jueves, 22 de abril de 2010

Samaranch y la memoria. Por Hermann Tertsch

ENTERNECÍA ayer el zapear por las cadenas amigas de la secta socialista del Gobierno en las que dominaban por completo la información dos cuestiones principales. No eran otras, por supuesto, que la muerte de ese gran español, siempre hábil e inteligente, que fue José Antonio Samaranch, y por otro lado el debate parlamentario habido por la mañana, tumultuoso y agresivo.

Los panegíricos -discursos o composiciones poéticas de tono solemne en los que se alaba a una persona de gran relevancia, como un héroe, un santo o un poderoso (diccionario de la lengua)- por Samaranch no tenían fin. Héroe, santo o poderoso o las tres cosas a la vez ha sido para nacionalistas y socialistas este español longevo que ha tenido una vida completa, consumada y feliz siempre arrullado por la suerte, el bienestar, sus habilidades y por el poder. Ha tenido este hombre sin duda extraordinario una existencia que ha sido un lujo. Descanse en paz. Sus méritos a favor de España, desde su embajada en Rusia a traer los Juegos Olímpicos a su ciudad natal Barcelona, están siendo recordados sin cesar y con mucha razón.

Pocos, sin embargo, entre los generadores de loas a pleno rendimiento nos hablan del Samaranch como alto cargo de la Falange Española y de las JONS. También entonces él pensaba que servía a España con Franco, como después sirvió tan bien al socialista Pascual Maragall a transformar y modernizar totalmente la ciudad de Barcelona gracias a las Olimpiadas. Entre 1955 y 1962 fue concejal de Deportes en Barcelona, y de 1966 a 1970, delegado nacional de Educación Física y Deportes, en plena dictadura franquista, de cuya elite fue un miembro destacado en Cataluña. Asimismo, fue procurador en Cortes de 1967 a 1977 y presidió la Diputación de Barcelona entre 1973 y 1977, hasta su nombramiento como embajador en la Unión Soviética. Es decir, que con ese pasado parece un terrible despiste del juez Baltasar Garzón que no lo pusiera en su famosa lista cuando era obvio que Samaranch vivía mientras todos los demás buscados estaban ya en el más allá.

Curioso lo olvidadizos que son los de la memoria histórica cuando les conviene. Y qué bonita ironía que mientras todos los medios socialistas ensalzaban a este falangista de postín durante la dictadura, el vicepresidente del PSOE arremetía contra el Partido Popular en el Parlamento por «apoyar a la Falange» en el caso de la prevaricación aún presunta y múltiple contra el juez Garzón. Ese juez cuyos defensores no hacen sino repetir por todo el mundo la mentira de que es juzgado por antifranquista o adalid en defensa de las víctimas de la guerra civil, y no por prevaricación y por sospechas de complicidad pecuniaria con algunos encausados a los que salvó él del juicio. Curioso país este donde las instituciones gubernamentales hacen causa común con un juez encausado y lanzan una campaña de difamación contra los jueces de los más altos tribunales del Estado. Resulta que la Falange de hoy, que serán cuatro gatos, supongo, pero al fin y al cabo ciudadanos como todos los demás y sus mismos derechos, no pueden pedir justicia a secas. ¿Se les quiere privar de los derechos por lo que piensan? ¿Con lo exquisitos que somos en los derechos de los etarras y asesinos de menores? Grotesco este país donde el presidente del Congreso, el gran mago inmobiliario, retrasa un acto para mostrar su entusiasta solidaridad con un juez inculpado en tres casos que además llega tarde a las citas. Igual que llega tan tarde a ver tantos papeles pendientes que a veces se le van de rositas unos narcotraficantes. Por supuesto, Bono fue el primero en hacer una apología incontinente de la figura de Samaranch. En fin, señores, quede claro que mi respeto por el señor Samaranch y su trayectoria es máximo. Como lo es por tantos hombres y mujeres que lograron desde dentro y fuera del pasado régimen una transición pacífica a la democracia. Pero tiene gracia que aquellos que ahora agitan el fantasma de la Falange cuando no es nada se olviden o oculten que Samaranch fue mucho en la Falange cuando ésta lo era todo.


ABC- Opinión

España, la hermana pobre de Grecia. Por Juan Ramón Rallo

¿Por qué ZP presta a Grecia al 5% cuando puede hacerlo a Alemania al 3%? ¿Ha colocado también su propio dinero en deuda griega? ¿Por qué entonces obliga a los españoles a que dilapiden el suyo en las turbias finanzas helenas con recochineo de por medio?

Si uno no tomara ya a Zapatero por el pito del sereno, por una persona que sólo sabe intercalar mentiras y disparates en sus discursos, el hecho, entre grotesco y ridículo, de que el presidente del Gobierno de España afirme que debemos dejar de comparar a España con Grecia para no perjudicar al país heleno, sería para expatriar inmediatamente capitales.

Sin embargo, por fortuna sabemos que nuestra economía no está tan mal como la de Grecia, aunque un par de años más de Zapatero al frente del Ejecutivo podrían acercarnos al temido escenario. Porque sí, Grecia tiene una deuda pública que asciende a más del doble de la española, pero España tiene una deuda privada que es más del doble de la de Grecia.


En agregado, nuestra economía muestra un apalancamiento mayor que el de Grecia, sólo nos salva que el sector privado tiende a poseer una disciplina sustancialmente superior a la del público. En Grecia es el Estado quien tiene riesgo de quiebra y éste sigue gastando muy por encima de lo que tiene y puede llegar a tener en los próximos 20 años; en España es el sector privado quien atraviesa dificultades y, mal que bien, está tratando de solventarlos mediante crecientes niveles de ahorro destinados a desapalancarse y adquirir algo de solvencia.

Es por esto que la herencia económica que Zapatero está legando a los españoles sí podría llegar a asustar a los griegos: el eslabón débil de nuestra economía –familias, empresas y bancos– se ve subyugado por regulaciones absurdas que le impiden reajustarse y recuperar competitividad y, para más inri, el Estado no ceja de endeudarse a ritmos históricos, arramblando con un ahorro privado que podría haber ido dirigido a financiar proyectos empresariales o a reducir aún más el endeudamiento, y a subirles los impuestos a todos aquellos que todavía siguen realizando alguna actividad productiva en el mercado (ya sea consumir, invertir, buscar y encontrar un trabajo...).

Tan absurda es la política presupuestaria del Ejecutivo que se concede el lujo no sólo de contribuir al rescate de Grecia, sino de vanagloriarse de que ganaremos dinero con la operación. Por supuesto, todos los gobiernos europeos entran en el plan de rescate como un cordero en el matadero porque van a forrarse con la operación. Del mismo modo, los mercados financieros deben de estar exigiéndole a Grecia un tipo de interés que casi duplica aquel con el que se contenta Zapatero porque no saben del tema: sólo nuestro Gobierno tiene la visión suficiente para comprender el muy lucrativo negocio que supone prestarle al 5% a un país casi quebrado. Desde luego, ZP ni ha leído ni ha oído hablar del padre de la inversión, Benjamin Graham, quien en su gran obra Security Analysis sentenciaba:

Dado que los bonos son una inversión con un rendimiento limitado, nuestro objetivo principal debería ser el de evitar perder dinero: la selección de qué deuda adquirir es esencialmente un arte negativo. Es el proceso de excluir y rechazar más que el de buscar y aceptar.

Si hiciéramos caso a Graham (y deberíamos) podríamos plantearnos unas graciosas preguntas. ¿Está diciendo Zapatero que ha elegido juiciosamente invertir en deuda pública griega después de un proceso de purga de las alternativas inferiores? ¿Acaso ha intentado minimizar las posibles pérdidas de capital? ¿Por qué entonces presta a Grecia al 5% cuando puede prestar a Alemania a valores cercanos al 3%? ¿Ha colocado también su dinero, el de su mujer y el de sus hijas en deuda griega? ¿Por qué en ese caso obliga a los españoles a que dilapiden el suyo en las turbias finanzas helenas con recochineo de por medio?

Por supuesto que Zapatero no habrá puesto ni un euro de su bolsillo para "especular" en deuda griega, aunque me barrunto que tampoco lo habrá hecho con deuda pública española. Tal vez porque espera seguir gobernando y, en tal caso, incluso la griega podría ser un mejor refugio.


Libertad Digital - Opinión

Pacto de perdón y no de olvido. Por Valentí Puig

¿QUIÉN no anda harto de ver representado el pasado de la España moderna como una cuestión de buenos y malos, de vencedores y vencidos?

Editoriales publicadas por «The New York Times» y el «Financial Times» en defensa del juez Garzón son ilustrativos de un nuevo desentendimiento respecto al proceso que llevó a España del régimen autoritario de Franco a la plena democracia. Es complementario que, durante años, baluartes de la buena información como la BBC se negasen a presentar a ETA como un grupo terrorista.

Lo que se colige de las críticas de medios internacionales al encausamiento de Baltasar Garzón es que una España todavía secuestrada por los demonios del franquismo ha querido negar su más negro pasado y que finalmente ha aparecido un juez con la misión de rescatar del olvido a las víctimas. Pintoresca suposición: la Historia escrita desde los años sesenta para acá sería una manipulación del régimen franquista, como si desde entonces no se hubiese investigado todo lo que había por investigar. Es más: podría decirse que en los años intensos de la Transición la mayor parte de la historia publicada tuvo un tono más antifranquista que pro franquista.


El consenso constitucional de 1978 fue un pacto para la concordia y el perdón, no para la desmemoria o el olvido. A nadie se le pidió que encerrase en el armario los cadáveres de la guerra civil, ni que dejase de honrar la memoria de sus muertos en aquella infausta catástrofe civil. Podrá argüirse que desde la posición de vencedor el franquismo enalteció a sus muertos mientras que los muertos de la República permanecían en el más trágico de los limbos. Y también es cierto que para los muertos en zona republicana, ya muertos, la soledad era la misma, y el desconsuelo de las familias también. Ni los mayores agasajos hubiesen podido resucitar a aquellas víctimas de la intolerancia y, en no pocos casos, de la represión religiosa. Todo eso quedó entendido casi a la perfección. Fue metabolizado. Se promulgaron las leyes de amnistía y una mayoría abrumadora votó a favor de la Ley para la Reforma Política. Las Cortes franquistas se autodisolvieron. Lo comprendieron muy bien los viejos exiliados cuando regresaron a la muerte de Franco y dieron su respaldo a la Corona y a la reconciliación.

En ejercicio de su soberanía y de su experiencia intransferible de la Historia, cada país tiene derecho a cerrar sus heridas como cree más adecuado y toda familia tiene el derecho inalienable a honrar y enterrar a sus muertos. En verdad, el modelo de Transición española inspiró otros procesos similares. Fue analizada como transcurso histórico-político sólido y efectivo. Y es ahora, con Zapatero en el poder, cuando la prensa internacional vuelve a confundir la concordia con el olvido.

¿Cambio generacional en los despachos del editorialismo? Sobre todo, irresponsabilidad del presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero. Él ha alimentado unas percepciones tan desviadas, a costa de polarizar y dividir. Pudiendo hacerlo, el PSOE no se ha negado a retroalimentar el maniqueísmo de Garzón. ¿Es postulable que se deba a un simple desconocimiento de la Historia o a una revisión heroica en la que sólo la izquierda tiene derecho a ostentar la legitimidad moral de la vivencia colectiva? Para sus críticos más frontales, se trata de una manipulación elemental sin mayor horizonte que el electoralista. Como sea, lo más grave es que la Transición democrática, antes considerada mundialmente como paradigma de concordia, se reformule como otra impostura de Caín.


ABC - Opinión

Nunca se está demasiado frustrada. Por Cristina Losada

La gran oferta de la izquierda posmoderna a los insatisfechos de las sociedades prósperas consiste en una serie de actitudes que permiten despersonalizar el fracaso y esconder, cuando llega, el triunfo. Demasiado burgués, el éxito.

Los cronistas de sociedad sitúan en los años sesenta el origen de un dicho según el cual "una mujer nunca está lo suficientemente delgada ni es lo suficientemente rica". Lo atribuyen unos a la americana Wallis Simpson, por la que abdicaría Eduardo VIII y otros a diversas celebridades (femeninas) de la época. He recordado la frase tras conocer de las íntimas tribulaciones de la esposa del presidente del Gobierno, que sus amigas han divulgado, previa autorización, en una revista. Sonsoles Espinosa está descontenta con la vida que lleva, pobrecita. A primera vista, semeja un argumento del serial clásico "los ricos también lloran". Pero no. Pertenece a la típica telenovela progresista.

Es hoy un rasgo común que exhiban su descontento quienes lo tienen todo para estar satisfechos. No constituye una actitud política, pero cierta política se nutre de ese indefinido malestar, ese ennui vital que afecta más, como siempre, a los que figuran arriba. Los de abajo suelen andar entretenidos. Han de buscarse la vida, mientras quienes la tienen se aburren y lamentan.


Así, Espinosa, que se siente "enjaulada" en La Moncloa, como un pajarillo que no puede volar a su aire salvo cuando pasea por los bulevares de París o por Barcelona. Unas excursiones a la libertad que ya quisieran permitirse otras. Y otros. Lo cual aclara una parte. Cuando se es una privilegiada por la fortuna (en este caso, del marido) y, al tiempo, progresista, hay que compensar. Digamos: "No me falta de ná, pero no os podéis imaginar qué mal lo paso".

Aquella descarada frivolidad sesentera de las señoras no es políticamente correcta. Ahora ha de quedar claro que nunca se está lo bastante frustrada. Son numerosísimos quienes, como Espinosa, se sienten prisioneros. Lo están de sus propias vidas, de sí mismos, pero ahí viene en su rescate la noción de que se hallan cautivos de algo superior e incontrolable: "el sistema". La gran oferta de la izquierda posmoderna a los insatisfechos de las sociedades prósperas consiste en una serie de actitudes que permiten despersonalizar el fracaso y esconder, cuando llega, el triunfo. Demasiado burgués, el éxito.

No falta la pincelada "feminista" en el retrato de Espinosa vista por sus amigas. Hay que celebrar, parece, que no abandonara su profesión en razón del cargo de su marido. Vaya mérito, cuando te lo dan todo hecho.


Libertad Digital - Opinión

Trotes de izquierda. Por M. Martín Ferrand

SEGÚN tiene acuñado la sabiduría popular, cuando el diablo nada tiene que hacer, mata moscas con el rabo. Lo del socialismo, cuando se instala en el poder, es mucho peor.

Para no hacer lo que debiera, lo que predican sus programas electorales y exigen los ciudadanos, espanta esas moscas. Ni tan siquiera las fulmina. Véase para comprobarlo el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía en la que, en exhibición del más caduco progresismo, la dirección general de Bienes Culturales del Gobierno autónomo censa 1.425 piezas de la colección de arte de Cayetana Fitz James Stuart y prohíbe su salida del territorio andaluz.

El Palacio de las Dueñas, la residencia sevillana de la Duquesa de Alba, es, desde finales del XV, uno de los edificios más notables de la ciudad. En él se albergan auténticas joyas de la pintura, la escultura, la orfebrería, la cerámica... que el Ducado ha ido acumulando, y conservando, a lo largo de los siglos. No parece que, dado el sevillanismo activo de la actual duquesa, entre en sus planes meterlo todo ello en un capitoné -o en unas cuantas docenas de ellos- y mandarse mudar a cualquiera de sus otros palacios repartidos por España, el de Liria entre ellos, y menos aún llevárselos al extranjero.


El hoy vicepresidente tercero e ignoto del Gobierno, Manuel Chaves, y su inseparable y follonero Gaspar Zarrías hicieron durante sus muchos y estériles años de gobierno en Andalucía mucho socialismo de salón, demasiadas posturitas ante el espejo de la opinión pública, para dar testimonio de un socialismo progresista que está, únicamente, en sus enunciados. Su heredero, el más modoso e igualmente fervoroso José Antonio Griñán, no podía ser menos y ha «congelado» los bienes -parte de ellos- de una tradicional, nobilísima y honorable familia española. Le ha limitado a la duquesa de Alba la libre circulación de sus bienes, incluso por el territorio nacional. Eso atufa a anticonstitucional; pero, más y primero, parece una actuación de cara a la galería de quienes, en nombre de una impostura social, tienen que demostrar un izquierdismo que sólo se ve en los gestos, no en la conducta. Algo parecido al trote revolucionario que ha llevado a Gaspar Llamazares y a Juan Herrera a presentar una proposición de ley para reformar la Ley de Amnistía de 1977, una de las claves de la Transición. ¿Es posible otra izquierda en el ámbito geopolítico en el que nos movemos?

ABC - Opinión

A vueltas con el velo islámico, ración doble de ‘hipogresía’. Por (Federico Quevedo

Cada cierto tiempo a algún imán fundamentalista se le ocurre la feliz idea de lanzar un desafío a las autoridades educativas españolas y poner a prueba nuestra capacidad de autodefensa y la firmeza en nuestras convicciones.

Lo hace escogiendo como conejillo de indias a alguna niña que seguramente asistía feliz y contenta a su clase con el resto de sus compañeros, ajena a un conflicto socio-político-religioso que tiene mucho de provocación y muy poco de respeto a la libertad, por un lado, y a las normas y costumbres del país de acogida, por otro. Cada cierto tiempo, por tanto, hecho el desafío, la niña en cuestión pasa a convertirse de una alumna más en una especie de kamikaze pero sin bombas, e inmola su propia adaptación a un entorno no fácil para ellos, en nombre de Alá y de Mahoma, su profeta. Se autodestruye. Se aísla. Se fagocita obligada a ello por una religión en la que la mujer es considerada un ser inferior al hombre y se convierte en un instrumento manipulado por el fanatismo religioso y la malicia con la que actúan algunos de los líderes islamistas. Cada cierto tiempo se reabre este debate en nuestro ya de por sí moralmente reblandecido parlamento político y mediático, y asistimos a uno de esos ejercicios obscenos de demagogia barata, vomitivo populismo y retorcida hipocresía a manos de la progresía de siempre.

Dejemos claro que esto no ocurriría si hubiera una ley general, de aplicación en todo el territorio nacional, que por una cuestión de higiene y de costumbre prohibiera el uso de cualquier elemento que tape la cabeza de los chavales -con excepción hecha de las prescripciones médicas-, sea este el hiyab o una gorra de Los Ángeles Lakers, y exigiera una vestimenta adecuada a nuestro modelo educativo, que no es otra que aquella que permita al alumno cumplir con todas sus obligaciones escolares, tanto intelectuales, como físicas, de tal modo que la vestimenta no pueda servir de excusa para que las alumnas musulmanas se salten a la torera la asignatura de Educación Física. Y ya está. Ni siquiera haría falta un debate sobre cuestiones religiosas ni nada parecido. Este es, supuestamente, un país libre en el que si alguien quiere llevar una cruz colgada del pecho puede hacerlo, y si prefiere adornar su pechera con una media luna, también. Nadie tiene por qué decirle nada, como tampoco decimos nada cuando vemos caminando por nuestras calles a mujeres musulmanas tocadas con el hiyab. Sin embargo, es en este punto donde el debate cobra otra dimensión, y merece la pena desmontar algunos tópicos falsos de esos que la izquierda utiliza habitualmente para justificar su defensa de la indumentaria musulmana al tiempo que ataca las costumbres y valores que la tradición cristiana ha dejado en nuestro país.

El martes, sin ir más lejos, escuchaba a algún tertuliano en la radio comparar el uso del velo islámico con el hecho de que en España haya todavía monjas de clausura que visten como tales y utilizan instrumentos dolorosos de sacrificio corporal, sin que sus compañeros de micrófono fueran capaces de rebatirle semejante barbaridad. Odiosa comparación, y nada más lejos de tal demagogia que la igualación de una monja que ha elegido libremente su camino de entrega con la imposición por ley islámica a la mujer de una determinada manera de vestir, que en los países árabes más moderados se traduce en el hiyab, pero que en los más fundamentalistas llega al extremo del burka. Tanto uno como otro son una forma de humillación de la mujer, y eso no ocurre en ningún caso con la dedicación cristiana de una mujer a Dios. El hábito de las monjas no es un símbolo de dominación ni una manera de expresar la inferioridad de la mujer respecto al hombre, sino simplemente un reconocimiento de libre entrega que en unos casos se traduce en un ejercicio constante de oración y en otros en una dedicación sin par a los demás, bien a través de la educación, bien a través de la atención en hospitales, o bien a través del cuidado de los más pobres y desfavorecidos. Comparar eso con el uso del velo islámico es, sinceramente, una colosal estupidez.

Sin embargo, desde la izquierda se utiliza este debate para forzar otro más al gusto del relativismo progresista que nos invade: el de la libertad religiosa, como si en este país no hubiera. Lo cierto es que consumidos por su relativismo, la progresía patria se debate entre dos posturas: la de defensa de los derechos de los musulmanes como revancha por lo que consideran siglos de dominación cristiana, y la de rechazo absoluto a cualquier simbología religiosa lo que, de hecho, supone poner en tela de juicio los sentimientos de la mayoría social del país. Es decir, en ambos casos el debate sobre el hiyab se acaba convirtiendo en un debate sobre los crucifijos en las escuelas, que es lo que más les ‘mola’ a los progres de puertas para adentro. Eso sí, ninguno de ellos protesta porque en Marruecos se expulse de las escuelas a alumnos cristianos por llevar una medalla de la Virgen colgada del cuello. O porque el cristianismo esté perseguido en un país aparentemente civilizado como Egipto, hasta provocar la muerte de quien lo practique. O porque en ningún país musulmán se permita la construcción de templos cristianos para el culto. O porque en esos países se someta a la mujer a los deseos del hombre y los homosexuales sean considerados enfermos merecedores de penas de cárcel en unos casos, y de la muerte en otros. No, eso les queda muy lejos y no sirve para alimentar el revanchismo de la izquierda radical, ¿verdad, señor Rodríguez?


El Confidencial

Samaranch. Por José García Domínguez

Concedidos los Juegos, supremo capital político que podría exhibir el PSC, el ya absuelto Samaranch pasó a ser admitido como "un dels nostres". Asunto que en Cataluña nunca resulta baladí.

Ese viejo sabio, escéptico y burlón, el Destino, ha querido que el posado miliciano de Pasqual Maragall en las trincheras del "¡No pasarán!" coincidiese con el tránsito de la sempiterna cara –amable– del Régimen en Cataluña, Juan Antonio Samaranch; el hombre que luciera en vida la camisa azul mahón mejor planchada y almidonada de la historia toda de Barcelona, a pesar de que jamás fue falangista o quizá por ello mismo. Algo que, lejos de granjearle un juicio popular sumarísimo, suscitó estas líneas del propio Maragall tras su cese en el Comité Olímpico: "Hoy Samaranch se despide como presidente del COI. Y parece que cuando un personaje marcha se debe ser blando con él. Yo creo que se tiene que ser exigente. Agradecerle los servicios prestados, pero sobre todo los que prestará. Y es que no podemos prescindir de Juan Antonio". Pues de Juan Antonio nunca más habría de desentenderse el nuevo establishment local, una vez pronunciadas aquellas cinco palabras que borraron de un plumazo todos sus pecados pretéritos: "À la ville de... Barcelona".

Así, concedidos los Juegos, supremo capital político que podría exhibir el PSC, el ya absuelto Samaranch pasó a ser admitido como "un dels nostres". Asunto que en Cataluña nunca resulta baladí. Que se lo pregunten, si no, a Arcadi Espada y a Jaume Boix, quienes justo entonces comenzarían a recibir los desinteresados consejos del ciego Durán, el mismo que luego fichó Albert Ribera como candidato a las Europeas. El deporte del poder, la biografía no autorizada del Marqués que preparaban al alimón, según el ex presidente de la ONCE, no convenía que fuese publicada. Y se lo hizo saber a los interesados por activa, pasiva y perifrástica. Hasta que, azares de la vida, Espada y Boix se vieron despedidos al súbito modo de sus respectivos empleos en Diario de Barcelona con el libro casi en galeradas. Cosas del Oasis.

Junto a Bisbis Salisachs, esposa a la que tanto debería su carrera, siempre representó Samaranch el contrapunto formal a la adusta aridez del franquismo mesetario. Ellos dos serían el mascarón de proa de una alegre droite divine presta a disputar las mejores mesas de los restaurantes de la Costa Brava a los pijos –y las pijas– de la gauche ídem, la peripatética tropa de Rosa Regàs y Cía. Un audaz aggiornamento de los hábitos civiles que, a la postre, acabaría costándole el cargo de delegado nacional de Deportes, al escandalizar al pío Torcuato Fernández Miranda, ministro por entonces de la cosa del Movimiento. Igual que mucho antes, en 1955, ocurriera con monseñor Modrego, célebre obispo de Barcelona, que rehusó casar a la pareja por mor de ciertas declaraciones de la novia a La Vanguardia, que luego glosaría el mentado Espada:

—¿Serás una esposa sumisa?
—No, ni habrá motivo.
—¿Sabes lo que dice la epístola de San Pablo?
—Que la mujer debe sumisión al marido, pero fue escrita hace tanto tiempo...

Por lo demás, contaron con él todos: los de antes, los de después, los de dentro y los de fuera. Y, quizá, su mejor elogio fúnebre lo compuso en tiempos el mismo Maragall al sentenciar, solemne: "La franqueza con que ha defendido su pasado y el pasado político de España nos dice que estamos delante de un personaje que tiene el valor de sus actos". Que la tierra le sea propicia.


Libertad Digital - Opinión

El señor de los anillos. Por Ignacio Camacho

POCAS personalidades de la vida pública española han transitado de la dictadura a la democracia con la naturalidad y el prestigio con que supo hacerlo Juan Antonio Samaranch, el Papa olímpico.

Desde la plataforma teóricamente neutral del deporte supo construir una estructura de poder y de influencia que lo mantuvo a salvo de las vicisitudes de la política. Tuvo vara alta en el franquismo y fue prócer -y noble- en la monarquía. Simpatizó con el nacionalismo sin perder anclaje en la españolidad. Logró obtener el apoyo de los soviéticos, de los norteamericanos y hasta de los chinos; cerró la Guerra Fría con un lustro de antelación y detectó la progresiva fuerza de los países emergentes. Tejía con sutileza y perspicacia redes diplomáticas transversales que le permitían cruzar las líneas rojas de un mundo en conflicto. Hermético y glacial, manejaba los resortes del soft power, el poder blando, con una autoridad invisible; durante décadas fue el español con más ascendiente internacional. Y nunca dejó de hacer país. Primero saldó con Barcelona la deuda moral que latía en su corazón catalán; más tarde, incluso cuando ya sabía que su influjo en el sanedrín olímpico era testimonial por haber perdido la capacidad de otorgar favores, intentó presentar la candidatura de Madrid como un último homenaje casi póstumo a su persona.

El gran activo de Samaranch fue su apuesta pionera por el deporte como generador de negocio. Lobbys, marcas, patrocinios, marketing. Su impulso de profesionalización reactivó el olimpismo y lo proyectó como un ámbito de enorme relevancia y una potente actividad transformadora. Fue él quien convirtió los Juegos en una formidable máquina de dinero a través de los derechos de televisión, y quien los consolidó como factor de regeneración urbana. Desde el CIO urdió una malla planetaria de intereses cruzados en cuyos entresijos se movía con una habilidad superdotada. Era un político al que se le quedaba estrecha la política; una de esas mentalidades de la modernidad capaces de comprender a tiempo y antes que los demás que el verdadero poder no está en los juegos de representación sino en el control de los mecanismos de influencia.

Fue un pontífice laico que dirigía desde una suite de Lausana los hilos de la nueva religión del deporte. Sólo se le escapaba el fútbol, una iglesia paralela y cismática en permanente tensión con el movimiento olímpico. Primero equilibró el pulso y luego lo ganó. Cuando él llegó a la cúpula del CIO las Olimpíadas eran casi un apéndice del rutilante carrusel futbolero; cuando se fue, erosionado por una corrupción que no pudo limpiar, había tortas por organizarlas porque su rentabilidad económica y social era mucho más rápida, notoria e intensa que la de los Mundiales. Como deportista apenas hizo nada relevante; siempre supo que el verdadero triunfo no consiste en ganar medallas, sino en entregarlas.


ABC- Opinión

Tajo de muerte al Estatuto

Aunque el respaldo a los trasvases había sido tradicionalmente una seña de identidad del PP y una prueba de su compromiso con la unidad, solidaridad y vertebración de España, Rajoy se había olvidado totalmente de ello en estos últimos tiempos.

La reforma del Estatuto de Castilla-La Mancha se ha "ahogado" a su paso por el Congreso, donde llegó hace 24 meses. Y decimos "ahogado" porque han sido precisamente las competencias en materia hídrica de las que se apropiaba el texto aprobado en las cortes regionales, y la "reserva" de 4.000 metros cúbicos que fijaba su preámbulo, la causa fundamental de que el PSOE y el PP no hayan llegado finalmente a un acuerdo.

En principio, es una buena noticia que el PP nacional, al igual que UPyD, no haya dado finalmente su apoyo a un texto que, como el que nos ocupa, no sólo se arrogaba competencias que la Constitución reserva en exclusiva al Estado, sino que suponía una derogación de facto del trasvase Tajo-Segura al establecer una eufemística "reserva" de los caudales del Tajo de tal cuantía que prácticamente duplican los que la comunidad castellano-manchega almacena en los años más lluviosos y excedentarios.


Aunque el respaldo a los trasvases había sido tradicionalmente una seña de identidad del PP y una prueba de su compromiso con la unidad, solidaridad y vertebración de España, Rajoy parecía haberlo olvidado en los últimos tiempos, al dar rienda suelta –valga la expresión– a una María Dolores de Cospedal que, dando prioridad a su condición de presidenta del PP castellano-manchego sobre su condición de secretaria general del partido a nivel nacional, parecía querer competir con el PSOE en una cateta visión de las autonomías, propia de los reinos de Taifas.

Ahora, bien sea debido a que Rajoy ha recuperado una visión nacional, acorde tanto a los principios de su partido como a la Constitución, bien sea porque haya recordado los compromisos que en favor de los transvases había adquirido ante los votantes, en general, y ante los presidentes de las comunidades de Murcia y Valencia, muy en particular, el hecho es que parece haber abortado una reforma estatutaria que no sólo pretendía burlar la Constitución en este terreno sino que abocaba al partido a una gravísima ruptura interna.

No obstante, aun es pronto para echar las campanas al vuelo. Y lo decimos porque la fórmula con la que ayer por la tarde el PP trataba de buscar el acuerdo con el PSOE para sacar adelante la reforma del estatuto –esto es, cambiar el concepto de "reserva" por en una "estimación", a modo de "deseo"–, sólo venía a pulir lo que es un grave error de base. Especialmente cuando comparamos esta tímida rectificación con la muy articulada política nacional de aguas que estaba entre las señas de identidad del PP. Recordemos que el Partido Popular había aprobado un Plan Hidrológico Nacional que de haber seguido gobernando a partir de 2004 se habría aplicado más allá de los absurdos sentimientos regionalistas. No sabemos si Rajoy se ha decidido a regresar a estos fructíferos principios o más bien piensa, como de costumbre, seguir en su característica indefinición.

Si una minuciosa y excesiva regulación en cualquier texto legislativo ya es de por sí criticable, la intromisión de un estatuto, aunque sea a modo de "estimación" o "deseo", en competencias que corresponden al Estado, resulta más lamentable. Lo que se debe buscar en un estatuto son normas, lo más claras y menos numerosas posibles, acordes todas ellas a la ley suprema que es la Constitución. Pretender, por el contrario, que los estatutos sean una especie de programas de Gobierno –para colmo sumamente intervencionistas– es convertirlos en mamotretos políticos que, lejos de limitarse a señalar claramente a lo que deben atenerse las comunidades autónomas, parecen invitarles a inmiscuirse en cosas tan ridículas como el folclore o, por no salirnos del tema, la regulación de los caudales de los ríos que las atraviesan.

Dejando al margen que ninguno de los problemas que padecen los ciudadanos de Castilla-La Mancha se debe precisamente a la falta de una reforma de su estatuto de autonomía, esperemos que el PP no vuelva a competir con el PSOE en falta de sentido común y en esa deriva disgregadora que, a modo de nuevos reinos de Taifas, está padeciendo España.


Libertad Digital - Editorial

Discordia autonómica

DE nuevo, una reforma estatutaria ha provocado un enfrentamiento entre partidos y comunidades.

La comisión Constitucional del Congreso no pudo hacer fructificar el proyecto de reforma del Estatuto de Castilla-La Mancha porque el Ejecutivo autonómico lo retiró a la vista de la falta de apoyo del PP. La causa del desencuentro ha sido la referencia a una reserva hídrica de 4.000 hectómetros cúbicos, que condicionaba el trasvase Tajo-Segura, con el que se abastecen 2,5 millones de personas y decenas de miles de regantes de la Comunidad Valenciana, Murcia y Almería. Como sucediera con otras reformas de estatutos autonómicos, los sentimientos -todos legítimos, pero parciales- se han sobrepuesto a las razones políticas y la gran víctima ha sido otra vez el interés nacional. No es razonable que en España las comunidades autónomas, las provincias, las ciudades y los ciudadanos se enfrenten por un bien común, como es el agua, porque esto significa que no hay plena conciencia de que todos se integran en una instancia superior regida por la solidaridad y la unidad.

Cuando se apela al sentimentalismo como método de hacer política, el victimismo y los agravios comparativos acaban convertidos en los argumentos de partidos y gobiernos, garantizando el fracaso de cualquier iniciativa que se plantee con esos términos. A esta situación se ha llegado incluso en la polémica entre comunidades autónomas donde no hay demandas nacionalistas, lo que hace más incomprensible aún la rigidez de planteamientos localistas.

Este es el resultado de una cadena de reformas que se puso en marcha principalmente para dar coartada a la del Estatuto de Cataluña, empujando a los gobiernos autonómicos a una carrera de reivindicaciones para no ser unos menos que otros, y debilitando los discursos nacionales de los principales partidos. El balance de esta política autonómica de Rodríguez Zapatero no puede ser más negativo para España, porque la ha sumido en la mayor tensión territorial conocida en democracia; precisamente una política que se anunció como el antídoto a las tensiones provocadas, cómo no, por los gobiernos de Aznar. Es urgente una recuperación del sentido nacional que debería presidir cualquier decisión sobre el Estado autonómico, especialmente ahora que el Tribunal Constitucional se dispone a dictaminar negativamente sobre el nuevo Estatuto de Cataluña, banco de pruebas con el que Rodríguez Zapatero experimentó, con nula responsabilidad y peores resultados, su revisionismo constitucional.


ABC - Editorial