y a todos ha convocado para trabajar al servicio de Madrid. Pero, como digo, no voy a detenerme aquí. Lo más significativo son los resultados de esa ambición de progreso compartida con toda la sociedad.

Y esos resultados indican que, desde 1995, el PIB de la región, que entonces era de cerca de 75.000 millones de euros, se ha multiplicado casi dos veces y media, hasta los más de 183.000 millones del año pasado. La población, en este periodo, ha crecido más de un 17%, al tiempo que la tasa de actividad aumentaba más de 11 puntos, hasta el 64% de hoy. Así ha sido posible reducir una tasa de desempleo intolerable, del 21,1%, al 6,6% de 2007. En cuanto a la capital, el gran motor que impulsa este crecimiento, pues representa el 67% de la economía regional, ha pasado de ser una ciudad periférica y no muy relevante de la Europa mediterránea a un nodo central en las redes de intercambio de la globalización, mediando entre ámbitos como el europeo, el americano, el norteafricano y, cada vez más, el asiático. En virtud de estas circunstancias, Madrid es actualmente miembro del trío de ciudades europeas con esta característica, junto a Londres y París, y por tanto miembro también del que, en una dimensión mundial, incluye asimismo a Tokio y Nueva York. A partir de ese hecho, se entiende que seamos no sólo la tercera ciudad más influyente de Europa, sino también la cuarta plaza financiera del Continente, o uno de los diez primeros centros de negocios del planeta. Que la OCDE se interese por nuestra evolución desde una posición más bien discreta hace pocos años, no es, pues, sorprendente. Ejercemos un liderazgo global.

¿Cuál ha sido la clave para este gigantesco salto que nos ha sacado de la segunda o tercera línea de las ciudades europeas para situarnos en la primera de las del planeta? Son dos. La primera, una sana ambición y una percepción de las posibilidades de la sociedad muy alejada del pesimismo anterior. La segunda: sabíamos, en virtud de esto último, que había margen para crecer, que estábamos muy lejos de lo que nuestro potencial permitía. Aprovechamos la descentralización, en la que tantos habían previsto nuestra ruina, para desarrollar una política pragmática y centrada en la realidad de los hechos antes que en la retórica y la angustia de los símbolos. Cohesionamos así Madrid, y lo convertimos en motor de España.

Hoy, yo reclamo esa misma ambición, ese mismo pragmatismo, esa misma capacidad para superar los debates dialécticos y pasar a la acción, para el país repleto de posibilidades del que somos capital, y al que veo alejado del lugar que legítimamente puede ocupar en el mundo. Creo que hay también mucho margen, y que lo estamos desaprovechando. De ahí mi convicción de que en un periodo de tiempo similar al que ha bastado para Madrid –doce o trece años– podemos situar a España en el mismo nivel de las grandes potencias europeas. Si Madrid es tercera capital de la Unión, junto a Londres y París, España debe conseguir estar al mismo nivel que Alemania, Francia y Reino Unido. Y si en los próximos doce años España se incorporase a la misma revolución socioeconómica de Madrid, experimentando un crecimiento similar, el PIB español se situaría en los 35 billones de euros, y esto nos permitiría, aún sin ejercer el liderazgo en términos de PIB, alcanzarlo en términos de renta por habitante. Sé que en una economía madura eso no ocurre al 100%. Pero, de ahí hacia abajo, apliquen el porcentaje que prudentemente consideren, y entonces España empezará a avanzar puestos en el ranking europeo y del mundo, donde aún somos los octavos. Estamos sólo a un 8% en renta per cápita de Francia y a un 12% de Alemania, y esta distancia es perfectamente superable en un horizonte de tres legislaturas.
Para alcanzar estos objetivos que a alguien pueden parecer inabordables pero que, insisto, en Madrid hemos demostrado posibles, tenemos que marcarnos como objetivo básico de nuestra sociedad el pleno empleo.

Para conseguir este pleno empleo debemos analizar nuestras fortalezas y debilidades para reforzar aquéllas y combatir éstas. Nuestras fortalezas son muchas. Somos el referente histórico y cultural, y en los últimos años también económico, de más de 400 millones de habitantes. Y si hiciéramos una política más coordinada con Portugal, juntos elevaríamos en otros 200 millones de habitantes esta cifra. En los últimos años hemos pasado de ser un país receptor de capitales a ser un exportador neto de capitales y todo ello en un país con menos ahorro que capacidad de inversión.

Fruto de esto último, cuando después de Iberoamérica nuestras empresas comenzaron a comprar empresas europeas con el ahorro europeo la reacción de nuestros competidores no se hizo esperar. Campañas mediáticas contra nuestra economía, sobre todo contra los sectores más pujantes, es decir, financiero, servicios, inmobiliario y turismo, requieren una reacción no solo por parte del sector empresarial sino también del Gobierno, que debe salir a vender la imagen de España al exterior. Cuando se pasa de ser receptor de capitales a exportador de capitales, es decir, a comprar parte de la economía de otros países, uno se convierte en competidor, y hay que estar preparados con equipos en el Gobierno y en las embajadas españolas. Una buena política del Gobierno en este sentido podría suponer traer más de 150.000 millones de ahorro europeo para inversiones rentables pero para esto necesitamos un equipo de inteligencia comercial e industrial del Gobierno de España.

Entre nuestras fortalezas, está, además de nuestra posición geoestratégica envidiable, pertenecer a una unión de países con bienestar social y moneda única. Esto, unido a nuestra red de infraestructuras, entre las cuales además de aeropuertos, puertos, autopistas y ferrocarriles, se incluyen nuestros hospitales, nos permitiría abordar con inteligencia y visión de futuro la solución a una de nuestras carencias, la dimensión de nuestro país.

Somos aún un país pequeño. Nuestros 45 millones de habitantes están lejos de los 82 de Alemania, los 63 de Francia, los 61 del Reino Unido o los 59 de Italia. Y lo mismo ocurre con nuestra densidad de población, de 90 habitantes por km cuadrado, inferior a la de la mayoría de los países de Europa Occidental: 254 en Reino Unido, 229 en Alemania, 202 en Italia, 100 en Francia... Hay, pues, margen para un incremento poblacional, que en buena parte debe proceder de la propia Europa. Tenemos las condiciones para atraer a ciudadanos que en España pueden desarrollar, igual que ocurre en Madrid, sus proyectos profesionales, empresariales y vitales. Eso tendría un doble efecto estimulante que impulsaría la progresión de España, primero sobre los servicios, y después sobre la industria más avanzada.

Existen muchos millones de “jóvenes” jubilados europeos dispuestos a venir a vivir a España. Un jubilado que pase 11 meses en nuestro país equivale a 50 turistas. Es decir, que si los datos demoscópicos indican que durante los próximos 15 años 5 millones de jubilados europeos estarían dispuestos a venir a España, esto equivaldría, a efectos de producto interior bruto, a 250 millones de turistas equivalentes. Con el resultado positivo de una mejora sustancial en los efectos del medio ambiente puesto que las 3.000 horas de sol al año que ofrece España no se limitan al inmediato litoral.

Tenemos que empezar a pensar acerca de la posición de nuestro país en Europa al modo en que lo han hecho Florida y California en Estados Unidos. La primera, como puerta de entrada hacia otros Continentes
–Iberoamérica, y, a través de Madrid, Europa– y como plataforma natural de intercambio con su propio ámbito cultural. La segunda, como territorio de acogida para la innovación empresarial basada en el talento y la transferencia de conocimiento a la producción. Y en ambas, como polo de atracción para las inversiones y la población.

Siendo consecuentes con esto, habría que adoptar dos prioridades. Una, apostar por Iberoamérica sin reticencias. No sirve el pretexto de que los populismos hacen estragos hoy en aquellas democracias, intentando sacarlas del circuito de la globalización. Los populismos cunden cuando el desarrollo fracasa. Con compromiso e inversión, con esfuerzo y generosidad, no hay populismo, sino clases medias, políticas centristas y generación de empleo. España tiene que ser el motor de ese proceso, y apenas ver cómo hoy no pasa de ser agente pasivo y a la defensiva ante la extensión de políticas regresivas, que, por motivos ideológicos asombrosamente obsoletos, nuestro actual Gobierno no termina de ver con malos ojos.

La segunda prioridad es la transición hacia un modelo económico diferente. Pero para alcanzar este liderazgo español global es necesario un cambio. Ese cambio es posible, y hay precedentes. Nuevamente me refiero a Madrid, que permanece atenta a las oportunidades que la mundialización ofrece, de manera que, lejos de considerar este fenómeno una amenaza, encontramos en él una vía de penetración en otros mercados y sectores. De ahí que respaldemos las actividades relacionadas con la moda, el diseño y las nuevas tecnologías, por referirnos a lo micro, y la logística, la actividad ferial, el turismo de calidad y la industria de alto valor añadido, por citar lo macro. Como muestra, digamos que las actividades informáticas, en este 2008 de desaceleración, están creando empleo a unas tasas superiores al 8% interanual, mientras las telecomunicaciones lo hacen un punto por encima del conjunto de la economía y las específicamente vinculadas a la I+D crecen también en términos de nuevos puestos de trabajo un 3%. Lo mismo cabe decir de la fabricación de equipos de precisión, que generan empleo a tasas superiores al 6% anual, o de la industria aeronáutica de nuestro entorno, con tasas superiores al 9%. Pues bien: no hay, para España, otro camino, porque las potencias emergentes ya no son una promesa o una amenaza, según las miremos, sino una rotunda realidad ante la cual sólo podemos competir con innovación.

Paralelamente a este objetivo es necesario el acercamiento a Portugal como socio clave en este gran salto hacia adelante. Así lo aconsejan la inteligencia estratégica y un instinto de solidaridad natural entre vecinos. Vivir de espaldas es un sinsentido histórico en el que ambos países hemos incurrido y que debemos corregir cuanto antes. Sobre todo, ante el reto de Iberoamérica, y como gran plataforma continental llamada a mediar entre aquélla y Europa. Estoy convencido del efecto multiplicador de nuestros esfuerzos si los acometemos conjuntamente. Desde el diálogo y sin imposiciones, atendiendo a las causas de los recelos históricos para así poder superarlos. Pero con decisión. He defendido siempre un eje Madrid-Barcelona para articular España, y creo que hay que dar un paso hacia un eje Madrid-Lisboa que complete el anterior y sea precursor de una dinamo conjunta España-Portugal. Del mismo modo que ha habido una integración europea, debe haber otra peninsular, no política ni institucional, por supuesto, pero sí económica y social. Éste es un debate recurrente en Portugal, donde se aborda con mucha más valentía. España y Portugal trabajando juntos serán la referencia económica y cultural de 600 Millones de habitantes. Y eso nos daría el liderazgo buscado.

Pero para alcanzar este liderazgo español global es necesario un cambio en los planteamientos económicos. No basta con debatir si dedicamos el superávit a malversarlo en una política asistencialista, que no social, o si lo empleamos sensatamente en inversiones que produzcan un cambio estructural que de verdad mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos. Hace falta, además, saber hacia dónde vamos, qué clase de especialización buscamos, qué metas y qué plazos nos damos para asumir nuestro papel como motor de Europa. Y se requiere para ello un discurso político integrador y de acuerdo con los partidos políticos y los territorios. Hay que invitar a los partidos nacionalistas a participar de él. Pero si no quieren participar, mantener la determinación y la claridad de miras suficientes para no retrasarnos ni desviarnos de ese proyecto modernizador. Esos partidos se preguntan todavía hoy, y singularmente en Cataluña, cómo Madrid ha pasado a desempeñar el actual protagonismo económico en el país partiendo de una situación muy inferior y habiendo perdido la supuesta hegemonía política que la descentralización, también pretendidamente, le prestaba. Creo que han empezado a entender, y quizá no equivoquen las prioridades una segunda vez. Esos partidos hablan ya menos de la lengua y la bandera y más de los ferrocarriles, el metro y el PIB. Es un buen síntoma, aunque aún les falta.

Esa política de planteamiento abierto, pero paso decidido, debería afrontar varios asuntos clave. Por citar sólo los más importantes, digamos que es preciso resolver la situación de dependencia energética que lastra la economía productiva y lacera la de las familias, y que como consecuencia más reciente plantea una subida de la electricidad inasumible. No podemos perder el uso de la energía primaria, eólica e hidráulica pero tenemos que reflexionar en la nuclear y en el petróleo. Recientemente Felipe González afirmó acerca de la energía nuclear, que es “mucho mejor conducir el proceso con gobernanza razonable que ir a rastras” de lo que ya es un “hecho imparable”. Y no sólo porque España no podrá despegar mientras dependa en un 85% de la energía exterior, sino también porque me cuesta concebir un discurso coherente sobre el cambio climático que no se base en una energía limpia como la nuclear, máxime cuando hacemos absurdamente compatible nuestra moratoria nuclear con la importación de energía eléctrica de origen nuclear de nuestros vecinos franceses.
El respeto al medio ambiente ha de ser prioritario en las políticas del Gobierno y ello no es incompatible, como han demostrado socios nuestros de la Unión Europea, con la explotación del petróleo existente en los fondos marinos. Digo esto porque somos muchos los que nos preguntamos si acabarán siendo franceses o americanos quienes exploten las reservas de gas y petróleo que fueron localizadas en la zona comprendida entre Marruecos y las Islas Canarias. Un acuerdo de explotación conjunta con nuestros vecinos del Sur, además de reducir considerablemente nuestra dependencia energética, traería como consecuencia el establecimiento durante muchos años de una relación sólida y duradera con el Reino Alauita lo cual debe ser siempre objetivo estratégico de España.

Otro elemento que exige una reforma urgente es el de la eliminación de trabas burocráticas en infinidad de actividades en las que la sociedad civil no puede hacer efectivo todo su empuje. España se encuentra al nivel de Armenia, es decir, en el puesto número 38 del mundo, en cuanto a facilidades para crear una empresa. Por eso se tarda 47 días como media en constituir una empresa, mientras que en los países de la OCDE son 19. Es preciso remover los obstáculos que están frenando el impulso de una sociedad vivaz y con pulso. Porque yo no creo que los españoles carezcan de iniciativa más que cualquier otro pueblo. Falta, más bien, comprensión en la Administración hacia el valor de lo que esa actitud representa.

Tampoco existen hoy los medios que la conciliación familiar requiere para que la vida profesional de cualquier trabajador sea un proyecto estimulante más que una dificultad personal. Mientras no lo resolvamos, será difícil dar ese salto demográfico que puede dotarnos de la potencia necesaria. Igualmente grave me parece la situación de la educación que refleja el informe Pisa. Sólo diré que uno de los secretos de Madrid para ejercer su liderazgo global estriba en la preparación de su capital humano. Somos la segunda ciudad de la Unión Europea y la tercera del mundo en población con estudios superiores. Veo igualmente la necesidad clamorosa de emprender un macroproyecto de inversión pública que conjure la crisis. No se trata sólo de generar empleo durante la desaceleración, sino de transformar la economía creando condiciones de competitividad global.

Si en Madrid hubiésemos renunciado a una política audaz de obra pública, por poner un ejemplo reciente, hubiéramos dicho no a una generación inducida a largo plazo de 83.000 empleos y un aumento del Valor Añadido Bruto de 6.739 millones de euros, pero sobre todo a una red de comunicaciones más eficaz, a facilidades logísticas y de distribución que son claves para ser competitivos, y a una transformación urbana que va acompañada de los consiguientes beneficios en términos de atracción de inversión y turismo. No basta con decir como ha hecho el ministro Solbes que tenemos que ir disminuyendo el peso de la construcción. Hay que proponer alternativas como un plan extraordinario de infraestructuras y poner el acento en la rehabilitación para evitar el despoblamiento de los cascos históricos y la formación de guetos. Eso racionalizaría también el crecimiento urbano y el respeto a nuestro paisaje. No puedo dejar de citar, finalmente, la conveniencia de una política hidrológica coherente, un país moderno y competitivo debe, mediante un plan hidrológico, tener conectadas sus cuencas igual que tiene conectadas las redes de electricidad y gas. Y poder decidir en cada situación, de acuerdo con las partes afectadas y compensaciones procedentes, la distribución de los recursos. La reforma a fondo de una Justicia que hoy tiene en trámites de ejecución 270.000 sentencias, o la necesidad de disipar la confusión producida por la ausencia de una financiación local y autonómica de validez general, que la crisis puede hacer más complicada durante un tiempo, y que tendría que estar ya resuelta. También sería positivo que el mismo diálogo social emprendido en la ciudad de Madrid, donde agentes sociales y Administración ya han alcanzado un Acuerdo para el Empleo en respuesta a la situación actual, se empezara a perfilar a nivel nacional. No podemos ni debemos olvidar que el mérito de lo ocurrido en Madrid durante los últimos años no se debe tanto a la acción de la administraciones públicas como a la formidable actuación empresarial que desde el diálogo y consenso con las centrales sindicales han conseguido la sustitución de la perezosa burocracia por el riesgo emprendedor.

Esta agenda política de asuntos urgentes nos llevaría de un discurso económico y de objetivos a otro necesariamente político, es decir, acerca del marco institucional que precisamos, si no fuera porque éste ya está definido y bien dotado para afrontar estos retos. El constituyente de 1978 supo concebir un modelo de Estado que, gracias precisamente a su audaz descentralización, ha demostrado estar más capacitado que otros para aprovechar las oportunidades de la globalización, donde el protagonismo corresponde a agentes de tamaño intermedio, como regiones y metrópolis de gran impulso, por más que los Gobiernos nacionales tengan mucho que decir. Por eso, y sobre todo porque ese texto de 1978, que sintetiza lo mejor de varias tradiciones constitucionales, es el resultado de la voluntad de todos los españoles, y se ha demostrado eficaz no ya en conjunto, sino en todos y cada uno de los territorios que conforman el país. Creo, pues, que la lealtad constitucional, y el carácter consensuado de cualquier reforma, son determinantes para el progreso de España. Por eso, me consta que mi partido se encuentra hoy en su sitio natural: la lealtad a las instituciones del Estado constitucional del que los españoles se han dotado, empezando por una defensa cerrada de la Corona, cuya erosión sólo interesa a aquellos que anhelan el menoscabo de un poder moderador, y no pueden pasar, al margen de su signo ideológico, por compañeros de viaje del PP. El rechazo a cualquier intento de rediseñar el Estado por procedimientos subrepticios forma parte también de nuestra posición, lo cual no excluye un respaldo sincero al Gobierno en el objetivo común de derrotar a los terroristas.

El necesario discurso de la unidad de España es no sólo un asunto propio del ensayismo, la teoría política o la Historia. Es un discurso que nace igualmente de una realidad económica y social común, y que por tanto se fortalece mediante esta ambición de medio y largo plazo como potencia llamada a desempeñar un liderazgo mucho mayor que el actual. La unidad de España surge en buena parte de la convivencia y los proyectos de una comunidad humana con vínculos de solidaridad y visión de la vida muy estrechos, muy antiguos y particularmente eficaces para afrontar los retos de un mundo en cambio. Tracemos estos objetivos de gran alcance para nuestro país, que simbólicamente se resumen en su posición en el ranking europeo, pero que significan mucho más, y estaremos contribuyendo poderosamente a cohesionar la Nación española y el Estado descentralizado que la vertebra. Estaremos, en fin, diseñando ese proyecto sugestivo de vida en común que Ortega reclamaba, y liberándonos al tiempo de la trampa del esencialismo que nos tienden los nacionalistas.

Para alcanzar estas metas es preciso que el PP vuelva a gobernar España. Y hay dos caminos. El primero consiste en aguardar paciente o impacientemente –que es lo que desearían nuestros adversarios– a que la hegemonía que el PSOE ha fraguado en el ámbito de la izquierda se cuartee y pierda apoyos en la próxima convocatoria. Para lograrlo quizá baste con hacer un esfuerzo por mejorar nuestra imagen, que los socialistas presentan como autoritaria y antigua. Pero si somos consecuentes con ese camino, pronto desembocaremos en el segundo: el que nos sitúa en el centro del espectro ideológico, que Aznar supo ocupar en las dos únicas elecciones generales que hasta hoy ha ganado el PP, y donde por tanto se encuentra la única solución probada para romper esa limitación que algunos refieren cuando dicen que frente a nuestros 8 años de gobierno otros llevan 22. El centro no puede ser un paréntesis en la historia del PP, porque si eso ocurre será muy difícil regresar al gobierno.

Para el PP, el centro es un ámbito familiar, toda vez que nació por la formidable acción fundadora de Manuel Fraga en la Transición mientras dialogaba con las otras opciones políticas –y sobre todo con la complejidad de la sociedad española–, y porque se refundó, después, en el mundo postideológico que sucedió al muro de Berlín. El centro es también nuestro espacio característico por cuanto constituye la expresión más espontánea del liberalismo, que, como actitud y escuela de pensamiento, se distingue por ser una pragmática celebración de la pluralidad, a la que ofrece un cauce lo más dilatado posible para conciliar puntos de vista diversos aunque convergentes, conforme a una vocación reformista distante de todo conservadurismo, y más aún de cualquier actitud doctrinaria. Por eso resulta vital mantenerse dentro de ese ámbito de encuentro con la sociedad española, favoreciendo el potencial que puede despertar en ella el diálogo con un centro político emprendedor, optimista, tolerante, independiente y aconfesional –que no laicista ni anticlerical–, en sintonía con las expectativas de un país ávido de progreso y confianza.
La sociedad española es a veces más optimista y ambiciosa de lo que resulta de su clase política. Los españoles estudian, viajan, trabajan, brillan profesionalmente en cualquier parte del mundo, y no cesan de emprender proyectos nuevos. Somos una sociedad dinámica como pocas. Construir un discurso a la altura de ese ímpetu es el reto. Y yo soy optimista. Tengo el optimismo de saber que lo que hemos conseguido en Madrid es aplicable a España. El optimismo de percibir que es más lo que une a los españoles que lo que eventualmente les distancia. Tengo el optimismo y la confianza que me inspira creer en mi nación. Tengo confianza en ella, porque, pese a las tensiones propias de todo cambio social, los españoles conviven con un espíritu de razonable colaboración y armonía. Tengo confianza porque, si estamos al lado de esa sociedad, en lugar de perdidos en polémicas internas, seremos capaces de avanzar con ellos por un camino de prosperidad y progreso.

Lo que acabo de esbozar es sin duda una tarea ambiciosa y colectiva. Y toda obra colectiva necesita una articulación y una dirección.

Parto del convencimiento que la articulación de este proyecto la debe realizar el Partido Popular desde el Gobierno de España. Solo un partido que confíe en la capacidad de la sociedad civil para protagonizar ese progreso y se ocupe de facilitarle los medios sin caer en dirigismos que la desplacen, es capaz de abordar esta ingente tarea. Sólo un partido que esté dispuesto a diluir las tensiones y convocar a toda la sociedad a trabajar desde un ambiente de respeto mutuo, de diálogo y de concertación tendrá éxito en la misma.

Y estoy convencido que el mejor director, quien dará fuerza y coherencia a este proyecto y el hombre que reúne las cualidades para acometer hoy esa tarea es el Presidente del Partido Popular, Mariano Rajoy. Y es una convicción que expreso desde la experiencia que me da haber dedicado más de la mitad de mi vida a mi Partido desde el mismo día de su fundación y de haber vivido su historia en todos sus momentos. Y la expreso también desde la objetividad que me da apoyar a una persona cuyas decisiones no siempre han sido favorables para mí. Y no haberle solicitado en este momento político ninguna responsabilidad y ningún protagonismo que no sea servir a los madrileños como Alcalde de nuestra Ciudad.

ABC _ Política

La física de la “elevación del nivel del mar por licuación de los hielos polares”


La traducción es innecesaria

Desde el Exilio