miércoles, 21 de abril de 2010

La impostura, en el manual de la clase política. Por Antonio Casado

Mentirosos. Como los actores. Con una diferencia: en el teatro la impostura es la excelencia.

El buen actor es el que mejor nos engaña sobre el escenario al ponerse el disfraz de otro. Es decir, al representar personalidades o conductas ajenas. En el político, sin embargo, la impostura es un fraude al público soberano que paga su entrada no para celebrar la farsa, como en las comedias, sino para que le digan la verdad. Aún así, siempre habrá gente dispuesta a retribuir la habilidad para el engaño de algunos políticos al uso. “Es un profesional”, se dice del que sabe aprovechar la postura del abrazo para asestar la puñalada, o del que recurre a palabras mayores para lograr objetivos menores.

Demasiados profesionales en la nómina política nacional. Empezando por Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, el titular y el aspirante, que compiten en reverencias a un averiadísimo Tribunal Constitucional. Sólo pretenden frenar la espantada de los cuatro magistrados que agotaron su mandato hace casi dos años y medio. Pero no tienen la gallardía de admitir que ninguno de los dos, ni el Gobierno ni el PP, quieren sentencia antes de las elecciones catalanas del otoño que viene por no darle hecha la campaña a los nacionalistas.


Ni sentencia ni renovación del Tribunal. No les interesa a ninguno de los dos. Sin embargo, han de disimularlo con apelaciones al respeto de la institución y a la legitimidad del mandato de sus miembros, aunque hayan agotado con creces los nueve años convenidos en el ordenamiento constitucional. Eso carece de importancia. Importan los votos y el mapa del poder que alumbren las elecciones catalanas, no la constitucionalidad o inconstitucionalidad del Estatut decidida por un Tribunal que, diga lo que diga en su sentencia, ésta saldrá con muchos defectos de fábrica. Y para eso no tienen ninguna prisa. Ni el PSOE ni el PP. Pero lo disimulan y nos toman el pelo.

Más de lo mismo si miramos hacia el caso Garzón. En este caso, la impostura se perpetra bajo las togas cardenalicias de la Magistratura, inmediatamente jaleada por los muchos enemigos del juez que posaba demasiado (copyright Rigalt). Se molestan algunos porque tiende a relacionarse la presunta prevaricación que le imputa el Tribunal Supremo, en la más ruidosa de las tres causas abiertas por el mismo motivo contra el juez, con su empeño de perseguir penalmente al franquismo. Eso no responde a la verdad, replican. E inmediatamente te explican que a Garzón se le está juzgando no por depurar viejos delitos, no porque los que le tienen ganas quieran darle un escarmiento, sino por burlarse de la ley o forzarla conscientemente, al margen del contenido material de la investigación que estaba instruyendo respecto a los crímenes franquistas.

El procedimiento como excusa. Eso si que es burlarse de las leyes y, sobre todo, del sentido común del común de los mortales. Lo último es lo de Navarra, donde el Gobierno de la Comunidad anuncia un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley del Aborto ¿En defensa de la vida? ¿Porque los navarros no quieren ser cómplices de asesinato? No, sino porque el Gobierno central ha invadido competencias del gobierno autonómico de Navarra. En vez de decir las cosas por derecho, hay que ponerse la careta. Continuará.


El Confidencial - Opinión

El insostenible despilfarro autonómico

Mientras que las comunidades son "autónomas" para decidir en qué se gastan o malgastan el dinero del contribuyente, no lo son sin embargo para responsabilizarse ante ellos del costo político que supone su recaudación.

Si bien la austeridad y la contención del gasto público deberían ser objetivos esenciales para todas las administraciones públicas, el estudio "El coste del Estado Autonómico", que acaba de publicar la Fundación Progreso y Democracia, deja en evidencia hasta qué punto ese objetivo es prioritariamente exigible a nuestras despilfarradoras comunidades autónomas.

Aunque sus autores insisten en que es sólo una primera aproximación al problema, el estudio mide de una forma muy gráfica y objetiva la eficiencia y eficacia de nuestras administraciones autonómicas, entendiendo por tales conceptos, en primer lugar, la relación entre el presupuesto gestionado por cada comunidad y la parte de ese presupuesto que se dedica a su propio funcionamiento. La eficacia, por su parte, se mediría en función de la relación entre el dinero que cada comunidad autónoma gasta y el desarrollo del PIB de su región.


Tomando como base de referencia, no un ideal teórico sino lo que hacen las tres comunidades más eficientes, el estudio llega a la conclusión de que si todas las comunidades fuesen tan eficientes como ellas en el terreno del gasto corriente y del personal, se podrían ahorrar nada menos que 26.108 millones de euros, es decir un ahorro del 2,6% del PIB nacional obtenido sólo por mejoras de funcionamiento interno.

Los autores del estudio –es importante insistir en ello– ni siquiera reclaman una reducción de servicios públicos, sino que se limitan a poner en evidencia las duplicidades, redundancias y excesos a los que nos ha llevado el Estado de las Autonomías; un despilfarro que explican por la falta de responsabilidad que tienen, ya que nadie analiza ni fiscaliza su funcionamiento.

Aunque los autores proponen una gran reforma que pasa por cambios en la Constitución, pero también por otros aspectos como dotar a la administración central de herramientas para controlar el gasto autonómico o despolitizar los Tribunales de Cuentas, nosotros querríamos señalar además el irresponsable sistema de financiación autonómica como una de los principales causantes del mal funcionamiento de las comunidades. Y es que mientras que las comunidades son "autónomas" para decidir en qué se gastan o malgastan el dinero del contribuyente, no lo son sin embargo para responsabilizarse ante ellos del costo político que supone su recaudación. Así, mientras la administración central debe soportar el coste en términos electorales que implica una política fiscal expansiva, las comunidades autónomas se dedican tan sólo a gastar el dinero que le transfiere la administración central. Así se anulan en la práctica los controles al gasto que sí podría generar una auténtica descentralización liberalizadora y competitiva como la que se daría si cada autonomía fuera la responsable de recaudar aquello que pretende gastar.

Y es que al margen de los controles de cuentas que se pudieran aplicar desde arriba a los gobernantes autonómicos, deberían ser los propios ciudadanos los que al votar –también con los pies– pudieran responsabilizar desde un punto de vista fiscal a sus gobernantes autonómicos.

Esperemos que este estudio contribuya también a cuestionar y corregir un diseño mal planteado de la financiación autonómica, que explica de manera decisiva la triste realidad del exceso de regulación y de gasto en el que se ha convertido este ineficaz e ineficiente Estado de las Autonomías.


Libertad Digital - Editorial

Montilla, perdido en su laberinto

LA pretensión de los socialistas catalanes de convertir la imposible renovación del TC en el argumento con el que paliar el fracaso de su apuesta por un Estatuto de autonomía con taras de inconstitucionalidad sólo demuestra el estado febril de ansiedad e inseguridad con el que José Montilla encarará la campaña electoral.

Durante la tramitación del Estatuto, fueron muchas las veces que el PSC demostró soberbia en la convicción de que el control político del TC anularía sin problemas cualquier discusión jurídica de fondo. Ahora, cuando el TC ha dejado entrever por fin la derrota del proyecto territorial más desintegrador e insolidario para cuantos el PSOE ha regalado irreflexivamente su voto, la rabieta del PSC le desnuda. Primero, porque el PSC reconoce que el suyo no es un fracaso individual, sino una derrota colectiva de los socialistas que ha retratado con toda crudeza la endeblez de Zapatero en el manejo de los resortes del poder. Segundo, porque deja traslucir en su rabieta que Zapatero no tiene intenciones de asumir su propia responsabilidad -mayor aún que la del PSC- ni el menor reparo en fagocitar a Montilla. La irritación del PSC con Zapatero es perfectamente comprensible -se suma al nutrido colectivo de personas y partidos que se dicen engañados o defraudados por él-, pero antes debió medir mejor sus pasos. El precio pagado para no dañar irreversiblemente la Constitución y mantener la credibilidad de las instituciones está siendo brutal.

Ahora, el PSC se enfrenta a una estrategia peligrosa para sus intereses porque distanciarse del PSOE le puede suponer un desgaste de imprevisibles consecuencias que sólo favorecerá a CiU. Recusar ahora a los magistrados del TC con mandato en prórroga sería una irresponsabilidad abocada a otro fiasco. Más allá del oportunismo político y la desesperación, Montilla debería recordar que la recusación es un instrumento jurídico tasado, sometido a circunstancias jurídicas objetivas y a plazos. Cualquier recusación hoy sería absolutamente extemporánea, e incluso cabría imputar mala fe a los socialistas catalanes. El ventajismo político, los caprichos electoralistas y la manipulación jurídica de la realidad, por cruel que sea para el PSC, no son motivos de recusación. Tampoco el PSOE tiene legitimidad hoy para presumir de pulcritud política o higiene institucional negando que vaya a alterar las reglas del juego. Ya las alteró en 2007 con la «enmienda Casas», viciando de origen el debate. Es natural que CiU observe con deleite el laberinto en el que se han encerrado los socialistas y que, incluso, se permita el lujo de fingir liderar una campaña de defensa del Estatuto mientras ve hundirse a Montilla, convertido en la enésima víctima de Zapatero.

abc - Editorial