domingo, 14 de marzo de 2010

Delibes, el hombre. Por José María Carrascal

SE me ocurre, ante el clamor doloroso provocado por la marcha de Miguel Delibes, una duda herética: si lo que echamos de menos los españoles es el Delibes hombre más que el Delibes escritor, si es su persona más que su obra lo que deja entre nosotros una oquedad irrellenable. Y eso que su obra era harto conocida, tanto en su versión original escrita como en sus versiones cinematográficas, que la popularizaron. Pero Delibes era más que un novelista. Era uno de esos ejemplares humanos de los que cada vez van quedando menos.

Su independencia de criterio, su equilibrio no exento de pasión, su magisterio sin pretenderlo, su insobornable fidelidad a los principios, su amor a la ciudad, su pasión por el campo, su caminar derecho por la vida a través de las circunstancias más distintas, su hundir los pies en la tierra con los ojos puestos en el cielo, su discreción, su entereza, su sensatez, su sentido común, su dignidad en suma, le convirtieron en un ejemplar humano a extinguir en un mundo zarandeado por las más diversas corrientes y sometido a toda suerte de caprichos. De ahí que el homenaje que con ocasión de su muerte le han tributado los españoles de todas las tendencias haya sido bastante más que una muestra de afecto, para ser más bien una señal de orfandad y desamparo. Ya no hay muchos españoles como él, y si los hay, la algarabía reinante impide verles y oírles.

En cuanto a su obra, oigo y leo por doquier la queja de que no se le hubiera concedido el Nobel. Como si el Nobel significara en el universo literario algo más que unos cuantos cientos de miles de dólares en la siempre menesterosa cuenta corriente de un escritor, si es que la tiene. La obra de Delibes fue como él: ajena a las modas, fiel a sus principios, cuidada en la forma, precisa en objetivos. Su rosa de los vientos tenía tres puntos cardinales: el personaje, el paisaje y la pasión. El hombre (o mujer), la naturaleza y el fuego que los envuelve. De ahí no se movió. Los experimentos se los dejaba a quienes no tuviesen otra cosa que hacer o decir. Hoy, cuando puede ser arte cualquier cosa, un sofá desvencijado recogido en el basurero, el aullido de la sirena de un coche de bomberos, un trozo blanco de pared o un mamotreto de mil páginas que nos cuenta una historia que no es Historia, sorprende la compleja sencillez de las novelas de Delibes, su terso lenguaje, sus pasiones sólo insinuadas, su inocente diseño y su cáustica elegancia, sin caer nunca en el exceso. Pues el arte se hace a fuerza de renuncias y pocos escritores han sido capaces de prescindir de los elementos superfluos, para dejarnos al personaje y su circunstancia desnudos ante nosotros, como él lo hizo. No tenía prisa en abandonar este mundo, pero tampoco le importaba dejarlo. Posiblemente tuvo que ver con ello el que este mundo ya no fuera el suyo, aunque, hombre de su tiempo, no le fuera ajeno. Descanse definitivamente en esa paz que siempre tuvo y predicó.


ABC - Opinión

Los búlgaros de Sevilla. Por M. Martín Ferrand

ENTRE todos los líderes políticos del presente español, ninguno alcanza en garbo y audacia a Felipe González, quien, a pesar de sus ancestros cántabros, podría recitar con toda propiedad y solvencia, incluso con el beneplácito de Manuel Machado: «Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron». No es que tenga el alma de nardo del árabe español, que la tiene; sino que prodiga sus desplantes con el entusiasmo de un novillero debutante en La Maestranza y el sosiego de quien ya se cortó la coleta. Incluso el socialismo, «la rosa simbólica de mi única pasión», parece ya para él un capítulo «que no tiene aroma, ni forma, ni color». A la edad de González, el gozo es el de vivir y, todo lo más, el del magisterio; pero sólo si sus discípulos resultaran aventajados, cordiales y dispuestos. Es decir, que está en el vitalismo.

En Sevilla, en su pueblo, donde el socialismo gobierna desde hace treinta años con más pena que gloria, pero con mucho ringorrango propagandístico, los andaluces del PSOE han celebrado un Congreso para formalizar la realidad. Manuel Chaves se despidió de los suyos sin una sola nota autocrítica -¡los perfectos son así!- y José Antonio Griñán resultó elegido como nuevo secretario general de su partido con el 99,8 por ciento de los votos emitidos. Algo que avergonzaría, por excesivo, a los comunistas búlgaros del cuento. Y allí estaba González. Divertido y, supongo, con la alegría de ver la prosperidad del chiringuito político que fundó y la pena de advertir que no avanza en ideas, ni en proyectos, ni en logros de poder o brillos de oposición.

Tan en el pasado está el socialismo actual que, en su guateque sevillano, tuvieron que volver a los noventa y desenterrar la idea del «sindicato del crimen», algo que sólo existió como propósito cívico de unas pocas docenas de periodistas independientes que nos opusimos a los abusos de la corrupción y al crimen de Estado. Algo que fue disuelto y proscrito por su principal e indeseado beneficiario, José María Aznar. González, «una nube vaga que eclipsa un vano sol», sigue siendo el talento socialista andaluz.

Lo demás es burocracia, unanimidad, nómina y dietas. Una pena. Por eso tuvo que ser González quien, con un par de puyazos a los bancos y un grito de alarma ante el deterioro de la Justicia, le diera contenido político a lo que hubiera quedado en reunión de comité de empresa.


ABC - Opinión

El régimen del Gatopardo. Por Ignacio Camacho

Treinta años seguidos de hegemonía impermeable han convertido al PSOE andaluz en la única gran federación del partido en la que no ha logrado triunfar plenamente el zapaterismo.

Sus nuevas generaciones están compuestas de jóvenes que apenas sí han hecho otra cosa que vivir del gobierno, de tal modo que comparten en amalgama la trivial inconsistencia impuesta por el liderazgo de ZP con los vicios de poder adquiridos en una larga dominancia. La renovación que pretende Pepe Griñán está lastrada por la herencia de esa supremacía en la que él mismo representa el último eslabón del tardofelipismo; se quiere sacudir la sombra del virrey Chaves -el tradicional asesinato del padre político- a través de un equipo formado bajo la égida del chavismo. Y todo ello en medio de un proceso de desgaste que amenaza con liquidar en las urnas el viejo orden socialista antes de que pueda consolidarse uno nuevo.

Sobre Griñán pesa además una contradicción que le afecta personalmente. Su estilo natural choca con el de la maquinaria clientelar que le ha proporcionado el poder para que dé continuidad a un régimen y está también en las antípodas de la líquida gestualidad zapaterista. El presidente andaluz es un socialdemócrata clásico, culto y dotado de una cierta profundidad intelectual; esa clase de rasgos liquidados como una rémora por el predominio de los blancos, bibianas y pajines. A todos los efectos es un hombre del pasado, mucho más próximo a González que a Zapatero. El encargo de pilotar una transición interna es un compromiso a contracorriente de las tendencias actuales del partido, dificultad que se suma a una oleada sociológica adversa. El mejor de sus horizontes pasa por gobernar con Izquierda Unida para evitar el desmoronamiento de un enorme aparato de intereses que ha acabado sepultando la autonomía.

El congreso de este fin de semana, preparado a toda prisa para entregarle el mando efectivo de la organización y acabar con la bicefalia tutelada por Chaves, ha sido un revival de vieja guardia felipista en el que se han evidenciado las fisuras de un relevo mal resuelto. González sigue siendo el gran referente del socialismo andaluz, que además de no acabar de encajar a Zapatero lo siente ahora como un lastre para sus expectativas de supervivencia. Griñán vive bajo el síndrome del Gatopardo, obligado a aceptar e introducir cambios para que todo siga igual. Pero por fuera del inmenso aparato de poder socialista ya nada es igual; hay una nueva sociedad que demanda nuevos liderazgos para nuevas circunstancias y siente un severo cansancio ante tres décadas de inmovilismo. Con Chaves prejubilado a la fuerza y Zapatero desgastado por la crisis, lo que el PSOE pretende en Andalucía es prolongar la agonía de un régimen, apuntalar el último bastión de un pasado que quizá aún pueda estirarse unos años pero no podrá enlazar con el futuro sin romperse.


ABC - Opinión

Pobre Cataluña. Por Angela Vallvey

En los últimos años, me duele ver cómo se suceden episodios propios de lugares atrasados, apáticos e incultos

Siento verdadera adoración por Cataluña, no sólo porque Cataluña me ha proporcionado mucho más que cualquier otra tierra del mundo, sino porque me ha ofrecido generosamente todo lo que no me ha dado, y probablemente nunca me dará, ni siquiera la mía propia: un proyecto intelectual y existencial, un asidero en la vida que me permita llevarlo a cabo, apoyo, ilusión.

Ninguna de las olas de antipatía hacia Cataluña –de anti-catalanismo puro, duro– que han recorrido España de punta a punta en los últimos años a consecuencia de las enloquecidas políticas de las autoridades competentes (ejem) de Madrid ha hecho mella en mí: sigo siendo fiel a Cataluña. El asunto del Estatut no ha provocado ni un vaivén en mi inquebrantable fe en ella.

De Cataluña siempre han procedido el adelanto y el impulso para el desarrollo de la nación sin menoscabo de que los avances hayan ido acompañados, en ocasiones, de ciertos importantes problemas políticos.


Mi devoción por Cataluña, mi historia de amor con Cataluña, con su gente, su idioma, su industria y su cultura, viene de lejos, de la primera infancia, de cuando yo abría libros viejos y miraba la fecha de impresión y leía maravillada: «Barcelona, mayo de 1937», y me fascinaba pensar que, en plena Guerra Civil –guerra que me produce una vergüenza ajena tan grande que tal vez no sea capaz de superarla nunca–, mientras un mayo brutal se desangraba por las calles de esa hermosa ciudad que yo amo, había personas, honrados catalanes, gente avanzada de verdad, que se dedicaba a editar libros sin importarles que el mundo pareciese estar a punto de derrumbarse.

Y esas buenas gentes traducían, y componían, e investigaban, y producían, e intentaban comerciar, alentar el desarrollo, la ilustración de una España con secular tendencia a la barbarie. Yo, que soy una afrancesada, pensaba: «¡Cataluña es la Francia de España!, ¿qué sería de nosotros sin ella?».

Por eso, en los últimos años, me duele profundamente ver cómo en Cataluña se suceden episodios propios de lugares atrasados, abandonados, apáticos e incultos: cortes de luz en medio de grandes tormentas, caos en los transportes y enormes masas de contribuyentes afectados por la falta de eficacia y diligencia de unas autoridades expertas en hacer patrias e idear naciones, pero inútiles en todo lo demás.

Las consejerías clave en estas situaciones de emergencia suelen estar en manos de algún arrojado nacionalista «ecofriendly», de esos que perderían la vida por la causa (es un decir, o sea, que perderían la vida como se pierde la vida en un videojuego: un ratito nada más) y que, enarbolando la bandera del progresismo, en el fondo añoran el Paleolítico pese a que nunca reconocerán que no podrían sobrevivir en él sin el Armani, el vehículo oficial y el «foi-gras» del Club del Gourmet. Resumiendo, que han dejado los problemas de Cataluña a cargo de quienes sólo saben generar problemas, no arreglarlos, de los que son expertos en producir conflictos porque llevan toda una vida entrenando. (Pobre Cataluña).


La Razón - Opinión

Lecciones de la nevada

Los ciudadanos de Girona no pueden ser rehenes de una distribución eléctrica obsoleta

Siete días, al menos, de pesadilla. Es el precio que han pagado miles de vecinos de Girona por las secuelas de la tormenta de nieve que azotó Cataluña (la página más lamentable ha sido la muerte de una mujer por inhalación de monóxido de carbono). Inaceptable, impresentable e insoportable. Cualquier adjetivo es válido para definir la sensación que produce ver a oscuras, día tras día, una de las zonas supuestamente más ricas de España. Sorprendentemente, o no tanto, nadie ha presentado su dimisión. Políticos y responsables de empresas eléctricas deberían, al menos, tomar nota de los errores y poner remedio al despropósito. Eso o asumir que en muchas cuestiones seguimos siendo, en el mejor de los casos, un país de medio pelo.

emanda energética que superan la capacidad de la oferta, abasteciéndose mayoritariamente de una sola línea eléctrica con doble circuito. Ése es su talón de Aquiles. Una zona de tal actividad económica no puede quedar al albur de una sola línea. Del apagón de Barcelona en verano de 2007 la Administración catalana aprendió que las zonas estratégicas, con una alta densidad de población, deben contar con una fuente de alimentación energética redundante y distribución en red.

Es cierto que la línea de Muy Alta Tensión (MAT) entre España y Francia -que próximamente entrará en funcionamiento- hubiera podido acortar el tiempo para reabastecer la zona afectada, siempre y cuando las redes de redistribución que deben reforzar las líneas hubieran existido. Pero la MAT aún está por ultimar. La oposición de muchos ayuntamientos ha retrasado su entrada en funcionamiento. El eterno combate entre la garantía de suministro y el entorno turístico ha sido el causante de esa ralentización de las obras. Todos quieren el servicio, pero nadie desea que el cable pase cerca. Y ahí no hay excepciones. Solo dos partidos -Esquerra e Iniciativa- se opusieron desde el primer momento a la MAT. Todos los demás -CiU, PSC y PP- han mantenido posturas de oposición en los territorios afectados y favorables en el Parlamento de Cataluña.

La precariedad de esa línea debiera haber servido de acicate para que, sobre todo Endesa, se hubiera esmerado en su cuidado. El temporal destrozó en tres puntos la línea de alta tensión -de Red Eléctrica Española- y hasta 33 torres de la de media tensión, de Endesa. Por mucho que se construya la MAT, si no se cuidan las líneas existentes, la oscuridad siempre será una amenaza. Las pérdidas se estiman en 100 millones, además de cinco millones de horas de trabajo desaprovechadas. Las eléctricas repiten que fue una catástrofe natural, abriendo paso a que las aseguradoras se escuden en la "causa mayor" para no abonar la factura del caos. De ser así, el Consorcio de Compensación de Seguros, que depende de Economía, debería hacer frente a las indemnizaciones.


El País - Editorial

El econacionalismo lo pagan los ciudadanos

El sectarismo ideológico y la sumisión de cualquier consideración sensata al proyecto alocado de unos radicales dedicados en cuerpo y alma a la secesión de un territorio, tiene siempre un coste que acaban pagando los ciudadanos.

El temporal de nieve que se ha abatido sobre gran parte de España en esta última semana ha tenido las lógicas consecuencias que trastornan la vida cotidiana de los ciudadanos, pero nada comparable a lo que han debido soportar y continúan sufriendo los residentes de gran parte de la provincia de Gerona.

Algo muy serio debe ocurrir en una región de España cuando sus habitantes se ven privados de suministro eléctrico durante una semana a consecuencia de un fenómeno natural, sin que las autoridades sepan hacer otra cosa que culpar a los proveedores obviando su propia responsabilidad. Y lo que sucede es que esas mismas autoridades tienen como prioridad la realización de un proyecto político de carácter secesionista al que someten cualquier otra consideración, incluido el cumplimiento de su deber como responsables de garantizar que los ciudadanos a los que representan no deban verse en una situación más propia del tercer mundo que de un país avanzado.


Pero la responsabilidad del tripartito catalán va mucho más allá de la dejación de su deber de gobernar garantizando el bien común, porque son precisamente los partidos integrados en ese Gobierno los que han causado, con su sectarismo ideológico, la catástrofe que ahora padece una parte importante de los ciudadanos a los que representan.

Cataluña debe ser uno de los pocos lugares del mundo en que sus dirigentes políticos dedican los mayores esfuerzos a impedir el progreso de sus ciudadanos, especialmente en un tema tan importante para las sociedades modernas como el suministro de electricidad. A las carencias de España en materia de producción energética, consecuencia del radicalismo ecológico de nuestra izquierda y la cobardía política de la derecha, se suma en el caso catalán un grave problema de distribución. Las compañías eléctricas, con Endesa en primer lugar, llevan diez años solicitando los permisos necesarios para conectar la red eléctrica española con la francesa a través de una línea de muy alta tensión, pero el proyecto sigue empantanado ante la oposición de partidos como ICV y ERC actualmente en el Gobierno de esa comunidad autónoma.

Se da la paradoja de que mientras Joan Saura continúa aturdido desde la consejería de Interior sin atinar a decir o hacer algo aprovechable para paliar la catástrofe, su segundo en el departamento, Joan Boada ha sido tradicionalmente uno de los principales impulsores de las manifestaciones en contra de la realización de una infraestructura que hubiera solucionado todos los problemas contra los que ahora deben enfrentarse. El otro socio de Gobierno del presidente José Montilla, Esquerra Republicana, no quiso quedarse atrás en la tarea descivilizadora de la izquierda nacionalista, y también ha dedicado estos años a movilizar a sus cargos electos y los ayuntamientos que gobierna en contra de un proyecto que reclaman insistentemente los empresarios y ciudadanos de la zona noreste catalana.

El sectarismo ideológico y la sumisión de cualquier consideración sensata al proyecto alocado de unos radicales dedicados en cuerpo y alma a la secesión de un territorio tiene siempre un coste, como se viene observando desde que el tripartito llegó al poder de la Generalidad y ahora sufren en sus carnes todos los ciudadanos, entre ellos sus votantes. El desastre social, la negación de derechos básicos y el desprestigio internacional son, como vemos, los principales frutos del tripartito. En manos de los votantes catalanes está la solución. Si no actúan en consecuencia frente a las urnas, en adelante no tendrán derecho a quejarse.


Libertad Digital - Editorial

Cuba-España-UE

Sacrificar la exigencia sobre derechos humanos no favorece, sino retrasa, la transición

Las reacciones suscitadas por la muerte en huelga de hambre del disidente Orlando Zapata han puesto en evidencia las dudas en el seno del partido socialista sobre la política a seguir en relación con Cuba. Mientras desde el grupo socialista en el Parlamento Europeo se suscribía una resolución de condena al castrismo, desde el Gobierno se insistía en la voluntad de impulsar la revisión de la posición común de los Veintisiete durante el semestre de presidencia española.

No se ha tratado sólo de un nuevo episodio de descoordinación, tan frecuentes en este Ejecutivo; la disparidad de criterios en este caso ha obedecido, además, a la existencia de distintos puntos de vista sobre cómo conducir las relaciones con La Habana, tanto bilaterales como europeas, en la expectativa de un pronto fin de la dictadura castrista. No es una decisión sencilla, dado que el propio régimen cubano se halla divido acerca de cómo afrontar el futuro inmediato. Pero el ministro Moratinos se equivoca al seguir defendiendo la revisión de la política común en las actuales circunstancias y también en aspectos cruciales de la estrategia alternativa que promueve.


La muerte de Zapata no sólo aconseja aplazar por el momento cualquier decisión que el régimen cubano pueda interpretar como una normalización diplomática con la UE, por más que, en efecto, la vigente posición común de los Veintisiete haya llevado las relaciones a un callejón sin salida, que ni alivia la situación de los cubanos ni estimula la transición. Tampoco desde el punto de vista de la política europea parece razonable que la presidencia española insista en la revisión de la posición común: el voluntarismo de Moratinos corre el riesgo de traducirse en un estrepitoso fracaso, dado que no existe unanimidad entre los socios para revisar la posición común. Y mucho menos después de la muerte de Zapata.

La estrategia de poner en sordina las exigencias políticas al régimen cubano para arrancarle concesiones humanitarias, según ha hecho el ministro en sus últimos viajes a la isla, y según parece sugerir como nueva política común de la UE, conduce a un círculo vicioso, del que sólo resulta un mayor deterioro de los derechos humanos. A fin de evitar las exigencias políticas, el régimen siempre necesitará disponer de presos sobre los que negociar, con lo que las relaciones se condenan a un ciclo espasmódico de represión y concesiones humanitarias bajo presión internacional. Ni España ni la UE pueden convertirse en parte de este mecanismo.

Esté o no en los planes de los actuales dirigentes cubanos, la necesidad de desmantelar la dictadura llegará tarde o temprano. Para la comunidad internacional, por su parte, el principal problema radica en gestionar la espera. Minimizar o, incluso, sacrificar las exigencias sobre derechos humanos en nombre de la transición que ha de venir no es sólo moralmente inaceptable; es contribuir, además, a que esa transición no llegue.


El País - Editorial