lunes, 19 de abril de 2010

¿La rebelión de los jueces?. Por José María Carrascal

CONTRA la opinión generalizada, que considera el último intento fallido del Tribunal Constitucional de pronunciarse sobre el nuevo estatuto catalán la prueba definitiva de su fracaso, pienso que se trata de un paso adelante. Por primera vez se ha roto la «disciplina de partido», con los magistrados siguiendo la línea del partido que los eligió. Esto puede aceptarse, a regañadientes, en el Congreso, pero no en el tribunal encargado de supervisarlo, en cuyo caso se convertiría en su mera reproducción liliputiense.

Tal automatismo, como digo, se ha roto, al decidir un magistrado propuesto por el PSOE no seguir su línea, desbaratando los planes del Gobierno y volviendo locas a la ponente y a la presidenta del Tribunal, que sí la seguían, hasta que no han tenido más remedio que tirar la toalla. El nombre del magistrado que ha hecho más caso a su conciencia de ciudadano y de jurista que a quien le eligió es, digámoslo en su honor, Manuel Aragón. Si su ejemplo cunde entre los jueces, podríamos estar ante una revolución en la Justicia española, esto es, ante su plena independencia de los políticos, lo que sería una gran noticia para España. Claro que esto tendrá que confirmarse, y no ser un caso aislado.

¿Qué va a pasar ahora? Los analistas dicen que el nuevo ponente, Guillermo Jiménez, adscrito al «grupo conservador», tiene muy difícil, por no decir imposible, redactar un texto que agrade a la mayoría, al no disponer del tiempo necesario. Tendrá que hacerlo antes de las vacaciones, ya que tras ellas llegan las elecciones catalanas, que no conviene disturbar con una sentencia.

Yo no soy tan pesimista. Los miembros del Tribunal están familiarizados con el caso y está claro que el texto de doña Elisa Pérez Díaz era demasiado blando con el nuevo Estatut, al que consentía diversas inconstitucionalidades. Hay que endurecerlo. Pero si se endurece demasiado, puede que don Manuel Aragón tampoco lo acepte. De ahí que lo ideal sería que don Guillermo y don Manuel se sentaran a una mesa y podaran el borrador anterior, sin extremismos, esto es, dando a Cataluña lo que es de Cataluña, y al Estado, lo que es del Estado. Eso es lo que tiene que ser un estatuto de autonomía, no de soberanía.

¿Que los políticos catalanes iban a poner el grito en el cielo? Seguro. Ya les han oído amenazar por sólo tocar una coma. Pero también se decía que el País Vasco se alzaría en armas por la ilegalización de Batasuna, y no pasó nada. En Cataluña, menos. Todos los catalanes saben que ese nuevo estatuto es un chantaje al Estado para sacarle más, pero si no se lo dan, lo aceptarán con buen sentido. Les paso lo que decía Pilar Rahola el sábado en La Vanguardia: «El nuevo Estatut era un camino hacia la nada, un sueño de Maragall con deseos de papel en la historia, el delirio de una grandilocuencia». Le faltó sólo «y otra de esas frivolidades trágicas de Zapatero, prometiendo lo que no podía prometer».


ABC - Opinión

Adéu, Estatut. Por José García Domínguez

Hubimos de embarcarnos en un viaje a ninguna parte durante el que se pretendió olvidar que, aquí, no hay más nación que la española, ni más símbolos nacionales que los españoles, ni más sujeto de la soberanía que el pueblo español,

Si algo ha acreditado el tan tedioso asunto del Estatut es que Ortega andaba en lo cierto cuando acuñó aquello de la conllevancia, su sereno, fatal acuse de recibo de que el problema catalanista, simplemente, no tiene remedio. Razón última de que el texto aún vigente, ése que cometieran Zapatero y Mas con nicotínica nocturnidad, en nada haya atenuado el afán soberanista, de lejos ya hegemónico en el seno del nacionalismo dizque tibio. Al contrario, la reforma implícita de la Constitución forzada por la temeraria bisoñez de un oportunista miope, en lugar de aplacarlos, los galvanizó. Acaso el proceso haya servido con tal de atenuar el mortificante complejo de inferioridad identitaria que padecen Montilla y su gente, sempiternas víctimas del síndrome del realquilado con derecho a cocina. Aunque para nada más.

He ahí, enésima prueba del nueve, el surtido de performances independentistas que no cesan de promover los convergentes en cada palmo urbanizado de la nación virtual. O el cotidiano carrusel de posados insurreccionales en la prensa doméstica, festival de la charlatanería sediciosa en el que todos compiten con todos a ver quién la dice más gorda, según la ancestral norma vigente en los patios de los colegios. Al final, lo único que habrá propiciado la muy irresponsable frivolidad de Zapatero, ésa misma que ahora se apresta a corregir el Constitucional merced a algún asomo del más digno azañismo, es la eclosión de una renovada mitología victimista; el relato sentimental de otro agravio histórico, invariable carburante que desde siempre ha alimentado el imaginario del catalanismo político.

Para eso hubimos de embarcarnos en un viaje a ninguna parte durante el que se pretendió olvidar que, aquí, no hay más nación que la española, ni más símbolos nacionales que los españoles, ni más sujeto de la soberanía que el pueblo español, ni más derechos históricos que los enunciados en la Constitución española, ni más bilateralidad que la implícita en las relaciones de España con los demás Estados nacionales del mundo. En El estandarte, novela ambientada en el instante último del Imperio austro-húngaro, deplora un personaje: "A veces los hombres destruyen edificios que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada. Son capaces de quemar palacios tan sólo para calentarse las manos". Así el Solemne.


Libertad Digital - Opinión

Extrema izquierda. Por Ignacio Camacho

SI es cierto que existe en España una derecha exaltada, bronquista y autoritaria, que sabotea con su alboroto ultraconservador el proyecto de una mayoría moderada de centro, no resulta menos inquietante el surgimiento de una izquierda extremista y radical que ha cobrado vuelo bajo el impulso complaciente del zapaterismo, cómodo ante cualquier sacudida de agitación que aliente la división frentista y trate de sustituir los consensos de la Transición por una oleada de rupturismo y de discordia civil. Cada vez que ha visto amenazada su hegemonía o embarrancada su gestión al frente del Gobierno, el PSOE de Zapatero ha dado alas a la radicalización política y social con el objetivo de aislar al centro-derecha y alejarlo de cualquier expectativa de regreso al poder. Casi siempre le ha salido bien; desde las algaradas del 13-M de 2004 hasta la reciente resurrección de los fantasmas del franquismo, pasando por el Pacto del Tinell o los «cordones sanitarios», la estrategia de la confrontación funciona como catalizadora de demonios históricos que provocan la movilización de izquierdas y nacionalismos en una especie de frente común del que el presidente acaba sacando rentables réditos electorales.

El precio de esta crecida maniobrera del fanatismo ideológico consiste en el arrinconamiento de la moderación a ambos lados del espectro político y el alejamiento de la vida pública del equilibrio en que ha venido funcionando en los últimos treinta años. Tanto González como Aznar diseñaron sus proyectos de mayoría sobre el eje de la búsqueda del centro sociológico, del que Zapatero huye para dar paso a una España bipolar con graves costes de convivencia. La liquidación del espíritu fundacional de nuestra democracia no significa sólo el surgimiento de un nuevo relato dominante que remplaza el esfuerzo reconciliador de la Transición -contemplada ahora como un pacto vergonzante forzado bajo amenaza de golpe de Estado- por la exaltación de la ruptura pendiente; implica la construcción de un imaginario fundamentalista basado en el bucle melancólico de la legitimidad republicana. Es decir, se trata de abolir el principal logro de la etapa constitucional para volver a un punto crítico caracterizado por el fracaso de la concordia.

El retorno de la radicalidad ha relegado a la izquierda moderada en beneficio de un ruidoso extremismo de fetiches que se apodera de la escena con su efecto de arrastre, buscando -y en parte consiguiendo- un efecto similar en el espejo de la derecha. En este marco de crispación, el prestigio de la serenidad se hace más necesario que nunca para contrarrestar la ofuscación de un desorden intencionado. Por mucha confusión que produzca este griterío inducido, las únicas dos Españas actuales son la de una inmensa mayoría estable y sosegada y la de unas vociferantes y minúsculas facciones de agitadores oportunistas y revisionistas exaltados.


ABC - Opinión

Nubes de ceniza sobre el Tribunal Constitucional. Por Antonio Casado

De una fábrica averiada sólo pueden salir productos defectuosos.

Ese es el sino del actual Tribunal Constitucional (un recusado, un fallecido, cuatro caducados y todos a la greña entre sí) y del Estatuto de Autonomía de Cataluña, cuya constitucionalidad ha sido puesta parcialmente en duda por el PP, el Defensor del Pueblo y cinco Comunidades Autónomas. El futuro del Tribunal y del Estatut no puede, pues, estar más oscurecido. Tanto sus partidarios como sus detractores han arrojado sobre él nubes de ceniza. Ahora ya da igual que haya cambio de ponente o no, que se renueve o se deje de renovar la composición del Tribunal, o que haya sentencia antes o después de las elecciones catalanas. Su imagen está completamente arruinada.

No solo su imagen. También su legitimidad de ejercicio ha quedado seriamente dañada por la indebida prolongación del mandato de un tercio de sus miembros y la estúpida reyerta PSOE-PP que impidió su renovación hace casi dos años, cuando el PP acababa de presentar su recurso contra 114 artículos, nueve disposiciones adicionales y dos disposiciones finales del Estatut, por entender que éste es una especie de Constitución paralela que, entre otras cosas, pone en duda el dogma de la soberanía nacional única e indivisible.

No se acometió cuando tocaba la renovación de los cuatro magistrados que agotaron su mandato en diciembre de 2007, la presidenta del Tribunal, Maria Emilia Casas, entre ellos. Esa circunstancia ha contribuido a valorar políticamente las posiciones de los magistrados sobre el Estatut en función de un encuadramiento previo, según hubieran sido propuestos por el PSOE o por el PP. Llegados al punto, lo mejor que podían hacer esos cuatro magistrados es dimitir. Por su propia estima y, sobre todo, porque así obligarían al Senado a hacer los deberes que debió haber hecho hace dos años y medio.

Es lo que este fin de semana el presidente de la Generalitat, José Montilla, ha reclamado telefónicamente tanto al presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, como al líder del principal partido de la oposición, Mariano Rajoy… sin ningún éxito. No habrá renovación del Tribunal porque ni Zapatero ni Rajoy quieren que la haya antes de las elecciones catalanas del otoño próximo. Ni renovación ni sentencia sobre la constitucionalidad del Estatut. Ni la querían ni la quieren, tal y como se han puesto las cosas, descartada ya toda posibilidad de fallo favorable a la constitucionalidad del texto. Si en la votación del viernes el disputado voto del progresista Manuel Aragón tumbó una ponencia “progresista” (Elisa Pérez Vera), por quedarse corta en el asunto de la “nación”, se supone que el mismo voto volverá a tumbar, por pasarse, la ponencia “conservadora” de Guillermo Jiménez cuando éste la presente.

Ante semejante panorama (inconstitucionalidad parcial, más o menos amplia, del texto) no es extraño que ni PSOE ni PP quieran sentencia antes de las elecciones catalanas. Los socialistas se derrumbarían en las encuestas. No olvidemos que el Estatut fue la obra predilecta de Zapatero y Maragall. El PP, por su parte, perdería cualquier posibilidad de pacto con CiU, amén de quedar estigmatizado como responsable del recorte del Estatut. Sería como alfombrar el camino de retorno de los nacionalistas al poder, a lomos de su caballo preferido: el victimismo.


El Confidencial - Opinión

Bono y la hipócrita izquierda acaudalada

Efectivamente, lo indecente no debería ser tener, sino delinquir, pero precisamente quienes han convertido en un rasgo sospechoso e indecente el tener han sido las izquierdas todas.

La hipocresía, hacer lo contrario de lo que se predica, nunca ha sido considerada una virtud social. Aunque puede tener su relevancia evolutiva –por aquello de defender lo que se considera positivo aun cuando uno no sea lo suficientemente fuerte como para cumplirlo–, en general suele ser una estrategia para medrar a costa de los demás; un reprimir al prójimo mientras uno disfruta libre de ataduras. El propio Jesucristo critica en numerosas ocasiones a los fariseos, a los hipócritas, quienes "purifican por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña y maldad" (Lucas 11, 39).

La izquierda ha hecho de su odio a los ricos una de sus señas de identidad. Herederos de una empobrecedora –moral, intelectual y económicamente– tradición marxista, han considerado la riqueza como el fruto de la explotación del obrero y no como el resultado de haber generado prosperidad, bienestar y satisfacción para millones de consumidores. El rico siempre se encuentra bajo sospecha y, precisamente por ello, merece ser objeto de todo tipo de coacciones y exacciones. Ayer mismo, el líder de IU, uno de esos partidos sin ninguna idea buena que gracias a la calamitosa gestión de Zapatero y a su demagogia sobre la crisis parecen estar ganando algo de oxígeno, acusaba al Gobierno de "tener miedo" a los ricos de este país, reclamándole que actuara contra ellos.


Por supuesto, cuando la izquierda reclama dureza contra los ricos nunca piensa en la riqueza que han amasado los propios políticos gracias –y dejando de lado la corrupción– no a haber servido a los ciudadanos, sino, en la inmensa mayoría de las ocasiones, a haberles esquilmado y dificultado sus vidas. Ahí tenemos a toda la "izquierda caviar" nacional –desde nuestros autodenominados "intelectuales" a los empresarios afines al PSOE– e internacional –desde los Castro a Slim, pasando por los actores hollywoodienses– que es inmune a estas peticiones de arrimar el hombro y la cartera. Al parecer, toda su riqueza tiene un justo origen gracias a la pureza ideológica del propietario.

El Gobierno socialista lleva meses clamando contra la avaricia y la búsqueda desenfrenada de beneficios con tal de justificar su lamentable gestión de la crisis. La proclama del Ejecutivo y de los sindicatos (que tanto monta) es que no hay que dejar que los ricos se aprovechen de la crisis y que el coste de la misma no deben soportarla unos trabajadores que no la han causado.

Parecía, pues, que haber amasado un mínimo patrimonio le convertía a uno en sospechoso de haber pegado un pelotazo inmobiliario o de haber corrompido a alguna administración local. Tal era la disyuntiva que el delirante discurso de la izquierda estaba planteando.

Y hete aquí que una vez hemos descubierto que José Bono, uno de estos defensores de las clases pauperizadas, poseía un patrimonio familiar de difícil cuantificación en el que se incluyen un piso de un millón de euros en el centro de Madrid, una lucrativa compañía hípica, un ático en el barrio de Salamanca, el más caro de la capital, dos áticos más en Estepona, una joyería en Albacete y unos ingresos anuales superiores al millón de euros, el presidente del Congreso sale a la palestra a declarar que lo "indecente no es tener, sino robar".

Efectivamente, lo indecente no debería ser tener, sino delinquir, pero precisamente quienes han convertido en un rasgo sospechoso e indecente el tener han sido las izquierdas todas. Y quienes habían enarbolado como una de sus banderas de cambio la transparencia y el buen gobierno habían sido los actuales socialistas, quienes incluso sacaron adelante una ley con tal nombre con el único propósito de reírse de todos los españoles a través de una declaración patrimonial claramente incompleta.

La cuestión es por qué si Bono considera que "tan honrado o miserable puede ser quien gana 10 como quien gana 1.000", se ha tomado tantas molestias en ocultar que ganaba no 1.000, sino un 1.000.000. Por qué ha tenido que asignar la propiedad de una joyería a una niña de 10 años, sin capacidad civil para obrar y dirigir una compañía. Por qué ha descalificado a quienes sacaban a relucir el patrimonio que él mismo manipulaba como "calumniadores de extrema derecha". Por qué, en definitiva, se comportaba como los fariseos haciendo lo contrario de lo que afirmaba. Porque si este asunto es sólo cuestión de una decencia que él entiende no mancillada, no hay razón para mentir durante tanto tiempo sobre su auténtica situación patrimonial.

Claro que tampoco se entiende por qué semejante mascarada hipócrita ha contado con la complaciente defensa de tantos miembros del PP, desde el alcalde de la ciudad donde Bono cuenta con algunos de sus mejores inmuebles, Alberto Ruiz Gallardón, hasta el presidente de Nuevas Generaciones, Nacho Uriarte, quien supuestamente tuvo que autocensurar su panegírico al ex ministro de Defensa. Una de dos: o algunos dentro del PP no quieren hacer oposición o esperan tapar la hipocresía propia encubriendo la ajena; dos hipótesis no excluyentes.


Libertad Digital - Editorial

La ruina institucional. Por Angel Expósito Mora

Aquí alguien se está volviendo loco o nos estamos volviendo locos todos. Lo que construyeron los padres de mi generación está siendo destruido sin consideración alguna; a lo bestia, paso a paso.

España va camino de un deterioro institucional sin precedentes, porque lo ocurrido el pasado martes en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid en contra del Tribunal Supremo, y en supuesto apoyo al juez Baltasar Garzón del que él mismo reniega, supone un antes y un después en el desbarajuste de los cimientos del Estado. Más allá de ideologías y de Gobiernos concretos o de partidos políticos y líderes con nombres y apellidos, lo que está pasando en España debería hacernos pensar. Es más, debe preocuparnos.

Que todo un rector, nada más y nada menos que el rector de la Universidad Complutense de Madrid, amparara la humillación del Tribunal Supremo no sólo fue un disparate, ¡qué va!, fue un punto de inflexión. Porque se trata de quien debería ser una de las figuras más importantes del sistema educativo español, si no la mayor. Y si al rector le acompañaban un ex fiscal jefe anticorrupción, un secretario de Estado -y mucho más que supone en el seno del PSOE- y los líderes de los sindicatos mayoritarios, entonces estamos hablando no de un paso más en la desinstitucionalización, sino de una zancada hacia no se sabe dónde.


Insisto; no considero que se trate de una cuestión ideológica. Es mucho más importante. ¿Nos imaginamos al rector de la Universidad de Nueva York y a un ex fiscal de los Estados Unidos acompañados de los principales sindicatos norteamericanos impasibles y aplaudiendo ante la acusación de que el Tribunal Supremo de su país está formado por jueces corruptos, fascistas y/o torturadores? ¿Nos imaginamos a esos mismos señores, junto a alguna actriz -que no se pierde una, por cierto- riendo y felicitándose bajo una bandera que no fuera la de barras y estrellas, como aquí ocurrió con una farsa de bandera republicana? Y sigo con mis preguntas sin respuestas serias: ¿nos podemos llegar a imaginar a un político alemán presionando y hasta ridiculizando a su Tribunal Constitucional? ¿Y a un político francés ocultando lo que sus Fuerzas Armadas hacen y por lo que sangran, literalmente, en cualquier teatro de operaciones del mundo?

Pues aquí, sí. Aquí nos carcajeamos a la cara del Tribunal Constitucional, si bien es cierto que el propio Alto Tribunal ayuda mucho al esperpento, no reconocemos por extraños complejos a nuestros soldados muertos en combate, aplaudimos y nos reímos ante una farsa de bandera española y, para colmo y fin de fiesta, hay quien llama corruptos, fascistas y torturadores a los magistrados del Tribunal Supremo de España. Sí, sí, a los magistrados del Tribunal Supremo de España. Se me cae la cara de vergüenza hasta de tener que escribirlo. Porque aquí, en esta piel de toro, un sindicalista grita en público que el gobernador del Banco de España ha de irse «a su puta casa» y no pasa nada -ver ABC del 11 de octubre de 2009-, exactamente igual que pintarrajeamos una bandera o insultamos a los jueces. ¿No nos estaremos volviendo todos locos?

No se trata únicamente de buscar culpables, que también, sino de plantear un problema en el que, como siempre, se puede repartir leña para todo el mundo. Por un lado, los medios de comunicación porque participamos en esta orquesta absurda de dimes y diretes, si bien es cierto que unos más que otros; por otra parte, la política y sus representantes, porque no dan la talla al negarse a exclamar a los cuatro vientos la gravedad del problema, más bien todo lo contrario, y a la vez alimentan la insensatez por un interés electoral de pasado mañana. Y, cómo no, las propias instituciones que profundizan como nadie en su desprestigio. Los ejemplos abundan, pero me detengo en las togas porque el espectáculo del Tribunal Constitucional resulta inenarrable y, lo que es peor, irrecuperable para generaciones futuras. Y porque sobre el Tribunal Supremo se ha vertido un escupitajo enorme e injusto, un insulto incalificable hacia quien lo preside. Y así, hasta el Banco de España, la Universidad... Por favor, que alguien explique cómo podremos argumentar a unos chavales españoles recién llegados a estas mismas facultades universitarias que hay que respetar los valores y los principios, si todo un rector de la Complutense hace lo que hizo. O cómo vamos a pedir respeto por la bandera o por la Nación, si el Constitucional no publica una sentencia porque a alguien no le conviene. Y me repregunto: ¿cómo podemos estar tan ciegos ante el deterioro desesperado al que estamos sometiendo a las Instituciones, a las columnas vertebrales que sustentan el Estado, que soportan a España y a los españoles?

El periodista, médico y, sobre todo, pensador Joaquín Navarro Valls me dijo meses atrás que el problema de la juventud no es su propia falta de valores, que también, sino la escasez y ausencia de esos mismos valores entre los padres de esos jóvenes. Es decir, entre nosotros, -otra vez, ver ABC del 9 de septiembre de 2009- y tiene toda la razón. Porque lo que estamos haciendo o, mejor dicho, lo que estamos destruyendo se lo vamos a dejar a ellos. Y serán ellos los que se acaben marchando de España o nos terminen echando de las ruinas restantes. Junto a un buen amigo pude reconstruir hace un par de días la infancia de nuestros padres. Uno, su padre, tuvo durante media existencia la cara atravesada por un agujero causado por un balazo durante la Guerra Civil, que le perforaba desde una mandíbula hasta el lado opuesto del cuello. El otro, mi padre, se ataba a las espinillas, con cuerdas de pita, las suelas que encontraba en la basura de un Madrid de la posguerra para fabricarse su propio calzado. Décadas después, el uno y el otro, y otros tantos millones de españoles, produjeron una Transición democrática envidiable y fabricaron un armazón institucional que ha sido ejemplo en el mundo entero y que milímetro a milímetro estamos derrumbando. Sin cortarnos un pelo. Sin vergüenza alguna y sin medir las consecuencias.

De seguir así, a nuestros hijos no podremos explicarles el desastre, pero hay algo peor: ¿cómo les diremos a nuestros padres lo que hemos sido capaces de destruir en un abrir y cerrar de ojos, cuando a ellos les costó su sangre, su libertad, su esfuerzo, sus renuncias y la vida entera? Es necesario más que nunca un refuerzo de las Instituciones españolas antes de que sea demasiado tarde. Desde la política, desde las propias sedes institucionales y desde estos nuestros medios, los que podamos debemos clamar por el respeto y por el afianzamiento de los valores de nuestros padres, que, desde cualquier color, nos hicieron a nosotros y reconstruyeron esta España desde la más repugnante de las guerras.

Y lo vamos a hacer, porque o metemos esa marcha atrás en esta enloquecida carrera hacia el precipicio o nuestros hijos nos dirán, sin reparar en ideologías ni en partidos, y escupiéndonos en los libros de Historia: «Papá y mamá, habéis destrozado lo que hicieron los abuelos». Y, para nuestro ridículo, tendrán razón.


ABC - Opinión

Manifiesto por la reforma del Estado de las Autonomías

Por la reforma del Estado de las Autonomías

Queremos una reforma constitucional que redefina el actual modelo de descentralización política y administrativa, modifique la ley electoral, y asegure la igualdad entre todos los españoles.

Ha llegado la hora de afirmar sin titubeos que el Estado de las Autonomías es el inmenso error que nos está conduciendo a la ruina, a la división entre los españoles y a la desintegración de la unidad patria. El Estado de las Autonomías, en su concepción actual, impide la recuperación y el desarrollo económico de nuestra nación y contribuye de forma probablemente irreversible a la destrucción de la igualdad, la cohesión y la solidaridad que son fundamentales para el sostenimiento de la integridad de la nación española.

El Estado de las Autonomías y su altísimo e injustificado coste es el problema nuclear de la actual crisis. La atomización de leyes dispares, la existencia de políticas económicas, sociales, sanitarias, fiscales y sobre todo en materia de educación diferentes, resta fuerzas al Estado y por lo tanto lastra nuestras posibilidades de salir rápidamente de la actual crisis, a diferencia de otros Estados europeos. El Estado autonómico, justificado tanto por los partidos nacionales (PSOE y PP) como por los nacionalistas, constituye el gasto más importante, con diferencia, de nuestro presupuesto y la razón fundamental de nuestro déficit público; es por lo tanto la partida que precisa de un ajuste inmediato, cuando no de su eliminación.


El goteo permanente de cesión de competencias, junto con una ley electoral que termina por favorecer a las minorías independentistas - siempre desleales con el resto de España - nos hace preguntarnos ¿Cuál es el final del Estado de las Autonomías? ¿La desmembración misma de la Nación?

El Estado de las Autonomías, por su propia naturaleza, aspira a incrementar constantemente sus techos competenciales en una espiral perversa y sin fin que nos lleva, desde hace décadas, a la ruptura de la unidad de mercado y lo que es peor a la ruptura del modelo de Estado basado en la indisoluble unidad de España, tal y como se recoge en el artículo 2 de la Constitución Española.

Por todo ello llamamos, por encima de partidos, plataformas o foros a la hermosa tarea de soñar de nuevo en España, de refundar España bajo premisas generosas que nos devuelvan el orgullo y la alegría de trabajar en un proyecto común, lo que necesariamente pasa por una reforma constitucional que redefina el actual modelo de descentralización política y administrativa, modifique la ley electoral, blinde la unidad de España y asegure la igualdad entre todos los españoles, con independencia de su lugar de nacimiento o residencia.

Abril de 2010


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