miércoles, 9 de junio de 2010

Prueba y error

El paro de ayer aconseja no canalizar la irritación de los ciudadanos hacia la huelga general

Si la convocatoria de huelga de funcionarios de ayer fue planteada por los sindicatos como una forma de tantear el ambiente social con vistas a una posible huelga general, el resultado invitaría a buscar otra forma de expresión de la protesta. Fue un éxito en cuanto a la tranquilidad de la jornada, pero no se percibió ambiente favorable a una movilización general, pese a que la función pública (que incluye enseñanza y sanidad) es un sector fuertemente sindicalizado.

Prueba de la seriedad de fondo de la situación, pero también de la inadecuación de la respuesta, fue que, según recogían ayer los medios en caliente, bastantes empleados públicos decían abiertamente que no se habían sumado a la huelga para evitar que se les descontara de su salario la jornada de ayer. Esto no había ocurrido en similares convocatorias de paro anteriores. Seguramente también influyó la evidencia de la falta de entusiasmo de los convocantes: los líderes de las principales centrales llevan semanas diciendo que no desean llegar a una huelga general, pero que su convocatoria es cada día más inevitable. Un juicio tan contradictorio resulta poco motivador.

La huelga de ayer se convocó en protesta por los recortes del gasto público anunciados por el Gobierno en respuesta a las exigencias de la UE de una reducción eficaz del fuerte déficit público que permita recuperar la confianza de los mercados de deuda. Es sencillamente impensable que, como consecuencia de la de ayer o de la eventual futura huelga general, el Gobierno renunciara a ese ajuste, a riesgo de acentuar la desconfianza de las instituciones y mercados internacionales. Se trata por tanto de movilizaciones puramente expresivas de descontento, no ligadas a un objetivo posible.

Esto conecta con un problema del sindicalismo moderno: las huelgas se plantean contra el Gobierno, del que depende en buena medida su financiación, y en términos que con frecuencia agravan aquello que invocan como causa. Es el caso de la situación actual: solo de manera colateral puede considerarse al Gobierno responsable de la crisis actual, y en todo caso lo sería por resistirse en su momento a recortar el gasto social, no por lo contrario. Al respecto resulta un como mínimo hipócrita, si no irresponsable, la actitud de algunos portavoces del PP, como González Pons, que tras meses exigiendo al Gobierno acabar con el exceso de gasto público, declaró ayer que, si fuera funcionario, estaría participando en la huelga.

Si el Gobierno retirase las medidas de austeridad empeoraría la situación del déficit, obligando a medidas aún más drásticas, como las de Grecia, en pocas semanas o meses. Y en ese país ya hay datos de una fuerte caída del turismo a causa de las repetidas huelgas. En estas condiciones, el ensayo de ayer no podía ser un éxito. El método de prueba y error para orientar movimientos futuros aconsejaría a los sindicatos no correr el riesgo de un fracaso mayor y con peores consecuencias.


El País - Editorial

Los funcionarios dan la espalda a la demagogia sindical

Si hay un colectivo carente de legitimidad y de credibilidad para convocar y liderar una protesta contra el Ejecutivo, son precisamente los sindicatos que durante años han sido los principales cómplices de su nefasta e insostenible política económica.

Por mucho que los sindicatos se empeñen patéticamente en inflar –incluso a palos– el grado de seguimiento de la huelga de funcionarios celebrada este martes, lo cierto es que sólo el 11,8 por ciento de los mismos la han secundado. Y es que, pese a algunos retrasos en los trenes del AVE, la normalidad que ha reinado en términos generales en los servicios más demandados por los usuarios, especialmente colegios, transporte público y centros de salud, durante toda la jornada, no viene si no a confirmar los bajos datos de seguimiento ofrecidos por el Gobierno.

Las razones de este bajo seguimiento, a pesar del profundo y lógico malestar con el Ejecutivo de Zapatero por haber llevado a cabo la primera rebaja salarial de los funcionarios en la democracia, son varias.


En primer lugar, si hay un colectivo carente de legitimidad y de credibilidad para convocar y liderar una protesta contra el Gobierno, son precisamente los sindicatos que durante años han sido los principales cómplices de su nefasta e insostenible política económica. Los sindicatos no sólo "permanecían callados mientras el paro subía", tal y como acertadamente ha recordado el ex diputado de la Chunta Aragonesista, José Antonio Labordeta. Fueron además los principales aliados del Ejecutivo a la hora de negar la existencia misma de la crisis, su principal apoyo en afrontarla con medidas, no ya tardías, sino absolutamente contraproducentes como eran las del irresponsable incremento del gasto público, así como el principal obstáculo para la reinserción laboral de los parados mediante una profunda reforma de nuestro rígido mercado laboral.

Hay que tener en cuenta, además, que las cuantiosas e inmerecidas subvenciones a los sindicatos no han sufrido ahora recorte alguno (como tampoco lo han hecho las de los partidos políticos). Si estos y muchos otros recortes no llevados a cabo por Zapatero pueden llevar a los funcionarios a sentirse, junto a los pensionistas, como el "chivo expiatorio" de la crisis, parece, sin embargo, que entre la mayoría de ellos ha primado el sentido de la responsabilidad y la consciencia de que una huelga no es la forma adecuada para protestar en medio de una crisis tan aguda como la que padecemos.

Los funcionarios deben ser los primeros en ser conscientes, además, de que sus puestos de trabajo, a diferencia del de los demás, están a salvo de los embates de la competencia y de la crisis, y que, si bien es cierto que es la primera vez que sufren un recorte salarial, no es menos cierto que sus salarios subieron el año pasado muy por encima de la inflación: un 3% frente al 0,8% que lo hicieron los precios.

El hecho es que, en unos momentos en que los inversores dudan de nuestra solvencia para afrontar nuestra deuda, la única forma de recuperar la confianza pasa, no por mayores impuestos, tal y como demagógicamente claman las consignas sindicales, sino por una mucho más drástica reducción del gasto, que no afecte en exclusiva a pensionistas y funcionarios.

Sería necesario recortar, o mejor suprimir, las subvenciones a los sindicatos en los nuevos y mucho más ambiciosos ajustes que requiere nuestra economía y que ya nos reclaman nuestros socios europeos. Y no sólo por esta razón, sino también por la rémora en la que, al margen de la coyuntura, se han convertido los sindicatos para los trabajadores y para la creación de empleo. Por no servir, no sirven ni para protestar de forma responsable contra un Gobierno que se lo tiene bien merecido.

En definitiva, que por mucho que desde CCOO y UGT hayan exigido al Gobierno que "tome nota" de la huelga, visto su escaso seguimiento, los que deberían tomar buena nota de ello y de su paulatino descrédito son los sindicatos.


Libertad Digital - Editorial

No con estos sindicatos

LAS diferentes valoraciones sobre el seguimiento de la huelga de la función pública convocada ayer no deben ocultar el malestar de fondo extendido entre los funcionarios.

Si, como parece evidente, la convocatoria tuvo una respuesta limitada, no se debió tanto a la falta de razones por las que los funcionarios se sienten agraviados y puestos en la picota de la opinión pública como al descreimiento generalizado sobre la autoridad moral de los principales sindicatos para liderar una protesta laboral contra el Gobierno. UGT y CC.OO. han secundado durante los últimos años las decisiones más erróneas y perjudiciales tomadas por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, sobre todo su negativa a no recortar el déficit público. El coro de intereses recíprocos formado por el Ejecutivo y los sindicatos silenció las advertencias, desde hace no menos de dos años, sobre la necesidad de medidas de ajuste y de reforma laboral. De haberlas tomado a tiempo, y si el Gobierno no hubiera disparado el gasto público desde 2004, las medidas de restricción habrían podido ser otras distintas y mucho menos agresivas para millones de españoles.

Los funcionarios públicos se están convirtiendo en el enésimo chivo expiatorio de la crisis, por culpa de la confusión intencionada sobre lo que es la función pública. Lo que resulta caro e insostenible es el volumen de contratados a dedo, de empresas públicas -auténticas administraciones paralelas y sin los debidos controles-, de gabinetes y de asesores, no los funcionarios de carrera, que llevan años perdiendo poder adquisitivo y que ahora se ven penalizados por un recorte salarial que va a consolidarse indefinidamente. El Gobierno ha propiciado esta propaganda contra los funcionarios al colocarlos ante la opinión pública como unos privilegiados en tiempos de paro, obviando las responsabilidades políticas, tanto del Ejecutivo central como de los gobiernos autonómicos -aunque, entre estos, unos más que otros- que están en el origen de unos gastos desmesurados de personal, que es lo indignante para los ciudadanos. En una situación de crisis profunda como la que golpea a España no debe descartarse ninguna medida de restricción del gasto público. Pero cuando la estructura administrativa es descomunal -y la española lo es- hay márgenes para ahorrar sin tener que tocar las pensiones, las ayudas a las madres o los salarios de los funcionarios. Y, en todo caso, si se tiene que llegar a estos extremos, antes hay que dar ejemplo con decisiones políticas de austeridad y control sobre subvenciones, órganos administrativos superfluos y partidas improductivas.

ABC - Editorial