martes, 6 de abril de 2010

El islam y nosotros. Por Hermann Tertsch

UNOS islamistas que residen en Austria emigrados de sus respectivos países porque son un fracaso siniestro y cruel y los estados propios los han sumido en la miseria, se han venido de turistas a Córdoba a ocupar la antigua mezquita que es catedral.

Con dinero ganado por supuesto en Austria y quizás alguna subvención de países en los que la conversión al cristianismo se paga con la muerte. Y en los que no se tolera siquiera una ceremonia religiosa cristiana. Y que financian la liquidación de cristianos y la destrucción de una cultura milenaria cristiana en Oriente Medio, África o Indonesia.

Y han montado, muy divertidos ellos, la provocación de insultar a los cristianos y reivindicar la propiedad del recinto cordobés intentando ocuparla y rezando allí a su dios. Su reconquista de fin de semana. Y aquí hay gente que les ríe la gracia. Hay tontos por doquier. Y no me refiero precisamente a los islamistas. La cantidad de cretinos que creen que ese multiculturalismo del presidente del Gobierno lleva a más libertad y no ven que por el contrario es una amenaza creciente e inminente para nuestro sistema de vida es alarmante.


En Austria tenemos mucha experiencia sobre asedios islamistas. En 1683 tuvo que ser un rey polaco, por supuesto católico, Jan Sobieski, quién en un fulminante asalto desde el monte Kahlenberg rompió el asedio turco, es decir entonces islámico, a la capital austriaca. Y gracias a aquello la Europa central quedó libre de un Islam que ha producido muchos sabios, pero que ha sido la ruina absoluta en la edad moderna dada su absoluta incapacidad para crear estados viables, sociedades dinámicas, ciudadanos libres y prosperidad económica. No hay ningún estado en el mundo moderno en el que el Islam haya generado una sociedad medianamente próspera, medianamente libre, medianamente respetuosa hacia los derechos humanos. Los islamistas que viven huidos de sus países y quieran rezar en una mezquita se deben meter en los recintos que aquí tienen y que en sus países no se toleran para el culto cristiano. Y si no, pueden irse a la mezquita de Damasco, una maravilla, en la cual la policía política del régimen sirio los controlará como Dios manda, el suyo o cualquiera.

Como en Poitiers mucho antes se había cortado el avance del Islam desde el sur de Europa, desde España, y Lepanto fue Lepanto, en Viena en el siglo XVII se cortó su extensión desde los Balcanes hacia el corazón de Europa. Y el cristianismo evolucionó y después llegó la Ilustración y los países europeos se hicieron, formaron y construyeron sobre la cultura judeocristiana que después se extendió a América y tantos otros rincones del globo. Y así se creó lo que llamamos generalmente Occidente, la cultura más civilizada y a la vez piadosa, compasiva y fructífera, próspera y libre que jamás existió.

También bajo la catedral de Sevilla había una mezquita. Y en tantos otros sitios hubo mezquitas convertidas en catedrales como antes iglesias visigodas cristianas habían sido convertidas en mezquitas. Y sus creyentes cristianos degollados o trasladados como esclavos para siempre lejos de sus hogares. Ya está bien de esa majadería que propagan socialistas, Junta de Andalucía, Alianza de Civilizaciones que nos cuesta un dineral y las simplezas del presidente del Gobierno sobre el idilio multicultural de Al Andalus. Si existió armonía en algunos breves periodos, fue el islam el que, con sus diferentes facciones enfrentadas, se ocupó de destrozarla. Y fue en todo caso irrelevante para la posterior historia en la que el Islam en su política de expansión quiso dominar a Europa para destruir su espíritu, su carácter y su libertad. Hoy estamos en lo mismo. Una propuesta para todos. Hagamos una recolecta pública de fondos para construir una catedral en Riad del tamaño de la mezquita que hay en Madrid en la M-30 financiada por Arabia Saudí. Pidamos la creación de un centenar de capillas en aquel país o cualquier otro en países árabes, una cifra razonable ante la proliferación de mezquitas en Europa donde se predica el odio a toda nuestra sociedad y nuestros principio. O recuperamos el espíritu de Sobieski o pasado mañana nuestras nietas serán apaleadas o lapidadas por no cumplir la sharía, la ley islámica.


ABC - Opinión

Los Reyes Católicos eran franquistas. Por Cristina Losada

No es accidental que la política de la "memoria histórica" tenga el efecto imprevisto, aunque previsible, de revelar las carencias culturales de sus más entusiastas ejecutores.

El ayuntamiento socialista de Cáceres estaba muy contento por haber descubierto un escudo franquista en el monolito que, en esa ciudad, conmemora a los conquistadores extremeños de América. Por fin, disponían de un símbolo que podían retirar para mostrar al mundo cuánto luchan contra Franco treinta y cinco años después de su muerte. Es probable que nadie se fijara en el escudo aquel, pero qué se le va a hacer si ya no quedan estatuas ecuestres que llevarse por delante. Así, con la alharaca que se reserva para las grandes ocasiones, procedieron a librar a Cáceres del oprobio. Aunque sólo para caer en el ridículo. El escudo no era franquista, sino que reproducía el de los Reyes Católicos.

Una vez capturada la presa, los ocupantes del gobierno municipal no estaban dispuestos a soltarla. Tras el dictamen de los expertos en heráldica, el concejal responsable de la heroica actuación manifestó que de ningún modo se repondría un escudo de "claras reminiscencias franquistas". Váyanle los estudiosos con líos de armas de Aragón y Sicilia, águilas de San Juan azoradas, columnas de Hércules y yugos y flechas que se remiten al siglo XV. Aquello parecía franquista. Y es sabido que Franco y los Reyes Católicos eran uña y carne. Recelosa, la alcaldesa Carmen Heras sólo volverá a colocar el elemento decorativo sospechoso si su pureza política se demuestra de forma indubitada.


Los socialistas cacereños no están solos en la fila de los últimos de la clase. Pocos días antes, el Gobierno se veía en la obligación de instruir al diputado Joan Herrera sobre la época en que reinó Alfonso XIII. El portavoz de ICV en el Congreso estaba molesto por la "exaltación franquista" que suponía mantener el nombre del monarca en una base militar de Melilla. Hubo que contarle que no fue Rey durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco, como si Herrera no fuera un licenciado en Derecho, sino un alumno atrasado de la ESO.

No es accidental que la política de la "memoria histórica" tenga el efecto imprevisto, aunque previsible, de revelar las carencias culturales de sus más entusiastas ejecutores. Con ella no se pretende dar a conocer la Historia. Ni siquiera una versión tergiversada de la Historia. Su razón de ser no es la difusión de hechos, sino la excitación de sentimientos. Tiemblen, pues, estatuas, placas y escudos de todas las épocas, que a falta de piezas auténticas, vale cualquiera.


Libertad Digital - Opinión

Algo más que impunidad. Por Ignacio Camacho

CINCO reformas en ocho años, más varias en proyecto, prueban que la vigente Ley del Menor es un bodrio incapaz de dar respuestas solventes al cada vez más acuciante problema de la delincuencia juvenil y la inadaptación de los adolescentes a una sociedad capaz de cambiar mucho más deprisa que su ordenamiento jurídico.

Las polémicas suscitadas por crímenes espeluznantes cometidos por y contra jóvenes ponen de manifiesto un claro fracaso legal tanto en la prevención del delito como en la satisfacción de la pena, y los continuos casos de reincidencia, chulería o premeditación, los rafitas, carcaños y demás precoces canallas, cuestionan gravemente el candoroso espíritu de reinserción que inspira la filosofía normativa. Quizás haya llegado, pues, el momento de plantearse una enmienda a la totalidad que abandone los retoques motivados por sacudidas de alarma social, los parches legislados a golpe de alboroto de opinión pública, y aborde la elaboración de una ley de nueva planta; un proceso más meditado, menos cándido y más realista que admita los errores de fondo y rectifique de raíz con un planteamiento distinto: un texto que otorgue respeto y dignidad a las víctimas y deje de contemplar a los muchachos contemporáneos, hijos de un orden social tan conflictivo como sofisticado, como si fuesen trasuntos del buen salvaje rousseauniano.

Con todo, ante sucesos como el de la niña de Seseña no basta apelar a los clamorosos fallos punitivos de una legalidad incompetente para tranquilizar la conciencia y ponernos a salvo de cuestiones más complejas que interpelan también nuestra responsabilidad colectiva. La incómoda punzada de contrariedad, repugnancia y espanto que nos suscita el probable homicidio de Cristina Martín no se puede anestesiar con fáciles argumentos de impunidad que olviden la ínfima arquitectura moral que hemos construido para la juventud y la infancia. Podemos consolarnos a través de una superficial solidaridad con el sufrimiento de la familia victimada y una queja retórica sobre la leve punición que sufrirá la presunta agresora. Pero hay en esos sórdidos dramas adolescentes factores mucho más profundos sobre los que solemos pasar de puntillas para no tener que aceptar cuotas de compromiso. La banalización de la violencia, la mitificación de la competitividad, la exaltación mediática de la estupidez, la consagración de la abulia intelectual, la indiferencia por el mérito, la postergación del esfuerzo, el desarraigo familiar y la indiferencia paterna, el aislamiento juvenil en internet y las nuevas tecnologías, el naufragio educativo, el desentendimiento adulto, la ausencia de una estructura jerárquica de valores; todo eso tiene tanto que ver con estos dramas aterradores como esa ley boba, injusta e inútil que trivializa el castigo y casi gratifica el delito. Sólo que resulta más complicado de resolver y mucho menos cómodo de asumir.

ABC- Opinión

Cascos. Por Alfonso Ussía

A Dolores Cospedal no le gusta Álvarez Cascos. A Rajoy tampoco. A Zapatero menos. Al actual Presidente del Principado, le produce patatuses vasculares.

A mí tampoco me gustaría trabajar con Cascos o enfrentarme a él. Tengo la ventaja de que ni una ni otra cosa entran en mi futuro. Me consta que hay mucho escalador de despachos en Génova que tiembla cuando alguien le comenta su posible vuelta a la política. Cuenta el gran pescador asturiano Javier Loring una historia de Paco Cascos que define muy bien al personaje. Tiempos de la juventud. Cascos pescaba en el Sella. Una trucha picó en su mosca. La trucha era valiente y pugnaba por desprender de su boca esa cosa tan desagradable que le arrastraba hacia el dominio del hombre. Logró hacerlo. La trucha se soltó. Fue cuando Paco Cascos estalló de indignación. Cual no sería el enfado del pescador, que la trucha decidió picar de nuevo para no seguir oyendo, en las entreaguas, las cosas que decía Paco Cascos de su madre, de la madre de la trucha, claro. Y se rindió.

No me gustaría trabajar con Cascos porque soy un tanto indolente. No tanto como Ramón Gómez de la Serna, cuando se enchufó en un ministerio y su jefe de negociado le pidió un informe de su sección: «La Sección está al corriente/ y los papeles en regla;/ solo tenemos pendiente/ este bolo que me cuelga». Se lo atribuyen también al poeta Catarineu. Cuando Paco Álvarez Cascos dé una orden, esa orden se cumple. Y los que están en su entorno tienen que trabajar porque el primero y el que con más tiempo y vehemencia lo hace es él. Por eso fue un gran Secretario General del Partido Popular –cuenta Pilar Ferrer que Aznar le llamaba «General Secretario»–, y un magnífico ministro de Fomento. Los grandes empresarios de la construcción temían a Cascos más que a un nublado. Con él se iniciaron las obras del AVE Madrid-Barcelona, y con él se hubiera inaugurado su servicio en el plazo establecido. Y lo mismo digo del AVE Madrid-Valencia. Se ponía los cascos de las obras con más naturalidad que su apellido. Y tiene un temperamento fuerte, muy norteño, nada agradador. Al pan, pan y al vino, vino. Por eso no resulta cómodo trabajar con él, ni competir con él. Pero en el Partido Popular se miraban las cosas y las cuentas con lupa, y en el Ministerio de Fomento se llevó a acabo una culminación de obras públicas a la que no estábamos acostumbrados los contribuyentes españoles. Con Cascos, pocas bromas, aunque en privado sea un alegre y divertido compadre. Manejó miles de millones de euros y nadie, ni su peor enemigo, se atrevió a insinuar una duda de su honestidad. Y no le van las medias tintas, ni los saltos ideológicos, ni las componendas innecesarias, ni las sonrisas a destiempo. Por eso no le gusta a Cospedal. Y menos a Rajoy. Y nada a Zapatero. Y el Presidente Areces del Principado de Asturias, o el sucesor que le busquen, no tiene motivos de sonrisa cuando le comentan que Cascos puede volver a la política. Pero de todos ellos, de los que reciben con inquietud tan peligrosa posibilidad, los más temerosos son los escaladores del Partido Popular, que se creían libres de Cascos, y parece que no, que de libres, nada. El problema que tiene Rajoy es que sabe que en Asturias, al día de hoy, el único que puede terminar con la hegemonía socialista es Cascos, que en su época también fue culpable de defender a un presidente del PP asturiano de menguado recuerdo, que todo hay que decirlo. Para quien trabaje con él y se enfrente con él, la noticia de su retorno es una mala noticia. Para los ciudadanos, una esperanza. Y los ciudadanos son los que deciden, ajenos a celos y chorradas.

La Razón - Opinión

Ley de indefensión del menor

Casi una década después de su entrada en vigor, la Ley del Menor ha provocado mucho más daño a los menores que la legislación anterior a la que sustituyó. Nunca antes un menor víctima de otro menor había quedado tan desamparado ante la Justicia.

Un nuevo y escalofriante caso de delincuencia infantil ha vuelto a sacudir España y a poner sobre el tapete de lo urgente la reforma de la Ley del Menor, un asunto pendiente al que nadie –ni a derechas, ni a izquierdas, ni en el centro reformista que dice abanderar el PP–, quiere hincar el diente. Unos porque realmente creen que, a pesar de ciertos sobresaltos que produce en la opinión pública de vez en cuando, es una Ley adecuada, la mejor posible para los menores. Otros porque siguen pidiendo perdón por ser quien son y tienen miedo a ser señalados por el sanedrín progresista.

El hecho es que, casi una década después de su entrada en vigor, la Ley del Menor ha provocado mucho más daño a los menores que la legislación anterior a la que sustituyó. Nunca antes un menor víctima de otro menor había quedado tan desamparado ante la Justicia que cuando se está mirando hacia otro lado, imponiendo levísimos castigos a los criminales con la coartada de que, de este modo, podrán reinsertarse mejor. El tiempo ha demostrado que no es así. La lenidad de las penas no ha servido para prevenir el delito entre adolescentes ni, en multitud de casos, para reinsertar a los delincuentes.

Esa del criminal de buen fondo, estropeado por la sociedad y que, por lo tanto, le debe una nueva oportunidad, es una fantasía que sólo cabe en las rousseaunianas mentes de la izquierda, pero que rara vez se verifica en el mundo real. Así, con leyes como la del menor, la víctima lo es por duplicado. Sufre en carne propia la agresión y luego padece el escarnio al que le somete la administración de Justicia otorgando todo tipo de privilegios al agresor, tal y como se ha visto a lo largo de los últimos años en los diferentes procesos acogidos a esta injusta, inmoral y contraproducente Ley.

Si, como se desprende de la investigación en curso, la chica detenida en Seseña es finalmente declarada responsable del asesinato de Cristina Martín, todo el aparato legal estará dirigido a protegerla de sus propios y deleznables actos. Porque, y esto es lo más indignante de esta Ley, la presunta homicida, que, plenamente consciente asesinó a Cristina y abandonó su cadáver en un descampado, es una irresponsable legal absoluta. A efectos jurídicos no ha cometido delito alguno y, con el más severo de los veredictos, sería internada en un reformatorio hasta que alcance la edad adulta. Entonces, la Ley del Menor le tendrá reservada una nueva y agradable sorpresa. Sus antecedentes serán borrados y podrá, si así lo desea, solicitar protección de las autoridades o pasear delante de la casa de la víctima. Esto, efectivamente, es una Ley, pero no de protección sino de indefensión del menor.

Pero el crimen de Seseña no debe ser motivo per se para reformar una Ley. No se debe bajo ningún concepto legislar en caliente mirando hacia donde indica la veleta de la opinión pública, que es lo que los políticos suelen hacer para salvar la cara. Sobran los motivos para una reforma integral de la Ley del Menor, el primero y más importante es que supone un insulto a la idea de Justicia, un armatoste ideológico que ha conseguido lo contrario de lo que se proponían sus autores, y de ahí se derivan sus funestas consecuencias.


ABC - Editorial

La decadencia de Europa. Por José María Carrascal

DESDE que hace casi un siglo Spengler nos hizo el poco apetitoso regalo de «La decadencia de Occidente», viene hablándose del ocaso europeo, ya que Europa y Occidente han marchado juntos como hermanos siameses, en lo que puede estar una de las confusiones, como veremos luego.

Esta vez, sin embargo, parece ir de veras. Son demasiados fracasos los que acumula una Europa que creía haber surgido de sus cenizas y aprendido de sus errores, para no volver a cometerlos uniendo a sus pueblos y creando una supernación al estilo de las más grandes, con un nivel de vida que fuera la envidia de todos. Pero no ha sido capaz de afrontar los desafíos que se le presentaron. Uno de sus polvorines, los Balcanes, volvió a estallar, teniendo que ser los norteamericanos quienes vinieran a apagarlo. Luego, ha sido la Cumbre del Clima en Copenhague donde, ante la cacofonía europea, norteamericanos y chinos tomaron por su cuenta las magras conclusiones alcanzadas. Y ahora es la crisis económica la que deja al descubierto lo frágil de una comunidad incapaz de tomar decisiones incluso cuando ve amenazada la joya de su corona, el euro, con una Alemania que dice a los demás que no gasten tanto y el resto diciendo a Alemania que gaste más. Sin ponerse de acuerdo.

¿Hemos ido demasiado deprisa? ¿Hemos creado una moneda común sin haber creado antes unas finanzas y una política económica comunes? ¿O es, sencillamente, que, tal como está diseñada, la Europa Unida lleva en sí el germen de su propia destrucción, esas naciones incapaces de unirse, como ocurrió en su día a las ciudades griegas? Están corriendo ríos de tinta sobre el asunto, al irnos en él la existencia, sin que se haya aclarado la cosa. Aportemos nuestro grano de arena.

Cuando uno vuelve la vista atrás y contempla la Historia de Europa, no sale de su asombro. Es la historia más fantástica que existe. Esta península de Asia, pues no es otra cosa, se ha forjado combatiendo contra su continente matriz. Y venciéndolo. Europa nace en Grecia, durante las Guerras Médicas. Es Leónidas en las Termópilas y Temístocles en Salamina. Es la razón frente al dogma, el individuo frente a la masa, la imaginación frente al hábito. Derrotado el gigante asiático, pueden florecer el teatro y la democracia, la geometría y la filosofía, la medicina y la historia como ciencias, no como mitos. Desde entonces, Europa no ha dejado de ser la protagonista de la Historia Universal, con Roma, el cristianismo, los descubrimientos, los imperios, las revoluciones de todo tipo, políticas, industriales, científicas, artísticas, económicas. Y las guerras, guerras de todas las clases y tamaños, grandes y pequeñas, civiles y entre estados, hasta llegar, ya en el siglo XX, a la llamada Guerra Europea y más tarde a la Mundial, que dejó Europa no sólo en ruinas, sino también exhausta, hasta el punto de que los vencedores fueron dos potencias extraeuropeas, los Estados Unidos y la Unión Soviética, que se la repartieron. Menos mal que unos europeos de la mejor estirpe decidieron crear un gran estado, no bajo la hegemonía de uno de ellos, como hasta entonces se había pretendido sin conseguirlo -Carlos V, Napoleón, Hitler-, sino con el concurso de todos. Y lo lograron. Lo lograron hasta el punto de convertirse en la admiración del mundo y en la envidia de las superpotencias, una de las cuales se desplomó en el pulso que mantenían, soltando la mitad de Europa que ocupaba y permitiendo a ésta completarse.

Pero que las cosas no eran tan bellas como parecían se demostró a partir de esta segunda etapa. Mientras eran seis, doce, los países que la formaban, de muy parecido nivel y características, la unión funcionó. Pero a medida que se ampliaba, empezaron a surgir grietas, cada vez mayores, que no sabemos si acabarán rompiéndola o podrán cerrarse. Es el momento en que nos encontramos.

¿Está Europa condenada a desaparecer como protagonista de la Historia? La ley que rige ésta -ascensión, cumbre, decadencia- así lo apunta, aunque a lo largo de veintiséis siglos Europa ha demostrado tener una «mala salud de hierro», sobreviviendo a todas sus desgracias internas y externas, guerras de hasta cien años e invasiones de todo tipo. Hay, sin embargo, datos más alarmantes que el simple empirismo histórico. Pueblos y naciones en decadencia presentan tres síntomas comunes:

-El descenso de la natalidad, con el consiguiente envejecimiento y el peligro de la extinción a largo plazo.

-La eliminación del servicio de las armas. Comenzó siendo éste un privilegio. En Grecia, sólo podían llevar armas los ciudadanos. Los viejos romanos araban con la espada al cinto, para asistir luego al Capitolio. Sólo en la decadencia encargaron a los bárbaros romanizados su defensa frente a los sólo bárbaros, y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Suele olvidarse también que el servicio militar obligatorio fue instituido por la Revolución Francesa, no como deber, sino como derecho ciudadano. Eliminándolo, se ha cerrado el mayor lugar de encuentro de todas las clases sociales de un país.

-Por último, la creación de una sociedad de ocio, donde la diversión y la molicie son más importantes que el trabajo o el estudio. El «pan y circo» de los romanos.

Esas tres condiciones se dan en la Europa actual. Abrigada por una seguridad social que cubre desde la infancia a la vejez, en enfermedades y entretenimiento, ha creado un Estado del Bienestar que, al tiempo que atrae como moscas a la miel a gentes de todos los lugares, quita a sus habitantes todo afán de riesgo, mejora e incluso trabajo, que se deja a los inmigrantes siempre que se puede. Los síntomas no pueden ser peores.

Pero que Europa decaiga no significa que Occidente lo haga. A diferencia de otras culturas -la china, la india, la islámica-, estrechamente ligadas a un pueblo o religión y cerradas a toda influencia ajena, la cultura occidental no sólo es abierta, sino que es capaz de asimilar cuanto le parece interesante fuera de ella, con un estómago de avestruz y una rapacidad de fiera, y así la hemos visto hacer suyos el yoga oriental, las máscaras africanas y los ritmos caribeños. Crece, vive, se transforma, lo que es la clave de su supervivencia.

Otra de sus características es la facultad de trasmigración. Al no fundarse en una raza ni en un dogma, sino en valores -«el hombre es la medida de todas las cosas» y «sólo sé que no sé nada» son los básicos-, todo el que los adopte será occidental, no importa dónde ni el grupo étnico en que ha nacido. Es como la cultura que nació en Grecia, emigró a Roma, para ir saltando de país en país europeo, cuando el anterior agotaba su ciclo histórico, y se encuentra hoy mejor representada en Estados Unidos que en ningún otro. Allí al menos se cultivan como en ninguna parte la ciencia y el arte que nacieron hace 26 siglos en Grecia, y gracias a ellos la democracia ha sobrevivido en el mundo.

El problema es: ¿qué ocurrirá cuando los Estados Unidos cumplan su ciclo histórico, como lo cumplieron Francia, Alemania, Inglaterra? ¿Quién cogerá la antorcha de la cultura occidental? ¿La veremos dar otro gran salto oceánico y aparecer en Asia, en China o India, completando así su circunvalación terrestre?

No lo sabemos. Lo único que sabemos es que los próximos occidentales vendrán a Europa como vienen hoy los norteamericanos o como los romanos iban a Grecia: a contemplar la cuna de su cultura, llena de ruinas resplandecientes, de pueblos escépticos y de países sin pulso.


ABC - Opinión