martes, 1 de diciembre de 2009

La "Catalunya" discutida y discutible. Por José García Domínguez

Diga lo que diga y haga lo que haga Montilla, lo primero que al auditorio le viene a la mente es el fotograma de un japonés soltándose por bulerías; la imposibilidad metafísica de trasplantar ese algo indefinible que los flamencos llaman el duende.

Con el visceral catalanismo de José Montilla a uno le ocurre lo mismo que cuando contempla esos cuadros flamencos japoneses que, de vez en cuando, aparecen en la televisión. Por regla general, la puesta en escena suele ser inobjetable, canónica, perfecta; al igual que la pericia técnica de guitarristas, bailaoras y palmeros, asimismo admirable por su fidelísima, mimética reproducción del original genuino. Y sin embargo, pese a la entrega con que los artistas se dan al empeño, algo hay en la extravagancia del conjunto, en la inevitable comicidad de estampa tan impostada, que provoca la sonrisa del espectador

Así Montilla. Como el rayo que no cesa, don José, inasequible al desaliento, recita una y otra vez las filípicas más incendiarias del irredentismo soberanista. Declina el hombre con esa prosodia cansina tan suya todos los lugares comunes, los tópicos más sobados, las añejas, mil veces manidas cantinelas del nacionalismo arrauxat. Armado de férrea perseverancia, insinúa funestas desafecciones civiles; augura divorcios sísmicos; invoca, circunspecto, a los espíritus de la más negra discordia patria... pero al observador, sin saber por qué ni tampoco poder evitarlo, se le escapa la risa. Y es que, al modo del payaso triste, que llora por dentro mientras el público, ajeno al intimo desgarro, se desternilla con sus grotescas muecas, la gran tragedia del Muy Honorable reside en que no logra provocar miedo, por mucho afán que empeñe en la labor.

Tanto da que enarbole furioso la lanza indígena de Carod, que se embriague con los místicos aromas de Montserrat de Pujol, que emule el posado insurreccional de Macià o que amague con desfilar tras el espectro de Companys camino del balcón del Palacio de la Generalidad... Diga lo que diga y haga lo que haga, lo primero que al auditorio le viene a la mente es el fotograma de un japonés soltándose por bulerías; la imposibilidad metafísica de trasplantar ese algo indefinible que los flamencos llaman el duende. De ahí, cruel, la sonrisa. Resulta inevitable, por mucho que se desvivan Montilla y su patibulario apéndice, Pepe Zaragoza, en el muy estudiado simulacro rupturista del PSC siempre ha de rechinar lo principal, esto es, el duende. Porque España será una nación discutida y discutible, pero anda que su Catalunya...


Libertad Digital - Opinión

Minaretes frente a casa. Por Hermann Tertsch

Pocas ciudades me emocionan tanto como Damasco y su mezquita omeya. Me es difícil en Estambul reprimir el nudo en la garganta cuando cruzo la plaza desde la Hagia Sofia, catedral y mezquita, hacia la gran Mezquita Azul. Nunca olvidaré a mis viejos sabios musulmanes en la espléndida mezquita de Edirne, que recibían con toda su maravillosa generosidad a los pamukos expulsados por la limpieza étnica del régimen comunista búlgaro de Todor Yivkov de la región de los Rodopos búlgaros en los que vivieron durante siglos. Pocos sitios me tienen aún hoy tan profundamente conmovido como el Travnik de Bihac en Bosnia y Pec en Kósovo con mi limpiabotas Ramadan Laros, que había estado dos veces en la Meca. Minaretes por doquier. Y belleza sin igual. Nunca he despreciado tanto a combatientes en guerra como cuando han dinamitado esas torres del recuerdo de la fe y volado mezquitas, o quemado iglesias llenas de gente, católicas u ortodoxas, y reprimido el mayor privilegio humano, que es querer, buscar y adorar a un Dios bueno y justo. Simplemente por ser otro. La maldita otridad.

Y sin embargo, señores, estoy perfectamente de acuerdo con la decisión tomada por el pueblo suizo en referéndum, que prohíbe la construcción de minaretes en las mezquitas en su país. Supongo que a muchos les parece abominable. Ya sé que ahora saldrán nuestros Aliados de Civilizaciones diciendo que los suizos -y por supuesto yo- somos unos fachas o Torquemadas siniestros. O judionazis, que es otro insulto de moda, por grotesco que resulte y que yo ya he disfrutado en esta España que tanto cultiva el odio y la revancha.

No sé si saben que bajo el Imperio Otomano la poca tolerancia que había hacia los cristianos imponía que las iglesias y capillas se construyeran cavando un foso para que nunca superaran en altura a las mezquitas circundantes. Hoy esa mínima tolerancia otomana no existe en casi ningún país que formó parte de ese último gran califato en Oriente Medio. Los cristianos son perseguidos en decenas de países, forzados a emigrar y asediados continuamente. En los países que financian y exportan a sus clérigos a Occidente, Paquistán o Arabia Saudí, por ejemplo, resulta prácticamente imposible celebrar una misa siquiera en privado. Lo de proponer construir una pequeña iglesia sería una afrenta que pagarían muy caro sus impulsores. Aquí es diferente. En Colonia, en Alemania, los musulmanes pretenden hacer una mezquita mayor que la catedral. Y muy cerca. Nadie piense que es por necesidad de estar más cerca de Dios. Eso se puede hacer en casa o en una mezquita que nadie les impide construir, ni en Suiza ni en ningún país europeo. Se trata del poder.

En muchos colegios de suburbios europeos se empezó dejando que una niña llevara el pañuelo, la hiyab, al colegio y hoy ningún musulmán, por laico que sea, se atreve a que sus hijas vayan sin pañuelo porque las consecuencias son imprevisibles, pero siempre peligrosas. Y en Suiza está claro que después de los minaretes vendría el muecín para darnos cinco veces al día la buena nueva de que Alá es el único Dios y los que creen otras cosas son perros, cerdos e infieles. Y que la presión de los fanáticos islamistas que tenemos en Europa adquiriría aún mayor fuerza sobre cualquier musulmán que quisiera ser un simple ciudadano europeo cumplidor de las leyes nuestras y no de la Sharia.

No tengo ninguna esperanza de que esta Europa débil, dubitativa, relativista e ignorante pida algún día a los países musulmanes desde el mayor, Indonesia a Marruecos o Dubai, un mínimo de reciprocidad en el respeto a la fe de los demás. Ellos, con su fe, se sienten superiores a todas estas sociedades que ya no creen en casi nada. Gobernadas por personajillos que no entienden el profundo sentido común de la decisión suiza. Los suizos quieren seguir siendo dueños de su destino. Por mucho invitado que tengan. Porque no se puede invitar al invitado a ser invasor.


ABC - Opinión

Caso Haidar: el cinismo de la política exterior. Por Antonio Casado

Los principios se rinden a los intereses. Sin perjuicio de que finalmente España logre que Marruecos le devuelva el pasaporte a Aminatou Haidar, y ésta lo acepte, estamos ante un síntoma más del cinismo que preside el funcionamiento de las relaciones internacionales. Incluida la política exterior española. Nuestro país es un actor más de un mapa de intereses. Qué remedio. Si ahora mismo Zapatero y Moratinos decidiesen aparcar los intereses en nombre de los grandes valores teóricamente vigentes en el llamado mundo civilizado, España se convertiría en un verso suelto de la política internacional.

Apuntarse a la causa de Haidar (legalidad, moralidad, derechos humanos) es enfrentarse a Marruecos. Denunciar la dictadura cubana es poner en riesgo las inversiones españolas. Dar un paso atrás en el negocio de la exportación de armas sería renunciar a muchos puestos de trabajo ¿Cómo entender que España impugnase la independencia de Kosovo mientras dejaba sus tropas para la consolidación del Estado kosovar? ¿Cómo seguir mirando hacia otro lado ante la reiterada insumisión de Marruecos respecto a las resoluciones de la ONU sobre el derecho de de autodeterminación en el Sahara?

Por eso digo que una política exterior inspirada en los principios (libertad de pensamiento, derechos humanos, democracia, pluralismo, igualdad, legalidad, etc.) sería descolgarse del concierto internacional. También sirve para España. Empezando por su actitud en el caso de Aminatou Haidar, la activista saharaui en huelga de hambre por un retorno no vergonzante a El Aaiun. España le ofrece un pasaporte español para que pueda moverse en libertad, pero no hace nada que pueda incomodar a Marruecos en el contencioso del Sáhara. Zapatero no molesta a Mohamed VI en el asunto más sensible de su política interior y, a cambio, éste se olvida de Ceuta y Melilla, permite el desembarco de empresas españoles, nos permite pescar en sus aguas territoriales y no nos manda pateras.

En esa actitud se proyectan los condicionamientos de nuestra política de buena vecindad, sintonizada a su vez con la actitud de las potencias occidentales (EEUU y Francia, básicamente), que han decidido seguir esperando hasta que los saharauis se rindan por agotamiento a las tesis marroquíes. Les basta dejar que el dossier siga durmiendo en la capeta de “conflictos de baja intensidad”. Pero lo de España es otra cosa, por su especial vinculación con este territorio “pendiente de descolonización”, según el dictamen de las Naciones Unidas, nunca aceptado por Marruecos.

Son precisamente nuestros lazos históricos con el Sáhara Occidental, que llegó a ser una provincia española, los que nos imponen una mayor implicación en un conflicto que ya dura 34 años. Es el tiempo transcurrido desde que la presión de la famosa “marcha verde” marroquí sobre el territorio provocó el mal menor del resignado abandono del Ejército español.

Episodios como el de esta activista que, como la gran mayoría de saharauis, quieren seguir siendo saharauis y no marroquíes, nos recuerdan la mayor. La mayor no puede negarse: la posición española es pro-marroquí sin que lo parezca en el discurso oficial. Por eso éste suena tibio, equívoco, escurridizo. Pragmático, según diría un diplomático. Es decir, dictado por nuestra política de buena vecindad con Marruecos, que además responde al patrón vigente: llevarse bien con el fuerte y dejar tirado al débil. El débil es el Frente Polisario, la organización que mantiene viva la aspiración independentista del Sáhara Occidental y aporta la cohesión necesaria para que 200.000 saharauis sigan soportando las durísimas condiciones de vida en los campamentos del desierto, donde España ejerce la caridad, menos mal, hoy llamada “cooperación”.


El confidencial

Honduras levanta el vuelo

Con o sin Chávez, con o sin Obama, con o sin Moratinos, Honduras ha levantado el vuelo dejando atrás un catarro infantil que, esperemos, le haya inmunizado de por vida

Las urnas han hablado en Honduras y han dejado un nuevo Gobierno y una lección de democracia que muchos países occidentales quisieran. Las elecciones más esperadas han devuelto a la normalidad a un país sacudido por un lamentable episodio protagonizado por el ex presidente Manuel Zelaya, que trató de modificar la Constitución para afianzarse en el poder y dar comienzo a una revolución socialista inspirada en la de Venezuela. Hoy Honduras vuelve a ser una nación plenamente democrática y ha conjurado definitivamente el fantasma de la dictadura, que se cernía decidido sobre ella.

Pero la victoria del conservador Porfirio Lobo no sólo ha puesto sobre raíles a la democracia hondureña, ha devuelto la honra a Roberto Micheletti, un político vilipendiado hasta la extenuación que ha sabido estar a la altura de la difícil hora por la que pasaba su país y ha entregado pacíficamente el poder al vencedor de los comicios. El asunto se cierra totalmente y los que han quedado en evidencia han sido, por este orden, Hugo Chávez, el Gobierno español y Barack Obama.

Para el venezolano, el fin de la crisis hondureña en la que ha jugado tan chusco papel supone un varapalo que difícilmente podrá olvidar y, sobre todo, el debilitamiento de su avanzadilla centroamericana, circunscrita ya al Gobierno títere de Ortega en Nicaragua. Chávez y su revolución bolivariana han salido escaldados de Honduras. Por esa razón ahora habla de farsa electoral y se niega en redondo a reconocer los resultados. En Honduras la palabrería de Chávez retumba en el vacío. Reina la paz y la jornada electoral fue seguida masivamente. Exactamente lo contrario de lo que promovió Chávez desde la embajada de Brasil en Tegucigalpa donde se encuentra refugiado Zelaya.

El Gobierno español, encabezado por Moratinos, que apostó por la restitución de Zelaya a toda costa, ha hecho el mayor de los ridículos. Tomó partido apresuradamente y no reconoció el Gobierno constitucional de Micheletti que, lejos de ser el golpista que presumía la propaganda chavista, había sido vicepresidente de Zelaya antes de que éste se echase en los brazos de Chávez. La actitud de Moratinos ha sido mala desde el principio hasta el mismo día de las elecciones, aceptando a regañadientes el resultado y sólo después de consultarlo con Washington.

Barack Obama, por su parte, ha mostrado imperdonables signos de debilidad desde que Zeleya fue depuesto y no ha sabido responder al enésimo desafío de Chávez. Los Estados Unidos no pueden permitirse más experimentos bolivarianos en su patio trasero. Bush lo sabía, Obama parece que, puesto frente a la crudeza del mundo real, no sabe salir más que tarde del eslogan y del buenismo prefabricado con el que está encarando toda su política de Estado.

El hecho es que, con o sin Chávez, con o sin Obama, con o sin Moratinos, Honduras ha levantado el vuelo dejando atrás un catarro infantil que, esperemos, le haya inmunizado de por vida. La democracia y el pluralismo vuelven a planear sobre la república de la, esta vez más que nunca, España debería sentirse orgullosa de llamarla hermana.


Libertad Digital - Editorial

Minaretes. Por Ignacio Camacho

LOS suizos han votado en masa contra los minaretes de las mezquitas porque les han preguntado por los minaretes de las mezquitas; si les hubiesen consultado sobre las mezquitas propiamente dichas cabe colegir un resultado de rechazo similar, porque ese referéndum refleja un estado de opinión pública hostil hacia el crecimiento de la inmigración musulmana. El asunto es trascendente, resbaladizo y complejo: afecta a la libertad de culto y tiene que ver con la xenofobia, pero también con el laicismo y con el hartazgo ante la expansión de una religión y una cultura que muchos europeos consideran incompatibles con sus valores de independencia moral.

Los debates poliédricos carecen de respuestas unívocas. Por más que pueda entenderse ese movimiento reactivo de autodefensa social, es imposible no sentir alarma ante una crecida de intolerancia populista. Los sentimientos primarios como el miedo son fáciles de manipular y provocan terremotos históricos cuando se proyectan sobre minorías raciales, culturales o religiosas. La Europa de las libertades se construyó desde el respeto y el humanismo integrador, y ese universo de refinamiento intelectual y ético no parece compatible con arrebatos de fobia. Tampoco puede obviarse, en sentido contrario, el abuso de permisividad con que el islamismo radical aprovecha la acogida de las sociedades abiertas para socavarlas desde el fanatismo; ni la propagación de inflamadas prédicas yihadistas en muchas mezquitas, ni las dificultades de convivencia que presentan comunidades en cuyo seno se posterga a las mujeres y se ignoran los derechos elementales en nombre de un falso multiculturalismo. El avance de la Eurabia de Oriana Fallaci es una palmaria amenaza para la civilización liberal, pero resulta moralmente dudoso combatirla mediante sacudidas de rabia colectiva, aunque se expresen en el cauce ordenado de las reglas electorales. Sin olvidar que el objetivo de esos ímpetus sociales pueden ser hoy los musulmanes como ayer fueron los judíos... y mucho antes los cristianos.

En todo caso, el debate está ahí, latiendo en el seno de las naciones europeas bajo el manto políticamente correcto de la integración y el mestizaje. No contribuyen a esclarecerlo muchos musulmanes abiertamente refractarios a los valores de sus sociedades de acogida, ni la enemiga quintacolumnista de la que blasonan los dirigentes del integrismo islámico, y menos aún la intransigencia feroz de unos países mahometanos en los que ni siquiera se puede soñar con un referéndum sobre los templos católicos. No hay quid pro quo. Es el debate crucial de la Europa de este siglo y no existen certezas esenciales salvo la necesidad de un orden de convivencia cuyas pautas tampoco están claras. Pero en España no debemos preocuparnos: aquí lo importante es discutir sobre el crucifijo de las escuelas.


ABC - Opinión