sábado, 17 de abril de 2010

Garzón, en el Cerro del Fantasma. Por Tomás Cuesta

LA vida española es como una sesión de espiritismo atiborrada de espectros obsesivos y trasgos ululantes. Una estación de paso (y de penitencia, claro) entre un más allá imposible y un más acá improbable.

Una tierra de nadie en la que el batallador recuerdo del capitán Lozano renace en las batallitas infantiles de Baltasar Garzón, don Baltasar Garzón, San Baltasar Garzón de ahora en adelante. Tan memorable, si no histórica, ha sido esta semana que incluso las memorias del alguacil alguacilado han salido a galope del rincón de los libros sufridos y olvidados. O sea, que, en cierto modo, han salido del almario. En las páginas de «Un mundo sin miedo» (que es un desahogo prematuro, pero premeditado hasta las cachas) el personaje se retrata tal cual era o, mejor dicho, tal y como se soñaba. Al cabo, tanto da. Verdaderos o falsos, los avatares del pretérito alumbran las aventuras actuales. Porque en la mocedad rebelde, indómita, arriscada, se adivinaba ya al adalid de la justicia, al desfacedor de entuertos, al sostén de los débiles, el caballero andante. Al temerario «freedom fighter» jienense que pasmaría al mundo más pronto que tarde.

Tristes tiempos aquellos en los que «llevar la revista Triunfo bajo el brazo representaba un desafío, un voto de censura a una realidad mostrenca y asfixiante», señala nuestro héroe con absoluta sencillez, sin dárselas de nada. A fin de cuentas, no todo era tan malo: «También pudimos disfrutar de algunas alegrías como la Revolución de los Claveles en Portugal, el 25 de Abril de 1974», añadirá a continuación sin pretender cargar la suerte ni las tintas dramáticas. «Fue mi primer enfrentamiento con la policía armada española (sic), que pretendía arrebatarme el clavel rojo que llevaba sujeto entre las hojas del libro de derecho civil». El de civil, casualmente. No el de procesal o el de romano. Ni Sthendal redivivo se habría expresado con más arte.

Baltasarcito se concienció enseguida, antes de abismarse en el seminario. De la Guerra Civil tuvo noticia exacta de labios del tío Gabriel, el hermano mayor de su madre, a lo largo de prolijos intercambios en lo que aún no veía amanecer, pero por ahí le andaba. «Son tantas las historias que escuché, tantos los atropellos que me relataron que, de alguna forma, quedaron grabadas en MI ánimo y decidí, siendo un niño, que tenía que hacer algo». Y a fe que lo ha logrado. De hacerla, hacerla gorda, según sentencia el clásico...

Con esa determinación y ya en la Universidad, Garzón da un paso al frente, pero el Destino, ¡ay!, se le adelanta y una tromboflebitis le arrebata la presa antes de darle caza. Franco, la «bestia» que es como él le llama, murió en la cama, en 1975, un año «especialmente conflictivo», cuenta el magistrado. Cuenta y no para: «Los cierres de las universidades en toda España se sucedían al ritmo que las huelgas se convocaban. Fue en febrero de ese año cuando volví a enfrentarme directamente con la policía, primero en la Facultad de Derecho y luego en la de Medicina donde nos hicieron una encerrona con caballos, jeeps y material antidisturbios. Una persona murió aquel día en Sevilla. Era el precio de la lucha por la libertad». ¿Miedo? ¿Quién dijo miedo? Espeluznante.

Cuánto ha cambiado la Universidad después de treinta y cinco años. Sin embargo, el mismo protagonista pretende escenificar el mismo cuadro. Todavía está anclado en sus memorias, despachando gasolina con su padre en la estación de servicio del Cerro del Fantasma. Allí donde coinciden la obcecación y la amnesia, donde los rencores se visten de gala.


ABC - Opinión

Cerrado por elecciones. Por Maite Nolla

La señora Casas le ha dado una nueva oportunidad a Montilla, cumpliendo las órdenes de De la Vega. Y ya veremos. Yo sigo pensando que, al final, estaremos más cerca de un nuevo tripartito que de un Gobierno de CiU.

Cada vez estamos más cerca de que se cumplan las previsiones de los negacionistas y que no haya sentencia sobre el estatuto de Cataluña nunca. El caso es que sus señorías han decidido cumplir las órdenes de una de las vicepresidentas del Gobierno y han cerrado el chiringuito por elecciones como cabía esperar. De hecho, y no es para disculpar a los magistrados, el principal problema que tienen ahora es que no todos los que están a favor o en contra de declarar la constitucionalidad del asunto lo están por los mismos motivos, con lo cual es fácil ponerse de acuerdo para rechazar un determinado borrador, pero no en redactar uno alternativo. Eso por un lado.

Por otro, ¿y qué más da que no haya sentencia? Dice una reportera de La Sexta que la falta de sentencia "aumenta la crispación en Cataluña"; entre los no nacionalistas, claro, porque a los nacionalistas les importa muy poco. Para empezar, esta semana el mismo Tribunal ha decidido suspender los derribos del barrio del Cabañal porque si después se anula la ley valenciana que sirve de fundamento a la remodelación del barrio, los derribos y las obras serían irreversibles o de muy difícil reposición. Eso es razonable. Lo que no es razonable es que el nacionalismo catalán lleve cuatro años legislando en desarrollo del estatuto, como si no pudiera ser anulado y como si no estuviera pendiente de sentencia. Si hoy se hubieran puesto de acuerdo los magistrados el problema no hubiera sido dejar sin efecto las previsiones del estatuto y de las normas dictadas para desarrollarlo; el problema hubiera sido que los que deben hacer cumplir eso –el Gobierno y la Generalitat– hubieran acatado mucho la sentencia, pero no hubieran cumplido ni una coma de todo lo que tuviera que ver con la lengua, la educación o la financiación autonómica. A la pobrecita de La Sexta que ha dicho que la falta de sentencia aumenta la crispación en Cataluña hay que decirle que nada impedirá a los nacionalistas seguir legislando, por muy irreversible que sea lo que hagan.

Y lo que ahora es un problema técnico derivado de la desidia y de la irresponsabilidad, mantiene la incertidumbre de cara a las elecciones. Tanto CIU como ERC pensaban que cualquier sentencia mínimamente restrictiva les iba a hacer la campaña gratis y no ha sido así. La señora Casas le ha dado una nueva oportunidad a Montilla, cumpliendo las órdenes de De la Vega. Y ya veremos. Yo sigo pensando que, al final, estaremos más cerca de un nuevo tripartito que de un Gobierno de CiU, porque las cosas se apretaran más entre CIU y el PSC de lo que dicen las encuestas.

Y el problema lo sigue teniendo el PP. Que no haya sentencia le queda como un guante a Rajoy que no quiere tener opinión sobre nada. Pero les coloca en el centro de las iras nacionalistas en la campaña electoral: los nacionalistas les acusarán de que la situación de espera es culpa del recurso presentado por el PP –de hecho, eso dijo una vez Carmen Chacón– y que van contra Cataluña y toda la basura habitual. Claro, que de haberse dictado sentencia habría sido peor. Y el PP no está para defenderse. Han pasado de pedir que se anule el contenido esencial del estatuto, a pedir que se diga si es o no constitucional, que no es lo mismo. Nos vemos en el próximo rumor.


Libertad Digital - Opinión

Longa manus. Por Ignacio Camacho

NO cuadra ni a martillazos. Una mayoría sostenida de magistrados del Tribunal Constitucional opina que el Estatuto de Cataluña no cabe en la Constitución por muy ancho que sea el filtro jurídico que se le aplique. La deliberación no está atascada; lo que se ha atascado es la voluntad de la presidenta del Tribunal, doña María Emilia Casas, de constitucionalizar el texto a base de mirarlo con buenos ojos, o más exactamente con los ojos del Gobierno y los nacionalistas catalanes.

Por cinco veces, y durante cuatro años, un mínimo de seis jueces sobre diez se han negado a dar el visto bueno a la ponencia favorable, y eso no es un bloqueo, sino un rechazo en toda regla. Ante tan terca evidencia se imponía desde hace tiempo el cambio de ponente, que la señora Casas se negaba a aceptar porque en su arbitraje casero prefería seguir dando largas a ver si pasaba algo; por ejemplo que el magistrado Manuel Aragón, elegido a propuesta del PSOE, reconsiderase su posición contraria a la definición nacional de Cataluña y sus símbolos identitarios. Pero Aragón no se mueve de su criterio; entiende que, en la Constitución está muy claro que no hay en España otra nación que la española. Con sus maniobras dilatorias Casas ha actuado como longa manus del poder, aunque ni aún así ha logrado sacar un dictamen benévolo en el que la conveniencia política prevalezca sobre el rigor jurídico.

Finalmente se ha abierto paso la única solución razonable y será el catedrático Guillermo Jiménez, sevillano fino y serio, hombre moderado y cabal con fama de buen componedor de acuerdos, el que redacte un nuevo borrador en busca de un consenso hasta ahora imposible. En principio se podría interpretar su designación como un revés gubernamental, porque Jiménez también comparte la tesis de la inconstitucionalidad esencial de un texto que «depara» -el término es de Maragall- como nación a Cataluña; sin embargo, el Gobierno obtiene en el relevo una importante ventaja táctica para sus intereses. Salvo que el nuevo redactor haga un trabajo exprés la ponencia se puede demorar hasta el otoño, de modo que Zapatero y Montilla tengan unas elecciones catalanas tranquilas, sin que se les cruce por medio una sentencia que, caso de resultar adversa, les complicaría severamente una campaña que ya de por sí han de abordar en cuesta arriba.

Lo que a nadie parece ya causarle reparo es el desprestigio que el Constitucional continúa acumulando con su mecánica de apaños maniobreros, más pendiente de las consecuencias políticas de sus decisiones que de resolver conforme a Derecho. Con todo y con ello, por fino que hilen los magistrados, como al final tumben el núcleo duro del dichoso Estatuto se pueden ir preparando: si no los acusan de torturadores, como a sus colegas del Supremo, no se librarán de pasar por enemigos del pueblo catalán o cualquier enormidad semejante.


ABC - Opinión

Un estatuto inconstitucional que el PSOE no quiere reconocer como tal

El Gobierno socialista sí está presionando para subvertir el orden constitucional, buscando como sea que el texto que Zapatero prometió al nacionalismo catalán no sea retocado en lo esencial.

Suele afirmarse, con razón, que una de las grandes lacras que impide el adecuado funcionamiento de las instituciones y de la economía en España es el lamentable estado en que se encuentra la administración de justicia. Dos son los motivos esenciales que explican semejante situación: una, la lentitud de los procedimientos judiciales; dos, la omnipresente politización de los jueces y magistrados.

Lo primero impide proteger a tiempo a las víctimas, quienes sólo ven satisfechas sus pretensiones años después de que lo necesiten. Lo segundo impregna de una inquietante arbitrariedad las resoluciones judiciales, primando no el respeto a la legalidad, sino a los intereses políticos. Ni los poderes están separados ni actúan de manera eficiente, lo que tiende a degenerar en forma de sentencias tardías con un contenido más que discutible.


Pocos casos aúnan con tanta claridad estas dos lacras de la justicia española como el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Cataluña. Casi cuatro años después de que el PP, el defensor del Pueblo y cinco comunidades autónomas presentaran sus respectivos recursos, el Tribunal Constitucional, el principal garante de la vigencia y del respeto hacia nuestra Ley de leyes, todavía no se ha pronunciado sobre el encaje que esta norma puede tener en nuestro ordenamiento.

El retraso no se debe a que sea un asunto extremadamente complejo que requiera de un dilatado período de estudio y reflexión. Es bastante evidente que el estatuto es inconstitucional en la mayoría de sus preceptos, algunos de los cuales buscan directamente hacer trizas la Constitución. No hace falta tener más de quince años de experiencia y ejercicio profesional, como requiere la Constitución a los miembros del TC, para saberlo: basta con comparar el articulado de uno y otro para comprender que sólo subvirtiendo el orden jurídico nacido en 1978 se puede pretender convalidar el estatuto.

El problema es que el Gobierno socialista sí está presionando para subvertir ese orden, buscando como sea que el texto que Zapatero prometió al nacionalismo catalán no sea retocado en lo esencial. Así, no ha dudado en recurrir a todo tipo de argucias, desde reformar ad hoc la Ley Orgánica del Poder Judicial hasta abroncar en público a la presidenta de este órgano supuestamente independiente, para evitar que el tribunal declarara lo evidente. Ayer mismo, Montilla presionaba a PP y PSOE para que renovaran el CGPJ con tal de colocar a gente "favorable" al Estatut y evitar así que sea declarado inconstitucional.

Pero no se trata sólo de que la política impida que el tribunal imparta justicia. Siendo ya grave la politización de las instituciones, lo inaceptable es que en este largo impass el Estatut se esté imponiendo por la vía de los hechos. La Ley de Educación que sigue persiguiendo al español, la financiación autonómica hecha a medida de Cataluña o la primacía de ciertas instituciones catalanas (como el Síndic de Greuges frente al defensor del Pueblo o las veguerías frente a las provincias) son algunas de las disposiciones que emanan del estatuto y que, pese a ser inconstitucionales, se han impuesto o están en proyecto de serlo.

Una norma contraria a la Constitución está transformando el destino de todos los españoles porque la institución con la que nos habíamos dotado para proteger el ordenamiento jurídico está cediendo a los intereses, no sólo electorales, del partido político que gobierna España. Una señal más de que los contrapesos de poder en los que confiábamos no han funcionado y de que se han convertido en un instrumento para burlar el respeto a los derechos individuales. No es hora de que PP y PSOE se sigan repartiendo los jueces, sino de que dejen de entorpecer el funcionamiento de este tercer poder del Estado y le permitan concluir su labor. Pero para ello sería necesario que dejaran de querer gobernar sobre las ruinas de España y pasaran a valorar el normal funcionamiento de las instituciones. Algo que de momento les queda muy lejos.


Libertad Digital - Editorial

El TC alarga la agonía

EL rechazo a la quinta ponencia presentada por la magistrada Elisa Pérez Vera ratificó ayer la existencia de una mayoría de magistrados del Tribunal Constitucional claramente opuesta al Estatuto de Cataluña, al menos a sus contenidos esenciales.

Sin embargo, esta mayoría no es nueva, y contra su formación ha estado luchando afanosamente durante estos años la presidenta del TC, María Emilia Casas, responsable de haber conducido a esta institución a un callejón sin salida, del que ahora tendrá que salir de la mano del magistrado Guillermo Jiménez, opuesto a la ponencia de Pérez Vera y nuevo ponente de la sentencia que habrá de resolver el recurso de inconstitucionalidad del Partido Popular. Casas, que aguantó estoicamente aquella bronca pública de la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, y para quien se enmendó la ley reguladora del TC a fin de que conservara indefinidamente la Presidencia y su voto de calidad, ha gestionado torpemente este compromiso histórico de su institución, con un coste inconmensurable en desprestigio.

La votación de ayer en el TC tenía que haberse producido hace mucho tiempo para que el cambio de ponente no tuviera el tinte agónico que ha adquirido. Resulta un ejercicio de cinismo que la vicepresidenta primera del Gobierno vea con normalidad la designación de un nuevo ponente y el Ejecutivo especule ahora sobre nuevas fechas para el fallo, cuando ambas cosas se enmarcan en una crisis sin precedentes del TC, a la que el Gobierno ha contribuido en todas sus fases: promoviendo una ley inconstitucional -como es el Estatuto catalán-, presionando indisimuladamente para aplazar el fallo o conseguir uno lo menos desfavorable posible y, ahora, intentando normalizar ante la opinión pública lo que es una grave disfunción del sistema institucional. En todo caso, el Gobierno es consciente de que su aventurerismo con el modelo de Estado le puede pasar una factura muy costosa.

Ahora bien, el nuevo ponente no debe pagar culpas ajenas y tiene el mismo derecho que su compañera Pérez Vera a trabajar con sosiego. Lo que no tiene es tiempo, porque la estabilidad constitucional de España necesita conocer esa sentencia antes de que los efectos del Estatuto y su desarrollo legislativo pasen a ser irreversibles. Además, cabe presumir que los debates celebrados hasta el momento habrán permitido al ponente conocer con bastante precisión qué criterios para resolver el recurso del PP cuentan con un respaldo mayoritario. Si así fuera, la nueva ponencia podría estar disponible a corto plazo.


ABC - Opinión