viernes, 27 de noviembre de 2009

La comunión editorial. Por Cristina Losada

Doce periódicos y un mismo editorial sería noticia. Doce periódicos de Cataluña y un mismo editorial, no lo es. La comunión de la prensa catalana con el poder político es una constante.

Doce periódicos y un mismo editorial sería noticia. Doce periódicos de Cataluña y un mismo editorial, no lo es. La comunión de la prensa catalana con el poder político es una constante. Su filípica al alimón, destinada a coaccionar al más alto tribunal para que se abstenga de hacer su trabajo, es la expresión, identitaria e idéntica, de una crónica vocación de servidumbre. Y bien pagada. Así, el sentimiento catalanista del conde de Godó, por citar al Grande de España mancomunado con unos cuantos pigmeos provinciales para ese J’Accuse pasado por Aromas de Montserrat, se cuantifica en los más de 36 millones de euros con los que la Generalitat riega anualmente su cuenta.

Los editores afirman que el TC "ha sido empujado por los acontecimientos a actuar como una cuarta cámara", pero lo que exigen es que se conduzca como un caddy que, obediente, recoja las boñigas conceptuales, muy honorables ellas, que depositaron Montilla y sus cuates. Esto es, pretenden que el Tribunal abdique de la tarea que le encomienda la Constitución y se aplique a cumplir sin rechistar la que ellos le ordenan. Aunque de atenernos a la lógica peregrina que anima el editorial, si el TC ratificara el Estatuto, el señor conde y sus apéndices deberían protestar, ya que tienen por incapacitado al Tribunal y por ilegítima cualquier decisión que adopte. Si no puede opinar, señores, tampoco puede opinar a favor.

Se arrogan los heroicos pensionados de Montilla la representación de Cataluña y su sociedad, combinando el victimismo lacrimógeno con la amenaza larvada de un conflicto en caso de que el TC osara impugnar una coma de sus sagradas escrituras. Ya puestos, una se pregunta por qué no amenazan también con los tormentos del averno a ese 65% largo de catalanes que decidieron dar la espalda a Montilla, al conde, al tebeo de los Nadal y a su claque de relleno, el día del famoso referendum. Yo, al igual, por cierto, que los autores de la encíclica, no soy quién para dar lecciones de dignidad al electorado catalán. Pero si alguna vez la prensa del oasis se propone recuperar la suya, aquí tiene una idea: publiquen un exordio colectivo contra la cleptocracia. Ésa que llevan treinta años encubriendo en sus impolutas páginas editoriales.


Libertad Digital - Opinión

La dignidad de la Constitución

La mayoría de los periódicos editados en Cataluña y otros medios de comunicación se alinearon ayer pública y conscientemente con la estrategia de coacción y deslegitimación desarrollada por el tripartito catalán y CiU contra el Tribunal Constitucional. Un inédito editorial común —titulado «La dignidad de Cataluña»— vertió contra esta institución una larga serie de admoniciones sobre las razones por las que debe avalar el nuevo estatuto, todas ellas relacionadas no con la constitucionalidad de su contenido, sino con el hecho de tratarse de una norma situada al margen del control constitucional en virtud de su carácter pactado.

Pero tal y como se ha hecho moneda de uso corriente en los discursos oficiales de la clase política catalana -que no de sus ciudadanos-, el editorial no se conforma con impartir doctrina histórica y política a los magistrados del TC, sino que incluye la consabida amenaza de una «legítima respuesta» a cargo de la sociedad catalana.

Hora es ya de que los partidos nacionalistas -incluido el de los Socialistas de Cataluña- aclaren cuál va a ser su respuesta. En el pasado fue una violación flagrante de la Constitución republicana de 1931, con la creación en 1934 del «Estado Catalán». Resulta evidente que el problema de los nacionalistas catalanes, reforzados por el socialismo catalán y español, no es el TC, sino la Constitución misma, sea ésta cual sea. La amenaza contra el resto de España forma parte del método histórico de una parte de la clase política catalana, pero todos los españoles, empezando por los propios catalanes, tienen derecho a saber qué van hacer el presidente Montilla, los partidos que lo apoyan y los medios que los secundan, si el TC, en el ejercicio de sus legítimas funciones constitucionales, revisa y anula, total o parcialmente, el texto del estatuto de Cataluña.

Nada dicen, pero amenazan. Por eso resulta cínico que el ultimátum publicado como editorial por los medios catalanes se refugie en un impostado constitucionalismo, que incluso sitúa en primera línea la figura de Su Majestad el Rey -«ahorcado» en una postal navideña por el nacionalismo radical- como excusa de sus diatribas. Es más, tanta apelación falsaria a la Constitución Española de 1978 desvela la raíz misma de las contradicciones insuperables del estatuto de Cataluña y su vicio absoluto de inconstitucionalidad. Si, como dice el ultimátum de los medios catalanes, de la decisión del TC sobre el estatuto de Cataluña dependen, ni más ni menos, «la aceptación de la madurez democrática de la España plural» y «la dimensión real del marco de convivencia español», y tiene «en juego los pactos profundos que han hecho posible los treinta años más virtuosos de la historia de España»; si todo esto, repetimos, depende de la sentencia del TC sobre el estatuto de Cataluña, entonces no hay prueba más evidente de que este estatuto encierra una modificación ilegal del orden constitucional de España, y debe ser derogado.

Sólo a través de la reforma de la Constitución, avalada por la voluntad soberana del pueblo español, como sujeto nacional único e indivisible, pueden cambiarse las reglas de la convivencia y los pactos constituyentes. Porque ni el Congreso, ni el Senado, ni el Gobierno -aunque lo presida José Luis Rodríguez Zapatero-, ni el Parlamento catalán ni los ciudadanos catalanes son los titulares del poder constituyente de la Nación española. El desprecio por este fundamento de la realidad nacional de España está en el origen de esta atosigante demanda de privilegios. En todo caso, es de agradecer que, por fin, desde Cataluña se haya hecho un reconocimiento tan explícito de la verdadera dimensión constitucional de lo que debería haber sido únicamente un estatuto autonómico.

Sólo a través de la reforma de la Constitución pueden cambiarse las reglas
«Pacta sunt servanda», dice el editorial. «Los pactos deben ser cumplidos». En efecto, deben serlo con el pleno sentido de la reciprocidad que entraña este aforismo jurídico, que podría complementarse con muchos otros que harían recordar a la clase política catalana que el pacto fundamental que vincula a todos los españoles es la Constitución de 1978. ¿Cuándo han aceptado y acatado realmente los nacionalistas catalanes la proclamación contenida en el artículo 1 de la Constitución, «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado», incluidos los autonómicos? ¿Respetan el principio de que «la Nación española es la patria común e indivisible de todos los españoles» (artículo 2 de la Constitución)? Por supuesto, los pactos deben ser respetados y cumplidos, como el pacto constituyente de 1978, que reconoce la autoridad del TC para decidir qué leyes o estatutos se ajustan o no a la Constitución.

Nuevamente, los estamentos cívico-políticos de Cataluña se aferran al furor identitario haciendo de un proyecto nacionalista y de izquierda, como el del estatuto catalán, la seña de identidad de un pueblo que, ciertamente, ha mostrado su «hartazgo», pero no en el sentido que indican los medios catalanes, participados algunos de ellos por la Generalitat en compañía de quienes son capaces de cuadrar el círculo y defender una cosa y la contraria, en Madrid y Barcelona, en un desdoblamiento de la personalidad editorial contrario a la razón. El hartazgo es con su clase política, a la que da la espalda con una abstención endémica que supera la de cualquier otra comunidad autónoma. Este déficit democrático sí debería ser motivo de preocupación para quienes abanderan con tanto desparpajo la ortodoxia catalanista, porque mucho tiene que ver con aquel «3 por ciento» que el presidente Maragall espetó a la oposición nacionalista, o con la malversación masiva de fondos en informes ridículos, o con otros episodios de corrupción clavados en la entraña del sistema sociopolítico establecido en Cataluña. ¿Realmente no se sienten desautorizados por los propios catalanes estos portavoces de la esencia catalana cuando abogan por romper la convivencia y las reglas constitucionales en defensa de un estatuto refrendado por un exiguo 35 por ciento de los electores catalanes, mucho menor que el que recibió el anterior estatuto, y menor aún que el respaldo que dieron a la Constitución? A la hora de hablar de legitimidades, deberían hacer un ejercicio de honrada autocrítica.

Es ridículo buscar la singularidad catalana en que, como pretende el editorial, «los catalanes pagan sus impuestos» y «contribuyen con su esfuerzo a la transferencia de rentas a la España más pobre». La mayoría de los españoles con recursos hacen lo mismo, vivan donde vivan, porque el dinero de los impuestos no tiene denominación de origen. Esto es vivir en una nación y compartir derechos y obligaciones. Ningún privilegio debe resultar de cumplir con los compromisos básicos que conciernen a todos los ciudadanos, y menos aún si se buscan a costa del victimismo frente a Madrid, presente, como no podía ser menos en una soflama nacionalista, en la mención a «los cuantiosos beneficios de la capitalidad del Estado».

No es digno defender a Cataluña con estos argumentos rancios y hundidos.

No es digno defender a Cataluña y a los catalanes con estos argumentos rancios y hundidos en los localismos previos a la Ilustración, ni utilizar su cultura -que es tanto la escrita en catalán como la escrita en castellano- como arma arrojadiza. La dignidad de Cataluña está en su pasado, en su presente y en su futuro como parte fundamental de España, en su aportación al progreso del conjunto de la Nación con el dinamismo y la pujanza que han caracterizado su historia, en ser el factor de estabilidad institucional que le corresponde y en aspirar a ser la fuerza motriz de España, no su competidora.

Pero conviene no acortar la memoria. Esta defensa del estatuto, arbitraria en lo político, banal en lo histórico y temeraria en lo social, se funda en la irresponsable decisión de José Luis Rodríguez Zapatero y del PSOE de convertirlo en el precio de un pacto político entre la izquierda socialista y el nacionalismo catalán para evitar una nueva victoria electoral de la derecha. Este es el monstruo creado por la ambición política de Rodríguez Zapatero, quien inauguró su mandato hace cinco años diciendo que iba a traer la paz a la política territorial en España. Aquí tiene las consecuencias de haber creído que España era una mercancía a disposición de sus acuerdos de poder.


ABC - Editorial

La nomenklatura catalana.

Los catalanes no pueden concederse un régimen que se aparte de la legalidad española sin reformar nuestra carta magna, del mismo modo que un ciudadano no puede saltarse la ley con la excusa de que se lo ha permitido su comunidad de vecinos.

Contaba Solzhenitsyn en su monumental Archipiélago Gulag una historia que tuvo lugar en un comité local del Partido Comunista. Según iban acumulándose los discursos de sus miembros, todos ellos laudatorios del líder Stalin, los aplausos iban siendo cada vez más fuertes y prolongados. Hasta tal punto llegó el entusiasmo, que en un momento dado la ovación se alargó con visos de no acabar. Los miembros del partido se miraban unos a otros, temerosos de ser el primero que dejara de aplaudir. Cuánta razón tenían, pues quien finalmente abandonó las palmas y permitió a los demás hacer lo mismo acabó con sus huesos en los campos.

Parece como si los subvencionados diarios catalanes hayan querido evitarse este doloroso trance, asegurándose de que no existe ninguna diferencia, ni siquiera de matiz, en el grado de adhesión a los principios fundamentales del movimiento. Así, han publicado una suerte de parte oficial en comandita, al que se han sumado en cuanto han podido varias radios pagadas con el dinero de todos los catalanes y hasta el Barça, demostrando que lo que califican de "identidad catalana" exige una uniformidad absoluta. Ellos, que protestan por unas supuestas "cirugías de hierro que cercenen de raíz la complejidad española", han demostrado no creer que dentro de las fronteras de su terruño tengan derecho a existir unas ideas distintas a las suyas, optando por la simplificación más burda posible de esos catalanes a los que dicen defender.

El argumento esencial, y cabría decir único, de la prensa del régimen es que el Tribunal Constitucional no puede echar abajo una ley aprobada en referéndum, por más escasa que haya sido la participación en el mismo. Pero tanto la existencia de la Comunidad Autónoma de Cataluña como la legalidad del mismo Estatuto descansan en la soberanía de la Nación española y los límites marcados en la Constitución. Los catalanes no pueden concederse un régimen que se aparte de la legalidad española sin reformar nuestra carta magna, del mismo modo que un ciudadano no puede saltarse la ley con la excusa de que se lo ha permitido su comunidad de vecinos.

Pero siendo sin duda criticable esta suerte de manifiesto de adhesión al régimen tanto en el fondo como en la forma, lo que no cabe es protestar por el hecho de que intente presionar al Constitucional. Desgraciadamente, y a raíz de la ya lejana sentencia del caso Rumasa, el TC se ha contaminado de política. Es difícilmente cuestionable que, si se limitara a lo estrictamente jurídico, el dictamen habría llegado hace años, anulando una parte considerable del Estatuto. Recordarlo es un deber continuo, especialmente del partido que presentó el recurso y recogió cuatro millones de firmas para apoyarlo.

Por eso decepciona, aunque no sorprenda demasiado, que después de haber presentado una respuesta seria y contundente al Estatuto, Rajoy asegure ahora "no tener nada que decir" ante la avalancha de presiones provenientes del nacionalismo catalán, con el apoyo de un Zapatero que terminó convertido en uno de los ponentes del texto. Que el Gobierno de España apoye un Estatuto anticonstitucional es escandaloso, pero mientras el PSOE esté al frente entra en el guión. Pero a los ciudadanos preocupados por lo que supondría un refrendo del TC al engendro nacionalista no les puede contestar Rajoy quitándoles toda esperanza.

Como mínimo, si no quisiera entrar en excesivos detalles, podría haber hecho una declaración más institucional, explicando que negar la legitimidad al TC para decidir sobre la constitucionalidad del Estatuto es demostrar que se carece de respeto por nuestra carta magna, que establece la creación de este tribunal como intérprete máximo de la Constitución. Al hacerlo, la prensa del régimen nacionalista y quienes apoyan sus argumentos se han quitado hasta la apariencia de legitimidad a la hora de opinar sobre la constitucionalidad del Estatuto.

Desde la Transición se ha podido constatar la correlación entre los gobiernos nacionalistas y la supresión de las libertades de los ciudadanos. Este editorial conjunto viene a demostrar hasta qué punto resulta asfixiante este régimen después de casi tres décadas de gobierno ininterrumpido. Si el Tribunal Constitucional no declara ilegal lo que es claramente ilegal, esa destrucción de España y de nuestras libertades carecerá ya de freno alguno. En eso deberían reflexionar los magistrados. Tienen la oportunidad única de ser los primeros en dejar de aplaudir.


Libertad Digital - Editorial

¿Editorial o panfleto político?. Por José María Carrascal

ESPERABA más de los colegas catalanes. Más exactitud, más profundidad, más elegancia. Si para defender su nuevo estatuto lo único que se les ocurre es deslegitimar al Tribunal Constitucional -como los equipos que van perdiendo, al árbitro-, mal anda ese estatuto. Cualquier editorial de cualquiera de los 12 periódicos tiene más enjundia y menos política que el publicado ayer al alimón bajo el título «La dignidad de Cataluña». Para empezar, la dignidad la tienen las personas, no los territorios, y si esos diarios hubieran investigado la corrupción en su torno con el mismo ardor que el Estatut, Cataluña estaría hoy más limpia. Luego, acusar al Tribunal Constitucional de convertirse en «cuarta Cámara» es falaz.

El Tribunal Constitucional no es la cuarta ni la décima Cámara. Es uno de los poderes del Estado, encargado de vigilar que los otros dos no se aparten de la legalidad. Precisamente por ello, está capacitado para pronunciarse sobre el Estatut y sobre cuantas leyes, decretos y disposiciones emitan los gobiernos, las Cámaras y demás instituciones. Que actúe con solo 10 miembros por haber muerto uno de ellos y haber sido recusado otro, como el que 4 de ellos se hayan pasado de plazo, no le quita legitimidad: su mandato sigue vigente hasta que no se les encuentre sustitutos. Como el que lleven tres años debatiendo el tema. Llevarán el tiempo que sea necesario, sin plazo para ello. Por último, acusar a «una parte significativa del Tribunal haber adoptado posiciones irreductibles», cuando los irreductibles son quienes proponen hacer la vista gorda ante un posible desafuero sólo es superado en cinismo por esa postrera apelación del editorial al «espíritu de la Transición». Quienes han traicionado la Transición son los que nunca la aceptaron plenamente y vienen tratando de socavarla con iniciativas como ese Estatuto, pretendiendo hacer constitucional lo inconstitucional.

Lo que no debe preocuparnos demasiado es la amenaza de que, en caso de sentencia negativa, «la solidaridad catalana volverá a articular la legítima respuesta de una sociedad responsable». En un rasgo que le honra, junto a ese editorial, «La Vanguardia» publica un artículo de Francesc de Carreras que describe lo que hay tras esa connivencia prensa-políticos: «En realidad -advierte el catedrático de la Universidad de Barcelona- lo que pretenden los políticos catalanes no es defender el Estatut, ni a Catalunya, ni a los catalanes, lo que tratan es defenderse a sí mismos». Y señala la causa: las próximas elecciones autonómicas, con unos sondeos que rondan el 50 por ciento de abstención, «prueba de su fracaso». Pero no es sólo el fracaso de los políticos catalanes. Es el fracaso de Zapatero, con aquel «os daré lo que me pidáis», creyendo posiblemente que, como promesa electoral, no estaba obligado a cumplirla.


ABC - Opinión

Culpables y responsables de lo que está pasando en Cataluña y el resto de España. Por Federico Jiménez Losantos

En 1979, treinta años ya, publiqué en Barcelona Lo que queda de España. Nada ha sucedido después que no me haya dado la razón, salvo una cosa: entonces tenía la esperanza de frenar una deriva que acabaría llevándonos a una dictadura lingüística y política en Cataluña y a la liquidación de las libertades en España. Hoy, esa esperanza no está en absoluto justificada. El régimen constitucional de 1978 está muerto. Muerto en pie, pero cadáver. El problema –moral y material– es que quieren hacerle pagar al difunto su propio entierro. Y los albaceas del fiambre están dispuestos a hacerlo.

Cómo hemos llegado a esta situación lo he analizado en diversos libros, en especial la última versión de Lo que queda de España (Temas de hoy) y La dictadura silenciosa (también Temas de Hoy) que defendió Lara Padre ante el déspota Pujol. Y para los que no creen que haya existido hace sólo tres décadas una Cataluña habitable por todos los españoles y propicia a todas las libertades, escribí La ciudad que fue (también Temas de Hoy). Por supuesto, en los libros de artículos y ensayos he dedicado centenares de piezas al proceso liberticida en Cataluña y fatalmente libertófobo en el resto de España. He escrito tanto que estoy aburrido de acertar.

No voy, pues, a repetirme. Pero cuando caen las caretas, la corrupción se envuelve en la bandera de una patria inventada y la sedicente nación catalana se convierte en el último refugio de los bribones, de Barcelona y de Madrid, debemos constatar una realidad que el populacho ovino se niega a ver: una casta política apestosa ha liquidado el régimen constitucional del 78. Y lo ha hecho sin reforma legal, sin alternativa política, y sin darnos siquiera la posibilidad de votar si lo enterramos. Y como decir "casta" es demasiado genérico, señalaré los que, a mi juicio, son los tres autores principales de este inmenso magnicidio que es el asesinato de España.

Las responsabilidades son muy fáciles de establecer: el máximo culpable es Zapatero; su cómplice necesario, Rajoy. Y el máximo responsable, el Rey.


El blog de Federico