miércoles, 7 de julio de 2010

El estatuto de la discordia. Por José María Carrascal

Desde que adoptamos el Estado de las Autonomías, estas no han hecho más que dilatarse a expensas de aquel.

ESE estatuto que iba a cerrar la brecha entre Cataluña y España, según Zapatero, no ha hecho más que agrandarla. En el Principado tocan a zafarrancho de combate. El que no clama por la dignidad catalana herida convoca manifestaciones contra la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatut. ¿Por qué están tan cabreados los nacionalistas catalanes, incluidos los que han nacido en Córdoba, contra una sentencia que se ha limitado a podar lo más groseramente anticonstitucional del texto, dejando todo lo demás? Pues porque los nacionalistas nunca se contentarán con parte de lo que buscan, por grande que sea. Lo quieren todo, causa de que cualquier pacto con ellos será siempre transitorio y, por tanto, improductivo. Quieren una nación con plenas prerrogativas, y cada paso que den irá en esa dirección. Creer otra cosa son ganas de engañar o engañarse.

Hay que advertir, sin embargo, que tras esa algarada hay un hecho nuevo e importante: la sentencia del Constitucional significa el primer intento de frenar el expansionismo nacionalista a costa de la nación española. Desde que adoptamos el Estado de las Autonomías, éstas no han hecho otra cosa que dilatarse a expensas de aquél. Con los catalanes pidiendo siempre un poco más que los demás, y los demás pidiendo tanto como los catalanes. Una carrera suicida que llevaba al vaciamiento del Estado. El nuevo estatutdaba el salto cuántico, al reclamar para Cataluña competencias propias en materia económica, legislativa y judicial, es decir, pasaba de la autonomía a la soberanía. Algo que ningún Tribunal Constitucional que se preciara de su nombre podía admitir, así que ha expurgado del texto estatutario de aquello que lo convertía en una constitución de facto. Era lo mínimo que podía hacer si no quería convertirse en el primer saboteador de la carta magna que está encargado de defender.

Provocando con ello la indignación nacionalista catalana. Creían tener una quasi constitución, y se han encontrado con que siguen teniendo un estatuto como todos los demás. Pero eso no es lo peor, eso era incluso previsible. Lo peor es que Zapatero, tras haber dicho que la sentencia cerraba el desarrollo estatutario, al ver alzarse la algarada nacionalista, vuelve a las andadas, desanda sus pasos e insinúa que lo que ha hecho el Tribunal Constitucional puede deshacerse con leyes y decretos que den a los catalanes lo que querían. Me dirán que no puede ser que una traición tan burda a cargo de un presidente de gobierno no cabe en un Estado de Derecho en la Europa de 2010. Pero es que no conocen a José Luis Rodríguez Zapatero.


ABC - Opinión

Enterrando a Fariñas. Por Gabriel Albiac

Un muerto de hambre agoniza a cuatro pasos. Al ministro español, eso le trae, por supuesto, al fresco.

MORATINOS no es nadie. Un nadie siempre acoplado en la foto del más visible. La alcurnia moral del elegido no cuenta. Y es que la luz mediática suele ser, en torno a los grandes asesinos, de primera calidad; así somos. Moratinos posa. A la vera sonriente de notables homicidas. De su nada logró hacer imagen planetaria, abrazado a Yassir Arafat crónicamente, en aquellos últimos sórdidos años del mayor ladrón y asesino del último tercio del siglo veinte. Todo pasa. A Moratinos se le murió el bien pagado caudillo terrorista. Y hubo de cambiar de padrino. Los hermanos Castro eran la única reliquia viva de aquel universal despotismo en cuya construcción cayera a plomo el imperio soviético. Allá que se fue el ministro de Zapatero. Cuba, la Cuba castrista, era eso a lo cual Aristóteles hubiera llamado su «lugar natural», aquel en el cual algo reconoce su propia esencia y a lo cual retorna siempre: moral, política y retóricamente, es el sitio natural de Moratinos.

Un muerto de hambre agoniza a cuatro pasos. Al ministro español, eso le trae, por supuesto, al fresco. Ni más ni menos que al fresco le traían las cuentas personales de Arafat en Suiza, aquellas que desencadenaron la hilarante batalla entre viuda y lugartenientes del caudillo, tras su nunca aclarada extinción parisina. Fariñas se muere, anclado en su perseverante exigencia de libertad para los enfermos presos políticos. Moratinos, en entrañable arrebato, le larga al desdichado un preclaro consejo: «Lo mejor para él es que abandone la huelga de hambre». Hubiera podido, ya de paso, escupirle a la cara, pero no lo ha hecho. En realidad, ni siquiera se ha acercado al lugar en que agoniza para carcajearse un rato. Es un detalle. Si Fariñas va a morir, mejor no hacerle pasar el trago de aguantar la burla. La burla de quienes pavonean por la arruinada isla sus trajes caros, sus divisas, sus fantásticos negocios hoteleros con la banda de criminales que desangra a los cubanos desde hace ya algo más de medio siglo. Moratinos sabe que hay un dineral en beneficios para cuatro sinvergüenzas con pasaporte español, al benévolo precio de lamer las botas del Comandante. Y además están las fotos. Al costado de un dictador con sesenta años de ejercicio, cualquier cosa parece algo. Incluso un hombre.
No son pocas las infamias que acumuló la diplomacia española en el último siglo. Su defensa del castrismo es la más perseverante. Atravesó los largos años de la dictadura, cuando todos los azules veían en aquellos tipos de uniforme verde oliva y letanía «patria o muerte», el calco de sus propias frustraciones: idéntica la consigna, idéntico el culto de los revólveres, más idéntico aún ese odio hacia la democracia en general y hacia la norteamericana en particular, que —acento caribeño aparte— hacía indistinguibles las arengas de Girón y las de Castro. Surcó intacta la transición y se fosilizó en la democracia: a Castro lo amaron indistintamente Suárez y González, Zapatero y Fraga, izquierda, derecha, centro, extremos todos de cualquier tipo, moderadísimos de la tendencia que fuere… No será un muerto más lo que le amargue el son cubano a Moratinos. Ni Hamas quien le impida luego dar lecciones a Israel de democracia.


ABC - Opinión

Otra más. Por Alfonso Ussía

Ahora se ha sabido de Endesa. Banco de Santander, Cepsa y Endesa. ¿Cuál será la cuarta gran empresa? Entre las tres citadas, el juez Garzón consiguió setencientos mil dólares para su curso y estancia en Nueva York. Endesa ha reconocido al Tribunal Supremo que financió a Garzón con 125.000 dólares. Ya vamos por los 700.000, y no me cierro a aventurar nuevas sorpresas. El requerimiento de la financiación se hizo por escrito enviado en un sobre «Confidencial» con el membrete «Baltasar Garzón Real. Magistrado-Juez Juzgado Central 5, Audiencia Nacional, Madrid». Mintió con el Santander, mintió con Cepsa y ha mentido con Endesa. A Emilio Botín le escribió «querido Emilio», a Carlos Pérez de Bricio «estimado Carlos», y al presidente de Endesa aún no se conoce el principio de la carta y el nivel de efusión del encabezamiento. Pedir dinero desde la Audiencia Nacional para unos cursos particulares no tiene buena pinta. A ese menester, cariñosamente se le llama «dar sablazos», y ahí no pintan nada los fusilados del franquismo.

Tengo escrito que, a este paso, al juez Garzón sólo le va a quedar la UIMP de Santander, como al doctor Montes, el de las sedaciones de Leganés. Pero ahí no abonan esos dinerales a los conferenciantes ni a los directores de cursos. Y es una lástima. Lo siento por Garzón, pero más por nuestra decepción. Somos decenas de miles los decepcionados que tanto agradecimos a Baltasar Garzón su meritoria labor judicial contra el terrorismo etarra y sus fuentes de financiación. Agua limpia y pasada. Pero los más decepcionados, los que prudentemente balbucean su indignación, son sus compañeros de carrera. Por mucho que recelaran –casi todos–, de la excesiva luz con la que Garzón se iluminaba a sí mismo, pocos adivinaron hasta qué límite la egolatría de su colega podría alcanzar el prestigio de su nobilísima profesión. Los jueces no piden dinero a nadie para financiar sus cursos y vivir en Nueva York. Cuestión de principios.

Pero a este humilde servidor de ustedes, las peripecias petitorias y recaudatorias de Garzón, le han abierto los ojos. A partir de ahora, cada vez que me propongan dar una conferencia y los honorarios no terminen de convencerme, me dirigiré a las grandes empresas para solicitarles la pasta gansa. Lo haré desde mi libertad e independencia, que no están regladas por la responsabilidad política. «Querido Zutano. El Ayuntamiento de Rosicler de los Valles ha organizado un curso de Literatura del que he sido nombrado director. Por desgracia, y como consecuencia de la crisis, su Concejalía de Cultura no puede abonarme ni los gastos de desplazamiento. Es por ello que para evitar roces en el futuro, tengas a bien aceptar voluntariamente una financiación de 125.000 euros, gesto que valoraré muy positivamente en el presente y en el futuro. El curso será muy interesante y te invito a participar en su desarrollo, aunque no seas un amante de la Literatura. Recuerda que con Garzón te rascaste el bolsillo. Un abrazo de tu amigo»...

Y ni crisis ni flores.

Nota final: Me llaman de «Opinión» para decirme que el artículo ha quedado corto y debo proceder a escribir nueve líneas más. Es lógico. Me he apercibido nada más comenzar a escribir de lo mucho que me aburría hacerlo de nuevo de Garzón. Y no me he estirado. Creo que las nueve líneas se han cumplido. Gracias.


La Razón - Opinión

Otro conflicto estéril. Por M. Martín Ferrand

En las repúblicas bananeras, cada cual hace lo que le viene en gana, pero no lo proclama a los cuatro vientos.

EL Tribunal Constitucional, ese mueble inservible en nuestra decoración democrática, vuelve a ser génesis de crispación y enfrentamiento entre españoles. Tras cuatro años de espera y excitación ciudadana a propósito del nuevo Estatuto de Cataluña, a partir de la entrada en vigor de la nueva ley del aborto, nos corresponde esperar ahora a que —sin prisas, por favor, no se atropellen— el nunca bien ponderado TC dictamine sobre la suspensión cautelar de la ley hasta la sanción de su constitucionalidad. Es, si vamos al fondo del problema, mera cuestión de estilo. Las leyes se hacen en el Parlamento, se perfeccionan por su uso y se corrigen con el olvido; pero, siendo tan sensible el asunto en el que ésta se centra, cualquier resquicio es bueno para la polémica y no debiera ser una de las altas instituciones del Estado la que lo proporcionara.

A quienes creemos en el derecho a la vida como el primero y principal de los derechos humanos, el único previo a la libertad, no puede gustarnos la nueva ley del aborto. Ni la vieja. No es una cuestión de matices y plazos, sino de principios; pero tampoco podemos ignorar, en tanto que demócratas, que esa ley se ha tejido en las Cámaras y la respalda una mayoría representativa. De no mediar la demora del TC no habría cuestión para el debate y, en consecuencia, ese debate tampoco es de mayores vuelos. Ramón Luis Valcárcel, el presidente de Murcia, se ha convertido en «héroe nacional» por no acatarla y eso es, al menos formalmente, de mayor gravedad que lo que lo motiva.
Mientras, como ayer señalaba en estas páginas Valentí Puig, el presidente del Gobierno de España le busca un atajo a la Generalitat para «burlar» las limitaciones que la sentencia del TC señala al nou Estatut, el máximo representante del Estado en una Autonomía se permite el lujo de, por sí y ante sí —sin ser desautorizado por sus jefes de fila—, impedir en «su» territorio la vigencia de una ley de ámbito nacional. ¿Es esto un Estado de Derecho o se trata de una parodia bufa? En las repúblicas bananeras, esas que tanto protege Miguel Ángel Moratinos, cada cual hace lo que le viene en gana, pero no lo proclama a los cuatro vientos.
En el «caso Valcárcel» la conjunción de una cuestión moral, como el aborto, con otra cívica y constitucional, tal que el acatamiento de la ley, complica el asunto hasta el infinito y coopera con las fuerzas que, por distintos motivos y con diferentes actores, trata de desencuadernar la frágil embarcación del Estado. Especialmente frágil cuando empieza a resultar difícil la definición de los límites geográficos de la Nación.


ABC - Opinión

Aborto. Los insumisos no quieren competencia. Por Pablo Molina

¿Les molestan los insumisos? Pues que ordenen detener al alcalde del Puerto de la Selva y de paso que se entreguen a la autoridad todos los que llevan meses en abierta rebelión contra el orden constitucional. Entonces hablaremos de Valcárcel.

La democracia sólo es aceptable para la izquierda cuando el resultado coincide con sus deseos. Si no es así se utiliza el accidente de un petrolero, una guerra lejana en la que no tenemos soldados o una masacre terrorista para hacer valer la voz de la calle, la misma que desprecia cuando ocupa el poder, vulnerando el estado de derecho y rebelándose contra los gobernantes legítimos.

Ocurre igual con la libertad de expresión, que sólo es aceptable cuando el sujeto expresa lo que dice la izquierda, quedando ese derecho inmediatamente suspendido si el ingenuo se atreve a opinar en fuera de los límites establecidos por el cotarro progresista.

Con la decisión del presidente murciano de no aplicar la nueva ley del aborto con carácter preventivo, asistimos al divertido espectáculo de unos profesionales de la rebelión contra el orden establecido exigiendo al díscolo representante de la derecha que se someta a los mismos principios que ellos rechazan de forma pública y contumaz cuando las decisiones no les convienen.


Los mismos que desde lo mediático justifican las huelgas salvajes que paralizan una ciudad a despecho de la normativa vigente en materia de servicios mínimos, y desde lo autonómico impiden a los ciudadanos ejercitar los derechos que las leyes les reconocen, exigen al partido rival que lleve a la práctica lo previsto en una ley pendiente de revisión por el Tribunal Constitucional, aunque de ello dependa la vida de decenas de seres humanos no nacidos.

Y el caso es que tampoco es que Ramón Luis Valcárcel haya puesto en cuestión el sagrado dogma del "derecho al aborto" promulgado por Zapatero, porque la región de Murcia está entre las primeras en la clasificación porcentual de abortos y aquí se va a seguir abortando sin impedimentos en función de lo establecido por la anterior ley para seguir en la cabeza de la tabla.

Es sólo que a la izquierda le fastidia que los demás pongan en cuestión sus imposiciones, porque esa es una facultad que se ha atribuido en exclusiva como llevamos viendo desde hace ya demasiado tiempo. ¿Les molestan los insumisos? Pues que ordenen detener al alcalde del Puerto de la Selva, provincia de Gerona, y de paso que se entreguen a la autoridad todos los que llevan meses en abierta rebelión contra el orden constitucional. Entonces hablaremos de Valcárcel.


Libertad Digital - Opinión

Las aldeas de Astérix. Por Ignacio Camacho

Esto va a acabar mal porque no hay país viable que pueda tomarse su propia gobernanza a cachondeo.

TENÍA que ocurrir y ya ha ocurrido. Lo único que faltaba en nuestro desbarajuste territorial era que después de haberse autoasignado competencias como el que se sirve el desayuno en el buffet de un hotel, las autonomías decidiesen cumplir las leyes a la carta según el criterio de sus virreyes de turno. Ésta del aborto no me gusta porque soy católico, ésta otra del idioma porque soy catalán y aquélla de los planes de estudio porque en mis islas no hay ríos. Se han apropiado de las aguas y de los parques llamados ¡nacionales!, han creado poderes judiciales y agencias tributarias de la señorita Pepis, han vestido a los guardias de uniformes folklóricos y hasta hay una región que ha puesto en su Estatuto una cláusula de «culo veo, culo quiero» para atribuirse las funciones que el Estado les permita a las demás. Ahora ya simplemente se arrogan la potestad de tachar las leyes que no les convengan como señores de horca y cuchillo, pura extraterritorialidad de factoa la medida del horizonte del campanario. Váyase usted a abortar fuera de Murcia o a aprender español fuera de Cataluña que esto es como la aldea de Asterix y no nos gustan los romanos.

Poco puede asombrar sin embargo este caos cuando el primero que lo promueve es el presidente del Gobierno, que lleva seis años dedicado a la sorprendente tarea de achicar su propio ámbito de acción. Si el encargado de gobernar para todos los españoles le promete a Cataluña encontrar el modo de hacer lo que el Tribunal Constitucional ha prohibido que se haga —por ejemplo, constituir un consejo de justicia soberano— mal se va a sorprender de que el presidente murciano considere que en sus dominios no rige la flamante ley zapaterista del aborto. Donde las dan las toman; el problema es que las den, y el Gobierno se ha puesto a repartir prebendas como quien reparte chocolatinas: para ti los ríos, para ti las costas, para ése los aeropuertos y para aquél los museos. Lo que no se entiende es para qué quiere Zapatero tantos ministerios si la última función que le quedaba a la mayoría de ellos, que era la iniciativa de legislar para toda la nación, ha tropezado con los aranceles autonómicos levantados por los reinos de taifas.

El Estado de las autonomías, construido a trancas y barrancas con un cierto sentido de equilibrio igualitario, ha quedado convertido en un descalzaperros particularista en el que los funcionarios cobran sueldos diferentes, los estudiantes aprenden conocimientos distintos y los ciudadanos en general pagan impuestos disímiles y no poseen los mismos derechos. Ahora tampoco tienen por qué obedecer según qué leyes. No hay que ser un jacobino recalcitrante para darse cuenta de que esto va a acabar mal porque no hay país viable que pueda tomarse su propia gobernanza a cachondeo.


ABC - Opinión

Estatut. Vísperas catalanas. Por José García Domínguez

Nada hay que ver en el futuro por la muy prosaica razón de que allí no hay nada. Al contrario, quien aspire a comprender la realidad habrá de girar la vista hacia el pasado. Siempre, sin cesar, constantemente.

Como bien sostiene Pío Moa, uno de los lugares comunes más vacuos de la jerga política hispana es el cargante latiguillo que prescribe "mirar al futuro". Ocurre al invariable modo, en cuanto el mando desea saldar el menor atisbo de debate ordena, imperativo, husmear en el futuro. Ahora, con ocasión del fallo del Estatut, tanto Rajoy como Zapatero han vuelto a aferrarse a esa absurda convención retórica. Y es que nada hay que ver en el futuro por la muy prosaica razón de que allí no hay nada. Al contrario, quien aspire a comprender la realidad habrá de girar la vista hacia el pasado. Siempre, sin cesar, constantemente.

He ahí, por cierto, la gran diferencia entre el ser que piensa y el que siente; entre el individuo y la masa, que dirían cuando todavía se podía llamar a las cosas por su nombre. Así, contemplado desde una cierta óptica histórica, el fracaso del proyecto catalanista se revela estos días en toda su miseria. A fin de cuentas, más allá de la impostada algarabía mediática, el hastío ante la paranoia identitaria ha terminado cuajando en una abstención estructural, crónica. Tras un cuarto de siglo de estomagante adoctrinamiento institucional, la mitad del censo ya rehúsa hablar en las urnas por sistema. Igual calla en las elecciones domésticas que en las generales; como, indiferente, calló en el referéndum.

A ese paso, los micronacionalistas quizá puedan construir un convento de cartujos pero no una nación. Aunque, claro, nadie les quitará el recurso al guirigay callejero, la sempiterna especialidad de la casa. "Fingen peligros que no existen y crean conflictos imaginarios. Nuestros políticos necesitan estas agitaciones porque no saben hacer otra cosa", confesaría en su diario Amadeu Hurtado, el abogado de la Generalidad durante el otro contencioso con el Tribunal Constitucional, el de 1934, poco antes de la sublevación de Companys. El mismo Hurtado que inmortalizó tal que así a Macià, el Montilla de la época: "No sabía nada de nada y daba miedo escucharle hablar de los problemas de gobierno porque no tenía ni la más elemental noción; pero el arte de hacer agitación y de amenazar hasta el límite justo para poder retroceder a tiempo, lo conocía tan bien como Cambó". ¿Mirar al futuro? Sí, en las bibliotecas.


Libertad Digital - Opinión

Otro error con Cuba

Es el régimen castrista el que está sabiendo jugar esta oportunidad que le ofrece el Gobierno español de legitimarse con gestos efímeros de disposición arbitraria sobre los Derechos Humanos de los disidentes.

EL Gobierno español sigue mostrándose compasivo y comprensivo con la dictadura cubana, a la espera inacabable de que el régimen castrista dé muestras de una apertura política. Después de que la presidencia española de la UE se saldara con un nuevo fracaso en el intento de modificar la posición común de Bruselas contra la dictadura comunista en la isla, el Gobierno se ha apuntado al proceso de diálogo entre el régimen de los Castro y la Iglesia católica sobre la situación de los presos políticos. Esta iniciativa del Ejecutivo español se sustenta en el mismo error de partida que otras anteriores: creer que el régimen comunista de La Habana va a ser sensible y receptivo a la suavización de las medidas internacionales de presión. Al Gobierno cubano, como ha demostrado en ocasiones anteriores, no le cuesta nada liberar a unos cuantos presos políticos —nuevamente ignorados en la agenda de la diplomacia española, incluido Guillermo Fariñas—, porque tiene el control policial suficiente para encarcelar a otros tantos en cualquier momento. Por tanto, es el régimen castrista el que está sabiendo jugar esta oportunidad que le ofrece constantemente el Gobierno español de legitimarse con gestos efímeros de disposición arbitraria sobre los Derechos Humanos de los disidentes. Por muy benéficas que sean las intenciones del ministro Miguel Ángel Moratinos, solo importa saber si su condescendencia y la de Rodríguez Zapatero hacia Cuba han producido o no avances en el reconocimiento de las libertades políticas. La respuesta es tan rotundamente negativa que obliga a preguntarse cuál es realmente la estrategia del Gobierno español, visto el fracaso de su política filocastrista, tanto en las decisiones unilaterales como en las propuestas multilaterales en el seno de la UE. Quizás apuntarse a la diplomacia vaticana.

ABC - Editorial

Moratinos y Zapatero, siempre con las tiranías

Moratinos, en el colmo de la indignidad reclamó al periodista que dejara la huelga y "trabajara" como él para mejorar la situación en Cuba, como si Moratinos hubiera hecho algo en su vida en pos de ese objetivo y Fariñas no comiera porque desea adelgazar.

La presidencia española de la Unión Europea ha estado sin duda a la altura de la capacidad del Gobierno de Rodríguez Zapatero. El presidente pretendía que las reuniones internacionales le dieran una imagen de estadista que le permitiera remontar el vuelo ante la opinión pública. Pero ha sido un semestre marcado por la crisis económica, la misma crisis que ha hundido su popularidad en España; que Obama no quisiera acudir a la cumbre UE-EEUU, ese "encuentro planetario" que glosara Leire Pajín, fue la puntilla.

Pero además de mejorar su imagen, Zapatero y Moratinos tenían un objetivo en política exterior que cabía temer que pudieran llevar a cabo: derogar la política común de la Unión Europea con Cuba. Desde 1996, y gracias a una iniciativa de José María Aznar, este acuerdo obliga a todos los países a condicionar el diálogo a la promoción de los derechos humanos y una transición pacífica hacia la democracia. Naturalmente, a la tiranía comunista no le hace ninguna gracia. Y por esa misma razón, a esos amigos de las dictaduras que son Zapatero y Moratinos tampoco les gusta y han querido cambiarla desde que llegaron al Gobierno.


La excusa de Moratinos para intentar cambiar la posición común es que la política actual de la Unión Europea no ha logrado suficientes resultados. Sin embargo, su propuesta de un mayor diálogo y mayores concesiones a los tiranos que sojuzgan Cuba afianzaría el régimen y desmoralizaría a la oposición democrática. Europa debe seguir mostrando un frente común, principalmente para evitar que aquellos países que no tienen un especial interés en la isla opten por el camino fácil de olvidarse de los derechos humanos y entenderse con la dictadura, debilitando las posiciones de quienes sí tenemos un interés especial por Cuba. Pero esa posición común debería ir encaminada a un mayor apoyo a la oposición y un mayor distanciamiento del régimen liberticida de los Castro.

En cualquier caso, la postura de Zapatero y Moratinos no sólo está equivocada, sino que es sobre todo profundamente inmoral. Mientras el Gobierno ha estado seis años llenándose la boca con la supuesta "ampliación de derechos" que ha tenido lugar durante su mandato, lo cierto es que en todos los casos donde ha tenido opción ha preferido apoyar a la tiranía frente a la libertad, a las dictaduras frente a las democracias, a los totalitarios frente a los demócratas. La visita de Moratinos a Cuba no es sino el último ejemplo. Regodeándose en las atenciones que recibe de los mandamases de un régimen sanguinario, ha dejado claro que no piensa visitar a Guillermo Fariñas, quien tras cuatro meses en huelga de hambre podría estar viviendo sus últimos días. Es más, en el colmo de la indignidad reclamó al periodista que dejara la huelga y "trabajara" como él para mejorar la situación en Cuba, como si Moratinos hubiera hecho algo en su vida en pos de ese objetivo y Fariñas no comiera porque desea adelgazar.

El ministro de Exteriores ha llegado a Cuba para prometerle a la dictadura lo que no ha logrado darle en seis años, la desaparición de la posición común de la UE. Una vez acabada la presidencia de España parece aún más difícil que lo consiga. Pero que siga acudiendo a la isla con esas intenciones es una vergüenza para todos los demócratas. Reclamaríamos su cese inmediato, si no fuera porque probablemente eso no supondría ningún cambio de política, y pocos candidatos existen para el puesto más incompetentes que el actual ministro. Si va a trabajar para el mal, mejor cuanto más inútil. Así las cosas, lo más aconsejable es esperar a que Zapatero abandone La Moncloa, desde donde tanto daño ha hecho tanto a los españoles como a los cubanos.


Libertad Digital - Opinión

Zapatero, sólo en Estrasburgo

Pocas veces se ha visto una presidencia tan superada por las decisiones que tomaban los grandes países, en ocasiones sobre asuntos que afectaban a los intereses españoles.

EL presidente del Gobierno acusó a los eurodiputados que ayer lo criticaban durante el debate de balance de su presidencia europea en Estrasburgo de pensar en clave española, cuando, con su discurso, fue precisamente Rodríguez Zapatero quien convirtió el resumen de su gestión al frente de la presidencia de turno de la UE en un monólogo destinado a preservar su imagen ante la opinión pública española. No debería extrañar, por tanto, que todos los grupos políticos de la Cámara —con la natural excepción del socialista— le hayan criticado sin contemplaciones. El Partido Popular Europeo fue, incluso, relativamente condescendiente, sobre todo si su actitud se compara con los discursos de los representantes de los liberales, los conservadores británicos, los verdes o la Izquierda Unitaria. Rodríguez Zapatero se quedó solo a la hora de defender una gestión que, si bien era difícil, porque estrenaba el nuevo formato institucional, ha sido generalmente percibida como una gesticulación hueca y estéril.


A Rodríguez Zapatero le ha correspondido llevar las riendas de la UE en un momento en que no era posible ocultar que su Gobierno estaba lejos de controlar el deterioro de la economía española, lo que hacía difícil que su posición fuera creíble en Europa. Sus repetidas alusiones a la defensa del método comunitario no pueden ser percibidas como una declaración de europeísmo ferviente y consciente, sino como la justificación de su impotencia para llevar a cabo su papel, que era precisamente el de la coordinación de la política intergubernamental. Pocas veces se ha visto una presidencia tan abiertamente superada por las decisiones que tomaban los grandes países, en ocasiones sobre asuntos que afectaban directamente a los intereses españoles. Y más extraordinario aún ha resultado que esa intervención exterior haya sido la que ha contribuido a frenar en parte el deterioro de las posiciones españolas en los mercados internacionales.

El presidente del Gobierno no puede negar que la llegada de la presidencia belga representa un gran alivio, y no tanto por la carga de trabajo —algo que han manejado los funcionarios españoles de forma impecablemente profesional, como en anteriores ocasiones—, sino porque ya era imposible seguir disimulando la ausencia de ideas, la falta de liderazgo y de capacidad para entender los problemas a los que se enfrenta Europa y que en España han sido precisamente causados por su desastrosa gestión.


ABC - Editorial