domingo, 12 de septiembre de 2010

Reflexiones del 11-S. Por José María Carrascal

Podemos ser tontos, pero tanto como para proporcionar el púlpito para achicharrarnos, no.

«ESTAMOS en guerra con los terroristas, no con el islamismo», ha dicho Obama para justificar su respaldo a una mezquita en las cercanías de la Zona 0 y su rechazo de la quema de Coranes. El problema, sin embargo, es que el Islam radical está en guerra con nosotros. Y da la casualidad de que ese Islam capitanea el islamismo y protagoniza episodios como el 11-S en Nueva York o los atentados en Madrid y Londres, sin que haya indicios de que se disponga a ceder en su guerra santa contra occidente, siempre que pueda y allí donde pueda. Lo que nos obliga a defendernos, a no ser que adoptemos la cristianísima actitud de poner la otra mejilla, que no creemos le detendría.

Ahora bien, la forma de defendernos no es quemando Coranes. Quemando Coranes lo único que se consigue es dar argumentos a los yihadistas y fomentar sus ataques contra nosotros. De ahí que la idea de pastor Terry Jones revele, junto a su cerrazón ideológica, unas entendederas bastante cortas. Menos mal que entre todos le han convencido de que no lo haga, aunque a la hora que escribo esta «postal» aún no es seguro, pues aparte de las razones ideológicas que le animan, está el ansia de celebridad, a lo que se sacrifica hoy todo, de lo que tenemos bastante culpa los periodistas.


En cualquier caso, el problema sigue ahí: ¿cómo combatir al islamismo radical, que nos considera enemigos a muerte? Occidente aún no ha encontrado respuesta a esa pregunta, limitándose a la guerra convencional, que no funciona, o a medidas puramente defensivas, a todas luces insuficientes. Y es que partimos de una base falsa: la de considerar el Islam una religión, como la nuestra. Cuando es mucho más que eso. Es una ideología, un estilo de vida, una escala de valores, que nada tienen que ver con los nuestros y en muchos aspectos chocan con los nuestros. Con los islamistas moderados podemos convivir. Pero los islamistas radicales se sienten amenazados por occidente, al comprobar el éxito material de éste y temer que, por esta vía, pueda atraer a sus fieles. Su respuesta ha sido atacarle en la única guerra que puede librar e incluso ganar, la del terrorismo, pues a diferencia de la convencional, con no perderla, se gana. Pero nosotros tenemos también derecho a defendernos, y lo primero para ello es no dar al islamismo radical ninguna facilidad para extenderse, como ocurre en las mezquitas conducidas por tales imanes. Quiere ello decir que Obama debería haber dicho: «No estamos en guerra contra el Islam. Estamos en guerra contra los islamistas que nos la han declarado». Podemos ser tontos, pero tanto como para proporcionar el púlpito para achicharrarnos, no.

ABC - Opinión

El Pastor Jones. Por Andrés Aberasturi

Si hace diez años nos hubieran dicho que el pastor de una pequeña iglesia de Florida podría poner en alerta al mundo occidental, nadie nos lo hubiéramos creído. Pero a fecha de hoy, esto es así. ¿Qué extraño poder tiene el tal pastor por nombre Terry Jones? Ninguno. El señor Jones, seguramente era tan radical entonces como parece serlo ahora y se le podría haber ocurrido entonces cualquier otra majadería o incluso la misma: quemar coranes, el libro santo del Islam. El señor Jones no ha cambiado, quien ha cambiado ha sido el mundo.

Cambió tras el brutal atentado del 11-S que abrió la brecha definitiva entre dos civilizaciones que nunca se habían entendido demasiado bien, que durante siglos habían luchado y que con la modernidad se toleraban más o menos y más o menos fueron capaces de convivir en un mundo dominado por la hegemonía de dos bloques enfrentados en la llamada guerra fría y preocupados por sostener algo tan sutil como era el "equilibro del terror". Pero aquello pasó y cuando todo parecía indicar que comenzaba una nuevo tiempo para el mundo, tal vez la pobreza, la explotación o el recuerdo de su grandeza perdida, despertó el sueño islámico que se fue ridiculizando en algunos sectores alimentado por conflictos internos y animado desde el exterior por quienes necesitan guerras para seguir con su negocio floreciente. El conflicto palestino, tan siempre ahí, daba además una coartada suficiente para justificar dentro y fuera lo injustificable.


Pero no sólo estos hechos -muchos más profundos y complejos de lo expuesto en las líneas anteriores- ponen en primer plano mundial al pastor Jones; la realidad de la aldea global completan el circulo según el cual el aleteo de una mariposa provoca un cataclismo en el otro lado del planeta. El pastor y su triste idea de quemar coranes, no hubiera trascendido hace diez años de los limites de su pueblo en Florida. Pero hoy el mundo es una corrala donde la voz desquiciada de un desquiciado radical puede provocar -como se ha visto- reacciones en cadena hasta ocupar las primeras páginas de todos los periódicos y que los gobiernos occidentales se vean en la obligación de poner en alerta máxima su seguridad. Y todo porque un tipo insignificante de una significante iglesia de Florida ha decidido quemar coranes.

Falta, claro, el tercer pie: la radicalidad. La diferencia fundamental estriba en que si al imán de un pueblo iraní -valga como ejemplo- se le ocurre quemar biblias, en Occidente seguramente apenas sería ni noticia. Es la brecha mediática y la fractura radical que divide las dos civilizaciones. Naturalmente estoy generalizando, pero el lector sabrá acotar lo escrito en sus justos términos y de la misma forma que no todos los pastores son como el señor Jones, tampoco todos los seguidores del profeta son radicales.


Periodista Digital - Opinión

Paro. Una reforma para seguir igual. Por José T. Raga

Definido que absentismo es la ausencia del trabajo en unas jornadas a lo largo de un período, el absentista debe ser despedido de forma inmediata para la propia salud laboral de la empresa y por respeto al resto de los trabajadores de la misma.

No sé cuándo se tomarán las cosas en serio y cuándo decidirán, cada uno desde su responsabilidad, asumir la función que tienen asignada de gobernar para el bien de la Nación, mirando al pueblo y a sus gentes, y sin concesiones a una galería que, por otro lado, no se sabe lo que quiere. Porque lo que se está haciendo habitualmente –resulta doloroso reconocerlo–, es hacer como que se hace, desde el convencimiento de que no se quiere hacer nada que vaya más allá de la pura apariencia. Esa apariencia, sin embargo, es la que obliga a moverse y a mover a personas e instituciones, entre ellas hasta el propio Parlamento, para mostrar que se intentan resolver problemas haciendo lo que se sabe, a priori, que no sirve para nada.

Ayer jueves validaba con su aprobación el Congreso de los Diputados el texto de la llamada reforma laboral, a sabiendas –hasta los más tontos así lo tienen asumido– de que la reforma reforma tan poco que todo va a seguir igual; ello además de que no se abordan los problemas fundamentales del mercado de trabajo, entre los que el coste del despido es sólo uno, y no el elemento determinante, de la reforma que pueda flexibilizar el mercado, si con ella se pretende reducir sustancialmente el volumen de desempleo.


Las causas objetivas, en cuanto que determinantes del despido con indemnización de veinte días de salario siguen pendientes de la interpretación del magistrado de lo social, cuando, aún proponiendo fórmulas cuasi matemáticas encontraría el juzgador algún vericueto para estimar que las pérdidas no son tales o que, siéndolo, no ponen en peligro la viabilidad de la empresa. El texto, sin embargo, aún conociendo la tendencia interpretativa de los juzgados de lo social, opta por una redacción de escasa concreción, por lo que el resultado del fallo es más que previsible.

Dicho lo cual, y con ser importante, no considero que se trate de la piedra angular de lo que el mercado necesita para que se cree empleo. Más importante que el despido es el empleo en sí mismo considerado; es decir, las condiciones de contratación de un trabajador que va a desarrollar una tarea en un proceso de producción o distribución de bienes o servicios. Aquí, el presidente del Gobierno o no lo sabe o no quiere saberlo, las cuentas son muy claras y determinantes para el sí o el no de la contratación; que se lo pregunten a esos casi cinco millones de parados que deambulan errantes en busca de una solución para sus vidas en la que se haga presente su dignidad como personas y como trabajadores.

A la hora de incorporar un trabajador a la empresa, el empresario se mueve entre dos frentes, ambos igual de inapelables: de un lado, el rendimiento del trabajador en el proceso de producción o distribución, es decir, más o menos su productividad; de otro, el coste del trabajador para la empresa, es decir, su salario más las contribuciones empresariales a la Seguridad Social, que el empleador ingresará por cuenta del trabajador. ¿A que es muy sencillo? Pues más sencillo aún es que cuando la segunda magnitud –el coste del trabajador para la empresa– supera la primera –el rendimiento del trabajador en el proceso económico empresarial– el resultado es que no se llega a producir la contratación y el trabajador permanece en el paro por días sin término. Y esto es así diga lo que diga el presidente del Gobierno y vociferen lo que vociferen los sindicatos que, por lo visto, de trabajo saben más bien poco.

Pues bien, en la legislación española vigente hoy, y que en esta materia seguirá vigente por los tiempos, la fijación del salario y su revisión se establecen en una galaxia –la que habitan las centrales sindicales y las organizaciones empresariales– para, desde ella, sin conexión alguna con las especificidades de cada empresa, establecer los niveles salariales para las distintas categorías en el empleo. Que cada empresa es un mundo y cada trabajador también es algo que saben hasta los peores de la clase, pero por lo visto a los representantes de empresarios y trabajadores les importa muy poco que así sea. Su feudo es el de establecer salarios y, cuando llegan a un acuerdo, los establecen para bien o para mal; más bien para lo segundo.

Esos sindicatos y sus liberados en las empresas, y esos empresarios, son una verdadera rémora para el mercado de trabajo y para la sociedad en su conjunto y, a ellos, y a quien se lo permite, la sociedad les debería pedir cuenta del éxito de la negociación colectiva: cinco millones de parados en números redondos. Buena parte de ellos estarían encantados de trabajar, aunque fuera a un salario menor que el que los galácticos han decidido como salario mínimo, pero eso, a éstos, no les quita el sueño. Al fin y al cabo es su parcela de poder la que está en juego, y no están dispuestos a prescindir de ella, aunque el paro afecte a la población entera.

Y si no hay disciplina en la ecuación planteada –rendimiento/coste–, qué decir de la disciplina del trabajador en la realización de su tarea. ¿Es el absentismo algo más que un dato estadístico sin más trascendencia que la que pueda tener la hora a la que sale o a la que se pone el sol? El absentismo es un lastre económico de gran importancia para el coste empresarial de la producción. Es, además, un instrumento que siembra el desánimo entre los trabajadores que sí que trabajan; juzgadores rigurosos de los compañeros que se hurtan a las obligaciones laborales, poniendo en peligro la supervivencia de la empresa.

Sin embargo, el texto que ayer pasó el examen en el Congreso debe de considerar que la cosa no es para tanto y que son las picardías y diabluras propias de un pueblo imaginativo como el español. En un marasmo de cifras porcentuales calculadas para meses continuos o para períodos intermitentes, siempre con sumisión a la media de absentismo de la plantilla, la norma acaba considerando no absentista a quien sí que lo es, porque en ese juego de cifras se acaba negando la evidencia. ¿Para qué la referencia a la media de absentismo de la plantilla? El absentista lo es con independencia de lo que haga el resto de la plantilla. Definido que absentismo es la ausencia del trabajo en unas jornadas a lo largo de un período –el que sea–, el absentista debe ser despedido de forma inmediata para la propia salud laboral de la empresa y por respeto al resto de los trabajadores de la misma. ¿


Libertad Digital - Opinión

El candidato a candidato. Por M. Martín Ferrand

La crítica política pasa a ser pura ignominia cuando trata de ridiculizar al adversario.

TRINIDAD Jiménez y Tomás Gómez, tal para cual, aspiran a la presidencia de la Comunidad de Madrid; pero, mientras tratan de anularse entre sí, no dicen nada del programa para el cargo que ambicionan. Es uno más entre los malignos efectos secundarios de la partitocracia: la búsqueda del poder por su mera posesión. A tal punto hemos llegado en esa espiral degenerativa de la democracia que esta misma semana, en Radio Madrid, el secretario general del PSM se atrevió a descalificar a Esperanza Aguirre por el mero hecho de ser Grande de España y Condesa de Murillo. La crítica política, tan vivificante y depuradora cuando se acerca a la acción, y a la omisión, en una tarea de gobierno pasa a ser pura ignominia cuando, como ha hecho «el alcalde más votado de España», trata de ridiculizar al adversario —en este caso, «enemigo de clase»— por algo que para muchos es mérito y que no puede ser considerado como defecto.

Si Bibiana Aído no estuviera ensimismada en el muy limitativo entendimiento igualitario del socialismo, se hubiera precipitado a defender a la presidenta de la Comunidad de Madrid a la que, en negación de la igualdad, el tal Gómez quiere privar no del cargo, sino de su derecho a desempeñarlo por ser condesa. El botijo de la memoria histórica que impulsa José Luis Rodríguez Zapatero rezuma esas humedades. Ya es grave que «ser de derechas» sea presentado como un factor negativo en lo político y ridículo en lo social. No es mejor ni peor que «ser de izquierdas». Pero hace falta remontarse a lo más soez de la II República para encontrar alguien, como Gómez, clamando contra los títulos nobiliarios, hijos de la Historia, que vienen sucediéndose a sí mismos desde hace siglos. En el caso concreto de la condesa que tanto ofende a quien fue alcalde de Parla, el título, que corresponde a su marido, Fernando Ramírez y Valdés, procede de finales del XVII.

El recurso de la descalificación personal, tan frecuente en una democracia provisional, prendida con alfileres y con escasas posibilidades de cuajar en una Nación próspera y convivencial, es la medida de la pequeñez de quien lo practica. Cualquier crítica a Esperanza Aguirre —o a quien fuere— por su acción política será escasa; pero, simultáneamente, cualquier gesto de desdén o menosprecio a lo que no constituye materia pública ni se relaciona con las razones por las que fue elegida será excesivo. El candidato a candidato que parecía fruto de la democracia interna y no, como Jiménez, del dedazo presidencial, se ha puesto en evidencia. Su descalificación de Aguirre evidencia su incapacidad para el cargo que ambiciona.


ABC - Opinión

Los principios de Zapatero. Por Antonio Casado

El presidente del Gobierno y líder del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, sufre un agudo ataque de contrariedad por las dificultades de otros para entender su fidelidad a los principios del socialismo democrático. En menor medida, por sus propias dificultades para hacernos entender a otros que sus principios siguen siendo los mismos. Pero él insiste.

La cuestión revive cinco minutos después de haber sacado adelante en el Congreso, con la incomprensión tanto de la derecha y como de la izquierda (noes o abstención), una reforma laboral que sólo patrocinan el Gobierno y el grupo parlamentario socialista. El debate también forma parte del precalentamiento ambiental ante la huelga general convocada para el próximo 29 de septiembre por los sindicatos, metidos estos días en un discurso propio de un partido de la oposición.

En esas estábamos cuando Rodríguez Zapatero declaró solemnemente en la radio, este viernes, que él no es consciente de haber traicionado sus principios. Otros sí lo creemos, aunque sin llegar a utilizar la palabra traición, que puede venir cargada por el diablo. Pongamos que con esta reforma laboral (despido más fácil, más barato, con más temporalidad) y su controvertido plan de recortes (afectados los pensionistas, los funcionarios, las mamás lactantes y los pobres del Tercer Mundo), ha roto el contrato con once millones de ciudadanos. Los mismos que le votaron en marzo de 2008 bajo unas condiciones y unos compromisos que él olvidó de repente a mediados del mes de mayo.


Fue entonces cuando, acorralado por la Unión Europea y los acreedores internacionales de España (ah, la famosa prima de riesgo) aparcó sus principios y pasó por el aro de quienes nunca hubieran compartido su programa de socialismo democrático.

Ahora, cuatro meses después, el propio Rodríguez Zapatero nos explica que aquello lo hizo obligado por las circunstancias, para evitar que la economía española quedase a los pies de los caballos. Es decir, que actuó movido por imperativos de coyuntura. Justo. Pero resulta que los principios, o esto es lo que uno cree, son permanentes, universales, absolutos. O sea, que no operan en la conducta de las personas según aconseja la ocasión, el momento, la dirección del viento o el humor de los inversores.

Sólo desde una concepción relativista, lo cual ya supone abrazar una contradicción (un principio nunca es relativo), se puede invocar el carácter inesquivable, imperativo, ineludible, de una circunstancia. Y eso es lo que hace Zapatero, apelar a la dirección del viento para cambiar su hoja de ruta sin tener en cuenta los principios esgrimidos en su discurso de investidura.


Periodista Digital - Opinión

Efectos del desafecto. Por Ignacio Camacho

A los líderes sindicales les ha faltado preparación económica para entender la complejidad de la situación financiera.

EL repentino ataque de desafecto con que como amantes traicionados los cuadros sindicales —reunidos por miles a las once de la mañana de un día laborable en el que por lo visto no tenían otra ocupación que atender— mostraron esta semana a Zapatero su rechazo por el recorte del gasto y la reforma laboral no va a borrar la responsabilidad de sus dirigentes en la deriva política que ha conducido precisamente a esas medidas de ajuste. Ha sido el irresponsable romance entre sindicatos y Gobierno durante los dos primeros años de la recesión lo que ha provocado el desequilibrio financiero que ha puesto al país al borde de la quiebra. Y aunque Zapatero haya de pagar en costes de apoyo electoral la inevitable factura de esa alianza fallida y su posterior arrepentimiento, la convocatoria de una huelga general supone un perjuicio colectivo que no va a enderezar, sino todo lo contrario, una situación social y económica gravemente deteriorada para todos.

El sindicalismo español se ha abocado a sí mismo a una crisis de modelo que no va a resolver —en todo caso puede agudizar— el paro del día 29. Su pacto neoperonista con un presidente habituado a alquilar respaldo político a base de sinecuras clientelares ha subvertido el papel de las organizaciones sindicales al convertirlas en redes de intereses de casta. A los líderes de Comisiones Obreras y UGT les ha faltado preparación económica y les ha sobrado sectarismo para entender las complejidades del mercado financiero y laboral. Apegados al viejo sistema de las correas de transmisión se han limitado a exprimir con comodidad la compraventa de favores y han acabado quedando fuera de juego cuando la presión internacional ha obligado a Zapatero a dar un volantazo de emergencia para salvar in extremis sus propias posibilidades de supervivencia en un poder que creía blindado por la alianza con las centrales.

Las medidas gubernamentales de ajuste son insuficientes e inadecuadas, y la reforma laboral es fruto de una improvisada chapuza. Pero unas y otra suponen el mínimo imprescindible de sensatez requerida para estabilizar una economía en riesgo de hundimiento. Es ahora y no antes cuando el zapaterismo se aproxima, sin brújula ni criterio y probablemente contra sus propias convicciones, al rumbo correcto. El momento de ajustar cuentas con la incoherencia presidencial, sus abultados errores de percepción y su embustera retórica llegará el día de las elecciones generales. La huelga no es sino un intento, brusco, destemplado y tardío, de presionar al poder en la dirección equivocada para salvaguardar inaceptables privilegios de casta que comprometen el propio futuro de unos sindicatos cuya imprescindible función social está en serio entredicho por la trasnochada contumacia de sus responsables. Y si algo no necesita este Gobierno —ni menos este país— es que le ayuden a equivocarse aún más de lo que acostumbra por sí solo.


ABC - Opinión

Un mesecito. Por Alfonso Ussía

No albergo ninguna duda de que un altísimo porcentaje de los liberados y delegados sindicales son simpatizantes del castrismo y la supuesta revolución cubana. Más que el propio Fidel Castro, que ha empezado a recular. Cuba ha representado el sueño estalinista del comunismo español. También del socialismo, tan trabado de ideas. Para la izquierda española la figura del «Ché» sigue siendo intocable. Los jóvenes de la retroprogresía cuelgan su póster en las paredes de su habitación, y casi todos guardan en su armario una camiseta negra con el rostro de Guevara estampado en violento carmesí. No conocen que Guevara era un señorito porteño que se metió a revolucionario cuando derrochó una fortuna, y que su ascenso a la cúpula revolucionaria estuvo marcado por la gélida crueldad de su carácter. No obstante, su atractivo físico y su muerte en las selvas bolivianas le convirtieron en el icono de los esplendores revolucionarios, y todavía hay gente que se lo cree. Además, que en caso de sobrevivir, el «Ché» y Fidel Castro no se habrían soportado ni un minuto en el poder. Los líderes carismáticos odian el carisma de los más cercanos. Y el «Ché» lo tenía, como Fidel. Y como Fidel, la más absoluta falta de respeto por la vida de quienes fueron sus compañeros y amigos en los inicios de la llamada Revolución cubana. Una Revolución a la que Fidel, ya en la proximidad de la muerte, ha calificado de obsoleta e ineficaz.

La izquierda se mofa de la fe de los cristianos, y no repara en la adoración de sus idolatrías. El mausoleo de la momia de Lenin, en la Plaza Roja de Moscú, es una mala copia de una iglesia ortodoxa o católica. Al «Ché» lo han elevado a los espacios estéticos de un Cristo yacente, y a sus mitos regalan la fe del carretero. Son intocables e indiscutibles. Se derrumban los muros, pero no sus idolatrías. Se arruinan sus sistemas, pero no sus pequeños dioses. La muerte masiva, los campos de concentración, la ausencia de libertad, la sumisión al partido único…

Todo se perdona por mantener la embriaguez de la utopía. Hasta que llega uno de los dioses intocables y se toca a sí mismo. Ha cundido el desconcierto. El propio Fidel ha desautorizado a su régimen. Simultáneamente, las centrales sindicales de España llaman a la huelga general por una reforma laboral que consideran brutal para los trabajadores. Y se reúnen en Madrid a 16.000 delegados y liberados, en su mayoría receptores de sueldos en empresas por las que ni aparecen, para protestar contra el capitalismo. No la convocan contra el Gobierno que les paga, sino contra la malvada empresa y el perverso empresario, que pide un despido más barato para superar la crisis.

Perversos empresarios que pueden considerarse santos de altar si los comparamos con los despidos en los paraísos comunistas y revolucionarios que tanto han amado y aman. Ellos viven de cine, sin apenas trabajar, a costa de las empresas que no pisan y de los impuestos de los españoles, mientras que en Cuba, su ídolo de las barbas, anuncia que serán despedidos seiscientos mil funcionarios con un mes de sueldo en concepto de indemnización. ¡Caray con la amada Revolución!


La Razón - Opinión

Primer aviso de EA

LA prohibición judicial de la manifestación convocada es una advertencia en toda regla a quienes traten con Batasuna.

LA prohibición judicial de la manifestación convocada para ayer en Bilbao por dirigentes de Eusko Alkartasuna y Aralar, partidos legales, es una advertencia en toda regla a ambas formaciones sobre los riesgos que conlleva meterse en tratos con el entramado etarra de Batasuna. La Audiencia Nacional tomó la decisión de suspender esta convocatoria después de comprobar que había indicios suficientes para considerarla como la continuación de otra manifestación proetarra, que había sido suspendida por enaltecer la violencia terrorista. En ambos casos, la Fiscalía ha sido decisiva para que el juez acordara las suspensiones cautelares. La convocatoria prevista para ayer tiene la agravante de que corrió a cargo de miembros de dos partidos plenamente legales, de ideario abertzale a independentista, pero —al menos eso parecía— desvinculados de ETA y su estrategia de agitación política. Por ahora se trata sólo de una primera decisión judicial, pero suficiente para que Eusko Alkartasuna empiece a medir la dimensión de los problemas en que puede meterse por su asociación con Batasuna en el nuevo polo soberanista que han formado. Nadie que pacta con ETA sale indemne. Por el contrario, le supone un grave trastorno político y puede llegar a serlo también judicial. En efecto, si EA comparte con Batasuna la tarea servil de altavoz de ETA y está dispuesto a presentar listas conjuntas, la suspensión de manifestaciones puede ser lo más leve que le suceda en el plano judicial. ETA no es un bestia domesticable. Quizás EA pensó que podría ser el domador de los terroristas y dedicarse al blanqueo de la causa independentista. La historia demuestra que estos intentos han sido siempre inútiles, salvo para ETA, que siempre conseguía un respiro para su rearme o un hueco en las instituciones por cuatro años más. EA ya tiene el primer aviso.

ABC - Editorial

Nefasto «papeles para todos»

Las estadísticas publicadas esta semana sobre la presencia de inmigrantes en los países europeos han confirmado que España está entre los que más población foránea alberga, exactamente cinco millones setecientas mil personas. Aunque Alemania supere esa cifra, con 7,2 millones, la tasa de inmigración española es la más alta de los principales países comunitarios y dobla, con el 12,3%, la media de la UE. Al mismo tiempo que se hacían publicos estos datos, en Europa se recrudecía la polémica sobre la expulsión de delincuentes e ilegales de raza gitana decretada por el presidente de Francia en virtud del acuerdo de extradición que este país tiene firmado con Rumanía y Bulgaria. La agria batalla política que a este propósito se ha entablado entre derechas e izquierdas en el Parlamento de Estrasburgo ha traído a primer plano el desafío que supone la cuestión inmigrante para una Europa en crisis, asustada por la inseguridad ciudadana y replegada sobre sí misma. España no es una excepción y el creciente peso de la población extranjera suscita nuevos interrogantes y replantea viejos problemas a los que no se les ha dado solución. La encuesta que hoy publica LA RAZÓN pone de manifiesto que los españoles tienen una visión entre realista y recelosa del inmigrante; están muy alejados de posiciones que huelan a xenofobia o racismo, pero tampoco comparten el «buenismo» de quienes propugnaban el «papeles para todos». De hecho, al 67% de los encuestados le parece mal o regular que nuestro país sea de los más relajados en la frontera, hecho del cual culpa al Gobierno socialista el 46%. ¿Significa que el ciudadano español discrimina o rechaza al extranjero? No; incluso son mayoría quienes no aprueban la expulsión de gitanos en Francia. Ahora bien, eso no quiere decir que no se detecten problemas de convivencia (54,4%); en realidad, el 67,3% está a favor de que se fomente el retorno voluntario. El punto más crítico, sin embargo, lo ofrece el sondeo a propósito de la creciente comunidad musulmana. Si ya la encuesta difundida la semana pasada por el ministro Moratinos desvelaba un rechazo bastante generalizado (53,6%) de la sociedad española a los musulmanes, la que publicamos hoy refrenda ese estado de opinión y lo complementa con algunos datos muy relevantes, como que un 66,8% los considera reacios a la integración y que son los más problemáticos del colectivo inmigrante. Pero el dato más sorprendente es que el 55,3% de los encuestados sostiene que no se debe dar el mismo trato a los musulmanes y a los católicos. Dejando aparte de que tal discriminación es contraria a la Constitución, lo cierto es que la encuesta pone de manifiesto la creciente inquietud de amplias capas sociales, agobiadas por la crisis, ante la población inmigrante, que en el caso musulmán se complica con una cultura y unas prácticas religiosas inadaptadas al tejido ciudadano. ¿Es gravemente preocupante? No, pero llegará a serlo si el Gobierno y las administraciones públicas no actúan con más responsabilidad de la demostrada hasta ahora. El nefasto «papeles para todos» que Jesús Caldera aplicó de forma irresponsable está ahora pasando factura.

La Razón - Editorial

El Plan E de Obama, tan absurdo como el de ZP

Las consecuencias de su aplicación práctica van a suponer un lastre añadido que acabarán pagando en mayor medida las clases menos pudientes, precisamente aquellas que los líderes "de progreso" dicen defender.

Las recetas keynesianas para salir de la crisis siguen siendo populares a uno y otro lado del Atlántico, a pesar de su probada ineficacia para solventar los problemas de una economía desarrollada. Es más, no sólo no solucionan los graves problemas a que se enfrenta la economía global sino que los empeoran, expandiendo el desequilibrio de las cuentas públicas que es precisamente una de las principales dificultades para que un país deje atrás un periodo recesivo como el que vivimos.

La expansión del gasto público es muy del gusto de los políticos porque les permite una mayor capacidad de decisión en aspectos que deberían quedar a criterio de los agentes sociales de forma individual. Obama, progresista al fin y al cabo, no iba a ser el primer socialdemócrata que pusiera en cuestión la creencia de que es el Estado, aumentando exponencialmente el gasto público, el que debe estimular artificialmente la economía para reactivarla aun a coste de endeudar a las generaciones futuras a un ritmo insostenible.


Con la última decisión del presidente norteamericano, que esta semana decidió incrementar el gasto estatal en 50.000 millones de dólares para infraestructuras, el dinero público inyectado en los últimos dos años y medio a la economía de los EEUU asciende a más de 1,3 billones de dólares. A pesar de semejante esfuerzo, que lastrará a los ciudadanos norteamericanos durante décadas, ni el paro se ha reducido –todo lo contrario– ni sus efectos sobre el Producto Interior Bruto han sido apreciables hasta el momento.

Mas lejos de constatar el error cometido y rectificar, Obama ha preferido insistir en una vía de probada ineficacia que va a suponer una dificultad añadida para la recuperación económica a imagen y semejanza de Roosevelt en la Gran Depresión, cuyo vasto programa de gasto público, –por cierto, inferior al de Obama–, tuvo como principal consecuencia el retraso en más de una década de la salida de la crisis.

Las consecuencias de la aplicación práctica de esta ofensiva estatista de Obama van a suponer un lastre añadido que acabarán pagando en mayor medida las clases menos pudientes, precisamente aquellas a las que los líderes "de progreso" dicen defender. Y es que, puestos a elegir entre la racionalidad y el sectarismo, la izquierda siempre se decide por lo segundo a cualquier coste. Todo con tal de impedir que la realidad les estropee un dogma, aunque sea uno tan apolillado como el keynesianismo.


Libertad Digital - Editorial

La victoria en Afganistán

La determinación del secretario general de la OTAN al garantizar un resultado positivo de la misión afgana contrasta con la cicatería de algunos gobiernos aliados.

LA guerra de Afganistán comenzó hace ahora nueve años en Nueva York y Washington, con un ataque terrorista dirigido contra los principios esenciales de la civilización occidental. Entonces, y por primera vez, la OTAN invocó el artículo 5 de su carta fundacional, al declarar que el ataque contra territorio norteamericano era un ataque contra todos los aliados, lo que puso en marcha su mayor operación militar en un territorio remoto y extremadamente complejo. Conviene recordar el origen de la misión militar de Afganistán, en la que también combaten soldados españoles —casi un centenar de ellos lo han pagado con su vida—, para comprender mejor las razones por las que sigue siendo necesario llevarla a cabo y poner todos los medios necesarios para garantizar que sea un éxito. Como bien afirma el secretario general de la OTAN en la entrevista que ABC publica hoy, «la derrota no es una opción». En efecto, la posibilidad de que la organización militar más poderosa de todos los tiempos no sea capaz de alcanzar sus objetivos en un país que figura entre los más pobres del mundo sería catastrófica para su reputación y tendría consecuencias incalculables.

Hasta ahora, el sacrificio de soldados de la OTAN y países aliados que combaten en Afganistán no ha sido inútil, puesto que los terroristas y extremistas islámicos no han podido seguir utilizando su territorio para preparar nuevos ataques contra las sociedades occidentales. Sin embargo, resulta lógico que los ciudadanos de los países democráticos se interroguen sobre las dificultades —aparentemente insalvables— de una guerra cuya salida no se vislumbra a corto plazo. La determinación del secretario general de la OTAN al garantizar un resultado positivo de la misión contrasta con la cicatería de algunos gobiernos aliados que, como el español, se niegan siquiera a llamar a una guerra por su nombre, o que retrasan o evitan aportar los medios que requiere el mando aliado, porque piensan más en los criterios de política interna a corto plazo que en sus obligaciones e intereses estratégicos. Los dirigentes aliados, impulsados por la actual administración norteamericana, anunciarán en la cumbre del próximo noviembre la puesta en marcha del plan para transferir a las fuerzas afganas la responsabilidad de la seguridad en su país. En efecto, la OTAN no tiene ambiciones de permanecer indefinidamente en Afganistán, pero todos los países implicados en esa guerra deben hacer un esfuerzo para garantizar que esa transferencia sea segura e irreversible.

ABC - Editorial