jueves, 10 de diciembre de 2009

Una política exterior contraproducente

La debilidad y la cesión que han caracterizado la política exterior de nuestro Gobierno desde 2004 parecerían seguir precisamente ese contraproducente intento de contentar a los que no se van a contentar.

"No se debe intentar contentar a los que no se van a contentar". Esta célebre aseveración de Julián Marías es frecuentemente mal repetida por quienes sustituyen el "no se debe" por un "no se puede". Lo que quería decir el filósofo, sin embargo, no es que no se pueda intentarlo, que sí se puede; tampoco quería expresar que no se pueda conseguir lo que es imposible de obtener, lo que dejaría su aseveración en mera tautología. Lo que quería transmitir Marías con su "no se debe" es advertirnos no tanto de la esterilidad de ese intento sino de sus efectos contraproducentes.

Valga esta reflexión para denunciar los efectos contraproducentes de la política exterior de Zapatero, que en los últimos días están siendo especialmente visibles en los casos del terrorismo islámico, de Marruecos o de Gibraltar. Salvando las obvias distancias entre ellos, la debilidad y la cesión que han caracterizado la política exterior de nuestro Gobierno desde 2004 parecerían seguir precisamente ese contraproducente intento de contentar a los que no se van a contentar.

Empezando por el terrorismo islámico, conviene recordar que la nefasta política exterior de Zapatero arranca precisamente con la decisión de dejar en la estacada a nuestros aliados en Irak para regocijo no disimulado –aunque sí silenciado– de todas las organizaciones terroristas islámicas del mundo. Lejos de saciar a los terroristas islámicos, lo que hizo esa vergonzosa decisión fue reforzar las exigencias de los islamistas para retirar también nuestras tropas de Afganistán y excitar aun más su histórica obsesión con Al Andalus. La imagen de que España era el eslabón más débil de la alianza occidental contra el terrorismo islámico, lejos de debilitarse, se ha reforzado a los ojos de los terroristas. Eso, por no hablar de la imagen de buen pagador que el Ejecutivo de Zapatero se ha labrado a la hora de "solucionar" secuestros. Ahora, ante el secuestro de los tres españoles en Mauritania, reivindicado ya por Al Qaeda, Zapatero ha vuelto a salir con la cantinela de la "cooperación", el "diálogo", la "prudencia" y demás palabras huecas y grandilocuentes que si bien han servido para disimular la debilidad y la cesión de su política exterior, están lejos de ser una forma responsable de enfrentarse a una organización tan criminal y fanática como la que nos ocupa.

Otro tanto podríamos decir de Marruecos. En los últimos días hemos asistido a cómo el régimen de Rabat tensaba la cuerda y amenazaba abiertamente a nuestro país a causa de la huelga de hambre de Aminatu Haidar, sin que el Gobierno español se haya replanteado sus serviles relaciones hacia el reino alauita y sin ni siquiera elevar la más minima protesta diplomática.

En cuanto a Gibraltar, aunque obviamente no sea apropiado equipararlo al caso del terrorismo o a un régimen despótico como el de Marruecos, es evidente que la política de cesión y condescendencia de Zapatero, lejos de acercarnos al objetivo de que el Peñón vuelva a convertirse en territorio español, está sirviendo para que la colonia británica nos humille de forma permanente. Tal es el caso de la retención de cuatro guardias civiles que llegaron hasta Gibraltar persiguiendo a presuntos narcotraficantes. Pese a que la actuación de los agentes de la Benemérita se ajustaba plenamente a las normas de la llamada "persecución en caliente", permitida por todos nuestros países vecinos, los guardias civiles fueron detenidos y sólo fueron puestos en libertad después de que Rubalcaba pidiera disculpas al ministro principal de Gibraltar. Eso, por no recordar el incidente que la Royal Navy había perpetrado días antes al hacer prácticas de tiro con la bandera española, o la "foto de la vergüenza" que meses antes había protagonizado Moratinos al posar ante el peñón uniendo sus manos con su homólogo británico y Caruana.

Lo malo es que esta política exterior, carente de principios y de la más mínima firmeza, lejos de ser rectificada, parece seguir empeñada en intentar contentar a los que no se van a contentar.


Libertad Digital - Editorial

Lo que la crisis esconde. Por Javier Benegas

Apreciar la verdadera magnitud y profundidad de esta crisis requiere un mínimo de voluntad. Primero, hay que dejar a un lado el paradigma de la Bolsa y entenderlo como lo que es: un reflejo distorsionado de la economía. Segundo, hay que descontar los efectos de las ayudas públicas de cualquier indicio de recuperación. Tercero, hay que reconocer en el consumo privado -que representa el 60% del PIB - el pilar fundamental de la economía. Y cuarto y último, hay que descender a la realidad y dar al Empleo la enorme importancia que merece como motor del consumo y, por tanto, como pieza clave para la recuperación económica con mayúsculas. Una vez hecho esto, y siempre y cuando no seamos demasiado aprensivos, descubriremos que hay mucha más crisis detrás de la crisis.

Para empezar, debemos saber que en las últimas décadas la relación directa entre consumo y empleo se ha intensificado enormemente, hasta establecerse en 0,8 puntos porcentuales de aumento del consumo por cada punto porcentual de aumento del empleo. Por el contrario, el incremento de 1 punto en el salario real de los trabajadores se traduce tan sólo en 0,2 puntos porcentuales de incremento del consumo (estimaciones de la Comisión Europea. Periodo de 1970 a 2005. Fuente: Estudios Económicos La Caixa). Por ello, en el contexto actual, en el que la destrucción de empleo continúa, cualquier síntoma de recuperación en el corto plazo ha de tomarse cuando menos como una distorsión fruto de las ayudas públicas, y nunca como un indicio de recuperación económica con una base sólida. Y esto no sólo afecta a España, sino que es válido para otros países de nuestro entorno, cuya economía, aún siendo menos desfavorable, muestra enormes dificultades para crear empleo.

Hay que tener siempre presente que en un contexto de destrucción del empleo y de congelación o disminución de los salarios, el consumo privado no sólo no crecerá, sino que lo lógico es que tienda a disminuir. Y si el consumo privado disminuye, el PIB seguirá estando muy lejos de mostrar un signo positivo. En este sentido, cualquier indicio favorable que no esté íntimamente ligado al crecimiento del empleo será un espejismo y se deberá a las ayudas públicas, cuyo efecto es, además de muy limitado, peligrosamente engañoso. No hace falta ser economista para entenderlo.

Dicho esto, cabe preguntarse por qué, en un momento dado, los incrementos de los salarios dejaron de traducirse de forma más proporcional en un aumento del consumo. Hay algunas teorías al respecto, pero añadiré una nueva. Desde hace bastante tiempo, un gran número de ciudadanos tiene la inquietante convicción de encontrarse inmersos en una crisis que hasta hace bien poco no había sido declarada de forma oficial, porque aún no había impactado en la superestructura, es decir: en aquellos que han venido haciendo los grandes negocios, en muchos casos al amparo del poder político y los entes reguladores. Basta con comprobar que ya en 2004 se estimaba que la renta familiar de la mitad de los españoles se situaba por debajo de los 11.000 euros (Anuario Económico de España 2004, La Caixa), a lo que hay que añadir que la tasa de variación anual positiva de la renta disponible neta no ha dejado de reducirse desde 2005, año en el que era del 4,5%, hasta bajar al 1,8% en 2009, y que se situará previsiblemente en el 0% en 2010 (Servicio de Estudios Económicos del BBVA. Documento de noviembre de 2009). Si, además, tenemos en cuenta que la renta disponible neta es el dinero con el que los ciudadanos han de hacer frente a gastos ineludibles, como el pago de créditos e hipotecas, una energía cada vez más cara, la alimentación, la ropa, la educación y el transporte, tendremos una imagen más precisa de la crisis real en la que la mayor parte de la sociedad española se encuentra inmersa desde hace ya tiempo.

Mucho antes del reconocimiento oficial de la madre de todas las crisis (véase gráfico comparativo recesión de 1993 y recesión de 2008), el endeudamiento de las familias españolas había experimentado un fuerte incremento, de ahí que las subidas salariales dejaran de ser destinadas al consumo para pasar a hacer frente a ese endeudamiento. Por el contrario, los nuevos empleos generados en los últimos años, especialmente orientados a los más jóvenes, se han traducido en un aumento del consumo, ya que éstos sí han destinado una parte de sus ingresos futuros al consumo de bienes duraderos, como por ejemplo la compra de un automóvil.

Con todo, podemos deducir, y esto es lo importante, que quienes han sostenido el consumo en España, y por tanto la mayor parte del PIB, han sido, por un lado, familias con un altísimo nivel de endeudamiento y, por otro, nuevos trabajadores cuyos empleos eran precarios, sus salarios bajos y sus patrimonios casi inexistentes y que, para mayor alarma, dependen en muchos casos de la ayuda de esas mismas familias endeudadas para poder hacer frente a algunas de sus necesidades cotidianas.

Con una visión mucho más apegada al terreno, podemos distinguir dos realidades muy diferentes entre sí, la de un espejismo en el horizonte llamado recuperación económica, que de ser cierta será muy precaria y estará orientada hacia determinados sectores y negocios íntimamente relacionados con el poder político y las ayudas que éste les pueda proporcionar, y otra realidad en la que la crisis seguirá avanzando de forma imparable, extendiendo la pobreza entre las clases medias trabajadoras, es decir: entre la inmensa mayoría de los ciudadanos.

No se trata de ser catastrofista. De hecho, el catastrofista es aquel que se aventura a predecir futuros desastres que finalmente no se producen. Se trata de poner de relieve la realidad y de cómo ésta, una vez reconocida, pone en cuestión la posibilidad de una auténtica mejoría en el corto y medio plazo. Al que no le guste, puede optar por celebrar cómo las ayudas económicas del gobierno Obama se convierten en pequeños milagros económicos, al mismo tiempo que el paro real en EE.UU. no deja de aumentar, aún después de haber alcanzado los dos dígitos en términos porcentuales.

En resumen, en Occidente, y especialmente en España, existen dos crisis diferenciadas. Una, la que afecta a una casta privilegiada y minoritaria, susceptible de una pasajera mejoría por obra y gracia del endeudamiento de los Estados, y otra que afecta a una inmensa mayoría de ciudadanos que están pagando la fiesta del endeudamiento del Estado mientras soportan silentes un empobrecimiento progresivo. En consecuencia, la cuestión no es cuándo saldremos de la crisis, sino cuánto tiempo queda hasta que el sistema se venga definitivamente a bajo y qué se puede hacer para evitarlo.


El confidencial

Los cristales de la libertad. Por Igmacio Camacho

A Hermann, con un abrazo

EN Madrid, capital de la crispación, el sectarismo forma una burbuja densa como la boina de smog que cubre los tejados y pinta de ocre los atardeceres del otoño. En esa atmósfera recalentada y espesa flota una pasión política combustible y mucha gente, aprisionada por la crisis, vive en estado de cabreo. Los dirigentes públicos azuzan el cainismo con un lenguaje irresponsable que ha convertido la democracia en una competición de improperios, de tal manera que el debate de ideas ha quedado suplantado por un duelo de canutazos ante los micros y las cámaras; la profesión de político consiste ahora mismo en proferir declaraciones en cascada y hay partidos que en vez de gabinetes de proyectos han creado laboratorios de frases para ganar espacio en una opinión pública entregada al ritual del agravio.

Algunos foros de Internet crepitan con un ardor guerracivilista, cargados de dicterios miserables y palabras asesinas que llevan ecos de tapia de cementerio. Por ahora el fragor exaltado de los fanáticos se va quedando en ese mutuo desahogo verbal que atruena la red con exabruptos y en el cómplice seguidismo de algunas maniobras mediáticas, pero de vez en cuando asoma la vieja tradición goyesca del garrotazo y la patada en los riñones, y en las madrugadas de la ciudad más nocturna de Europa se oye el chasquido que hacen al romperse los frágiles cristales del escaparate de la libertad. A cierta clase dirigente, que esconde la mano tras lanzar las primeras pedradas, le encanta esta agitación trincheriza aunque la cargue el diablo de la cólera, porque cree que mantiene movilizados los votos que garantizan su modo de vivir; luego los profesionales de la hipocresía minimizan a su interés los estallidos de intolerancia o de intimidación achacándolos al acaloramiento de los medios o a desafortunadas situaciones puntuales, que es el adjetivo con que definen todo aquello que no les importa.

En este clima ofuscado de intransigencia se está produciendo un desplazamiento tramposo de responsabilidades con el que el poder utiliza al periodismo como carne de cañón para su batalla sectaria. De la conversión del debate en espectáculo hemos pasado a un discurso consignista y simplón que consagra el fraccionalismo ideológico, trivializa el contraste y condena la disidencia. La política identifica opinión con militancia porque tiene miedo a las palabras libres y está cómoda en una alineación facciosa de bloques que fagocita la reflexión autónoma y vuelve sospechoso cualquier atisbo de independencia de criterio. Es peligroso circular por medio de la calle; desde las aceras disparan miradas de encono. Y a veces, por fortuna todavía sólo a veces, se puede escapar un mal golpe de esos que hacen menos daño en los huesos que en el alma.


ABC - Opinión

A ZP le estallan siete años de demagogia. Por Federico Quevedo

Lo primero que hizo Rodríguez nada más ser investido presidente en 2004, se acordarán ustedes perfectamente, antes incluso de nombrar su gobierno, fue sacar las tropas españolas de Iraq. Lo hizo con nocturnidad y alevosía, porque era perfectamente consciente de que muy pocas semanas después la ONU aprobaría una resolución que iba a dar cobertura legal a la presencia internacional en aquel país, y como la condición que había puesto Rodríguez para el mantenimiento de las tropas era precisamente ésa, la cobertura legal, se adelantó a la decisión de la ONU aun sabiendo que hacía un flaco favor a su país y a la estrategia de nuestros aliados en Iraq, para cumplir con esa parte de su electorado más radical y extremista, bien representados por esos que luego hemos llamado la Secta de la Ceja.

Se nos dijo entonces que sacando las tropas de Iraq se acaban nuestros problemas, que España nunca más volvería a ser objetivo del terrorismo islámico, que nunca habría un nuevo 11-M. Rodríguez se atrevió, incluso, a conminar al resto de países a seguir sus pasos -¿se acuerdan de aquellas declaraciones desde Túnez?- en pro de la paz mundial. De ahí surgió la aventura de la Alianza de Civilizaciones, la política del apaciguamiento, el buenismo, el talante…Se optó por la estrategia de no incordiar a nuestro vecino del sur y aceptar sus pretensiones, e incuso se dieron los primeros pasos hacia un proceso de negociación sobre el futuro de Ceuta y Melilla que enseguida se cortocircuitó por los elevados riesgos internos que suponía. Se decidió tratar de igual a igual al Gobierno de Gibraltar, en una escalada de cesiones que acabó hace pocas fechas con Moratinos fotografiado al frente del Peñón compartiendo el té de las cinco con Peter Caruana. Se envió al mundo un mensaje que, básicamente, venía a decir que España abandonaba la política de firmeza y apostaba por la negociación. Se modificó de manera clara la agenda iberoamericana sustituyendo como aliados preferentes a los gobiernos democráticos por las pseudo-dictaduras caribeñas y nos aliamos de manera clara y decidida con los enemigos de Estados Unidos.

Pues bien, las consecuencias de ese armazón demagógico de nuestra política exterior se están viendo, o mejor dicho sufriendo, ahora de manera dramática en algunos casos. Al Qaeda ha dejado claro con el secuestro de los tres cooperantes en Mauritania que, lejos de agradecer el gesto de la retirada de tropas, éste ha sido interpretado como un signo de debilidad y de nuevo vuelve a amenazar nuestra seguridad. España era un objetivo islamista antes, durante y después de las Guerra de Iraq, independientemente de lo que hiciera Rodríguez. La demagogia populista y barata del Gobierno nos quiso convencer de lo contrario, y casi lo consigue, pero los terroristas han demostrado que seguimos estando en su punto de mira, y ponen al Gobierno frente a la mayor de sus contradicciones: si estamos en una guerra contra el terrorismo, ¿porqué en Afganistán sí, y en Iraq no, cuando es el mismo terrorismo el que actúa en los dos frentes?

Política buenista

El secuestro de Mauritania, como antes ocurrió con el secuestro del Alakrana, pone en evidencia además la debilidad de nuestra diplomacia, la poca capacidad de reacción que tiene España, precisamente porque las actitudes de apaciguamiento tienen como consecuencia que los malos se aprovechan de la supuesta buena voluntad negociadora del Gobierno. Digo supuesta porque, en el fondo, no deja de ser un planteamiento débil y cobarde, impropio de una nación que debería pelear por su lugar en el concierto de las naciones más poderosas del mundo.

La otra consecuencia de esa política buenista la estamos viendo en el caso Haidar. Marruecos, lejos de ser un aliado con el que se puede contar, se ha convertido en el ‘dueño’ de una relación tormentosa en la que Rabat le dice a Madrid permanentemente lo que quiere que haga y se burla de nuestra poca capacidad de imponer criterios propios. Les puedo asegurar que a Aznar no le habrían humillado paseando el avión que trasladaba a la activista saharaui y obligándolo a volver al aeropuerto de origen, porque una sola llamada de éste a Washington habría acabado con la tomadura de pelo. Pero éstas son las consecuencias de practicar la demagogia y engañar a los ciudadanos del modo en que lo ha hecho Rodríguez: ahora somos tan serviles o más con Washington como lo podía ser Aznar, pero con la diferencia de que aquel podía exigir contraprestaciones y Rodríguez no puede ni reclamar una llamada de Obama.

Un Obama, referente de nuestra izquierda, que sin embargo ha cerrado la puerta al entendimiento con esas pseudo-dictaduras iberoamericanas para dar respaldo decidido a los gobiernos democráticos, justo lo contrario de lo que estamos haciendo nosotros. La última fase de la humillación la hemos vivido en el caso de Gibraltar: tanto esfuerzo por llevarnos bien con el gobierno de la Roca, para acabar teniendo que llamar a pedir disculpas porque nuestros guardias civiles pisan suelo gibraltareño en una persecución en caliente de narcotraficantes. Increíble. Era difícil caer tan bajo, pero Rodríguez ha conseguido superarse a sí mismo. ¿Qué será lo siguiente?


El confidencial

Unanimidad y contagio. Por Alejandro Pérez

“Todo el mundo dice...”, “Es lo que piensa todo el mundo...”. ¿Cuántas veces habremos oído estas expresiones o algunas similares para justificar un pensamiento, una idea, una conducta? El individuo rara vez llevará la contraria a la opinión de los grupos sociales a los que pertenece. Es más, incluso le es posible sostener opiniones opuestas según el grupo social en el que se mueva en cada momento (en este país, casi todos son demócratas, aunque apoyen un sistema de poderes inseparados). El individuo se conforma con la corriente general que se sustenta en el grupo social y no se plantea siquiera su veracidad.



Mal de muchos, consuelo de tontos: tanta gente no puede estar equivocada (pobre Galileo, cuán ardua fue su tarea). Y es que disentir es doloroso, ya que predispone al individuo en contra de la sociedad a la que pertenece y que necesita. De este modo, gran parte de la opinión “pública” no es otra cosa que un cúmulo de conformismos. Los individuos creen que su opinión es compartida por aquellos que lo rodean, que “la mayoría” piensa como él y, siguiendo un razonamiento falaz, por tanto, no puede estar errado.

La regla de la unanimidad y del contagio aprovecha esta debilidad del individuo: la propaganda trata de potenciar ese conformismo de los grupos de individuos, esa unanimidad en la forma de pensar y, si es necesario, crearla de forma artificial. Existen todo un cúmulo de ideas e ideales que son recurrentemente empleados por la propaganda para crear esa ilusión de unanimidad: la amistad, la salud, la alegría, la felicidad... Un chiste sobre el adversario puede unir a los espectadores en la complicidad de la carcajada. También las personalidades públicas, que son admiradas por poseer algún talento ajeno a la política, sirven de “gancho” para la propaganda de los partidos: escritores, artistas, deportistas... Del mismo modo que un actor puede vender una marca de colonia, también puede hacerlo con una ideología política. Por desgracia, un buen músico o cantante no es necesariamente el mejor analista político. El propio Nerón tenía grupos de especialistas entre las muchedumbres encargados de provocar los aplausos (los “animadores” del público de los programas televisivos no son un invento nuevo), lo cual acentúa el sentimiento de uniformidad y acuerdo entre la multitud.

Cada vez tengo más presente la afirmación de Cioran:

“No se puede ser normal y vivo a la vez”.




República Constitucional

Digno de celebración. Por José A. Sanchidrián


Según desveló José Mª. de Areilza en su diario, el Rey habló por teléfono con Giscard d’Estaing y Walter Scheel, presidentes de Francia y de la República Federal de Alemania, y con Henry Kissinger, el ministro de Exteriores de Estados Unidos, para ofrecer explicaciones acerca del nombramiento de Arias Navarro como Presidente del Gobierno. Que el Jefe del Estado acudiera presto a rendir cuentas a tan sonados líderes occidentales, muestra a las claras cómo el posfranquismo asumió que el remozado de la monarquía habría de satisfacer una exigencia foránea.



Así lo atestigua el viaje de Adolfo Suárez a París, sustituto del defenestrado Arias, apenas una semana después de su nombramiento. El primer número del diario EL PAÍS (4 de mayo de 1976) nos había revelado más del asunto, al titular a tres columnas: “El reconocimiento de los partidos políticos, condición esencial para la integración en Europa”. Pero, su editorial del 2 de julio de 1977, resulta contundentemente definitivo: “(…) el tema del ingreso español en la CEE, tema que a partir de ahora es posible, pues con las pasadas elecciones -las generales a Cortes del 15 de junio- nuestro sistema político es homologable al que rige en los países de la Comunidad.” Dicho y hecho, el 29 de julio, el ministro Oreja realizaba la solicitud formal de adhesión, y el 21 de septiembre de aquel año, el Consejo de Ministros de AA.EE. de la CEE concedía el “sí” a la negociación, admitiendo con ello nuestra equiparación política.

El elevado designio de la Transición por fin se había logrado. Faltaba un pequeño detalle sin importancia:

¡no había constitución!

¿Cómo era entonces posible convalidar el “sistema político”? ¿Acaso no corrieron un riesgo las altas instancias europeas por no esperar la respuesta de los españoles? Ciertamente no. España ya era un Estado de partidos por la unanimidad de estas fuerzas; y éstas podrían discutir de lo que quisieran, pero, fuera cual fuese la letra de la futura constitución otorgada, las instituciones políticas continuarían siendo las mismas: las del Estado de partidos, o sea, sustancialmente un gobierno elegido en una cámara cuyos asientos se reparten, en proporción a los votos obtenidos, entre las listas de los partidos subvencionados por el Estado, con cuantías también en similar proporción.

Finalmente y más de un año después, el 6 de diciembre de 1978, el pueblo español, auténtico protagonista del cambio político, refrendó, con libertad dentro del camino acotado, la Constitución de los partidos; contradiciendo, con semejante muestra de madurez democrática, el sondeo que publicara EL PAÍS en vísperas de las elecciones de junio del año anterior, el cual arrojó el sorprendente dato de que solamente el 26 por 100 de los encuestados sabía para qué votaba.

República Constitucional