martes, 2 de febrero de 2010

A tontas y a locas. Por M. Martín Ferrand

TAN inescrutable resulta Mariano Rajoy que cuando dice que José Luis Rodríguez Zapatero hace anuncios «a tontas y a locas» no es fácil deducir si señala el desbarajuste presidencial, la falta de consistencia y rigor de su política, o es que sólo se dirige a las tontas y a locas, a las bobas, que puedan escucharle. No le cuadra esto último a quien ha hecho bandera de la paridad y en ella concentra los únicos logros objetivos de su Gobierno; pero, dado que el líder del PP es capaz de propiciar la fuga parlamentaria de su número dos en las últimas legislativas sin mover un dedo para impedirlo, no cabe una lectura cartesiana de sus dichos.

Rajoy, a semejanza de su principal antagonista político, ha ido alejando de su potencialidad electiva a los nombres con más posibilidad, dentro del PP, de oscurecer el suyo propio de cara a unos comicios. Las grandes figuras de la formación, las de mayor capacidad de convocatoria y arrastre popular -Alberto Ruiz-Gallardón, Esperanza Aguirre, María Dolores de Cospedal...- no son diputados y ello, después de la experiencia de Antonio Hernández Mancha, les inhabilita de facto para sustituirle al frente del partido. Buen cuidado tuvo Rajoy en que así fuese. Sólo quedaba en el Congreso un nombre, Manuel Pizarro, con el prestigio suficiente, la biografía conveniente y el arrastre necesario para, aunque fuera en caso de enfermedad, ocupar plaza de candidato con posibilidades y respetos para optar al juego de la alternancia. Pizarro ya no es un peligro para Rajoy. En el fondo, Rajoy tampoco lo es, hoy por hoy, para Zapatero y así todos contentos en la cumbre del Olimpo representativo (?) y parlamentario (!).

Rajoy, lejos de imponer en su casa el rigor que exigen las circunstancias, se ha entregado a la gracieta crítica. Para chascarrillos ya tiene el Gobierno monologuistas tan cualificados como Celestino Corbacho que, sin pestañear, es capaz de decirnos que la Seguridad Social «tiene una salud de hierro». El zapaterismo ya ha demostrado largamente, desde la deriva federal, su incompetencia para abordar los problemas económicos de la Nación y su incapacidad para abordar las políticas del Estado. No necesitamos más de lo mismo. Rajoy prescinde del talento, se refugia en la pequeñez y se queda en la ironía de segunda mano. Quizá debieran llamarle a capítulo los otros presidentes -el fundador y el honorífico- de su propio partido.


ABC - Opinión

Los turbo catecúmenos. Por Ignacio Camacho

CUANDO los dioses del mercado internacional tronaron ante Zapatero en la montaña mágica de Davos y le obligaron a bajar con las nuevas tablas de la ley del ajuste presupuestario, el pueblo socialdemócrata aún adoraba al becerro del gasto social y sus sacerdotes predicaban la alegre política proteccionista ajenos a lo que sucedía en el Sinaí suizo. La turborrectificación del abrumado líder les pilló bailando con el pie cambiado, y al echar a correr en pos de los nuevos mandamientos se dejaron atrás la sombra demasiado evidente de sus propios pasos. El efecto ha sido demoledor para la credibilidad del discurso: el Gobierno ha tenido que cambiar de doctrina en unas horas y no hay retórica que disimule esa fe de conversos.

Mientras los técnicos de Economía improvisaban la propuesta de reforma de las pensiones y el recorte urgente del gasto, los ministros Corbacho y Blanco y la portavoz Pajín se esforzaban todavía en la contumaz proclama del antiguo orden ideológico: nadie tocaría la jubilación ni detraería un solo euro del sagrado dinero público. Ésa es la política insolidaria de la derecha, las rancias recetas del monetarismo antisocial y bla-bla-bla. Lo dijeron en las tribunas públicas, lo escribieron en sus blogs y lo grabaron en la radio apenas horas antes de quedarse al pairo; demasiado indeleble, demasiado reciente y demasiado enfático para pasar página. No ha soplado suficiente viento para llevarse toda esa cháchara.

Cualquiera que se hubiese expuesto a ese ridículo papelón habría guardado siquiera un prudente tiempo de cautela, un discreto margen de autocontención, un mínimo silencio de respeto por sí mismo, pero las órdenes eran tajantes y venían con apremio. Así que se lanzaron sin solución de continuidad a la refutación de sus propias tesis, sin mediar palinodia ni excusas, con un aplomo dogmático rayano en la insolencia. Las mismas minervas que el jueves por la tarde se ofendían ante cualquier barrunto de ajuste lo justificaban con idéntica determinación apostólica el sábado por la mañana en una catequesis de urgencia. Sin asomo de sonrojo, sin pizca de timidez, sin átomo de bochorno o embarazo. Como verdaderos profesionales, que es lo que son: profesionales de la propaganda, del asentimiento, del sectarismo, de la consigna.

Pero se les ha visto el cartón y no pueden esperar crédito. Ni siquiera en una política tan superficial y frívola como la nuestra tiene cabida un giro tan postizo, una contradicción tan vertiginosa, una maniobra tan grosera. Les falta tanta convicción como les sobra descaro. Y lo peor es que con esa mudanza impostada perjudican la defensa de una causa razonable que han abrazado tarde, mal y por imperativo forzoso, a contramano de su voluntad y hasta de su entendimiento. Son rehenes de su obstinación; lo han hecho todo tan mal que ya se equivocan hasta cuando rectifican.


ABC - Opinión

El Catón de Gabilondo. Por José García Domínguez

Al parecer, los educandos debieran asistir a las clases de química inorgánica con idéntico afán lúdico que a una discoteca. Se trata, por encima de cualquier consideración, de divertirse, entiende Gabilondo.

Merced a la prédica en la SER del Gabilondo ministro, acuso recibo de que las lacras de nuestro sistema de instrucción pública obedecen a la precaria democracia que rige la vida en los pupitres. Acabáramos. En su ingenuidad, uno pensaba que el sufragio universal no era nada más que un método útil a fin de tomar decisiones colectivas. E incluso las rémoras de su fe leninista le llevaban a barruntar que alcanzar la mayoría no es sinónimo de poseer la razón. Cómo habrá podido uno vivir tantos años en el error.


Pues, según acaba de revelar el hermanísimo, la democracia constituye un recurso pedagógico de primer orden en sí misma. Veamos. ¿Cuál debe de ser el sistema óptimo para resolver una ecuación en diferencias finitas? Muy sencillo, el compañero delegado distribuye las papeletas a los alumnos y se procede a una votación tan libre como secreta entre toda la clase. ¿Que qué filósofo de la Ilustración, Beicon o Espinaca, influyó más en la carta de postres de El Bulli? Dirímanlo las urnas soberanas, que para ello fueron creadas. ¿Que cuánto suman dos y dos? Encargue usted un sondeo a Eco Consulting y lo descubrirá. ¿O acaso no decían ya los romanos aquello de "vox populi, vox dei"?

Mas no crea el lector que queda ahí la cosa. Amén de condenar sin paliativos el autoritarismo latente en el teorema de Pitágoras, el ministro ha sentenciado que acudir a las aulas ha de resultar una experiencia "amena". Al parecer, los educandos debieran asistir a las clases de química inorgánica con idéntico afán lúdico que a una discoteca. Se trata, por encima de cualquier consideración, de divertirse, entiende Gabilondo. Aunque quizá haya quien aún eche de menos antiguallas como el sacrificio, la autodisciplina, el esfuerzo, la tenacidad... viejas piezas de museo apenas útiles para estudiar.
¿Estudiar? ¿Y quién ha dicho que la función del sistema educativo fuese transmitir el saber? Desde luego, el señor ministro, no. Ya lo certificó Revel en su día: Las escuelas sometidas al canon pedagógico progresista están llamadas a ser "centros de convivencia" destinados a la "apertura al prójimo y al mundo". Es decir, genuinos falansterios de una muy democrática burricie, donde que nada sepan alumnos y profesores sea lo de menos. "¡Santa ignorancia!" que decía el otro fraile.


Libertad Digital - Opinión

Películas en catalán

UNA vez más, la realidad social desmiente el discurso identitario que cierto sector de la clase política se empeña en imponer a los catalanes. En efecto, es muy significativo que 574 salas de cine, lo que representa tres cuartas partes del total, realicen una jornada de huelga contra la norma que les exige programar un 50 por ciento de las películas en catalán, cuando la demanda de los espectadores en ese sentido apenas llega al 20 por ciento. El tripartito acelera por razones electoralistas ciertas medidas que sólo complacen al nacionalismo radical, como las sanciones a los comerciantes que no rotulan en catalán. Son decisiones intolerables en un Estado de Derecho y que ofenden el sentido común de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, José Montilla y sus socios juegan la baza del oportunismo, creando una imagen artificial de conflicto lingüístico en una comunidad donde el bilingüismo social funciona con toda naturalidad frente a las imposiciones oficiales.

De acuerdo con la Constitución, el castellano es la lengua oficial del Estado y, por tanto, resulta inaceptable cualquier prohibición o restricción en su uso, sin perjuicio del respeto y la promoción de las demás lenguas cooficiales en sus respectivos territorios. Además, la Norma Fundamental reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, vulnerada en este caso por la obligación impuesta a las salas de cine de ofrecer un producto que muchos potenciales espectadores no están dispuestos a adquirir. La Generalitat hace política lingüística a costa del dinero de unos y del legítimo derecho de todos a disfrutar de su tiempo de ocio o de formación cultural en la lengua que prefieran. Pendiente de una sentencia del TC que no llega nunca, el Estatuto alienta estas soluciones extremistas en favor de un futuro monopolio del catalán. Por eso, Rodríguez Zapatero no puede eludir su responsabilidad sobre las decisiones del PSC, que pretende ahora competir con los nacionalistas en una política identitaria que desmiente la condición del PSOE como partido de ámbito nacional. Esta vez les ha tocado a las salas de cine, que reaccionan con razón y de forma contundente en defensa de sus legítimos intereses, que coinciden con los de la mayoría social.

ABC - Editorial

Otro soldado español que se deja la vida en Afganistán . Por Antonio Casado

Condolencia y respeto a la familia de John Felipe Romero, 21 años, de origen colombiano. Con él ya son 91 los soldados españoles que han perdido la vida en el conflicto de Afganistán, incluidos los 62 militares muertos en el desgraciado accidente del Yak-42 ¿Por una buena causa? Lo malo es que, después de más de ocho años, está más vivo que nunca el debate sobre la verdadera motivación y los objetivos reales de la ocupación militar del país. Lo cual hace doblemente dolorosa la muerte de John Felipe y más incómodo el debate sobre si a los españoles se nos ha perdido algo en Afganistán.

En el debate se cruzan las nociones de guerra legal y guerra justa. Pero en España preferimos discutir únicamente sobre el sustantivo, con pena de ex comunión política y mediática a quienes rehuyan su utilización. Me temo que sobre el féretro de John Felipe seguiremos enredados en la bizantina discusión, amén de darle otra vuelta a la fragilidad de los BMR y, en general, a los protocolos de seguridad de nuestros soldados.

Poco más se puede hacer o decir sobre la lamentable muerte del soldado en atentado terrorista, salvo adherirnos al concepto de “guerra justa” defendido por Obama cuando en Oslo le saludaron como príncipe de la paz. Y enriquecerlo con las tesis del realismo cristiano de Reinhold Niehburg, de enorme influencia en el pensamiento contemporáneo de Estados Unidos, ahora que Rodríguez Zapatero ha sido invitado de los creacionistas al Desayuno de la Oración.

Solo nos queda invocar las generales de la ley y consolarnos con el respaldo de la ONU a las dos operaciones militares puestas en marcha en Afganistán tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001: la unilateral norteamericana (Libertad Duradera) y la multilateral coordinada por la OTAN. España apoyó la primera y se sumó a la segunda junto a otros treinta y siete países. La primera (resolución 1368, de 12 de septiembre de 2001), con la misión de detener al líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, y desmontar el talibanismo. La segunda (resolución 1378, de 14 de noviembre de 2001, que dio lugar a la ISAF), con la misión de estabilizar y reconstruir el Estado en colaboración con los afganos.

En esas coordenadas encajan los compromisos de España con la comunidad internacional en nombre del multilateralismo y la Carta de las Naciones Unidas. Pero el fracaso ha quebrado esas coordenadas. ¿Qué pasa cuando no se cubre ninguno de los objetivos fijados para las dos operaciones después de más de ocho años? Pues que las opiniones públicas de los países concernidos se preguntan si vale la pena seguir arriesgando vidas y recursos en Afganistán, mientras que sus Gobiernos, incluido el español, apuestan por un cambio de estrategia liderado por EEUU, que ya ha decidido ampliar su contingente militar en 30.000 efectivos, pedirles a sus aliados que también aumenten los suyos y dar por terminada la tarea en julio de 2011.

El argumento es cuantitativo. Más tropas como único resorte operativo que garantice el orden y la seguridad suficientes para dejar el país en manos del Ejército y la Policía afganos dentro de 18 meses. Difícil acomodo mental tiene ese argumento en un país, el nuestro, cuyo sacrificio en vidas humanas ocupa un amargo cuarto lugar. Sólo por detrás de EE. UU, Reino Unido y Canadá. Sin embargo, la ministra de Defensa, Carmen Chacón, contará con un holgado apoyo parlamentario cuando dentro de unos días reclame la correspondiente autorización del Congreso para el envío del nuevo contingente a Afganistán (510 efectivos).


El confidencial - Opinión

Qué bien se vivía en Rodiezmo. Por Cristina Losada

Retrasar la edad de jubilación será inevitable, innecesario o simple parche, pero más que el juicio sobre su idoneidad, trasciende su carga simbólica. Es el signo inquietante de la quiebra del Estado de bienestar.

En España, y esto es así desde que tengo memoria, sólo cuatro excéntricos hablan de política. En los restaurantes de Madrid se cruzan rumores sobre el Gobierno. Fuera de ahí y de algún rincón que se me escape, reina la enigmática mayoría silenciosa. De modo que si uno entra, pongamos, en un autobús y oye comentarios sobre el retraso de la edad de jubilación, colige que estamos en vísperas de una revuelta. Las finas antenas del PSOE ya han recibido el mensaje. De ahí que al cabo de unas horas del anuncio, el "ejercicio de responsabilidad" –tan tardío– sea un cangrejo que se retira, asustado, a su escondrijo.


La política para afrontar la crisis se asentó en dos principios, ninguno de ellos dictado por la razón económica. Era un fenómeno mundial, provocado por los neoliberales o los neocon, según el día, y todos los países estaban condenados a padecer idénticos males. Ha resultado, sin embargo, que muchos levantan cabeza y a España le esperan días aciagos. El segundo parapeto consistía en el firme compromiso de no realizar, bajo ningún concepto, "recortes sociales". No iban a pagar los menos favorecidos los platos rotos por los poderosos. Qué bello es vivir en Rodiezmo. Hay que ver cómo se enfadó Zapatero cuando el gobernador del Banco de España sugirió reformar las pensiones. El presidente casi se rompe la mano en el intento de representar el esfuerzo de una larga vida de trabajo. Qué hombre más delicado.

Sólo de haber propuesto la reducción de las vacaciones o de la prestación del paro, podía haber causado mayor conmoción el Gobierno. Es en instantes como éste cuando la distancia entre las expectativas creadas y la tozuda realidad se manifiesta como un bofetón. Cuando la sobredosis de retórica socialista, con su puñito en alto y todo, se vuelve un boomerang. Cuando uno se acuerda de que era la derecha la que iba a dejar a la gente a la intemperie y daría tijeretazos inhumanos al gasto. Retrasar la edad de jubilación será inevitable, innecesario o simple parche, pero más que el juicio sobre su idoneidad, trasciende su carga simbólica. Es el signo inquietante de la quiebra del Estado de bienestar. Aunque el PSOE adopte la decisión previsible a la hora de elegir entre el crujido del sistema y el crujido de votos, nada puede ser ya como antes.


Libertad Digital - Opinión

Política de veleta

CUARENTA y ocho horas ha tardado el Gobierno en rebajar las expectativas de su propuesta de reforma de las pensiones, más o menos el mismo tiempo que han necesitado los sindicatos para lanzar su primera advertencia seria a Rodríguez Zapatero. Lo que el viernes eran medidas necesarias para salvaguardar las pensiones a largo plazo, ayer quedaron en meras propuestas «abiertas a matizaciones» en el seno del Pacto de Toledo. Si el viernes pasado el Gobierno sacaba pecho por defender una iniciativa socialmente incómoda, pero necesaria para la viabilidad del sistema, el ministro de Trabajo proclamaba el domingo que la Seguridad Social tiene una «salud de hierro». Estos mensajes contradictorios permiten temer que la reforma de las pensiones sea otro globo sonda, al menos en los términos en que fue expuesta tras el Consejo de Ministros, similar a aquel veraniego aumento de impuestos que sólo iban a pagar los ricos, pero que ya están pagando todos los españoles, con la supresión de los 400 euros y, en junio, con el incremento del IVA.

Nuevamente, el Gobierno demuestra carecer de estrategia económica para España, lo cual es coherente con el hecho de haber convertido en papel mojado los Presupuestos Generales del Estado de 2010 al mes de haberlos aprobado el Congreso de los Diputados. Zapatero volvió de un terrible mes de enero en Europa urgiendo una reforma de las pensiones y un recorte del gasto público -de lo que no se había preocupado en estos dos años de crisis- pero, pasado el sofocón de Bruselas, los sindicatos le obligan a moderar su «audacia». En definitiva, como una veleta expuesta al viento, el Gobierno decide de un día para otro, optando por unas medidas o sus contrarias, negando la crisis o apremiando con medidas extraordinarias. El cuadro político del Gobierno es de manifiesta incapacidad política para fijar objetivos y medidas que permitan superar la crisis económica y laboral. No hay política económica en España y, para estas situaciones, la democracia tiene alternativas que no son oportunistas, sino oportunas. El presidente del Gobierno no va a disolver las Cámaras -aunque debería-, ni el PP va a proponer una moción de censura, porque la perdería. Pero para un Gobierno que no sabe cómo se gobierna, la obligación de Rodríguez Zapatero de someterse a una cuestión de confianza es de naturaleza política y ética. Ganó las elecciones negando la crisis y con un programa de pleno empleo. ¿Es mucho pedir que pregunte al Congreso si confía en él como presidente del Gobierno?

ABC - Editorial

Afganistán, suma y sigue

Los soldados quedan expuestos a una muerte seguras por la ineptitud y los complejos de un Gobierno que, a estas alturas en Afganistán, se cuece ya en su propio veneno.

El de Afganistán es el conflicto con mayor coste humano para nuestras Fuerzas Armadas desde la Guerra del Ifni allá por 1958. Con la muerte en combate de John Felipe Romero, 92 militares españoles se han dejado ya la vida en una macro operación militar avalada por las Naciones Unidas que, aunque nuestro Gobierno trate de travestirla de misión de paz, es una guerra en toda regla.


Ni Irak, ni el largo conflicto bélico de los Balcanes han sido tan mortíferos como la campaña aliada en Afganistán, que está ya en su noveno año sin haber conseguido pacificar un país sacudido por la violencia islámica. Es decir, un escenario muy semejante al iraquí del que Zapatero sacó al ejército sólo tres meses después de llegar al poder. Las diferencias entre uno y otro son puramente geográficas, pero el Gobierno, lleva casi seis años tratando de diferenciar entre la una misión buena, la de Afganistán, y otra mala, la de Irak, con la que hace sangre siempre que tiene ocasión.

Eso en la parte que toca a la disimetría con la que Zapatero nos vende los conflictos mundiales. En la otra, en la de la naturaleza intrínseca del conflicto que se libra en Afganistán, los socialistas no terminan de reconocer que estamos en una guerra ni con casi un centenar de muertos sobre la mesa. No admiten que en Afganistán hay una guerra porque pondría en entredicho su pacifismo oficial, su descabellada tesis de la Alianza de Civilizaciones y la demagogia antibélica sobre la que el PSOE cabalgó durante la segunda legislatura de Aznar.

Pero que Zapatero no quiera reconocer lo obvio no significa que un nutrido contingente militar español de un millar de efectivos esté destacado en aquel país, exponiéndose todos los días a ataques por parte de los milicianos talibán. Y es aquí donde radica el tercero de los pecados del Gobierno, no dotar a las tropas del equipo necesario para una guerra como la que se está desarrollando en Afganistán. El vehículo en el que ha muerto el soldado Romero era un BMR, un blindado medio que no es apropiado para el escenario afgano. Los nuevos RG-31, un vehículo especialmente dotado contra las minas anticarro, hubieran evitado la muerte de Romero, pero no hay suficientes unidades en Afganistán y se sigue patrullando en los BMR, que ya se han cobrado varias vidas españolas.

En la dotación de las tropas el Gobierno ha llegado tarde, en lo referente a la defensa de las mismas, el contingente español está sometido a estúpidas e improcedentes restricciones como no abrir fuego si no han sido atacados antes. Exactamente lo contrario de lo que debe hacerse en una guerra, donde disparar el primero supone siempre una ventaja táctica. Los soldados quedan, pues, expuestos a una muerte seguras por la ineptitud y los complejos de un Gobierno que, a estas alturas en Afganistán, se cuece ya en su propio veneno.


Libertad Digital - Editorial

La cadena perpetua. Por José María Carrascal

Como si no tuviéramos ya bastantes disputas, los españoles nos hemos enzarzado en otra sobre la cadena perpetua, con el ardor que solemos poner en ellas, tal vez porque toda controversia termina siendo religiosa entre nosotros, no importa si los que intervienen lo sean o no. Ello significa intercambiar dogmas, no argumentos, y la casi imposibilidad de acuerdo.

Para empezar, hay que decir en ésta, que las penas judiciales no tienen una sola función, tienen varias: el castigo del delito -de ahí su nombre de «pena»-, el resarcimiento de la víctima -aunque sea sólo moral-, la defensa de la sociedad, -apartando de ella al infractor por un periodo de tiempo acorde con la falta- y, a ser posible, la rehabilitación del condenado. Orientar todo el sistema penal a esto último, como hace nuestra Constitución, lleva en muchos casos a una de las mayores aberraciones judiciales: a que las víctimas sufran más que sus agresores. Me refiero a los casos de delincuentes irrecuperables. Que los hay.


El hasta ahora más amplio, serio, concienzudo estudio sobre el delincuente lo realizó el doctor Samuel Yochelson, tras pasarse quince años por cárceles, analizando reclusos de todo tipo, invirtiendo hasta ocho mil horas con algunos de ellos, entrevistando a sus familiares, maestros, novias, amistades y socios, para recogerlo en los tres volúmenes de su obra «The criminal personality», donde llega a la conclusión de que el verdadero delincuente nace, no se hace, por lo que tampoco se rehabilita, excepto en casos excepcionales, y eso sólo hasta cierto punto.

Son conclusiones muy duras, pero avaladas por datos incontrovertibles. El primero, que la pobreza no produce la delincuencia. Bastantes de los entrevistados venían de familias en buena posición. Todos prácticamente tenían hermanos y hermanas normales, si bien desde pequeños habían sido «diferentes» de ellos, con una tendencia acusada a mentir y hurtar pequeñas cosas a sus padres y hermanos ya a partir de los cinco años. El «niño delincuente» suele ser despierto, hábil, inquieto, bien parecido, pegado a su madre, ansioso de lo nuevo, aunque pronto pierde su interés en ello. Precoz en materia sexual y miedoso ante los fenómenos naturales: la oscuridad, los truenos, los relámpagos, la enfermedad, la muerte.

Hacia los nueve años, ese niño, por causas aún desconocidas, consigue vencer sus miedos y, al mismo tiempo, sus emociones inhibitorias, junto al sentimiento de culpa por sus actos y de compasión hacia los demás. Este cortocircuito emocional dominará ya toda su vida, empujándole a conseguir lo que quiere por el camino más rápido sin el menor remordimiento. Paralelamente, el niño-delincuente pierde su interés por la escuela, la familia y los juegos que exigen cooperación. Las actividades de equipo le interesan sólo en la medida que puede dirigirlas, convirtiéndose en un solitario secretista, que elude responsabilidades.

Al llegar a la mayoría de edad, este delincuente ha llegado a la conclusión de que el mundo existe para servirle. No reconoce otras emociones y derechos que los suyos. Tal actitud está tan profundamente arraigada en él que considera le pertenece cuanto está a su alcance. «Espero que cuiden bien esas joyas, para cuando decida llevármelas», es un pensamiento nada infrecuente en estos individuos al pasar ante el escaparate de una joyería.

Su ego es colosal. Se considera superior a los demás, cree que puede ser lo que quiera, artista, escritor, músico, de proponérselo. Sólo que no ve la necesidad de demostrarlo. Junto a todo ello, es un superoptimista, que no sólo encuentra justificación a todos sus actos, sino también cree que nunca será atrapado. Si lo es, fue mala suerte o culpa de otros.

Aunque debajo de ese optimismo y autoconfianza, persisten los miedos infantiles, que trata de enmascarar con un estilo de vida extravagante, a base de grandes propinas, mujeres espectaculares y mentiras sobre sí mismo. Se presenta como médico, piloto, abogado, sacerdote incluso, aunque en la práctica está incapacitado para una vida normal, diaria, a la que desdeña. Su relación con los demás está basada en la explotación de ellos. Confía sólo en las personas a las que pueda controlar, y ni siquiera del todo. No tolera críticas. Y en los momentos de depresión, tiende a la violencia, a veces sin sentido.

El último motor de sus robos no es el dinero, ni el de sus violaciones, el sexo. En ambos casos, el delincuente trata de subrayar su superioridad sobre sus víctimas y sobre la sociedad, de la que sabe no forma parte, sin tener claro si es por culpa suya o de ella. Muchos delitos «inexplicables» se explican así.

En resumen, concluye el Dr. Yochelson, estamos ante un mentiroso crónico, dispuesto a cualquier cosa con tal de obtener lo que desea, maestro en la autojustificación, convencido de que su actitud tiene que ser admitida por el resto y adamantino en cuanto a mantener su estilo de vida.

De ser cierta sólo una parte de lo que asegura el estudio, el entero sistema de «rehabilitación» en que se basa nuestro sistema penal, descansa sobre bases falsas, al menos para este tipo de delincuentes, que más que «habituales», deberíamos de llamar «profesionales», al ser la única actividad que conocen y practican. «El delincuente -escribe el Dr. Yochelson- no puede ser rehabilitado. En el mejor de los casos habilitado.»

Para ello, lo primero es hacerle responsable de sus actos, incluidos los más mínimos. El programa que emprendió con su colega, el Dr. Samernof, bajo los auspicios de las autoridades penitenciarias neoyorquinas, comenzaba con la confrontación del delincuente interesado en seguirlo con sus verdaderas alternativas: o cambiaba de arriba abajo, no sólo en su actitud externa, sino también en la estructura íntima de su «personalidad delictiva», o seguía como hasta entonces. Sin existir términos medios.

El plan de habilitación era riguroso, comenzando por intentar convencer al delincuente que era alguien «ordinario», como los demás. Y por lo pronto, exigía cumplir escrupulosamente las obligaciones de las personas ordinarias -llegar en punto al trabajo, no consumir drogas, evitar excesos de alcohol, no tener sexo extramarital, ser amable con los demás, etc., etc.-, vigilándose de cerca cada paso que daba. Una brusca contestación era ya considerada motivo de alarma. Alguien definió el programa como «una carrera hacia la santidad».

Surtió efecto en unos 30 hombres, aunque sólo 9 de ellos podían considerarse definitivamente curados. Yochelson admitía que ese bajo porcentaje se mantendría incluso cuando el programa se ampliase y desarrollase, por ser sólo muy pocos los capaces de alcanzar el grado de «disgusto consigo mismo» que se requiere para cambiar radicalmente la personalidad, y con ella, la conducta. Para el resto, el investigador de la delincuencia sólo podía ofrecer la compasión y que continuasen su vida de confinamiento perpetuo o intermitente según su tipo de delito, «en las condiciones más humanas posibles.» Pero sin que la sociedad tuviese que sentir el menor remordimiento hacia ellos, al ser pura autodefensa lo que practicaba.

Dicho lo que antecede, pienso que la polémica sobre la cadena perpetua en la que estamos enzarzados los españoles es tan ociosa como tantas otras: al delincuente perpetuo de delitos suficientemente graves le corresponde la cadena perpetua. Revisable. Pero sólo porque también ocurren milagros.


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