jueves, 16 de abril de 2009

UNA DERROTA PARA EL CATOLICISMO SOCIAL

Conjeturar cuáles pueden ser los efectos y consecuencias de las decisiones que se toman resulta siempre un ejercicio de alto riesgo, máxime cuando tales decisiones se toman en el ámbito de lo público. Y sin embargo es un ejercicio que no puede dejar de hacerse. Por ello, una valoración acerca de la decisión adoptada por la cadena COPE de prescindir de quien hasta hoy es su principal activo como director de La Mañana: Federico Jiménez Losantos, se hace ineludible.

Es obvio que a nadie que no esté en el ámbito de la decisión, de las innumerables particularidades y circunstancias que con toda seguridad han coadyuvado a esta drástica medida, le compete entrar a valorar la conciencia o las motivaciones de las personas que la han tomado. Pero lo que sí debe hacerse es una valoración prudencial acerca de las posibles consecuencias sociales y políticas que necesariamente acarreará, quizás de mayor calado de lo que a primera vista pudiera parecer.


Indudablemente, Losantos es, hoy por hoy, el comunicador mediático más influyente de la derecha española. Y lo es porque, además de sus aptitudes personales para la comunicación –y esto merece subrayarse, en estos tiempos de indigencia–, tiene cosas que comunicar y posee un discurso coherente, sustentado en una amplia cultura vital e intelectual.

Este discurso es liberal, sí, pero de un liberalismo que él, con toda conciencia, ha querido integrar dentro de un planteamiento político (es decir, de acción moral y práctica) más amplio, que incorpora y abarca al grueso fundamental de la derecha española. Federico Jiménez Losantos ha procurado el acercamiento a un amplio sector de población coincidente en un núcleo fundamental de ideas básicas, a saber: la defensa y promoción activa de un concepto de España, la protección de instituciones básicas de la sociedad (fundamentalmente, la familia y la libertad subsiguiente que ésta tiene en justicia para educar a sus hijos), la defensa de la vida humana y de su dignidad insoslayable, junto a principios políticos esenciales como el de legalidad y el de limitación del poder político. La salvaguarda de estos valores la ha llevado a cabo frente a un Estado autonómicamente elefantiásico que cada día que pasa más se convierte en una máquina trituradora de cualquier libertad fundamental. Un Estado que, mediante un imperialismo ideológico y práctico avasallador, amenaza con dejar a la sociedad española absolutamente inerte, si es que no indefinidamente muerta.

No cabe duda de que Jiménez Losantos ha obtenido un éxito notable en sus objetivos, sustentado en parte, justo es decirlo, en la cualidad del medio desde el que ha transmitido su discurso: nada menos que la radio oficial de los católicos.

Además, la presencia de Federico en una radio oficialmente católica expresaba de un modo paradigmático un aspecto particularmente interesante que se está produciendo en las últimas décadas: el acercamiento progresivo entre el mundo laico y liberal, que se halla en el proceso de abandonar viejos resabios antirreligiosos, y el mundo católico, que, ante la presencia casi hegemónica en los ámbitos cultural y político de fuerzas infinitamente más nihilistas y totalitarias, comienza a no identificar al liberalismo como su enemigo. Este acercamiento no es el resultado de una confusión en los principios o de renuncias a la identidad de cada uno, sino una cooperación fructífera y necesaria en lo político (es decir, insistimos, en la acción, la movilización y la consecución de logros comunes). Basta leer el prólogo que el papa Benedicto XVI ha escrito para la última obra del que fuera presidente del Senado italiano Marcello Pera para darse cuenta del calado e importancia de este acercamiento.

Para algunos, sin embargo, esta presencia de Jiménez Losantos en un medio oficialmente católico ha sido una fuente constante de irritación. ¿Por qué un agnóstico (o un protestante) tiene que aprovecharse de un medio que le es ajeno? Algunos se han enquistado en esta objeción. Otros, por el contrario, hemos visto lo que se daba de positivo en este hecho; Jiménez Losantos, en su calidad de no acomplejado por la izquierda cultural y mediática, ponía de manifiesto lo atractivo que puede llegar a ser un discurso de derechas cuando éste se presenta con la suficiente claridad y frescura.

Lejos de considerarlo como un competidor molesto y un extraño, desde nuestro planteamiento conservador y tradicional –y, por ello, no liberal– vemos en él una fuente de estímulo para desear hacer, al menos con igual frescura y desparpajo, un discurso de derechas que sea a la vez renovador y tradicional.

Esta confluencia es la que ha protagonizado la respuesta cívica de la derecha española más importante de las últimas décadas, frente al Gobierno más sectario y radical que existe hoy en Europa. Respuesta cívica, por cierto, en la que Jiménez Losantos ha desempeñado un papel transcendental que es necesario reconocerle.

En cualquier caso, creemos que se puede reflexionar algo más sobre la objeción realizada ante el credo particular de un comunicador. Y creemos que es una reflexión relevante en términos de lo que un medio de comunicación católico de masas puede y debe hacer. Ciertamente, la esfera propia de la Iglesia es la evangelización, pero en tanto que propietaria de un medio de comunicación social, es ese medio de comunicación el que está llamado a juzgar y opinar sobre la realidad global de lo que sucede en un país, y no puede abstraerse de tomar partido en cuestiones cuya categoría es de una naturaleza distinta a la evangelización. Ser católico implica también una moralidad ante la realidad de las cosas. Un compromiso con las verdades particulares en todos sus órdenes.

Veamos un ejemplo. En las elecciones norteamericanas de 2004 compitieron un protestante conservador, partidario de la libertad de educación y antiabortista: Bush, y un devoto católico estatalista y defensor del aborto: Kerry. ¿Debía condicionar el credo particular de cada candidato el voto de cualquier católico sensato y congruente? Como ejemplo patrio sirva el hecho de que, salvo alguna honrosa excepción previa –Ricardo de la Cierva–, hayan tenido que llegar algunos historiadores no católicos –los más conocidos, César Vidal y Pío Moa– para romper el silencio que amplísimos sectores católicos, otrora influyentes, sostenían sobre lo que realmente fue la guerra civil española.

Si los católicos queremos hacer un juicio sobre la realidad completa hemos de ver que hay una dimensión religiosa y una dimensión política y cultural que conviene distinguir; no separar, pero sí distinguir. Hay una dimensión accesible a toda persona no ideologizada, con independencia de sus creencias, que ayuda a edificar una forma mentis conservadora, de lucha por la libertad, a favor de la virtud y de la defensa de las estructuras naturales y contra el progresismo totalitario. De un modo inteligente y constructivo, con sentido integrador de todo lo que hay enfrente del sectarismo izquierdista, se hace necesario luchar por la libertad de educación, por la familia, por la regeneración de lo que hoy ya es un estercolero manejado a patadas por el capricho de una oligarquía política y económica. Por ejemplo, ¿acaso se puede abstraer el catolicismo social de lo que supone esta decisión en términos de libertad de expresión? Como católicos, y en términos de lo que supone el ejercicio crítico de un medio de comunicación (es decir, de una naturaleza distinta a la estrictamente eclesial), nos sentimos mucho más cerca de un Jiménez Losantos que de innumerables grupos y sectores del catolicismo progresista o nacionalista.

En la vida de cada cual, las decisiones no se toman jamás entre lo que se tiene y lo que se quisiera tener. ¿Cuál es la potencia creativa real de un catolicismo social español para generar Losantos católicos? Si por circunstancias históricas o coyunturales no se ha generado nada así, ¿debemos por ello renunciar (en este caso dinamitar) a construir un espacio público de libertad y de regeneración social? ¿No es acaso esto mucho más católico?

El catolicismo social no puede renunciar a tener criterios claros sobre lo que pasa políticamente en España. Tal vez alguien en el mundo católico tenga que repensar cuál es el régimen político real en el que vivimos. Tal vez algunos sectores de la Iglesia deban reflexionar si se quiere seguir siendo un actor más en el gran juego del consenso político –que no social– español. Con la singularidad añadida de ser el único actor que juega contra sus propios intereses, quizás porque no se han enterado aún de cuáles son las reglas de este consenso.

Libertad Digital - Fundación Burke

BUENOS TRILEROS. Por M. Martín Ferrand

SERÁ todo lo laica que quiera proclamarse, pero, según las enseñanzas de la escuela del Cardenal Cisneros, María Teresa Fernández de la Vega se apareció a los presentes, en uno de esos desayunos que forman parte del nuevo folclore madrileño, y, rodeada por nueve ministros, vino a decir: «Estos son mis poderes». Lo son. La reaparición de la vicepresidenta, sintomática tras la remodelación gubernamental que la ha reforzado como número dos del Gobierno, tiene sus lecturas. La más significativa pudiera ser el renovado énfasis de izquierda en sus palabras y en sus dichos. Tal y como acostumbra, aprovechó el viaje y el desayuno para zurrarle al PP -ese es su más sólido fundamento ideológico- y luego no dijo nada, pero lo dijo con un lenguaje de izquierda vieja, como si el PSOE no hubiera abjurado del marxismo.

Es todo un síntoma de lo que nos espera. José Luis Rodríguez Zapatero, según acreditan sus hechos, no tiene nada claro cómo enfrentarse a las crisis que tanto nos enflaquecen como Nación y nos debilitan como Estado; pero su instinto de conservación política, su mayor virtud y la génesis de la mayoría de sus contradicciones, le invita a cargar las tintas rojas de su discurso. Nada mejor para eso que, entre palo y palo a la derecha, cantar los valores de los desheredados por la fortuna. Es ridículamente populista y anacrónico, pero funcional. Que se lo pregunten a Manuel Chaves, gran responsable de que Andalucía sea la región con más paro de toda Europa, que no ha hecho otra cosa en sus veinte años de poder y subsidio.
El despliegue propagandístico no puede vendernos unas soluciones inexistentes para una crisis demoledora; pero, a cambio, con la técnica de los mejores trileros, nos entretiene tratando de averiguar bajo cuál de los barriletes del juego se esconde la bolita. En eso el zapaterismo es imbatible. Cuando el Estado entra en déficit temerario y el gasto público hace sonar las alarmas, mientras el paro se hace dramático e insoportable, Zapatero nos anunció que, «en las próximas semanas» llegarán al Congreso nuevos proyectos legislativos, desde la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, a la de Igualdad de Trato. Y, además, una nueva Ley Audiovisual -¿qué fue de la reforma de RTVE que estudió un comité de sabios que no consiguió demostrar su sabiduría?- en la que se rebajaron los niveles de publicidad en TVE... Menos pan, pero más circo.

ABC - Opinión

EL GRAN SALTO Y LA REVOLUCION CULTURAL. Por Cristina Losada


ZP y la crisis

«Tras el fiasco del Gran Salto Adelante, ¿qué hizo el Gran Timonel sino lanzar la aún más delirante Revolución Cultural? La utilidad de la ideología para tapar los fracasos económicos ha sido mil veces comprobada.»

El presidente ha confiado a sus parlamentarios que estamos en la segunda fase del combate contra la crisis. Es un pequeño gran salto pasar a la segunda fase cuando no se ha cumplido la primera. Y un salto que se debe en exclusiva a la firme creencia de Zapatero en que las palabras están al servicio de la política. Los anticuados que mantienen cierto apego a la racionalidad piensan que la política es la gestión de los asuntos públicos. El socialismo gobernante, en cambio, está convencido de que la política consiste en crear estados de ánimo. La remodelación gubernamental y sus secuelas persiguen inducir en el respetable la ilusión de que ha nacido un "tiempo nuevo". La segunda legislatura empieza ahora, en esta segunda fase que no tuvo primera.


Los mantras de esta extraña situación son del tipo: cambio de ritmo, estrategia integral, diálogo (viejo conocido) y fortalecer la posición de España en el mundo. Esto último significa proyectar a Zapatero en el exterior (no al exterior) a fin de fortalecerlo en el interior. La imagen de gran estadista. En cuanto al programa, ah, el programa que el presidente desgranó ante los suyos todavía resulta más raro que la situación. Raro en relación con el objetivo proclamado, que es combatir la crisis económica y no la crisis que el Gobierno sufre al haber perdido aliados y la que podría padecer si los grandes sindicatos decidieran, cosa improbable, movilizar a sus huestes. Sin olvidar la crisis de confianza que muestran los sondeos.

Hay que acudir a los clásicos para entender los íntimos vínculos entre la lucha contra la recesión y ese programa que encabezan las leyes sobre el aborto, la igualdad de trato y la no discriminación y la libertad religiosa. Tras el fiasco del Gran Salto Adelante, aquel demente plan que iba a elevar a China por encima de Occidente y provocó una hambruna y un retroceso brutal, ¿qué hizo el Gran Timonel sino lanzar la aún más delirante Revolución Cultural? La utilidad de la ideología para tapar los fracasos económicos ha sido mil veces comprobada. El socialismo de Zapatero no vino al mundo para gestionar crisis, de ahí que en ese trance recurra, de nuevo, a marcar pose ideológica y a la Kulturkampf.

De todo lo cual se deduce la importancia de reducir la publicidad en las televisiones públicas. Esta gran medida contra la crisis de las cadenas privadas, tan solicitada por ellas y tan contradictoria con la defensa de "lo público" de la que alardea el socialismo, asegurará al Gobierno tranquilidad. Una prórroga de la que ya tiene. Unas teles rebeldes pueden hacer mucho daño. Recuérdense el Prestige e Irak. La complicidad de la caja tonta es condición necesaria para continuar viviendo en este mundo feliz, fuera de la realidad.

Libertad Digital - Opinión

LA POPULARIDAD DE ZAPATERO. Por José María Carrascal

Uno de los mayores misterios de la política española ha sido la popularidad que Zapatero ha conservado a lo largo de estos años pese a lo desastroso de su gestión. Si nos ponemos a examinar su primer mandato y lo que lleva del segundo, nos damos cuenta de que nada de lo que pretendía lo ha conseguido, y lo que ha conseguido fue al elevado precio de dividir a los españoles. Ni la negociación con ETA trajo la paz al País Vasco, ni los nuevos estatutos han articulado mejor España, ni las reformas educativas han mejorado la enseñanza, ni la Ley de la Memoria Histórica ha enterrado definitivamente a los muertos de la guerra civil, ni los matrimonios homosexuales, por no hablar de la nueva normativa para el aborto, encuentran el respaldo de la mayoría de la población. Sin embargo, Zapatero ha sido el político mejor evaluado y no sabemos si sigue siéndolo. O sabe venderse mejor que gobernar o esa población es incapaz de evaluar a sus gobernantes. Pues en cualquier país democrático, Zapatero estaría catalogado, como Bush lo estaba a las mismas alturas en el suyo: como uno de los peores que había tenido el país a lo largo de su historia.

Como no creo que los españoles seamos más tontos que los demás pueblos -podemos ser más ignorantes, pero se trata de cosas distintas, hay ignorantes listísimos-, me he puesto a reflexionar sobre el caso llegando a una conclusión penosa, pero que explica perfectamente la situación en que nos encontramos: Zapatero nos gobierna apoyado en nuestros vicios, en vez de en nuestras virtudes, aunque no lo reconozcamos, porque tampoco es cosa como para enorgullecerse. Mientras los gobernantes de los países punteros se apoyan en las mejores cualidades de su pueblo, Zapatero se apoya en las peores del nuestro: el resentimiento, la envidia, el tribalismo, la picardía, el dogmatismo, la soberbia, el no aceptar nunca que podemos habernos equivocado, el yo hago lo que me da la gana y el que venga detrás que arree, el no reconocer otros méritos que los propios o, todo, lo más, de los que piensan como uno y el disparar contra todo el que destaca constituyen los cimientos de la política de Zapatero desde que llegó a la Moncloa. Y los españoles, o al menos una buena cantidad de ellos, nos sentimos a gusto con él, aunque en nuestro fuero interno reconozcamos que no es la mejor. No voy a decir con ello que nos falten buenas cualidades. Pero el vicio es siempre más fácil de practicar que la virtud y si nos gobierna alguien que nos marca ese camino, no tenemos el menor inconveniente en seguirle. Durante los últimos cinco años, en España se han juntado el hambre con las ganas de comer, o más exactamente, la peor política con nuestros peores instintos.

Todo cuanto ha hecho el gobierno ha sido para fomentar estos: el derroche, la holgazanería, la irresponsabilidad, la chapuza, y a castigar el ahorro, la frugalidad, el esfuerzo, el trabajo o el estudio concienzudos. Desde las jubilaciones anticipadas a facilitar el pase de un curso a otro con un montón de asignaturas pendientes, pasando por las peonadas falsas, los permisos múltiples y bien remunerados -que se lo pregunten a Garzón-, la multiplicación de fiestas, el dispararse del gasto a todos los niveles, con el consiguiente endeudamiento. Un PER extendido a toda España ha sido la política de Zapatero. El subsidio como vehículo de la «calidad de vida» tanto en pueblos como en ciudades, en la vida laboral como en la jubilación, en las aulas como en los negocios, haciéndolo todo más fácil, menos trabajoso. ¿Cómo no íbamos a estar de acuerdo con ello? ¿Cómo no íbamos a aprobar la gestión del hombre que nos ofrecía un país donde se ataban los perros con longanizas?

Lo malo es que tal país no existe. Mejor dicho, puede existir durante un periodo de tiempo, pero cuando se acaban las longanizas, se acaba todo. Y a nosotros se nos ha acabado con la crisis económica que ha dejado al descubierto el mundo falso en el que hemos vivido durante los últimos años, la escasa preparación que tenemos, tanto a nivel personal como gubernamental, para afrontar los desafíos que tenemos delante. Los españoles y los muy diversos gobiernos que tenemos sabemos muy bien gastar, pero no sabemos economizar. Nos hemos olvidado de qué es eso. Como nos hemos olvidado del esfuerzo, de la laboriosidad, de la obra bien hecha y del afán de superación, completamente ignorados durante la última etapa, en la que la forma de ganar dinero era comprar -a crédito- un piso y venderlo dentro de dos años por el doble precio. Más grave todavía ha sido el ataque sistemático que ha sufrido la excelencia en nuestro país de un tiempo a esta parte. No era ya la mofa habitual al empollón de la clase por parte de sus condiscípulos. Era una política metódica, perfectamente planeada contra el que destacaba en cualquier profesión o actividad. El mérito se ha convertido entre nosotros en un estigma, mientras la mediocridad es un valor social. España es hoy el país más vulgar, más cutre, más ramplón de todo nuestro entorno, como se comprueba abriendo la televisión, no importa el canal, o escuchando cualquier debate político, sea en el Congreso, sea en el último ayuntamiento. Y esto ocurre precisamente cuando se necesita más que nunca gente preparada, gente emprendedora, gente con ideas, gente capaz de competir en un mercado mundial donde han surgido países que se han plantado en la más sofisticada tecnología de un salto, como Corea del Sur o Finlandia. Y ya verán ustedes cuando los del Este de Europa se quiten de encima la mugre que les queda de cuarenta años de comunismo.

¿Qué ha hecho nuestro gobierno ante ello? Pues este gobierno que no fue capaz de prever la crisis, o no quiso verla, se encuentra paralizado ante ella. Fíjense ustedes que la única respuesta que Zapatero sabe dar cuando sus medidas no surten efecto es decirnos «No se reducirá la protección social». O sea, lo de siempre. De decirnos lo que realmente hay, de llamamientos al sacrificio, a la laboriosidad y tomar el toro por los cuernos, nada de nada. Su última remodelación de Gobierno no hace más que abundar en lo existente. No hay figuras que destaquen en él, sino fieles seguidores de la voluntad del jefe. No se nos anuncia un cambio de línea, sino un cambio de ritmo. No se reconocen los errores cometidos, sino que se insiste en la bondad de lo hecho hasta ahora. Y sin esas tres cosas, la introducción de independientes en el gabinete, el echar mano de gente capacitada en vez de meros clones del jefe y el reconocimiento de lo que se ha hecho mal, con propósito de enmienda, no hay enmienda posible. O sea, que seguiremos empeorando.

Esto es lo que hay. Mejor dicho, lo que no hay. Suele decirse como consuelo que una crisis es una oportunidad para desprenderse de todo lo inservible y renovarse a fondo. Aquí, la única renovación que hemos tenido es la del vestuario extravagante de la videpresidenta primera por el más discreto de la segunda. Por lo demás, las mismas caras, los mismos gestos, los mismos eslogan, los mismos planes y las mismas promesas de que la recuperación está más o menos próxima. Desde esta perspectiva, incluso la galbana de Solbes nos parece menos peligrosa que el activismo de su sucesora, por lo que puede multiplicar el gasto sin arreglar las cosas. En el resto, todo lo mismo, excepto que a Pepiño Blanco se le llama José y se pone ahora corbata.

Lo único que puede cambiar es la actitud de los españoles. El cómodo estilo de gobernar de Zapatero está ya dañando a bastantes de nosotros y amenaza con dañar a cada vez más. ¿Vamos a seguir considerándole el mejor de nuestros gobernantes posibles? Las encuestas, esos espejos, nos lo dirán. Aunque no serán un espejo de él, que conocemos de sobra. Será nuestro espejo: ¿preferimos seguir la senda de nuestros vicios o de nuestras virtudes?

ABC - Opinión

ELOGIO DEL DIFUNTO PEDRO SOLBES. Por José García Domínguez

«Solbes ha sido un buen ministro de Economía, no por el mérito objetivo de lo hecho sino por las muchas, muchísimas, infinitas necedades populistas que, prudente, se abstuvo de cometer.»

Alguna vez le he leído a Manuel Conthe que el mejor tratado para comprender la política contemporánea, sobre todo la española, es un pequeño –y delicioso– librito de Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo, muy erudita crónica histórica de las sufridas nigromantes celtíberas y sus no menos sufridos perseguidores domésticos. Ahí, y a propósito de los muchos paralelismos que acercan el oficio de tribuno de la plebe al de aquellas viejas y entrañables arpías, infería don Julio:

"Se pueden encontrar grandes semejanzas entre la bruja antigua y el político moderno, sea la que sea su filiación y el origen de su poder. Al uno como a la otra se le atribuyen facultades muy superiores a las que en realidad tienen, son igualmente buscados en un momento de ilusión, defraudan de modo paralelo y en última instancia los males de la sociedad se les atribuyen en bloque...".


Por eso, cuando yacen derrotados, ambos se ven sometidos a inmisericordes procesos sumarísimos, en los que fieros fiscales e infinitos testigos de cargo airean todas sus satánicas culpas. "Si ahora aún existiera la pena de la hoguera, los políticos serían los más sujetos a ella", concluía, quizá con secreta nostalgia, el sobrino de su tío. Así Pedro Solbes, cabría apostillar hoy. Y es que el finado Solbes ha sido la última víctima de una superstición tan irracional y ciega como extendida por estos parajes: ésa que asigna al Estado la potestad mágica de extinguir a voluntad los ciclones financieros del capitalismo posnacional con sólo echar mano del BOE.

De ahí que la demagogia generosamente sazonada con sal gorda, preciada mercancía local que en España siempre resulta género abundante, bien surtido y barato, haya convertido a Solbes en la bruja pirula, el hombre del saco, el coco y el chivo expiatorio de un carajal sistémico que, en el fondo, nadie acierta a comprender. Y sin embargo, ha sido un buen ministro de Economía, no por el mérito objetivo de lo hecho sino por las muchas, muchísimas, infinitas necedades populistas que, prudente, se abstuvo de cometer. Eso procede reconocérselo, ahora, cuando todavía no está claro si su verdadero sucesor en el cargo va a ser Elena Salgado o el célebre profesor Franz de Copenhague, el de los inventos del TBO. Lo echaremos de menos. Y si no, al tiempo.

Libertad Digital - Opinión