lunes, 28 de diciembre de 2009

Chivatos ejemplares. Por Arturo Pérez Reverte

Tendemos, porque nos tranquiliza la conciencia, a echarle la culpa de todo a la clase política, a los empresarios, a los sindicatos, al clima, a la mala suerte y al lucero del alba. Cogido aparte, cada uno de nosotros resulta inocente como un cervatillo. Nadie es nunca responsable de nada. Asombra la facilidad con que el ser humano se justifica, absolviéndose a sí mismo de todo: las matanzas de armenios, los campos de exterminio nazis, la Lubianka y los gulags soviéticos, Paracuellos, los años del franquismo, el terrorismo de ETA, las fosas comunes de Camboya, los burdeles de prisioneras en Bosnia. Lo que se tercie. Luego resulta que nadie sabía nada, que los ciudadanos honrados miraban hacia otro sitio. Y todo acaban comiéndoselo los de siempre: el dictador, el psicópata, el miliciano incontrolado, el falangista rencoroso, el malvado Carabel que actuaba por su cuenta. Cuatro gatos, en suma. Los demás estaban todos al margen. Estábamos. Y cuando pasa la racha, todo cristo saca del bolsillo y exhibe en público el certificado de buena conducta correspondiente, y luego sale a la puerta de la oficina y de la tienda, muy serio, a guardar el correspondiente minuto de silencio. Parece mentira, decimos, mirándonos unos a otros con la limpia mirada de la solidaridad fraterna a toro pasado, que siempre sale barata. Qué malos eran.

Pensaba hoy en eso, recordando una historieta de hace cosa de un mes, que apareció fugazmente en la prensa y de la que nadie ha vuelto a ocuparse después: la del muchacho que asistía a una escuela de idiomas de Palma de Mallorca, y que tomando café con sus compañeros, fuera de clase, mostró su desacuerdo con la obligatoriedad de hablar catalán para trabajar en la sanidad balear. Al terminar el intercambio de opiniones, y tras dedicar al chico el inevitable epíteto multiuso de fascista, varios de sus compañeros fueron a denunciarlo a la profesora. Que era francesa, pero estaba aclimatada de maravilla; muy hecha, ya, al sitio donde se gana el jornal. Y ésta, claro, lo expulsó del centro. Con el respaldo de la dirección, por supuesto. «Se ha creado un mal ambiente en el grupo», fue el punto final. Y hasta luego, Lucas.

Ahora díganme que no es lo mismo. Que esos prometedores jóvenes que fueron a chivarse a la profesora eran, o son, diferentes a los que, con carnet de Falange Española Tradicionalista y de las JONS –obligatorio para todos, refresquen esa memoria histórica–, denunciaban hace setenta años al rojo de mierda que, contumaz, se mostraba en desacuerdo con la obligatoriedad de hablar español en vez de farfullar dialectos separatistas financiados por Moscú. Díganme también, de paso, si la mayor responsabilidad de que a ese chico lo expulsaran la tienen la profesora y la dirección del centro –esbirros, a fin de cuentas, de un sistema que les da de comer–, o la tienen los jóvenes compañeros que, a los veinte años, ya son capaces de actuar como ciudadanos ejemplares, dispuestos a limpiar la patria y el idioma de indeseables. Dirían algunos de ustedes, quizás, que no podemos elevar esto a otras categorías, comparando la actitud de esos muchachos con la de los ciudadanos alemanes que, en sus buenos tiempos del cuplé, denunciaban al vecino comunista o judío; o con la de los millones de delatores vocacionales o circunstanciales que, durante siglos, en España y fuera de ella, abastecieron las hogueras inquisitoriales, los paredones y cunetas de carretera, las cárceles y los innumerables caminos del exilio. Pero en mi opinión se trata del mismo reflejo infame: fundirse con el entorno que permite sobrevivir marcando el paso que toca. Eso, aplicando el beneficio de la duda. Porque hay otra lectura menos piadosa: ciertos gobiernos, determinadas convenciones sociales, tal o cual político o empresario, la profesora de la escuela de idiomas y los alumnos mismos, allí como en otros lugares, no son sino manifestaciones concretas, cristalizaciones perversas de lo que deseamos tener y lo que, en consecuencia, tenemos. Con nuestro voto y aplauso, y también con el silencio de los borregos, que no siempre es imbécil o cobarde, sino también cómplice. Ellos encarnan nuestros deseos. Nuestra turbia alma. Dicen lo que queremos escuchar y permiten hacer lo que anhelamos. Nos comen la oreja, y por eso están ahí. Por eso triunfan. Por eso duran tanto. Son nuestro infame retrato. Después, cuando la Historia pasa factura, tomamos distancia y negamos ser los que están en la foto, saludando alborozados puño alzado o brazo en alto, según la época, cantando a coro lo que toque. Llorando emocionados cuando pasa Fernando VII, llenándole a Franco la plaza de Oriente, pagándole el chiquito y la tapa a Iñaki de Juana Chaos, aplaudiendo al sinvergüenza del Cachuli en un plató de televisión, o lo que sea. Hay que ver, decimos, qué malos eran los malos, y qué tontos eran los tontos. Palabra oportuna, ésa: eran. Bálsamo de Fierabrás. Cómo nos gusta conjugar la cochina tercera persona del plural.


XL Semanal

Ni libertad ni seguridad en los aeropuertos

Si nuestros gobernantes se aferran tanto al poder como para no permitir que sea cada aeropuerto y cada compañía aérea quienes ofrezcan diferentes tipos de control, al menos deberían fijarse en un ejemplo que sí ha funcionado: el modelo israelí.

El eterno conflicto entre seguridad y libertad puede que sea el tópico más recurrente dentro de la filosofía política: cómo lograr un equilibrio que nos permita disfrutar con tranquilidad de una libertad que siga mereciendo tal nombre.


El atentado del 11-S y la necesaria guerra contra el terrorismo que le siguió se tradujeron alrededor del mundo en una mayor ponderación de la seguridad dentro de la acción política que llevó en muchos casos a inaceptables recortes en nuestra autonomía personal en beneficio de la del Estado (fenómeno que también se está reproduciendo hoy con la crisis y la búsqueda de una ficticia pero reconfortante "seguridad económica").

Uno de los escenarios donde ese recorte de libertades en aras de una mayor seguridad ha resultado más evidente fue aquel en el que se preparó el atentado: los aviones y los aeropuertos. Supuestamente, la falta de suficientes controles en los aeropuertos sirvió de coladero para los terroristas, que lograron acceder a los aviones con los instrumentos necesarios para reducir a la tripulación y dominar las naves.

La conclusión no fue que se volvía necesario que las propias compañías aéreas se adaptaran a las nuevas circunstancias y establecieran por sí mismas distintos protocolos de seguridad que, en competencias unos con otros, ofrecieran a sus clientes distintas combinaciones de seguridad-comodidad para ver cuál (o cuáles) resultaba preferible. Más bien, los gobiernos aprovecharon el pánico para expandir sus poderes imponiendo una única solución universal a un problema enormemente complejo y que acarreaba numerosas molestias –muchas veces de dudosa utilidad– para los pasajeros.

En realidad, el objetivo de ese protocolo universal nunca fue lograr resultados reales, sino aparentar que nuestros políticos habían aprendido la lección y habían puesto toda la carne en el asador para evitar errores pasados. Fue una puesta en escena para hacer creer a los ciudadanos que estaban seguros más que un protocolo de probada eficacia.

El atentado fallido de Al Qaeda en Detroit ha puesto de manifiesto que todo el recorte de libertades experimentado durante los últimos años ha sido en balde. El terrorista, ese niño rico occidentalizado llamado Umar Farouk Abdulmutallab –lo que de nuevo echa por tierra la demagógica interpretación zapateril de que el terrorismo es una consecuencia del subdesarrollo–, atravesó los controles de Ámsterdam sin levantar la más mínima sospecha y tuvo que ser su falta de pericia, unida a la rápida y acertada respuesta de la tripulación del vuelo 253, lo que terminó frustrando el atentado.

La respuesta de las autoridades ha sido la que cabía esperar de ellas: reforzar unos controles en buena medida absurdos y fallidos con tal de aparentar que tienen la situación bajo su dominio. Pero con tales medidas sólo han logrado lo que cabe esperar de estas hipertrofias desorientadas del Estado: que a quienes se termine apresando sean, no a unos terroristas que probablemente ya hayan aprendido como burlar este ineficiente protocolo universal, sino a ciudadanos inocentes. De hecho, no sería de extrañar que en las próximas semanas las autoridades pretendan dar una vuelta de tuerca a la seguridad aeroportuaria añadiendo nuevas restricciones todavía más absurdas que sólo causarán molestias adicionales a los pasajeros sin mejorar en nada su seguridad.

En realidad, es necesario someter este asunto a un replanteamiento de raíz. Si nuestros gobernantes se aferran tanto al poder como para no permitir que sea cada aeropuerto y cada compañía aérea quienes a distintos niveles ofrezcan diferentes tipos de control, al menos deberían fijarse en un ejemplo de gestión pública que sí ha funcionado: el modelo israelí.

En Israel los controles se orientan no tanto a desarmar a los terroristas cuanto a detectar y detener a los terroristas. El objetivo no es despojar a todos los pasajeros de todo "objeto peligroso", sino impedir el acceso a las naves de quienes pretenden cometer atentados. Para ello se implementan controles mucho más personalizados por parte de un personal experto en detectar rasgos y conductas que denotan una finalidad criminal. Es cierto que Israel sólo tiene un aeropuerto internacional y que existen dificultades prácticas para exportar su modelo a decenas de aeropuertos en el resto del mundo, pero el objetivo debería ser el de llegar ahí y no el de quedarse en la táctica cosmética de las medidas muy restrictivas e inútiles.

Claro que en Israel los gobernantes están verdaderamente preocupados por evitar los atentados y no por vender una falsa sensación de seguridad entre la ciudadanía que les permita justificar su sueldo y privilegios. En el resto de Occidente, también en eso estamos retrasados.


RLibertad Digital - Editorial

¿Adónde vamos?. Por Eduardo Serra

La Monarquía parlamentaria del Rey Juan Carlos y la Constitución de 1978 abrieron, aunque ya sea casi un tópico decirlo, el período de mayor prosperidad en paz y libertad de nuestra historia. En efecto, parece que España entró con mal pie en la Modernidad: después de haber sido un imperio, aunque corto, hemos tenido una larguísima decadencia con continuadas pérdidas territoriales que llega casi hasta nuestros días; Ortega lo dijo con una cita bellísima aunque cargada de nostalgia y pesimismo: «Hoy (España) ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...». Ese interminable declive nos hizo tanta mella que llegamos a perder la moral colectiva, el espíritu de superar las dificultades, llegamos incluso, y eso sí que ha llegado hasta hoy, a tener complejo de inferioridad respecto a los países de nuestro entorno, o al menos con algunos de ellos.

Estos últimos años de prosperidad han servido, por el contrario, para ir perdiendo progresivamente ese complejo, como se ha ido demostrando en los más diversos campos, desde la Cultura en sus más diversas manifestaciones al Deporte; en Economía ese proceso ha sido particularmente visible, citaré tan sólo dos ejemplos.

El primero es el de las inversiones; aunque parezca una obviedad, no es ocioso repetir que el que invierte es aquél que cree en el futuro, el que espera sacar provecho en él y por eso apuesta por él sacrificando el presente e invirtiendo. Por ello no es extraño que una vez superadas las secuelas más evidentes de la Guerra Civil, los primeros que empezaron a invertir en España fueran los extranjeros. Si se me permite el símil futbolístico pasábamos, en la frontera de los años 60 del siglo pasado, de la Tercera a la Segunda División: de ser un país en el que nadie invertía a ser un país en el que invertían siquiera fueran los extranjeros; ellos sí que tenían fe en el futuro de España mientras que aquí seguíamos pensando en el «¿y después de Franco, qué?». Esta corriente de inversiones extranjeras directas fue un factor fundamental junto con las remesas de los emigrantes y los ingresos del turismo para la creación de la riqueza colectiva. Con el tiempo, no sólo los españoles empezamos a invertir sino que nos atrevimos (eran los años posteriores a la entrada de España en la Unión Europea) a hacerlo fuera de nuestras fronteras, muy especialmente en Hispanoamérica donde los lazos culturales y la comunidad de lengua nos facilitaban la operación. El año 1997 es el primero en el que, continuando una gran corriente de inversión extranjera en España, superamos su montante con nuestras inversiones en el exterior convirtiéndonos así en un país de la Primera División económica. Incluso hemos llegado a ser algún año recientemente el 4º inversor económico mundial (por detrás tan sólo de Estados Unidos, Alemania y Francia), por tanto estamos en Primera División y además en los lugares punteros de la tabla, y ya no solo en Iberoamérica, en dos años hemos invertido en el Reino Unido (la cuna del capitalismo) más dinero que en diez años en América Latina.

El segundo ejemplo es nuestro proceso de convergencia en renta per cápita con la Unión Europea. Aunque las estadísticas difieran debido a la pluralidad de factores que puedan afectarlas (no es lo mismo la Unión Europea de seis que la Unión Europea de 27 o la existencia y montante de la economía sumergida), lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XX España pasa de tener una renta per cápita aproximadamente igual a la mitad de la renta europea a alcanzarla e incluso a superarla ligeramente en los últimos años del siglo.

En conclusión, podemos constatar que la vida nacional de los últimos treinta años no sólo nos ha devuelto a lo que nunca debimos dejar de ser: una de las cuatro o cinco grandes naciones europeas, sino que nos ha pertrechado para hacer frente a los importantísimos retos que nos plantea el futuro, desde el cambio climático a la globalización y desde el papel o la posición de Europa en el mundo al requerimiento de un nuevo sistema de gobernanza mundial.

Sin embargo, en los últimos tiempos me preocupa observar en la sociedad española no ya un cierto cansancio, lo que sería lógico después de una carrera tan larga, sino también lo que es aún más preocupante: una cierta desmoralización y desesperanza colectivas.

Vuelven a aparecer los fantasmas del pasado y se empieza a pensar que esta última etapa puede no ser la de la superación definitiva de nuestras deficiencias históricas, sino una etapa más de las mismas. Surge así la comparación con otro período de progreso y prosperidad como fue la Restauración de Alfonso XII, con la alternancia en el poder de los partidos de Cánovas y Sagasta que, después de haber durado casi cincuenta años, se vino al traste y tras un golpe de estado y una efímera Segunda República, caímos en la peor de las guerras civiles de nuestra Historia.

Y en este momento de incipiente pesimismo y desmoralización es necesario, como siempre, volver los ojos a nuestra clase dirigente donde parece observarse una asimetría fundamental: nuestra clase dirigente económica, protagonista de las inversiones que antes hablábamos, ha sorprendido al mundo, a nosotros y quizás también a ella misma si contemplamos sus singulares logros: tenemos multinacionales españolas en distintos sectores económicos, bien sea tradicionales como el turismo, bien novedosos como las energías renovables, en los que somos un país puntero a escala mundial.

Por el contrario, en la esfera política nuestras actuaciones en el exterior no suelen estar por desgracia acompañadas por el éxito y en el interior la situación no es mejor; desde la conducción de la crisis económica al exacerbamiento de las tensiones disgregadoras. Puede que ello sea consecuencia de un fenómeno que empieza a llamar la atención de los observadores: de un modo cada día más acusado nuestros políticos, salvo honrosas excepciones, se enzarzan en discusiones que más que reflejar conflictos sociales los generan, ¿a cuánta gente le importaba la revisión que implica e impone la Ley de la Memoria Histórica?, ¿para cuántos catalanes era una prioridad la reforma de su Estatuto de Autonomía? Quizás este proceder sea consecuencia de que la sociedad española, como la del resto de Europa Occidental, se ha ido uniformizando como resultado de la ingente generación de riqueza, de las políticas redistributivas y de la existencia del Estado de Bienestar, y por tanto los partidos políticos ya no son trasunto o lo son cada vez menos, de verdaderos conflictos sociales; si ya no representan a clases sociales determinadas, tienen que generar mensajes de identificación-confrontación.

El espectáculo de unos actores políticos discutiendo estridentemente y sin resultados especialmente positivos en el escenario político y mediático mientras el patio de butacas (la sociedad) asiste atónito y angustiado al ver que no sólo no se resuelven sino que ni siquiera se ocupan suficientemente de los graves problemas a los que nos enfrentamos, es descorazonador y así lo reflejan las encuestas de opinión; por su parte, los medios de comunicación social, excesivamente alineados en un paralelismo con los partidos políticos claramente pernicioso, difunden y proyectan la imagen de división hasta tal punto que ésta puede llegar a calar -por enésima y desdichada vez- en el propio seno de la sociedad.

En definitiva y como conclusión, creo que teniendo tan frescos y recientes los espléndidos resultados de una acción unitaria o al menos concordada, la sociedad española no se merece este estéril espectáculo de nueva división y enfrentamiento. Es hora, pues, de retomar el camino en el que predomina el mirar al futuro y no al pasado y en el que el acento se pone en la unidad y no en la división.


ABC - Opinión