miércoles, 30 de junio de 2010

Eficacia constituyente. Por Gabriel Albiac

Si Cataluña es una nación, el sujeto fijado por la Constitución de 1978, la nación española, ha dejado de existir.

NADA hay de reprochable en la ignorancia de doña María Emilia Casas. La presidenta del Tribunal Constitucional no posee calificación alguna como constitucionalista. Nada la obliga a poseerla. El Constitucional no es una entidad académica. Para ser miembro de él se exige sólo ser «jurista de reconocida competencia» (reconocida por quién, no se especifica) «con más de quince años de ejercicio». Es una instancia política. Que designan los partidos en proporción a su peso parlamentario y como calco suyo. Así es la ley. Casas oficia en Derecho Laboral. Y fue propuesta por el PSOE. Su ignorancia de lo que sea una Constitución se nota. Es inevitable. Seamos piadosos con ella. No con su texto. Un texto dice lo que dice. Por más misericordia que merezca quien lo escribe.

Vayamos a lo que dice el fallo. En su primer punto. Que «carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del Preámbulo del Estatuto de Cataluña a Cataluña como nación y a la realidad nacional de Cataluña» es una obviedad rayana en el pleonasmo. La eficacia del Preámbulo de una Constitución —de la que sea— no es jurídica. Es constituyente. Y, como tal, precede a lo jurídico y lo determina: el acto constitucional pone las leyes; no a la inversa.

Aquellos de sus colegas de institución que sí saben de eso hubieran podido recomendar a la señora Casas un par de lecturas básicas. La primera de ellas, la que fija entre 1788 y 1789 la peculiaridad del acto constituyente, es la que articula el doble movimiento de Sieyès, entre el manifiesto fundacional ¿Qué es el Tercer Estado? y su aplicación del 20 y 21 de julio de 1789 a la redacción de los Preliminaresde la primera Constitución Francesa. Una Constitución —había establecido Sieyès en 1788— es, en rigor, el código actual y transitorio que se otorga un sujeto constituyente —el pueblo constituido en nación—, que la precede y la sobrevive. De ahí que «no sólo la nación no esté sometida a una Constitución, sino que no pueda estarlo, ni deba estarlo». Y ello por lógica elemental: la Constitución sólo materializa un episodio temporal en el flujo perenne del sujeto constituyente que es la nación. «La voluntad nacional —concluye el padre del constitucionalismo moderno— no precisa más que de su propia realidad par ser legal». Decir naciónes decir aquello que decide acerca de las efímeras constituciones. Todo sería imposible, de otro modo. Porque «dejaría de haber Constitución a la menor dificultad que surgiese entre las partes, si una nación no existiese con independencia de toda regla y de toda forma constitucional».

El alma de una Constitución no está en ninguno de sus artículos. Está en los Preliminaresque, al definir la nación que opera como sujeto constituyente, fijan el límite para las sucesivas Constituciones, a lo largo de las cuales un pueblo permanece mientras sus normas cambian. La «nación catalana» del Prólogo del Estatuto no tiene «eficacia jurídica», en la medida misma en que concentra en sí toda la eficacia constituyente. Si Cataluña es una nación, el sujeto fijado por la Constitución de 1978, la nación española, ha dejado de existir, y la Constitución con ella. Y no queda ya más que convocar nuevas Cortes Constituyentes.


ABC - Opinión

Montilla y los nacionalistas compiten en aspavientos. Por Antonio Casado

Aún sin conocer en su literalidad la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, ya sabemos que su pronunciamiento de mayor calado es la reafirmación del principio de soberanía nacional única e indivisible, tal y como viene formulado en el artículo 2 de la Constitución, sin que el término “nacionalidad”, aplicado a la Comunidad Autónoma de Cataluña, pueda entenderse en ningún caso como una realidad segregada o segregable de la nación española.

Es la fibra sensible del asunto. Eso explica que el socialista José Montilla, todavía presidente de la Generalitat, compita en aspavientos con los nacionalistas de toda la vida. Socialistas catalanes y nacionalistas de CiU -con evidente disgusto de Zapatero, cuyo registro difiere de sus compañeros del PSC-, se vigilarán mutuamente para no perder la posición a cuatro meses de las elecciones catalanas. Y en la manifestación del 10 de julio, por supuesto, unitaria, todos colgados de la misma percha: “Nosotros decidimos, somos una nación”. Ahí es donde se ha sentido la embestida y ahora se trata de reivindicar lo que se considera atacado por la sentencia.


Quienes siempre se sintieron incómodos por la referencia a “Cataluña como nación”, recogida en el Preámbulo, están en deuda con Manuel Aragón, el magistrado de extracción “progresista” que nunca consideró suficiente la doctrina sobre la irrelevancia jurídica de esa referencia no incluida en el articulado. Conviene saber que, en contra del parecer de la presidenta, Maria Emilia Casas, si al final se ha mantenido el Preámbulo tal y como estaba, por seis votos contra cuatro, es porque queda debidamente compensado con la reafirmación de la soberanía nacional a instancias de Aragón.

En el texto de la sentencia ya queda claro que la falta de eficacia jurídica del Preámbulo se refuerza con este pronunciamiento. Para que no haya lugar a dudas a la hora de interpretar sus alusiones a Cataluña como nación, según el Parlamento de Cataluña, y a la “realidad nacional” de Cataluña como “nacionalidad”, según la Constitución Española. No sólo para despejar cualquier duda a la hora de interpretarlo. También para prevenirse frente a eventuales reivindicaciones futuras del derecho de autodeterminación. Ese es el agujero que ha logrado tapar la pertinaz insistencia de Manuel Aragón, que en su día ya tumbó, por esa causa, el proyecto de sentencia de la “progresista” Elisa Pérez Vera.

El acatamiento, condición necesaria

Además, la larga y penosa peripecia del Estatut, en su planteamiento, nudo y desenlace ante el Tribunal Constitucional, ha vuelto a reflejar la vieja tensión frente al hecho diferencial de Cataluña. Por un lado, quienes siempre entendieron la reforma del Estatut como un paso del nacionalismo hacia objetivos soberanistas. Y por otro, quienes nunca pasaron de interpretar la reforma como un salto en el autogobierno sin romper las costuras del Estado de las Autonomías.

A este respecto, a partir de ahora la sentencia debería ser un obligado referente doctrinal, más allá de que se comparta o no sus tesis. El acatamiento ha de ser, en ese sentido, condición necesaria. Hace bien Mariano Rajoy, con el que ayer tuve ocasión de comentar la jugada, al centrar sus comentarios en la noción del acatamiento. Acatamiento como expresión del respeto a la norma, que es lo que nos protege de la arbitrariedad. De ahí no consiguieron sacarle los periodistas que le abordaron en la sede de la Universidad Europea (Villaviciosa de Odón) con la esperanza de que fuese más explícito sobre una sentencia que, en resumen, viene a recordarnos que en España solo hay una nación.


El Confidencial - Opinión

El cristal con que se mira. Por José María Carrascal

Los españoles seguimos sin saber si el nuevo Estatut es constitucional o no, que era lo único que pedíamos.

«¿ES de oro tu Rolex?», preguntaban los amigos al dueño del reloj, en el chiste del añorado Eugenio. «Pues unos días lo es y otros, no», respondía el atribulado propietario. «¿Es constitucional el Estatuto catalán?», hemos preguntado al Tribunal pertinente. «Pues unos artículos lo son, otros, no y bastantes, depende», nos ha respondido. Con lo que nos quedamos más confusos que estábamos, con unos considerando que la sentencia avala el estatuto y otros, que ataca la dignidad catalana. Resultado de un texto ambiguo que adopta el color del cristal con que se mira. Acepta el término «nación» para Cataluña, pero le quita toda validez jurídica; reconoce la bandera y el himno como símbolos nacionales de Cataluña, pero sólo como «nacionalidad»; elimina el «uso preferente» del catalán en las Administraciones públicas, pero lo admite como lengua en la enseñanza; acepta una Comisión Bilateral en las relaciones Generalitat-Estado, pero sin alterar las competencias de éste, y así sucesivamente. Un sí, pero no en todo menos en un terreno: el judicial. Ahí, los señores magistrados se han plantado: nada de Tribunal Superior de Cataluña al nivel del Supremo español. Nada de Consejo General del Poder Judicial catalán, ni de Defensor del Pueblo. En esto, se han mostrado inflexibles. Tampoco han dado luz verde a la Generalitat en impuestos. El resto, autorizado o interpretable, que es el camino más corto al infierno de las controversias.

Si tenemos un Tribunal Constitucional es para que nos diga qué se ajusta y qué no se ajusta a la Constitución, no para que lo deje en el aire. Para eso nos bastan y sobran los partidos. Todo apunta, sin embargo, que fiel a su tradición, el TC nos ha ofrecido otra sentencia política. Nos lo confirma la reacción de los partidos, tratando de llevarla cada cual a su molino, con la vista puesta en las próximas elecciones. Los nacionalistas catalanes enarbolando el viejo victimismo, pues estos señores no se contentan con menos que todo. El PP, satisfecho, porque ve la posibilidad de aliarse con CiU para repartirse el poder, y el gobierno Zapatero, soltándonos sin el menor rebozo que «la sentencia es un completo aval del Estatuto» y «una derrota en toda la línea del PP». No es que no sepan contar. Es que tras perder el sentido de la verdad, han perdido el de la vergüenza. En fin, que los españoles seguimos sin saber si el nuevo Estatut es constitucional o no, que era lo único que pedíamos al encargado de aclarárnoslo. Aunque, a la luz de la sentencia, puede que tampoco el Tribunal lo tenga del todo claro.

Y así queremos andar por el mundo. Bueno, a gatas.


ABC - Opinión

Huelga del Metro. De Camacho a los macarras. Por Cristina Losada

Han sido los del Metro, con el tono soez y pendenciero de sus chulos de barra americana, los que me han dado la noticia, mala noticia, del fallecimiento del "movimiento obrero" de antaño.

Varios sindicatos han muerto. Lo he sabido por su certificado de defunción, cuyo texto dice así: "Esperanzita como me quites el 5 por el culo te la hinco". Tal cual, sin una coma de más ni una obscenidad de menos, era el mensaje del cartel que ornaba la mesa del comité de huelga del Metro madrileño. Al ver esa malsonancia he tenido una sensación penosa: hemos perdido algo y yo, desde luego, me he perdido algo. En lo que a mí respecta, me he perdido el punto de inflexión en el cual los sindicatos españoles, los mayoritarios y otros cuantos, dejaron de ser lo que fueron para convertirse en bandas de macarras.

Una ha sido testigo de huelgas salvajes y de coacciones piqueteras. Daba por sentado que el matonismo era aquí, como allí, la enfermedad senil del sindicalismo, muy parecida a la infantil, por otra parte. Pero ni la creciente zafiedad ambiental me había puesto ante la evidencia palmaria de una metamorfosis tan degradante. Han sido los del Metro, con el tono soez y pendenciero de sus chulos de barra americana, los que me han dado la noticia, mala noticia, del fallecimiento del "movimiento obrero" de antaño.


A finales de los setenta fui miembro de CCOO y de un comité de empresa. Por entonces, me dedicaba a la información laboral y los trabajadores en conflicto venían a verme sabedores de que intentaría evadir la censura y publicar sus cuitas. Conocí a Sartorius, a Camacho, a Zufiaur y a tantos otros. Estuve en asambleas, encierros y huelgas. Jamás asistí a nada parecido a las orgías tabernarias que ahora monta la trouppe de liberados sindicales.

El estilo, me dirán, es lo de menos y lo de más, el hecho de que una minoría puede "reventar" una ciudad y las que hagan falta, que no serán nunca –por mucho que sueñen las ovejas– aquellas gobernadas por la izquierda. Pero todo está en las formas. La aristocracia obrera, la que forman los privilegiados cuyos empleos no corren peligro, ha resultado ser la hez del lumpen. Y a excitadores del resentimiento social del lumpen se han rebajado y reducido los sindicatos mentados. Incluso cuando Pablo Iglesias amenazó a Maura lo hizo con elegancia formal: "Hemos llegado a considerar que antes de que Su Señoría suba al poder debemos ir hasta el atentado personal". Entre esa frase y "por el culo te la hinco" media la distancia entre la civilización de un sindicalismo revolucionario y la barbarie de este sindicalismo reaccionario.


Libertad Digital - Opinión

300 palabras. Por Ignacio Camacho

Calado quizá sea sinónimo de pasteleo. Hay dulcería, bollería y pasteleo de María Emilia Casas en el Constitucional.

COMO las derrotas son huérfanas aunque a las victorias les salgan cien padres, nadie va a reclamar la autoría de los artículos del Estatuto de Cataluña purgados por el Tribunal Constitucional; en realidad nadie está dispuesto siquiera a admitir que dicha purga suponga un revés, un traspié o un fracaso. Pero el Derecho, incluso el mal administrado, es bastante más profundo que las consignas, la demagogia y otras artes de la propaganda política, y pronto se verá que este veredicto saludado con ficticio triunfalismo por el Gobierno —con éxitos así, el zapaterismo avanza de victoria en victoria hasta la derrota final— contiene varias bombas de espoleta retardada que van a estallar en los cimientos del edificio soberanista construido al alimón por Zapatero y Artur Mas en cierta tarde de tabaco y café bajo el techo monclovita.

El dichoso Estatuto atormenta al presidente como la recidiva de una úlcera. Cada vez que ha creído tener enderezado el entuerto que provocó al otorgar barra libre al soberanismo en aquel célebre mitin preelectoral de Barcelona, la realidad le ha devuelto un conflicto sangrante que nunca acaba de cerrarse por mucho omeprazol político que se le aplique. La última baza para solucionar este descomunal descalzaperros era la de someter al TC para obtener de él un visto bueno y darle carpetazo al despropósito, pero los magistrados sólo se han dejado presionar hasta cierto punto. Aunque la sentencia es un pastiche ha bastado para reactivar el victimismo catalán, enredar más el Estado autonómico y dejar a Zapatero de nuevo ante el problema que él solo se bastó para crea con una torpeza irresponsable.

Si el presidente es el padre político del lío estatutario, el padre técnico es el actual ministro de Justicia, Francisco Caamaño, autor del «cepillado» final del bodrio y que anda por ahí tratando de minimizar el desaguisado con un banal sofisma cuantitativo: que de 39.000 palabras del texto en cuestión sólo 300 son inconstitucionales. Caamaño no parece desconocer sólo el valor de la sintaxis y la semántica, sino el de la juridicidad del lenguaje, lo que es más grave tratándose de un letrado; en la redacción de una ley no son baladíes ni las conjunciones. Una y en vez de una o puede suponer una diferencia sustantiva, y un adjetivo de más o de menos cambia por completo un concepto jurídico. Sobre todo si el adjetivo se refiere a competencias «exclusivas» que dejan de serlo.

De momento, esas nada inocentes 300 palabras han reventado el tripartito catalán, rebrincado al nacionalismo rampante y puesto a Montilla contra la pared. Más tarde le van a costar al socialismo el poder en Cataluña, y muy probablemente en España. Lo único que demuestran las 38.700 palabras restantes es que el Estatuto de marras es insufriblemente largo.


ABC - Opinión

¡Qué casualidad!. Por Alfonso Ussía

Resulta curioso que la primera huelga salvaje contra los recortes salariales tenga lugar en Madrid. Contra la Comunidad de Madrid, los sindicatos son muy valientes y decididos. Tan valientes y decididos que hasta los liberados se han puesto a trabajar para que el paro sea un éxito. Ni servicios mínimos. Las molestias de la ciudadanía les importan un bledo. Con el Gobierno no se atreven. El grifo, la mamandurria. Y ese tono grosero y amenazador del compañero Rodríguez. Piquetes en las estaciones de Metro. «Piquetes informativos», los llaman. Como si los cuatro millones de madrileños no supieran de la huelga en el Metro. No hay nada que informar. Sí, y mucho, que coaccionar, que amedrentar, que violentar. Esos «piquetes informativos» niegan a los trabajadores su derecho al trabajo. Palo y tente tieso. ¿Nadie se atreve a regular las funciones y competencias de estos grupos de matones? ¿Por qué los pagamos con nuestros impuestos? Huelga en el Metro de Madrid. No en el de Barcelona, gobernada por socialistas. En el fondo y en la forma, sin tapujos ni disfraces, huelga contra Esperanza Aguirre, que no tiene el grifo para mantener a los vagos.

Mi respeto a los quebrantos económicos que toda rebaja salarial produce. Mejor una rebaja que el paro. Casi cinco millones de parados ha acumulado el Gobierno con su desastrosa política económica. Con sus mentiras electorales, que hoy se demuestran delictivas. Pero la culpa la tiene Aguirre y el Gobierno autonómico de Madrid. Zapatero, de rositas con los sindicatos. Una rebaja del 2,5% del sueldo es más grave que un parado más. Así nos pintan las canas y las plumas. Si Zapatero no hubiese mentido en la última campaña electoral; si Zapatero hubiera adoptado desde un principio las más elementales medidas contra la crisis –la primera, reconocerla–, no se hallaría España en esta situación que comienza a resultar angustiosa. Pero contra Zapatero no se convocan huelgas salvajes. Vuelvo a lo mismo. El grifo, la mamandurria, la impostura, la coincidencia ideológica, todo eso. La huelga en Madrid. Le seguirán otras de todos los sectores. Sólo ofrece un dato positivo la organización de este rosario de huelgas. Que los sindicalistas profesionales que no dan con un palo al agua y a la cabeza de los trabajadores que consideran sagrado su derecho al trabajo. Que en esas cavernas sociales estamos todavía.

Para organizar huelgas salvajes, del sector laboral que se les antoje, tienen Madrid, Castilla-León, Murcia, Galicia, La Rioja, Valencia, Ceuta y Melilla. Son los territorios gobernados por el Partido Popular. También capitales de provincias de autonomías gobernadas por los socialistas. Allí donde los votos hayan dado al PP la mayoría absoluta, allí se convocarán las huelgas salvajes. Pero a Zapatero y al Gobierno socialista ni tocarlo. De nuevo vuelvo a lo de siempre. El grifo, la mamandurria, la impostura, la coincidencia ideológica, los liberados, las nóminas sindicales, las canonjías y la desvergüenza social. Menos mal que el verano nos alcanza y los liberados se liberarán de su liberación descansando unos días. Otros muchos no podrán hacerlo. Y seguirá la farsa.


La Razón - Opinión

Estatut. ¿Para esto hicimos la Revolución (francesa)?. Por José García Domínguez

Nada hay en este mundo más ajeno al sentimentalismo místico, irracionalista y romántico, tan caro siempre al catalanismo, que el afán democrático, laico e igualitario que retrata a los genuinos federales.

A falta aún de los fundamentos de derecho que desvelen el calado final de la sentencia, el vodevil del Estatut se puede analizar ya desde cierta perspectiva histórica. Y es que lo que empezó como apenas una frivolidad, otra más de Pasqual Maragall, acabaría trastocando el que fuera eje doctrinal de la izquierda española a lo largo de más de un siglo. A fin de cuentas, el repudio tácito de la concepción federalista del Estado, la propia del PSOE desde su misma fundación, posee idéntica trascendencia que el abandono del marxismo en el XXVIII Congreso. De ahí, algo en apariencia tan contra natura: que el socialismo hispano haya terminado por interiorizar como suyos los objetivos del catalanismo germinal de Prat de la Riba.

Suprema paradoja, ésa, que por sí misma retrata la bancarrota ideológica de un partido en el que Pablo Iglesias devendría incapaz de reconocerse.


Al cabo, si alguna constante ha caracterizado al particularismo catalán desde sus orígenes hasta Jordi Pujol ha sido el rechazo expreso de la idea federal. Y con poderosas razones, conviene añadir. Porque nada hay en este mundo más ajeno al sentimentalismo místico, irracionalista y romántico, tan caro siempre al catalanismo, que el afán democrático, laico e igualitario que retrata a los genuinos federales. Una deriva errática, ésa de la izquierda peninsular, que todavía se antoja más desconcertante al reparar en la efectiva concreción material del Estado de las Autonomías.

Pues, de hecho, la configuración territorial de España iba camino de poder asimilarse a cualquier orden federal al uso. Como ha escrito Francesc de Carreras glosando la personalidad tan olvidada de Pi i Margall, ya apenas nos restaba coronar el nuevo edificio con un Senado en verdad territorial, y el preceptivo refuerzo de la lealtad entre las partes y el todo, fundamento último de la viabilidad del sistema. Momento procesal en el que irrumpió en escena la nación discutida y discutible del Adolescente. Tras un cuarto de siglo, vuelta a empezar. Y ahora, con la vista fija en la Edad Media, Nueva Jerusalén de su socialdemocracia flácida. Particularismo, asimetría, desigualdad, fueros pedáneos, endogamia fiscal y horizontes confederales. He ahí la gloriosa causa por la que las fuerzas del progreso andan prestas a blandir sus herrumbrosas lanzas. ¡Vivan las caenas, compañeros!


Libertad Digital - Opinión

Huelga salvaje

El incumplimiento de los servicios mínimos sitúa fuera de la ley a los promotores de esta huelga salvaje.

ALREDEDOR de dos millones de personas sufrieron ayer las consecuencias de la huelga ilegal e ilegítima impuesta por los sindicatos en el Metro de Madrid. Ningún derecho puede ejercerse sin respetar los límites. Si bien no existe una ley orgánica reguladora de la huelga, la propia Constitución y la jurisprudencia del TC establecen con toda claridad la exigencia de respeto a los servicios esenciales a la comunidad, como es el caso del transporte urbano en la capital de España. El incumplimiento de los servicios mínimos sitúa fuera de la ley a los promotores de esta huelga salvaje. Bien está que el ministro José Blanco pida responsabilidad a los sindicatos, pero hace falta ir más allá de las simples palabras, de manera que el Ministerio Fiscal debería actuar de oficio ante la probabilidad de que se estén produciendo actos delictivos.

Estamos ante un verdadero sabotaje cuya víctima principal son los ciudadanos, que asisten indignados al ajuste de cuentas de los sindicatos con el Ejecutivo que preside Esperanza Aguirre, al tiempo que envían un mensaje de advertencia con vistas a la huelga general prevista para septiembre. Se trata de un desafío muy serio frente al cual los poderes públicos tienen que reaccionar de forma contundente para garantizar el respeto a las leyes y a los derechos de los ciudadanos. Después de largos meses de complicidad hacia el Gobierno socialista, los líderes sindicales pretenden ahora hacerse notar utilizando a los madrileños como rehenes de sus maniobras oportunistas. Para colmo de males, lejos de recapacitar, se anuncia para hoy la continuación de la huelga salvaje, lo que exige la adopción de medidas urgentes y eficaces para que los servicios públicos funcionen con la normalidad exigible.

ABC - Editorial

Contra la Constitución, nada

Sería muy deseable que los gobernantes y cuantos desempeñan funciones institucionales actuaran con responsabilidad y moderaran sus ímpetus partidistas ante la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. El espectáculo protagonizado durante las últimas horas por dirigentes nacionalistas, altos cargos de la Generalitat y del Parlamento catalán, así como por algunos ministros es impropio del puesto que ocupan: como representantes que son del Estado, cada cual en su medida, deberían servir con sus intervenciones públicas a los intereses de ese Estado, que no son otros que la legalidad constitucional y el respeto a las reglas de juego democráticas. Lamentablemente, no está siendo así y se ha llegado a decir, incluso, que la sentencia supone nada menos que una ruptura del «pacto» entre Cataluña y España, como si ambas fueran realidades separadas y como si hubiera pactos más relevantes y superiores al de la Constitución. No ha estado acertado el primer representante del Estado en Cataluña, el presidente de la Generalitat, en su declaración institucional, que tenía expresiones que son tan prescindibles como impropias, y no lo es tampoco que haya convocado a una «masiva manifestación» de repulsa el próximo 10 de julio. La sentencia del Tribunal Constitucional podrá gustar más o menos, podrá parecerle insuficiente a unos y rigurosa a otros, pero nadie está legitimado para burlarla mediante atajos populistas. Además de una irresponsabilidad, resulta inaceptable la actitud de confrontar al «pueblo catalán» con el Tribunal Constitucional y a la «voluntad popular expresada en referéndum» con la sentencia. Nada de esto sucede ni puede suceder porque el único pueblo soberano, creador de la arquitectura constitucional, es el español, al que pertenecen los catalanes, y la única ley de leyes de nuestra nación es la Constitución, la cual regula y delimita todos los procesos electorales y estatutarios, así como la función primordial que reserva al Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la norma. Por tanto, no hay ni puede haber choque de legitimidades. Sí hay, y en demasía, demagogia, sectarismo político y nacionalismo que confían en pescar en aguas revueltas. Lo que de verdad necesita Cataluña ahora no son radicalismos ni enfrentamientos, sino madurez y congruencia para aplicar la sentencia, para revisar a su luz las 45 leyes promulgadas desde hace cuatro años y para plantear, desde la lealtad, los problemas que puedan subsistir. No hay que perder de vista que lo que preocupa a los catalanes es la crisis económica y la eficacia en la gestión para salir de ella. En contra de lo que propaga la voracidad nacionalista, el Estatuto no es ahora peor que hace 24 horas; por el contrario, es mejor en la medida en que es más constitucional y, por tanto, más ajustado a derecho y menos causa de discriminación. La sentencia era relevante no sólo para Cataluña, sino porque también afecta al resto de los españoles. El árbitro ha dictado su veredicto y la única actitud democrática admisible es acatarlo, aplicarlo y poner punto final al experimento que ha causado más daño que beneficio.

La Razón - Editorial

Huelgas con rehenes

El incumplimiento de los servicios mínimos no puede convertirse en la pauta de sindicatos serios

Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo, secretarios generales de CC OO y UGT, anunciaron ayer que hoy mismo se inicia, con manifestaciones y concentraciones en más de 40 ciudades, "un proceso ascendente hacia la huelga general" del 29 de septiembre contra la reforma laboral y los recortes del gasto público. Pero más interesante que ese anuncio fue la advertencia de Méndez en el sentido de que lo ocurrido en la huelga del metro madrileño contenía un aviso para las Administraciones: si fijan servicios mínimos abusivos, los trabajadores no los respetarán.

El derecho de huelga, que nadie cuestiona, implica la obligación de respetar la legalidad; los servicios mínimos son una garantía de proporcionalidad entre ese derecho y el de los usuarios de servicios públicos esenciales: dos millones diarios en el caso del metro de Madrid. No se recuerda ocasión en la que los sindicatos convocantes de una huelga en los servicios públicos no hayan considerado abusivos los servicios mínimos decretados, lo que ha hecho perder peso a ese argumento.


Hace unos años, sindicatos corporativos con líderes narcisistas protagonizaron huelgas salvajes en ese sector, con millones de ciudadanos tomados como rehenes de su radicalidad; se dijo entonces que eso no habría pasado si hubieran tenido más peso los sindicatos mayoritarios; pero en esta huelga, CC OO y UGT forman parte, junto a otras tres siglas, del comité de empresa. Las palabras de Méndez constituyen, por ello, una pésima referencia ante el 29 de septiembre.

La huelga de ayer tiene su origen en la decisión del Gobierno regional de Madrid de extender a los empleados de las empresas públicas que gestiona la reducción salarial decidida para los funcionarios. Algo que no hizo el Gobierno central, pero sí otras comunidades, como Cataluña o el País Vasco, con el argumento de que la inmensa mayoría de esos empleados tenía garantizado su puesto de trabajo, a diferencia de los de las empresas privadas.

El comité de empresa alega que existía un convenio en vigor hasta 2012 que la decisión de la Comunidad rompe unilateralmente. Pero también lo tenían los funcionarios. Es posible que haya faltado una explicación más pedagógica de la gravedad de una situación que obligaba a esos sacrificios a cambio de la seguridad en el empleo; y mayor claridad para explicar cómo encaja la reducción salarial del 5% con la garantía posterior de mantenimiento del poder adquisitivo incluida mediante una enmienda a los presupuestos de Madrid.

Pero nada de esto justifica la inflexibilidad de un comité de empresa que anuncia con toda tranquilidad que no respetará la legalidad, y una parte del cual amenaza incluso con convertir la huelga en indefinida. Caiga quien caiga, es decir, a despecho de los dos millones de usuarios damnificados directos, y los aún más numerosos atrapados por el gigantesco atasco en que se convirtió la capital de España. ¿Es así como piensan convencer a los ciudadanos de que se sumen a la huelga general?


El País - Editorial

Necesitamos a una Reagan

Ha llegado el momento de hacer lo que Reagan con los controladores aéreos en 1981: comenzar a enviar cartas de despido a todos aquellos que no cumplan siquiera con sus compromisos laborales mínimos.

La Comunidad de Madrid es una de las regiones más saneadas de España y, con mucha diferencia, la que padece un menor déficit en las cuentas públicas. Es un claro ejemplo de gestión eficiente y austera en unos momentos en los que cuadrar las cuentas es fundamental para la credibilidad de nuestra economía. El caso contrario lo encontramos en el Ejecutivo de Zapatero: manirroto hasta las cejas, se vio forzado en mayo a aplicar un duro –e insuficiente– plan de ajuste que, entre otras medidas, contemplaba una reducción media del 5% en los salarios de los empleados públicos.

La respuesta sindical a ese plan de ajuste se difirió hasta el 29 de septiembre, bien alejado de la conclusión de este desastroso semestre de presidencia de la UE y diluido en una convocatoria general de los sindicatos europeos. Sin embargo, tan pronto como el gobierno de la Comunidad de Madrid implementó el recorte salarial que le impuso Zapatero, UGT y CCOO no han vacilado un instante a la hora de "reventar" la ciudad y los aledaños de Madrid con una huelga "salvaje" que ha obligado a paralizar por completo el servicio público de metro.


Los huelguistas no sólo han incumplido los servicios mínimos obligatorios, sino que han impedido que otros los cumplieran a través de esa figura con tintes mafiosos de los "piquetes informativos". No debería ser necesario recordar que el derecho de huelga implica tanto el derecho a hacer huelga como a no hacerla y los piquetes para lo único que sirven es para impedir esa segunda manifestación del mismo.

Son ocasiones como ésta las que nos recuerdan la urgente necesidad de regular y actualizar mediante ley orgánica el derecho de huelga, prohibiendo la figura de los piquetes y derogando ese decreto preconstitucional del todo caduco y desfasado que lo rige hoy. Los piquetes informativos bloqueando las puertas de las empresas no tienen ningún sentido en pleno siglo XXI, cuando la información fluye con absoluta rapidez y llega a cristalizar incluso en forma de manifestaciones "espontáneas" convocadas por SMS; una práctica en la que la izquierda alguna experiencia posee.

Menos sentido tiene, si cabe, que un conjunto organizado de trabajadores sea capaz de secuestrar una empresa y con ella al conjunto de madrileños. Al margen de la discusión sobre el papel que debería jugar el derecho de huelga en una sociedad más liberal que la nuestra, resulta claro que el privilegio de incumplir con las obligaciones laborales sin ser ni despedido ni repuesto no puede ser absoluto. ¿Qué sucedería ante una huelga total e indefinida de médicos, policías, distribuidores, transportistas o suministradores de electricidad? Probablemente viviríamos un caos que haría empequeñecer al que se vivió ayer en Madrid. Si los mercados son capaces de proveer las necesidades básicas de los agentes es porque pueden distribuir rápidamente los recursos escasos hacia sus usos más valiosos, pero el derecho a una huelga ilimitada simplemente interrumpe este proceso y condena a la sociedad a la carestía y al desabastecimiento.

Los servicios mínimos no pueden incumplirse bajo ningún concepto al amparo del derecho de huelga. Mucho menos cuando se trasviste de huelga económica lo que no es más que una huelga política contra el Ejecutivo de Aguirre. Es por ello que ha llegado el momento de hacer lo que Reagan con los controladores aéreos en 1981: comenzar a enviar cartas de despido a todos aquellos que no cumplan siquiera con sus compromisos laborales mínimos.

A la izquierda y a la derecha de este país siempre les ha gustado pastelear con los sindicatos. Ante la más parca embestida, han comenzado a negociar y a ceder hasta terminar convirtiendo a los sindicatos en un poder más del Estado. Es el momento de acabar con esta dinámica, pues los próximos años serán ejercicios de ajustes muy duros para evitar el colapso de la economía nacional y no podemos permitirnos el lujo de que los sindicatos saboteen cualquier decisión acorde al sentido común.

La Comunidad de Madrid debe mantenerse firme y no ceder en ningún momento. Necesitamos a un Reagan o a una Thatcher que devuelva un poco de cordura a este país. De momento, Esperanza Aguirre no parece haber caído en la tentación típicamente arrioliana o gallardonita de sacrificar el bienestar de los ciudadanos en beneficio de los grupos de presión y de la dictadura de lo políticamente correcto. Esperemos que no cambie de opinión. Muchos madrileños, sobre todo los de filiación más liberal, la votaron precisamente para que haga lo que está haciendo: defender a los ciudadanos de la rapiña política y sindical.


Libertad Digital - Editorial

Un Gobierno en la encrucijada

La responsabilidad de Zapatero es evidente, porque la mitad de los artículos anulados y la mitad de los reinterpretados fueron pactados directamente entre él y Artur Mas.

LAS primeras reacciones al fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña se han ajustado a las previsiones más elementales. El Gobierno catalán y CiU se han alzado como víctimas de una agresión al autogobierno y han iniciado una carrera de agravios para llegar a las urnas como abanderados del catalanismo. El Gobierno central, a través de su vicepresidenta primera, simuló satisfacción por el resultado y atacó al Partido Popular con argumentos que ofenden la inteligencia del ciudadano medio, porque no es cierto que la sentencia del TC anule solo un artículo del Estatuto. Esta interpretación del fallo es una tergiversación que demuestra hasta qué punto el Gobierno quiere tapar el fracaso de su presidente en esta apuesta estatutaria. Por lo pronto, la responsabilidad personal de Rodríguez Zapatero se hace evidente en un dato muy revelador: la mitad de los artículos anulados por el TC y la mitad de los reinterpretados fueron pactados directamente por el presidente del Gobierno con el líder de CiU, Artur Mas. El engaño ha quedado al descubierto definitivamente, y por eso no son el PP ni el TC contra quienes realmente se ha movilizado el presidente catalán, José Montilla, sino contra el PSOE y el Gobierno de Rodríguez Zapatero.

Es pueril que el Gobierno se empeñe en negar el alcance ya conocido de la sentencia del TC. Esta decisión afecta a las bases del proyecto soberanista que sustentaba el Estatuto, cuya inconstitucionalidad ya le fue advertida al Gobierno por los equipos de expertos constitucionalistas que emitieron dictámenes para el PSOE y el Ministerio de Administraciones Públicas sobre el proyecto estatutario. La relación de materias demuestra que la revisión constitucional ha sido muy importante: definición de Cataluña como nación, derechos históricos, derechos y deberes lingüísticos, símbolos nacionales de Cataluña, Síndic de Greuges, las veguerías, poder judicial, régimen de competencias de la Generalitat, consultas populares, Derecho Civil, inmigración, comisiones bilateral y mixta Estado-Generalitat, solidaridad interregional, capacidad legislativa sobre impuestos, reforma estatutaria, inversiones en infraestructuras y cesiones de impuestos.

Los socialistas están incómodos con esta sentencia, como quedó claro cuando De la Vega mostró su satisfacción mientras Montilla clamaba contra el TC. En vísperas de las elecciones catalanas, Montilla necesita un culpable, y lo va a tener difícil si quiere utilizar al PP. Quien prometió un Estatuto tal cual saliera de Cataluña fue Zapatero, y quien lo pactó mano a mano con Artur Mas fue Zapatero. Y ha sido una mayoría fundamentalmente progresista la que ha tachado casi cincuenta artículos del Estatuto.


ABC - Editorial

martes, 29 de junio de 2010

La anomalía como sistema. Por Hermann Tertsch

Hasta en Estados Unidos, el secretario del Tesoro cita expresamente a España como excepcionalidad.

NO fuimos pocos los españoles, civiles y militares, que reaccionamos con perplejidad ante el nombramiento en su día como ministra de Defensa de una política socialista, Carmen Chacón, que sólo había destacado por su sectarismo, su pacifismo antimilitarista y el nacionalismo catalán que con tanto celo practican los charnegos. Ese celo, tan propio de Montilla, la llevó a solidarizarse con el actor Pepe Rubianes cuando este entonó su célebre «Puta España». Más de 1.700.000 citas tiene el «Puta España» en Google. Más de 21.000 citas relacionan el «Puta España» con la ministra de Defensa. Estarán de acuerdo con que da cierta impresión de que se eligió al animal equivocado para cuidar a las gallinas. Ahora parece que existe un inmenso interés por quitar a Ejército y Guardia Civil el lema de «Todo por la Patria». Debe de molestar a alguien este lema tradicional, tan querido y tan lógico para unas fuerzas militares dedicadas precisamente a eso, a darlo todo, incluida la vida, por la Patria. Pero no, «Todo por la Patria» parece un lema ofensivo para algunos. Y «Puta España», un lema al que adherirse. Reconocerán aquí una cierta anomalía. Pero ésta se ha convertido ya en sistema. Patrocinada por Zapatero, que es en sí la mayor anomalía que sufre este país. La que nos aleja cada vez más de la normalidad de los países desarrollados de nuestro entorno.

Curiosa anomalía también la que supone que nuestro Parlamento celebre una solemne ceremonia, bajo presidencia del Rey, en honor de las víctimas —que por supuesto aplaudimos—, pero siga sin revocar el permiso que dio a Zapatero para negociar con la banda. ¿Cuánto hemos de esperar para que se revoque esa vergonzosa resolución? Quizá tanto como para saber quiénes fueron los altos mandos policiales que colaboraron con ETA en el escándalo Faisán y quién les dio la orden. El hecho de que mandos policiales colaboren con los asesinos de sus subordinados resulta una anomalía tan macabra que sólo se puede explicar como acto de suprema obediencia. Por eso nos preguntamos a quién debían obediencia. A las víctimas no se las honra sólo con sentidos homenajes, sino persiguiendo a sus verdugos y quienes colaboran con ellos. La anomalía que suponemos ya en Europa es la que habíamos logrado dejar de ser durante la transición y que precisamente los enemigos de la transición se han ocupado de reimplantar. Hasta en Estados Unidos, el secretario del Tesoro cita expresamente a España como excepcionalidad. Con Grecia. Anomalía son sin duda ciertos personajes de este Gobierno que producen vergüenza ajena cuando hablan aquí y vergüenza nacional cuando lo hacen fuera. En fin, el catálogo es ya infinito porque lo ha generado la subcultura ideológica y el desprecio a la cultura, a la tradición intelectual, a la verdad y al valor de la palabra de ZP y su tropa.

ABC - Opinión

Secesión. Spain is not Catalonia. Por Pablo Molina

Desde ayer, muchos españoles apoyamos entusiásticamente el proyecto soberanista catalán. Más bien el propósito independentista español, pues en la tesitura actual lo más apropiado es que España se independice de Cataluña y así todos contentos.

Quién nos iba a decir que un día acabaríamos apoyando las tesis soberanistas de Carod Rovira y el resto de la muchachada separatista, pero el hecho es que, desde ayer, muchos españoles apoyamos entusiásticamente el proyecto soberanista catalán. Más bien el propósito independentista español, pues en la tesitura actual lo más apropiado es que España se independice de Cataluña y así todos contentos.

De esta manera el resto de España no oprimiría a los jardineros de ERC, ahora con cochazo oficial y un sueldo diez veces mayor de lo que corresponde a sus merecimientos académicos, ni al resto de la clase política catalana, que ha hecho del agravio constante una letanía cansina con que justificar el latrocinio de los fondos comunes.

La iniciativa de independizarnos de Cataluña puede parecer injusta hacia los catalanes que quieren seguir siendo españoles. Tal vez lo sea y es una pena, pero lo cierto es que a muchos nos preocupan bastante más nuestros hijos, condenados a financiar durante toda su vida las francachelas de unos políticos regionales de los que sólo van a recibir el insulto y el menosprecio como pago.


No estamos dispuestos a que nuestros descendientes paguen los pecados de un sistema que no eligieron, ni a que tengan que abonar la diferencia resultante para que Cataluña permanezca en un lugar de la clasificación financiera de las comunidades autónomas que no le corresponde por culpa del latrocinio y la locura estrambótica de sus dirigentes. Tampoco queremos que nuestros hijos vivan en un país que trata a una de sus regiones como si de otro Estado se tratara, negociando transferencias e infraestructuras de forma particular a despecho de la solidaridad entre todos los españoles tal y como establece la constitución, desde ayer derogada "por la fuerza vinculante de los hechos", que diría un famoso vendedor de informes jurídico-políticos al mejor postor.

Si es cierto que Cataluña se ve abocada al atraso secular por culpa de la rémora que le supone pertenecer a España, lo más apropiado es que se convierta de una vez en un Estado independiente, con su deuda pública, sus productos sujetos a los aranceles y cupos de la Unión Europea y el molt honorable Josep Montilla de comandante en jefe de sus fuerzas armadas.

Como la constitución del 78 no existe desde ayer, ni siquiera sería necesario guardar las formas previstas para su transformación. En todo caso, después de la sentencia del Estatut, el Tribunal Constitucional es muy capaz de confirmar "con eficacia jurídica interpretativa" que la secesión de un territorio es perfectamente factible de acuerdo con la carta magna.

Y después de Cataluña el resto de las regiones que quieran seguir sus pasos. No hay que escandalizarse ni recurrir al sentimentalismo histórico para evitar lo que ya es inevitable. Se trata únicamente de una decisión utilitarista. Estamos hartos de pagar y que nos insulten, y no estamos dispuestos a que nuestros hijos soporten también esa humillación. Spain is not Catalonia. Buen viaje, buena suerte y el último que cierre el gas.


Libertad Digital - Opinión

Inconstitucional. Por Ignacio Camacho

El veredicto parte de un principio más político que jurídico: tratar de contentar a todos a base de no dejar satisfecho a nadie.

PARCIALMENTE inconstitucional: ése es el veredicto objetivo. Sírvase cada cuál sus conformidades y reparos a tenor de sus propios prejuicios; enfóquese la sentencia desde un punto de vista cuantitativo o cualitativo para adecuarlo a interpretaciones de parte; considérese muy importante, poco importante o relativo el sentido de la depuración; al final, lo único que queda claro es que el Estatuto de Cataluña contiene una quincena de preceptos que no encajan con la Constitución española y más de treinta que requieren de una corrección de sus criterios mediante interpretaciones y coletillas. Ahora viene un debate político cargado de farfolla, demagogia y consignas; ha sido un pleito tan confuso y tan largo que su resolución promete tanto embrollo como la norma que lo ha provocado.

Para lograr un veredicto tras cuatro años de bloqueo, la presidenta del Constitucional ha alumbrado una sentencia-pastel, aunque se trata de un pastel cocinado con demasiada lentitud y servido quizá demasiado tarde. Un fallo que parte de un principio más político que jurídico: tratar de contentar a todos a base de no dejar satisfecho a nadie. De un Estatuto bodrio, farragoso y prolijo, y de un tribunal desautorizado y desgastado no cabía esperar mucho más. Al final, el colapso había llegado a un punto en que cualquier sentencia era mejor que ninguna sentencia, y en ese sentido el TC ha terminado guiándose por la necesidad de acabar de una vez para aliviar una tensión insostenible.


Sea como fuere, medio centenar de artículos han sido anulados, retocados o corregidos, y algunos de ellos contienen aspectos nucleares de la intención soberanista que inspiró el Estatuto. Se revoca el poder judicial catalán, se anulan las competencias de autonomía financiera —por mayoría de ocho a dos— y se desregula, negándole eficacia jurídica y carácter vinculante, el principio esencial de que Cataluña es una nación. Eso es una purga como un castillo, una poda sustancial se mire por donde se mire, y constituye la demostración de que los recursos eran procedentes porque el texto contenía aspectos incompatibles con el vigente marco legal de superior rango.

A partir de aquí, todo es opinable, y va a ser opinado a tenor de las conveniencias de parte propias de una precampaña electoral. Al nacionalismo catalán y a los soberanistas radicales les conviene el victimismo; a los socialistas les interesa resaltar la convalidación de una parte del articulado cuantitativamente amplia y el PP puede presumir de haber logrado embridar cuestiones determinantes para la unidad del Estado. Por encima de esa cháchara inevitable, la única realidad objetiva es que el Estatuto de Cataluña ha resultado ser inconstitucional. Poco, mucho, a medias; pero inconstitucional, al fin y al cabo.


ABC - Opinión

Estatut. Una nación es una nación, es una nación. Por José García Domínguez

Traducido al sermo vulgaris: Absolutamente todos los habitantes de Cataluña habrán de acreditar pericia en la lengua vernácula, excepto los señores jueces y magistrados, claro está. Corporativismo se llama la figura. Y tampoco conoce patria.

En un país como éste en el que nadie sabe estar en su sitio, paraíso secular de los intrusos donde los cómicos se quieren políticos y los políticos se desviven por ejercer de cómicos, al Tribunal Constitucional le ha dado por asaltar las funciones de la Academia de la Lengua. Y consecuente con su impostura, acaba de maquinar una sentencia que limpia, fija y da esplendor a la gramática parda del Estatuto de la discordia. Así, como quien juega a la ruleta rusa con las definiciones del diccionario, Maria Emilia & Cía se han lanzado al empeño de pontificar sobre significantes y significados, en lugar de discernir competencias, legitimidades y jurídicos atropellos, el prosaico cometido por el que les pagamos el sueldo. Al cabo, una picardía leguleya muy propia con tal de mantenerse au dessus de la mêlée, que no a la altura de las circunstancias.

"Una rosa, es una rosa, es una rosa", sentenció en memorable verso Gertrude Stein. Aserto que, por evidente, jamás ha requerido de explicación alguna, pues su "eficacia interpretativa" emerge palmaria. E igual pudiera haber clamado: "Una nación es una nación, es una nación". O "Unos derechos históricos son unos derechos históricos, son unos derechos históricos". Y tampoco nadie habría demandado el auxilio de don Manuel Aragón y su hermenéutica dizque azañista para descifrar el sentido último de enunciados tan obvios. De idéntico modo, a estas horas, Cataluña es una nación conforme a derecho, está dotada de símbolos igualmente nacionales, y fundamenta su autogobierno en los arcanos derechos históricos del pueblo catalán.


Ante semejante proclama constituyente, ¿qué demonios cabe interpretar? ¿O acaso la lengua castellana tolerara algún sentido distinto de la soberanía a las palabras invocadas en ese párrafo? Validada ante todos los tratados de filología hispánica la premisa mayor del engendro, resta la pedrea derogatoria a fin de mantener entretenida a la afición. Como esa cantinflesca nueva, la que concede que el idioma de uso preceptivo en el espacio institucional, el propio, normal, exclusivo y excluyente, amén, huelga decirlo, de obligatorio, dejará de exigirse "con carácter generalizado". Traducido al sermo vulgaris: Absolutamente todos los habitantes de Cataluña habrán de acreditar pericia en la lengua vernácula, excepto los señores jueces y magistrados, claro está. Corporativismo se llama la figura. Y tampoco conoce patria.

Libertad Digital - Opinión

La realidad catalana y Mafalda. Por Félix Ovejero

La identidad de los catalanes resulta bastante molesta a los defensores de la identidad de Cataluña. Sencillamente, la realidad estorba.

El presidente de la Generalitat, al justificar su decisión de expresarse en catalán en su reciente comparecencia en el Senado, apeló a la necesidad de reconocer la realidad. Nada más importante en política, como todo en la vida, que el principio de realidad. Y para conocer la realidad no hay mejor instrumento que los padrones municipales. Con muy buen juicio, el propio Gobierno catalán se lo recordó recientemente al Ayuntamiento de Vic cuando declaró su intención de informar a la Delegación del Gobierno sobre los inmigrantes irregulares. En su comunicado, después de precisar que el padrón municipal «no está pensado para controlar la situación administrativa de las personas», subrayó que, sobre todo, es «una herramienta excelente para conocer la población real» y, por ende, para aplicar políticas basadas en las necesidades reales de las gentes. Realismo del bueno.

Las metas políticas contienen inevitables dosis de irrealismo. Intervenir en el mundo, y de eso va la política, equivale, casi siempre, a convertir en realidad algo que todavía no lo es. Algo que empieza como un simple proyecto, en los papeles. Sucede en la arquitectura y la ingeniería y está en la naturaleza misma de la acción de gobierno, cuando se lucha contra el desempleo o se aspira a mejorar la educación. A un vuelo más rasante, nos levanta cada mañana, en las decisiones más modestas, cuando planeamos unas vacaciones, y en las más hondas, cuando gestionamos los entornos de nuestra felicidad. Eso sí, ese elemental irrealismo de los fines ha de empezar, para no ser insensato, por el mayor realismo, por conocer cómo está el patio. El aventurero más audaz antes de iniciar la travesía comienza por averiguar el terreno por donde andará y por inventariar sus provisiones y aparejos. Lo primero, el mapa. El Gobierno deberá conocer la economía y el estado de la educación, y nosotros, el dinero disponible y las compañías inconvenientes. Esa verdad de cajón se convierte en obligación moral en aquellas ocasiones en las que la política, en lugar de modificar la realidad, quiere preservarla. Quien quiere mantener un ecosistema ha de conocer los organismos que lo pueblan y su biotopo. Cuando hay que conservar el mapa es el camino y la meta. Realismo máximo, del medio y de los fines. Una política de preservación que ignorara la realidad sería tan delirante como un empeño sin propósito, como si alguien dijera «quiero llegar pronto, aunque no sé adónde».

El Gobierno catalán, como cualquier otro, tiene sus metas. La defensa de la identidad no es la menos importante. Rige buena parte de sus acciones en educación, deporte, cinematografía, restauración, comercio, teatro y, por supuesto, en los medios de comunicación públicos. No se oculta. Hace unos días nos enteramos de que, en el borrador del libro de estilo llamado a regular el funcionamiento de las televisiones y radios catalanas, la Corporación Catalana de Mitjans de Comunicación se planteaba como objetivo «preservar la identidad nacional catalana». En sentido estricto, la preservación de la identidad, nacional o cualquier otra, es un absurdo. En realidad, como objetivo, un imposible. No por trabajoso, sino por inevitable. Es la cosa más sencilla del mundo, al alcance de cualquiera. No hay manera de fracasar. Basta con cruzarse de brazos. Y si no nos cruzamos, también se logra. Por definición, uno siempre es idéntico a sí mismo. Haga lo que haga. Lo decía Borges a cuenta de estos negocios: «No hay que preocuparse de buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora será lo nacional más adelante».

Si queremos dotar de alguna inteligibilidad a ese objetivo que tan caro nos resulta, quizá hay que pensar que la «defensa de la identidad nacional» consiste en hacer lo posible para que las cosas sean como son, una suerte de «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». Entendida de ese modo, la defensa de la identidad formaría parte de las políticas de preservación, aquellas en las que el mapa es la meta, aquellas que reclaman el máximo realismo. Si uno quiere preservar su peso, lo primero es averiguarlo. Deberíamos pensar que el Gobierno catalán conoce bien en qué consiste la identidad nacional que quiere preservar. Pero no es seguro. Cuando preguntamos sobre el asunto, por lo general, después de algunas vacilaciones, la respuesta consiste en algo parecido a «la identidad nacional es la identidad cultural». Una respuesta que tampoco aclara mucho: el subrayado de originalidad asociado a «nacional» se lleva mal con una evidencia empírica que muestra que, desde casi todos los indicadores culturales relevantes, los catalanes no somos originales. La «identidad cultural» nos dibuja vulgarmente españoles. Si conseguimos que la conversación se mantenga un poco sin que nadie se ponga nervioso, más temprano que tarde, aparece la lengua. Al tener otra lengua se ven las cosas de otro modo, se viene a decir. La lengua es muy útil porque permite arrojarse con bastante alegría por la pendiente romántica de las concepciones del mundo. La realidad diferente que no asoma en los estudios empíricos se sostiene a pulso en un modo diferente de nombrar la realidad, que daría pie a un modo diferente de ver y de sentir. Llegado este punto, uno pensaría que la Generalitat, interesada en conocer la identidad y que nos dice que el mejor mapa es el censo, tendrá como primer objetivo la cartografía lingüística. Pero se ve que no. El mismo día que nos enterábamos de que TV3 tenía como primer objetivo defender la identidad nacional los votos del tripartito y CiU en el Parlament impidieron que prosperase una moción que, con la intención de conocer la realidad lingüística, proponía incluir en el cuestionario del censo una pregunta sobre «las lenguas de identificación y el conocimiento de lenguas de la población de Cataluña».

Algún alma de cántaro quizá se pregunte cómo es posible que no se quiera conocer la realidad que se quiere preservar y que además es la almendra de la acción política. Descartadas conjeturas psiquiátricas, solo se me ocurre una respuesta: la identidad de los catalanes resulta bastante molesta a los defensores de la identidad de Cataluña. Sencillamente, la realidad estorba. La barcelonesa, sin ir más lejos. Según la encuesta más reciente, un 31,9 por ciento de los barceloneses del área metropolitana tienen el catalán como lengua materna, y un 61,5 por ciento el castellano. Casi el doble. El castellano es la lengua mayoritaria y común de los barceloneses. Esa es nuestra realidad, más o menos bilingüe, y, por ende, nuestra identidad. Pero no es esa la que se invoca y la que se recrea. La que se finge. La pasada Navidad la iluminación callejera nos felicitaba en todas las lenguas de mundo, incluidas algunas que dudo yo que tengan muy elaborado el concepto de «niño Dios», menos en la común, reservada a un par de calles, las justas para abastecer las coartadas fotográficas de la prensa local. La televisión de Barcelona, BTV, informa sobre la ciudad en veinte lenguas, entre las que no incluye la de la mayoría de los barceloneses. Y de los emigrantes, por cierto, esos mismos a los que apela para justificar esa Babel.

Con sus preguntas incómodas, que no dan tiempo a componer el gesto, Vic se ha convertido en la ciudad de los retratos. El de la izquierda catalana, con la salvedad ocasional de IC, la refleja en la exacta medida de sus hipocresías. Se quiere preservar una identidad que no se quiere conocer. Una tarea de titanes. A los políticos catalanes parece sucederles lo mismo que al bueno de Felipe en una de las memorables tiras de Quino. Cuando Mafalda le preguntaba: «¿Qué te parece esta frase, Felipe? Conócete a tí mismo», después de un instante de entusiasmo (¡Me parece excelente! ¡No voy a parar hasta llegar a conocerme a mí mismo y saber cómo soy yo realmente!), se sintió asaltado por una inquietante desazón: «¡Dios mío!… ¿Y si no me gusto?». Pues eso, no les gustamos y no quieren saberlo. Como Felipe. Eso sí, sin complejos ni inseguridades.


ABC - Opinión

Acatar el fallo

Tras cuatro largos años de intensas deliberaciones, acalorados debates y votaciones fallidas, los diez magistrados del Tribunal Constitucional con derecho a voto aprobaron ayer una resolución que da respuesta a los recursos de inconstitucionalidad sobre el Estatuto de Cataluña interpuestos por el Partido Popular, el Defensor del Pueblo y cinco comunidades autónomas. El fallo, en sí mismo, constituye una buena noticia que acaba con una situación de interinidad nada recomendable para un órgano llamado a ser el guardián de la Constitución y que se había visto convertido durante estos años en el centro del debate político. Éste ha sido el séptimo borrador sometido a votación por el Pleno del TC, y su autora, la presidenta María Emilia Casas, se vio obligada ayer mismo a introducir sobre la marcha algunas modificaciones con el fin de alcanzar el consenso necesario. Un acuerdo que, finalmente, se alcanzó por seis votos a favor y cuatro en contra para la mayoría de los bloques, y de ocho a favor y dos en contra para 14 artículos declarados netamente inconstitucionales. El fallo, por encima de los criterios e intereses particulares de cada uno y de su grado de conformidad con lo resuelto, debe ser acatado por el conjunto de partidos e instituciones democráticas, como corresponde a un Estado de Derecho. Tal y como hemos defendido desde estas mismas páginas a lo largo de todo el proceso de deliberación, el hecho de que parte de los miembros del TC hubiera agotado ya su mandato no resta ni un ápice de legitimidad a la decisión que ayer adoptaron. El hecho de que el Alto Tribunal haya anulado catorce artículos y someta a interpretación más de treinta preceptos pone de manifiesto que al PP le asistían sobradas razones para acudir a él y no se trataba de una maniobra puramente partidista o, peor aún, «anticatalanista» como de manera demagógica se acusó a sus dirigentes desde el PSOE y los partidos nacionalistas. Mariano Rajoy cumplió estrictamente con su deber y es ahora cuando es de justicia reconocerle que, gracias a su determinación, se ha podido ajustar el Estatuto de Cataluña a la Constitución. El fallo también pone en entredicho a aquellos dirigentes políticos cuya actitud durante estos años ha distado mucho de ser mínimamente respetuosa con el trabajo de los magistrados, que han sido sometidos a una campaña de acoso y desprestigio como no se recuerda en estos 30 años de democracia. A la espera de que se haga pública la sentencia y los votos particulares de al menos cuatro magistrados, hay que celebrar que se ponga fin a un proceso de cuatro años en los que las instituciones han vivido en tensión e incertidumbre, en especial el propio Tribunal Constitucional, pendiente de renovación. Por lo demás, es necesario apelar a la responsabilidad de todos los partidos, en especial de los nacionalistas catalanes, para que actúen con mesura y acaten el fallo del Tribunal, como exigen las reglas del juego democrático. La declaración institucional que emitió ayer Montilla no es, ni por su contenido ni por su tono, la más adecuada para la convivencia ni la que necesita Cataluña.

La Razón - Editorial

Aval al Estatut

El Constitucional da el visto bueno al 95% del texto original, sin satisfacer a la Generalitat.

Cuatro años después de su aprobación por el Parlamento, las Cortes Generales y los ciudadanos de Cataluña en referéndum, el Tribunal Constitucional ha emitido su fallo sobre el Estatuto catalán. La sentencia, votada en cuatro bloques, avala en su conjunto la gran mayoría de artículos, aunque invalida 14 artículos de los 129 preceptos recurridos e interpreta otros 27. La inconstitucionalidad de estos 14 artículos ha recibido el aval de 8 de los 10 magistrados, aunque el grueso de la sentencia ha obtenido seis votos a favor por cuatro en contra.

Habrá que esperar a conocer el conjunto de la sentencia, con sus fundamentos y votos particulares, pero es seguro que la eliminación de estos artículos, la interpretación del término nación y la mención en el dictamen hasta en ocho ocasiones a la "indisoluble unidad de España" darán abundante munición retórica en un ambiente preelectoral como el que vive Cataluña. Más allá del debate terminológico, el fondo del texto parece escasamente modificado y hace desaparecer los peores augurios de un gran recorte. No afecta tampoco al modelo de inmersión lingüística, validado en diversas sentencias del Tribunal Supremo. Y para la tradición catalanista, la lengua y la cultura siempre ha sido más importante que la esencia.


También habrá que esperar a los próximos días para ver qué sucede con un texto que ya lleva más de 40 leyes desarrolladas. El presidente catalán, José Montilla, ha anunciado que un equipo de juristas estudiará las consecuencias de la sentencia y la resolución de los problemas prácticos que planteen los artículos anulados o reinterpretados. Mejor que manifestaciones callejeras como la que también ha anunciado Montilla, ésta es la forma de enfrentarse a los aspectos desfavorables de la sentencia.

Montilla se encuentra en la posición más difícil, obligado a mantener un equilibrio entre quienes consideran cerrada la vía autonomista, presentes tanto en su propio Gobierno como en la oposición, y sus compañeros del PSOE, que consideran perfectamente aceptable y viable el Estatuto salido del Constitucional. Por eso su reacción combina de forma contradictoria una valoración positiva sobre la constitucionalidad del 95% del texto con severos reproches al Tribunal por las modificaciones introducidas. Por obvio que parezca, hay que decir que la sentencia debe acatarse y cumplirse, y así lo ha reconocido el presidente catalán y deben hacerlo todos, incluidos quienes la consideran el punto final del Estado autónomo.

Será inevitable que la sentencia se convierta en argumento electoral: desde el PP, porque da la razón parcialmente a sus sospechas de inconstitucionalidad; desde Esquerra o Convergència, porque se confirman sus augurios sobre la España cicatera de sus discursos. Pese al calor de la campaña, debiera evitarse, en todo caso, que sea leída como una suerte de dictamen sobre la viabilidad del sistema constitucional, tanto por parte de quienes ven el futuro de Cataluña en el soberanismo, como de quienes recurrieron el Estatuto porque consideraban que afectaba a la unidad de España.


El País - Editorial

Cuatro años de política

A falta de la sentencia definitiva todo indica que el nacionalismo catalán ha obtenido una victoria histórica. La práctica totalidad del Estatuto se salva tal cual fue concebido por Zapatero.

Hace cuatro años, un mes después de que el Estatuto de Zapatero fuese aprobado en un referéndum en el que no participó ni la mitad del censo electoral, el Partido Popular y el Defensor del Pueblo presentaron sendos recursos de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional para que dirimiese con la mayor diligencia posible la legalidad de ciertos conflictos que el Estatuto presentaba con la Carta Magna. Meses más tarde, a esos dos recursos se le unirían otros nuevos provenientes de distintas comunidades autónomas que fueron admitidos a trámite por el Alto Tribunal.

Desde entonces los recursos al Estatuto de Zapatero han dormido el sueño de los justos en las estanterias del Constitucional, un sueño alterado sólo por las continuas recusaciones y recursos para apartar a magistrados que pudiesen ser incómodos en la sentencia final. En circunstancias normales, si el Tribunal se hubiese limitado a tramitar un asunto jurídico, la resolución no se habría demorado más de un mes. Pero no, este asunto ha traspasado la línea de lo judicial para penetrar en el ámbito de lo político, campo donde se ha desatado una feroz batalla entre los verdaderos amos del poder judicial en España, cuya independencia sólo figura ya sobre el papel.


A destacar el lamentable papel que finalmente han decidido desempeñar en todo este sainete el magistrado Manuel Aragón, quien durante cuatró años bloqueó una resolución casi con seguridad muy parecida a la que ha terminado apoyando, y el vicepresidente del Constitucional, Guillermo Jiménez, quien ha terminado votando a favor de la ponencia de Casas muy probablemente para evitar que la sentencia se aprobara por el voto de calidad de la presidencia, quedando así retratada la enorme politización del órgano.

A falta de la sentencia definitiva y echando una mirada a la ponencia que presentó Elisa Pérez Vera, muy parecida, por lo demás, a la que al final ha terminado pergeñando la presidenta María Emilia Casas, todo indica que el nacionalismo catalán ha obtenido una victoria histórica. La práctica totalidad del Estatuto de Zapatero se salva tal cual fue concebido por la Generalidad. Sólo un artículo, el referido al Consejo de Justicia de Cataluña, queda inhabilitado, lo que muestra a las claras el corporativismo profesional de los magistrados. A otros catorce artículos se los somete a un maquillaje ligero, puramente terminológico y que, en ocasiones, tramposo como sucede con el artículo 6 en el que, dependiendo del apartado, se anula (art. 6.1) o se mantiene (art. 6.2) el deber de conocer la lengua catalana, por muy abiertamente inconstitucional que sea este segundo precepto.

Las partes más abiertamente anticonstitucionales y las que más polémica han levantado quedan en el limbo de la ambigüedad al declararse interpretables. Es el caso de la bilateralidad "España-Cataluña" o el sistema de financiación. Esto no es, ni de lejos, una victoria constitucionalista como podría imaginarse. Muy al contrario, esta falta de concreción a lo único que va a invitar es al cambalache político con los nacionalistas, muy necesarios para que Zapatero en los dos años que quedan de legislatura pueda atornillarse al poder pase lo que pase.

Respecto al uso del término Nación aplicado a una comunidad autónoma, la catalana queda definitivamente consagrada como tal en el preámbulo del Estatuto de Zapatero. El Tribunal Constitucional no ha declarado como inconstitucional este punto a pesar de que Nación sólo puede haber una según la Constitución, ya que considera que tal apelación se encuentra contenida solamente en el preámbulo que "en ningún caso es jurídicamente vinculante". Nos encontraríamos una vez más ante el mismo efecto que en puntos anteriores, la imprecisión podría dar lugar a negociaciones posteriores ya totalmente políticas.

Por encima de las cuestiones jurídicas, el verdadero ganador de todo este episodio ha sido, una vez más, el nacionalismo catalán. Saliese lo que saliese podrían seguir quejándose y ejerciendo de víctimas de un presunto Estado centralista que sólo existe en sus ensoñaciones, pero del que viven muy bien. Zapatero se lo ha puesto en bandeja, porque él y nadie más que él es el responsable de este despropósito que tendrá para España severas consecuencias en el medio y largo plazo. Estos cuatro años de política han sido sólo el principio de un problema muy serio que no tardará en manifestarse.


Libertad Digital - Editorial

Zapatero, ante su último fracaso

La conclusión política de esta sentencia es que el PP tenía razones suficientes para denunciar la inconstitucionalidad del Estatuto y que su recurso ante el TC fue un servicio al Estado.

LA sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña ha ratificado la decisión de todos cuantos presentaron contra él un recurso de inconstitucionalidad. Aunque la decisión final haya limitado la anulación a catorce artículos e interpretado una treintena más —abusando así del peligroso método de la sentencia interpretativa que declara constitucional no lo que dice la norma, sino cómo debe ser aplicada—, el Estatuto de Cataluña lesionaba gravemente la Constitución Española de 1978 y gracias a los recursos —encabezados por el PP— se ha reparado en parte esta vulneración. En efecto, el Poder Judicial se mantendrá unitario para todo el territorio nacional, sin caer en el sistema confederal que preveía el Estatuto, auténtica ruptura de la unidad jurisdiccional del Estado. También gracias al recurso del PP, el Estatuto no será la base legal de la imposición monolingüística que defienden el socialismo y el nacionalismo catalanes. Y queda meridianamente claro que Cataluña no es una nación más que en el diccionario nacionalista y en el terreno de los símbolos. La inclusión de este término en el Preámbulo del Estatuto es, según el TC, irrelevante porque no tiene valor jurídico, sino testimonial. Gracias a esta declaración, la presidenta del TC, María Emilia Casas, logró el apoyo del magistrado Manuel Aragón, hasta ayer baza principal de quienes confiaban en que el Alto Tribunal aprobara un pronunciamiento más defensivo del orden constitucional y del Estado. En suma, casi la mitad de los artículos impugnados por el PP tenían tachas de inconstitucionalidad.

La conclusión política inmediata de esta sentencia es que los recurrentes tenían razones más que suficientes para denunciar la inconstitucionalidad del Estatuto, que su recurso ha sido un servicio al Estado y a la Nación, y que el TC ha reparado en parte la frivolidad con la que Rodríguez Zapatero embarcó a España en una aventura confederal, cuyo objetivo no era otro que sellar una política duradera de pactos con el nacionalismo catalán. Al final, ni una cosa ni otra. El Estatuto con el que se identifica el PSOE, según su secretaria de Organización, atacaba bases esenciales del Estado y su responsabilidad política por haber aprobado esta ley es innegable. Ahora vendrá una estrategia de propaganda tendente a mitigar los efectos políticos de la sentencia del TC, refugiándose en la minoría del llamado bloque conservador —cuyos cuatro integrantes han anunciado votos particulares a la decisión— y en el limitado número de artículos anulados en proporción a los que fueron impugnados. Será la enésima maniobra de distracción para evitar asumir el daño que el Gobierno y el PSOE han causado a la estabilidad del Estado introduciendo en su ordenamiento jurídico un auténtico «caballo de Troya» contra la soberanía del pueblo español y la unidad constitucional.

La satisfacción impostada del Gobierno socialista ya contó ayer con las primeras reacciones exacerbadas del tripartito catalán y del nacionalismo, convocando a la sociedad catalana a arremeter contra el TC. Su estrategia más reciente ha consistido en negar al TC cualquier legitimidad para decidir sobre el Estatuto, porque había sido votado en referéndum por los catalanes. También este desafío se ha saldado con una derrota de los postulados social-nacionalistas, porque queda claro que la Constitución está por encima de cualquier ley aprobada por el Parlamento, aunque sea ratificada en referéndum. Solo las reformas constitucionales aprobadas por el pueblo español, titular de la única soberanía nacional existente en España, quedan al margen de la competencia del TC.

Una vez que se conozcan los criterios interpretativos aprobados por el TC para la treintena de artículos que la sentencia acomoda a la Constitución, podrá valorarse de qué manera se gestionará el día siguiente a la sentencia. Porque hay dos opciones: o meter a Cataluña en un proceso de insubordinación constitucional, o abrir un período de recomposición del Estado autonómico. La responsabilidad de elegir correctamente es solo de los gobiernos central y autonómico, y especialmente del PSOE y del PSC. Mariano Rajoy ha hecho lo que tenía que hacer: defender, y con éxito, el interés nacional. El problema es ahora de los socialistas entre sí, porque tendrán que resolver sus contradicciones internas. El TC ha despejado del escenario catalán una incógnita que condicionaba el período preelectoral y las relaciones entre partidos. Al PP ya no se le puede exigir que retire el recurso, porque está resuelto, ni reprocharle que lo interpusiera, porque tenía razones para hacerlo.

Pese a que el TC ha reducido la intensidad de los daños causados por el Estatuto, la sentencia se queda corta, porque queda en pie buena parte de una norma estatutaria que se generó como competidora de la Constitución. Por eso, su vicio de inconstitucionalidad era mucho más radical que parcial.


ABC - Editorial

lunes, 28 de junio de 2010

Los ratones y el gato. Por José María Carrascal

La recuperación es muy frágil, tan frágil que se puede abortar en cualquier momento si no se toman las medidas adecuadas.

LAS reuniones del G-20 —países ricos y países que aspiran a serlo— siempre me han parecido las de los ratones frente al gato. El gato, en esta ocasión, es la crisis, a la que hay que poner un cascabel para que no nos pille otra vez con estos pelos. En eso están de acuerdo todos. Pero ¿cómo y quién se lo pone? Hay casi tantas fórmulas como participantes, al estar cada uno en un nivel distinto de desarrollo y en una etapa diferente de la crisis. Algunos, como Alemania, llevan dos años combatiéndola, otros, como España, acaban de empezar a hacerlo. También difieren en capacidad y en mentalidad, con unos gozando de un capital productivo considerable y otros, poco menos que emergiendo del subdesarrollo.

También la actitud pesa: hay los optimistas por naturaleza, al haber salido de todas sus crisis históricas —como los norteamericanos— y los hay pesimistas viscerales, como los alemanes, lastrados por el recuerdo de todo tipo de tragedias. Ante tal diversidad, encontrar una fórmula común a todos ellos resulta imposible. En lo único que coinciden es en que no hay una fórmula mágica para salir de la crisis. El último que creía en ella era Zapatero, pero los números y los demás le han obligado a retractarse. No hay salida cómoda de la crisis y el secretario del Tesoro norteamericano, Geithner, volvió a recordárselo al citar a Grecia y España como países «que necesitan tomar medidas rápidas para tranquilizar a los mercados». Zapatero se apresuró a enumerar las próximas: la reforma de las cajas de ahorro, que afectará a 39 de las 45 entidades existentes, con una reducción del 25 por ciento de las oficinas y el 15 por ciento del personal. Seguirá el reajuste de las pensiones porque, de no hacer nada, en 2050 habrá nueve jubilados por diez trabajadores. Algo imposible de mantener. La crisis ha llegado de verdad a España.

«La recuperación es muy frágil», advierten todos en Toronto. Tan frágil que puede abortar en cualquier momento si no se toman las medidas adecuadas. Pero tampoco hay acuerdo sobre ellas. Los norteamericanos sostienen que es hora de activar el crecimiento con inversiones y facilidades fiscales. Los europeos piensan que conviene seguir prestando más atención al déficit y al saneamiento de las cuentas públicas. Y aunque ambos estaban de acuerdo en imponer una tasa a los bancos y a las transacciones financieras, se han encontrado con la rotunda negativa de los países emergentes. Ante lo que el G-20 no ha tenido más remedio que permitir a cada país hacer lo que crea oportuno según su situación económica. Y lo que le impongan los mercados, que son los que tienen la última palabra. O sea, el verdadero gato. Que sigue sin cascabel.


ABC - Opinión