jueves, 30 de septiembre de 2010

La equis sindical. Por Ignacio Ruiz Quintano

Se impone en la declaración de la renta, a fin de que estas organizaciones obreras sin obreros, tan simpáticas, vivan de sus simpatizantes, no de todos los pagafantas.

De madrugada, en la barra del «after hours», los Pochetes del nuevo liberalismo, que es el liberalismo a sueldo, me decían que Rubalcaba, ese holograma del felipismo gálico, era el jefe de la huelga, pero, una vez de día, la vulgaridad del espectáculo superaba incluso al mito de Rubalcaba: en las calles había más mugre que otros días y más tontos rodados (motoristas y ciclistas de acera) que otros días, pero es que Madrid es una ciudad de mucha mugre y mucho tonto rodado. Se ve que mugre y tontos rodados son inherentes a todo movimiento de progreso, y España es desde hace algunas décadas el parque temático del progreso. Ayer era día de huelga general y en las calles elegantes de la capital había basura, aunque más o menos la misma que había en las mismas calles el día que España ganó el Mundial de fútbol. Entonces, al cabo de la jornada, Casillas habló al pueblo, y esta vez la encargada de hablar al pueblo fue la dirigencia (esa palabra huele a Evita) de un sindicalismo vertical que en Madrid, ayer, sólo consiguió cerrar Telemadrid, circunstancia que podría aprovechar el sentido común para no volver a abrirla. Visto lo visto, se impone la equis sindical en la declaración de la renta, a fin de que estas organizaciones obreras sin obreros, tan simpáticas, vivan de sus simpatizantes, no de todos los pagafantas. ¿Qué juego tonto es ése de los liberados manchando (los escaparates de todas las tiendas de la calle de Serrano amanecieron pringados de pegatinas y pintadas), y detrás, los trabajadores limpiando? O limpia Zapatero, que es el objeto de la huelga, o estamos ante otra gamberrada, como la de esos bomberos que, en su protesta sindical, pintarrajean como zulúes los vehículos, tal que si fueran, no de los contribuyentes, sino suyos o del alcalde. Pero es que a Comisiones y a Ugeté les pasa con Zetapé lo que al «As» y al «Marca» con Mourinho.

ABC - Opinión

Los piquetes y los «fascistas». Por Edurne Uriarte

Resulta que para el Gobierno, lo grave, lo «fascista», es la denuncia de la coacción, el rechazo de la violencia y la exigencia de un comportamiento pacífico de los sindicatos.

Una periodista simpatizante de las ideas socialistas, María Antonia Iglesias, afirmó ayer que ha habido «una campaña fascista contra los sindicatos». La vicepresidenta De la Vega acusó por su parte al PP de «perseguir a los sindicatos». Y Corbacho se felicitó por lo bien que se desarrollaba la jornada de huelga y proclamó la «normalidad». Más o menos a la misma hora, todos los medios de comunicación, de izquierdas y de derechas, ofrecían las mismas imágenes de la huelga y parecidos titulares. Referidos a la violencia de los piquetes. Y a las numerosas acciones de coacción protagonizadas por los sindicatos. Con un balance de la huelga secreto por parte del Gobierno, solo quiso ofrecer las cifras de la huelga en la Administración del Estado, pero evidente para los ciudadanos que la siguieron a través de los medios y de su propia experiencia. El limitado éxito de la huelga se produjo en buena medida bajo coacción. Y resulta que para el Gobierno y bastantes de los analistas que lo apoyan, lo que importa, lo grave, lo «fascista», incluso, es la denuncia de esa coacción, el rechazo de la violencia y la exigencia de un comportamiento pacífico de los sindicatos. Lo que demuestra lo lejos que nos hallamos aún de la normalización democrática de los sindicatos y de la propia izquierda que admite y legitima los métodos violentos. Y lo que refleja también la dispar evolución de los extremismos en Europa. Mientras el extremismo de derechas, el fascismo, ha sido deslegitimado por la sociedad y por la propia derecha, el extremismo de izquierdas, el comunismo y los métodos obreristas violentos, son admitidos por la izquierda. Actos de violencia como los de ayer que hubieran recibido una condena unánime si llegan a proceder de la extrema derecha, fueron, sin embargo, ignorados, excusados o apoyados por la izquierda y el Gobierno. Por ser extremismo del «bueno».

ABC - Opinión

Huelga general. La fe de los sindicatetos. Por Francisco Capella

Creen que el trabajo es algo bueno y ellos, generosos, se lo dejan a los demás: salvo el día de huelga, que entonces todos deben disfrutar igualmente de lo de no trabajar.

Creen que la huelga no es un envite de los sindicatos contra el Gobierno, sino un envite democrático en el que nos la jugamos todos y todas. Y es que para ellos esto es un juego, seguramente de azar porque la habilidad y la inteligencia no son sus puntos fuertes, y ellos hablan en nombre de todos y todas. Se creen profesores porque el Gobierno y los empresarios van a recibir una lección de democracia.

Creen que el derecho a no hacer huelga no existe y que el interés de la mayoría de los trabajadores siempre está por encima de la voluntad de los grandes y pequeños empresarios. Creen que la mayoría de personas que acuden a trabajar el día de la huelga lo hacen presionadas, amenazadas y coaccionadas por sus jefes con bajadas de sueldo y despidos. Se creen víctimas, pero no creen necesario mostrar más evidencias que sus propias declaraciones, porque ellos nunca mienten ni engañan.

Creen que la lucha de la masa obrera ha servido a lo largo de la historia para mejorar los derechos de los trabajadores. Y van a seguir "mejorándolos", quieran o no: van a luchar, guerrear, batallar, pelear, golpear, gritar y hacer lo que haga falta hasta vencer la resistencia de aquellos a costa de quienes se obtienen esos derechos, que son todos los demás.


Creen en el trabajo de los piquetes disuasivos, porque de verdad disuaden. Creen que los piquetes son la expresión más genuina de la defensa de los derechos democráticos, que se articulan gritando mucho y con lenguaje gestual de amenazas y desaprobación. Creen que todos sus golpes son en legítima defensa, y los de los demás son viles agresiones injustificables.

Creen que las calles y las carreteras son de ellos y por eso pueden cortarlas para impedir el paso a los demás. Creen tener derecho a redecorar la propiedad ajena según su discutible criterio estético y llenarla de pintadas o pegatinas. Creen que si un negocio ha cerrado es porque está de huelga y apoya su causa. Creen que si no haces huelga es porque no sabes lo que haces; o tal vez sí y "tú sabrás lo que haces". Algunos creen que la huelga se hace mejor cubierto, son tímidos y no quieren ser identificados.

Creen que los estridentes pitidos de sus silbatos son música celestial que todos deben apreciar. Creen que todos deben prestar atención a su discurso informativo, y que con más volumen se tiene más razón. Creen que sus consignas de pocas palabras no muy complicadas contienen enormes cantidades de información acerca de la política económica y la filosofía del derecho.

Creen en el rebaño, en la manada, en la masa: siendo muchos siempre se tiene más fuerza y se puede hacer más daño. Al compañero le creen todo, al traidor esquirol nada. Creen que los que se niegan a hacer huelga son indeseables insolidarios a quienes conviene insultar y corregir su conducta con algún destrozo para que aprendan. Se creen éticamente responsables pero no admiten la responsabilidad por los daños que causan: es que les han provocado.

Creen que las pérdidas que causan por sus coacciones a todos aquellos a quienes no permiten trabajar son un coste asumible en la lucha sindical: al fin y al cabo, no son ellos quienes tienen que asumirlas. Creen que los servicios mínimos equivalen a servicios máximos: no tiene usted derecho a trabajar si otros ya han cumplido con el mínimo.

Se creen clase trabajadora, pero no hay mucha evidencia de que produzcan algo de valor a precios que interesen a otros: salvo que sean del gremio de matones, demoliciones, asaltos o destrucciones varias. Tal vez piensan que les está prohibido convertirse en empresarios abandonando a los que ahora presuntamente los explotan; o quizás son incapaces de organizar proyectos productivos exitosos, lo saben y por eso ni lo intentan.

Creen que el trabajo es algo bueno y ellos, generosos, se lo dejan a los demás: salvo el día de huelga, que entonces todos deben disfrutar igualmente de lo de no trabajar.


Libertad Digital - Opinión

La mafia en la retina. Por Hermann Tertsch

La sociedad despreció su convocatoria y los ignoró. Solo hubo huelga ayer allí donde la amenaza logró imponerse.

TENÍAN razón ayer la jefatura suprema de los comandos, los miembros liberados de la organización, compañeros Cándido Méndez y Juan Ignacio Fernández Toxo, cuando aparecieron ante la prensa a declarar muy ufanos que habrá que recordar este 29 de septiembre. ¡No saben ellos aun hasta que punto es eso cierto! Es probablemente lo único cierto que dijeron en una comparecencia trufada de ficción política de tercera categoría y morralla ideológica de taberna antisistema. Ambos tenían ya el rostro de combatientes abatidos en la jungla, con caras de «Mono Jojoy». O de tahúres que lo han perdido todo a los naipes y con angustia infantil intentan animar a una nueva partida. Cuando saben que no tienen más opciones que una retirada ignominiosa o una soga en la buhardilla. Vamos a recordar esta fecha pero por motivos muy diferentes. Ayer España dio un paso definitivo de cara a liquidar un sistema sindical que ha degenerado en un aparato de corte mafioso, sostenido por la coacción y la violencia y por su mecanismo parasitario de financiación. La sociedad despreció su convocatoria y los ignoró siempre que pudo. Solo hubo huelga ayer allí donde la amenaza logró imponerse. Donde las bandas de matones no tenían superioridad abrumadora, la población en general se enfrentó a ellas. Los corrió literalmente a gorrazos e, imponiendo su soberana voluntad, se puso a trabajar. Se acabó el chollo. Ellos que han colaborado tan eficazmente en el cierre de miles de empresas, están a punto de echar el cierre a su lucrativa agencia de coacción que millones de españoles ya sólo identifican con la extorsión, la amenaza y la violencia. Anclados en sus privilegios, en su primitivismo y en su zafia retórica decimonónica no han visto la gravedad del insulto que suponía para toda la sociedad que pretendieran representar a los trabajadores españoles del siglo XXI. Mientras los obligaban a golpes y amenazas a plegarse a su voluntad. Se acabó. Todos sabemos como son. Los hemos visto. Decenas de miles de cámaras de teléfonos móviles han dado testimonio de las amenazas, de las agresiones y la brutalidad ejercida contra la ciudadanía que quería trabajar. Las escenas permanecen y son demoledoras. Así, toda la sociedad española tiene hoy a la mafia en la retina. La mayoría de los españoles está en contra de las medidas tomadas por el Gobierno. Por muy diversos motivos. Unos las consideran excesivas e injustas, otros creen que son insuficientes e inútiles. Muchos creen que llegan tarde o mal. Pero la repulsión ante la acción sindical ha despojado de sus últimos restos de respetabilidad a estos sindicatos. Han sido el somatén del zapaterismo y ahora, de acuerdo con éste, querían hacerse un lavado de cara a costa de los trabajadores españoles. No se les ha dejado. Habrá un nuevo sindicalismo, pero el rufianismo de estos parásitos antisistema, toca a su fin. Si hicieran otra huelga general, motivos habrá, serían sus piquetes los que tendrían que ser protegidos por la policía.

ABC - Opinión

Huelga general. Sindicatos con respiración asistida. Por Emilio J. González

Estos sindicatos ya no representan a nadie porque no se han adaptado a los tiempos que corren, ni a la crisis, ni a los profundos cambios sociológicos que se han producido en España.

El balance del 29-S deja atrás no sólo el sonado fracaso de la huelga general convocada por UGT y CCOO, sino también, y sobre todo, el divorcio entre los sindicatos oficialistas y una sociedad más que harta de unas centrales sindicales que ni se han enterado ni se quieren enterar de qué va la España del siglo XXI.

Cuando los españoles quieren hacer huelga, la hacen de verdad, como se puso de manifiesto en el famoso 14 de diciembre de 1988, pero cuando no quieren, no les gusta que nadie les obligue a actuar en contra de su voluntad. El ambiente no estaba en estos momentos, ni mucho menos, para secundar una convocatoria que partía de dos errores fundamentales de base: el momento y el motivo.

El momento, porque los sindicatos se han pasado dos años con la boca bien callada mientras el paro se disparaba a cifras de verdadero escándalo y ellos sin decir nada porque ya se encargaba el Gobierno de untarlos bien untados con la ‘grasa’ del presupuesto. Y después de darle la espalda a la gente, sobre todo a los casi cinco millones de parados, a los empresarios que han tenido que cerrar su negocio y a los autónomos que se han visto obligados a cesar en su actividad, a todos ellos y a sus familias, ahora UGT y CCOO querían salir a la calle para protestar porque hay que tomar medidas dolorosas para enderezar una situación de cuyo empeoramiento han sido cómplices por acción y por omisión.


El motivo, porque la huelga tendría que haber sido contra quien nos ha conducido a este desastre socioeconómico, esto es, el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero, no los empresarios que están sufriendo la crisis ni mucho menos la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, cuyas políticas están permitiendo amortiguar en la región los durísimos golpes de las circunstancias que nos están tocando vivir. Así es que la equivocación de partida ha sido una convocatoria contraria a los deseos y al sentir de la gente en todos sus aspectos.

El distanciamiento con la sociedad se ha agravado a raíz de la actuación de los piquetes, impidiendo la salida a primera hora de los autobuses de la EMT y tratando de paralizar el metro para que las personas no pudieran acudir a su centro de trabajo, y después tratando de bloquear el tráfico, además de amedrentar, como poco, a todo aquel que osaba desafiar la llamada al paro. La reacción contra los sindicatos que han tenido, por ejemplo, los vecinos de la Gran Vía de Madrid, por tanto, es lógica y sirve como botón de muestra de una sociedad que no está por la labor de que nadie les venga a imponer nada en contra de sus deseos, y menos aún cuando, en el caso de Madrid, la convocatoria de UGT y CCOO tenía todos los tintes de una huelga política contra una presidenta, Esperanza Aguirre, elegida democráticamente y que, después del fracaso sindical de hoy, probablemente va a renovar su mandato el año próximo con mayoría absoluta.

Los sindicatos han hecho un ejercicio de total falta de sensibilidad hacia la sociedad. Ellos iban a lo suyo, con sus planteamientos ideológicos decimonónicos, sin importarles ni los parados, ni el sufrimiento de las personas para quienes perder un día de sueldo en estos momentos supone un verdadero problema, mientras Toxo y Méndez disfrutan de super áticos de lujo y restaurantes de primera; ni el deseo de los millones de españoles de querer ejercer su derecho a trabajar con libertad y, de esta forma, pueden haber consumado definitivamente un divorcio con una sociedad a la que le han dado la espalda en los momentos más difíciles y que desde hace tiempo no quiere saber nada de ellos, como demuestran las bajas y decrecientes cifras de afiliación.

Estos sindicatos, por tanto, hoy por hoy ya no representan a nadie porque no se han adaptado a los tiempos que corren, ni a la crisis, ni a los profundos cambios sociológicos que se han producido en España. Si hoy tienen un papel en nuestra vida pública es porque entre las concesiones que se hizo a la izquierda en la Constitución de 1978 estuvo la de darles una importancia y una representatividad como interlocutores sociales de la que carecerían si la sociedad pudiera opinar al respecto. Si sobreviven es porque disfrutan de la respiración asistida que les proporciona el Gobierno a base de subvenciones multimillonarias de las que luego no dan cuenta a nadie pese a tratarse de dineros públicos, como tampoco dan cuenta de cuántos liberados sindicales –señores que cobran pero no trabajan ni, en muchos casos, los conocen sus propios compañeros en la empresa o en la Administración– hay en nuestro país, qué hacen realmente y cuánto nos cuestan, cosa que también indigna a la gente.

Así es que tenemos a unos agentes sociales que no representan a nadie y a quienes no traga un número importante y creciente de sus supuestos representados, que, por no haberse sabido adaptar a los tiempos, resultan tan anacrónicos como un dinosaurio en la Puerta del Sol. Nuestras centrales sindicales, en consecuencia, son una especie en peligro de extinción y sólo sobrevivirán en el futuro si aprenden la lección y se modernizan de verdad para atender a las verdaderas necesidades y demandas de los españoles del siglo XXI, que ya no se identifican con ellos ni con sus postulados. Lo malo es que ese proceso de modernización no se podrá llevar a cabo mientras Méndez y Toxo sigan donde están y menos aún si el Gobierno de Zapatero se dedica ahora a reírles las gracias y a tenderles la mano, cuando UGT y CCOO se han convertido en uno de los principales obstáculos para la salida de la crisis y para el progreso económico y social de nuestro país.


Libertad Digital - Opinión

Adrenalina de la incivilidad. Por Valentí Puig

Este sindicalismo no solo es un fósil de formulación inapropiada, sino un auténtico riesgo.

NO hacían falta ni la insensata huelga general ni la incivilidad de los piquetes de ayer para llegar a la consecuencia de que el proceso de institucionalización de los sindicatos ya reclama un efecto de reversibilidad. Su irrepresentatividad y la acumulación opaca de recursos y disponibilidades ha llegado a tal extremo que va a ser la sociedad la que comience a exigir del sindicalismo más transparencia, menos agitación, más racionalidad y un espíritu de consenso que no sea un estricto simulacro de la presión y jornadas coercitivas como la de ayer.

En lugar de la capacidad de conciliación a la escandinava o del modelo de concertación alemana, en España hemos ido a parar a un sistema de cesiones y no de transacciones, en el que un sindicalismo conducido por líderes caducos mantenía una parcela de privilegios cada vez menos presentables en sociedad. Eso le ha estallado en las manos a Rodríguez Zapatero, no siendo paradójico en él que haya querido presentarse siempre como precinto iconográfico de la paz social.


Desde ayer, quien creyera en un rol estabilizador o eficazmente reivindicativo de los sindicatos, como también a quien sencillamente le fuese indiferente, no le van a faltar motivos para pensar que una huelga general era lo menos apropiado en un momento de incierta probabilidad de salida de una recesión que nos ha empobrecido, ha destruido cientos de miles de puestos de trabajo y ha afectado a toda la maquinaria de nuestro crecimiento económico. Esa reflexión es algo tardía, ciertamente, entre otras cosas porque Zapatero optó por negar la crisis y le cedió al sindicalismo gran parte de lo que es su responsabilidad como gobernante. Hoy estaremos barriendo las huellas de la incivilidad directa de los piquetes, para redescubrir algunos pasos más allá las huellas de la irresponsabilidad zapaterista.

No es España el único país miembro de la Unión Europea en el que ha habido una respuesta sindical a las medidas anti-recesión. Pero eso no le sirve de consuelo real a nadie. En realidad representa lo menos capaz de una sociedad deseosa de producir y de competir, de acuerdo con los mejores parámetros, en las antípodas del acto bronco y de esas hazañas testiculares que la huelga de ayer escenificó con inquietante abundancia de adrenalina.

Para la sociedad que a trancas y barrancas pugna por salir de la crisis, para miles y miles de familias que se están dejando la piel, para otras tantas empresas que no acceden al crédito, este sindicalismo no solo es un fósil de formulación inapropiada, sino un auténtico riesgo para cualquier horizonte de futuro. Seguramente no sea otro el significado de ayer: el canto del cisne —un cisne hosco y agresivo— de aquel sindicalismo al que la transición democrática institucionalizó como uno de los principales agentes de la vida social. Proclamaron entonces que querían recibir el patrimonio del sindicalismo vertical franquista con «los ascensores en funcionamiento». Heredaron mucho y mal. Hoy lastran el gran ascensor social que España necesita más que nunca.


ABC - Opinión

Mañana de piquetes, tarde de marchas y baile de cifras. Por Antonio Casado

La foto de la mañana quedó movida por los incidentes con piquetes, policías antidisturbios, trabajadores y unos ciudadanos que pasaban por allí. Los medios de comunicación trasladaron la impresión de estar viviendo una jornada de guerrillas urbanas y no de huelga general. Eso refleja uno de los aspectos capitales del llamamiento de los sindicatos a una movilización general contra la “política antisocial del Gobierno”.

Me refiero al divorcio entre convocantes y convocados. O, por decirlo de otro modo, la colisión entre una minoría sindical muy activa y una inmensa mayoría de ciudadanos poco inclinada a secundar el llamamiento. Colisión ilustrada con una avalancha de testimonios cargados de violencia, coacción y, esto es lo nuevo, actos de resistencia de los ciudadanos frente a los excesos de los llamados piquetes informativos. En otros tiempos, el ciudadano o el trabajador que no secundaba la huelga daba un paso atrás para evitar males mayores. Ahora también, pero con más gente dispuesta a plantarle cara a los piquetes coactivos. El número de sindicalistas que han resultado lesionados en el desempeño de esa tarea ha sido inusualmente elevado.


Baile de cifras

Si la foto de la mañana quedó movida por los choques verbales y físicos, en la foto de la tarde quedaron las manifestaciones en las grandes ciudades y ese clásico que es la guerra de cifras. Con una novedad. En esta ocasión el Gobierno no entra en la disputa. Las únicas cifras de seguimiento facilitadas anoche por el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, sólo se refieren a los trabajadores de la Función Pública. Con bajísimos porcentajes de absentismo. Y un poco más altos en las empresas públicas del área de Fomento: 35 % en el turno de mañana y 6% en el de tarde.

Así que en las cifras generales tenemos que atenernos a ese poco creíble 70 % de seguimiento contabilizado por las organizaciones sindicales. O a los sondeos de los medios de comunicación sobre la impresión de los ciudadanos, que reflejan un rotundo fracaso de la huelga general. Hasta el 95 % en el caso de los lectores de El Confidencial que así lo creen. El Gobierno no se moja. “Desigual” fue la palabra elegida por el ministro Corbacho cuando ayer le pidieron su valoración.

Estaba cantado que los sindicatos amontonarían en la misma cifra de huelguistas a los que no quisieron trabajar y a los que no pudieron. Descontado ese efecto, es evidente que las cifras de seguimiento no le dan a los sindicatos para tirar cohetes, si se excluye el sector industrial y unos transportes obligados a funcionar bajo mínimos impuestos o pactados.

En cualquier caso, es el Gobierno el que tiene la clave para elevar a definitiva una conclusión sobre el éxito o el fracaso de la huelga general de ayer. Depende de si, como esperan los sindicatos, rectifica en las políticas inspiradas decididas bajo la presión de sus acreedores internacionales. O, por el contrario, se ratifica en la reforma laboral y los ajustes decretados, pasándose por el arco del triunfo la presión de los Sindicatos. Hagan apuestas.


El Confidencial - Opinión

29-S. Burla general. Por Juan Ramón Rallo

Si los sindicatos sobran, con más motivo sobra su Gobierno cómplice. Así no. Rectificación ya. Conocemos de sobra cuáles son los réditos de la política económica izquierdista: recesión y paro. Levantemos sus privilegios y dejemos que la economía se ajuste.

Constatado el fracaso de la huelga por boca de un lacrimógeno Corbacho, quien parecía más un frustrado pirómano que un airoso superviviente de la quema, queda, como reclaman nuestras centrales sindicales, que la convocatoria traiga sus consecuencias. Al cabo, si ni siquiera el corte de las comunicaciones y la decidida actuación de los piquetes antiobreros ha conseguido que más de un 5% de los ultrajados trabajadores patrios secundara la huelga de nuestros sindicatos "mayoritarios" (sic), entonces el restante 95% tendremos que exigir responsabilidades.

Porque ese 5% apenas alcanza para cubrir los afiliados sindicales que no sean liberados más algún que otro empleado de alguna industria –como la del automóvil– con una estructural sobreproducción y a la que no le venía mal parar las máquinas por un día para ahorrarse unos eurillos. Así, tras este espectáculo revolucionario-circense, habrá que pasarles cuentas.


Primero, a los sindicatos. Dado que exigen una rectificación inmediata de la política gubernamental, deberán tenerla: basta ya de privilegios y de subvenciones millonarias. Los sindicatos son un claro ejemplo de grupo de presión autoalimentado: su función social es nula o contraproducente –de ahí que vivan del presupuesto– pero han conseguido crear el mito de que son imprescindibles para el buen funcionamiento del país. Gracias a semejante narrativa ucrónica, han logrado generar una burocracia dependiente de los fondos que coactivamente les transfieren los empresarios y el conjunto de los españoles a través del erario público. Sólo los propios sindicalistas secundan sus huelgas, sólo los propios sindicalistas acuden a sus manifestaciones, sólo los propios sindicalistas reclaman una mayor presencia suya en las instituciones. Es lógico, pues su privilegiado y lujoso modo de vida depende de ello, pero no permisible: la rigidez del mercado laboral español requiere de cambios urgentes y uno de ellos pasa por acabar con el sindicato vertical de la Comisión General de los Trabajadores o de las Uniones Obreras; esto es, pasa por implementar a un modelo de negociación contractual entre las partes y por que los sindicatos se financien sólo con las cuotas de sus afiliados (si es disponen de alguno).

Pero el fracaso de la huelga no sólo debería arrollar a los sindicatos, sino también el Gobierno. Durante tres años de durísima crisis económica, el Ejecutivo socialista abdicó de sus responsabilidades económicas para que los "agentes sociales" negociaran una reforma laboral que sirviera para capear la depresión. Se nos dijo que el Gobierno no podía ignorar a los sindicatos debido a su enorme representatividad social y la bromita nos ha costado casi tres millones de puestos de trabajo. No fue hasta que Merkel estuvo pisándole los talones a Zapatero cuando éste aceptó hacer como que ignoraba a los sindicatos y sacó adelante su propia reforma laboral; un simulacro que, no obstante, ha concluido como sólo podía concluir: en un nuevo pasteleo entre el Gobierno y los sindicatos para no tocar los elementos esenciales de nuestro franquista mercado laboral cuyo acto central ha sido esta burla general.

Si los sindicatos y sus liberados sobran, con más motivo sobra su Gobierno cómplice. Así no. Rectificación ya. Conocemos de sobra cuáles son los réditos de la política económica izquierdista: recesión y paro. Levantemos sus privilegios y dejemos que la economía se ajuste. Del río revuelto de esta crisis sólo están acaparando pescados los grupos de presión que viven del presupuesto público, entre ellos los sindicatos. Despidámonos de ellos y del desvergonzado Gobierno que en época de carestía está dispuesto a seguir comprando su apoyo con nuestros cada vez menores ahorros. A buen seguro, los millones de personas a las que sus ruinosas políticas han condenado al desempleo lo agradecerán. Que la huelga no haya sido en vano.


Libertad Digital - Opinión

¿Quién paga la factura?. Por M. Martín Ferrand

El Gobierno promete lo que no puede y los sindicatos reclaman lo que las circunstancias no permiten.

DICEN los sindicatos que la huelga general de ayer fue un éxito y el Gobierno lo desmiente con sus datos; pero, ¿quién paga la factura? España, poco a poco, va desvaneciendo la idea esencial de un Estado de Derecho para implantar una Nación de Impunidades y, por un procedimiento tan portentoso como irresponsable, nunca le pasa nada a quien debiera pasarle algo. Entre nosotros, las causas políticas solo generan efectos ciudadanos, pero sin coste para sus promotores. Si el 29-S se hubiera llevado por delante al Gobierno de Zapatero o a los líderes de los sindicatos organizados en duopolio de falsa representación laboral, la deuda de la perturbación estaría saldada y sus teóricos sucesores tratarían de hacerlo mejor o, cuando menos, de un modo diferente. Los suicidas tienden a llamarle éxito a la consecución de su propio certificado de defunción, pero eso no suele aliviar los problemas o los desencantos que les llevaron a tirarse por un puente.

La insólita convocatoria de ayer, en la que unos sindicatos de dudosa representatividad clamaban por la anulación de una ley aprobada por una mayoría en el Congreso, es todo un síntoma de la profunda enfermedad que —literalmente— nos paraliza y empobrece. No hay conciencia de que el cuerpo nacional necesita cirugía en lo público y tratamiento de choque en lo privado y, alegremente, el Gobierno promete lo que no puede cumplir, los sindicatos reclaman lo que las circunstancias no permiten, la patronal brilla por su ausencia y la oposición se limita al pataleo.

El espectáculo de un Gobierno y unos sindicatos tratando de no hacerse mucho daño los unos a los otros es la única superchería que le faltaba a José Luis Rodríguez Zapatero para completar su colección de esperpentos. De ahí que no sea suficiente que Mariano Rajoy se limite a lamentarse de que a esta legislatura le sobra un año. Le sobra, qué duda cabe, pero le falta un líder en la oposición que cumpla con su función. Aunque tenga garantizado su fracaso, al PP, para dejar las cosas claras y perfilar la capacidad y la intención de la alternativa, se le puede exigir una moción de censura que centre en el Parlamento, mejor que en la calle y en sus mentideros, el debate político y obligue a las fuerzas en presencia a obrar en consecuencia. Démosle al 29-S, al menos, la función de una provechosa catarsis que le ponga fin a las penosas inercias a las que nos hemos acostumbrado. La pasividad del PSOE que respalda a Zapatero y la fáctica complacencia del PP pueden volverse contra los dos únicos partidos grandes, nacionales y representativos en los que se sustenta nuestra débil democracia española.


ABC - Opinión

Zapatero y Méndez empatan sin goles. Por Jesús Cacho

Curiosa huelga esta que el amigo Cándido le ha montado a su amigo José Luis. Huelga apodada “general”, además, para que a nadie quepa duda de la seriedad del contratiempo que ahora enfrenta a dos hombres amigos de francachelas, de cenas en familia los sábados noche, de apacibles paseos entre los pinos de Moncloa. No fue la derecha la que dijo que el líder de la UGT se desempeñaba de facto en el Gobierno Zapatero como un cuarto vicepresidente, sino la propia gente socialista enterada de lo que ocurría y un pelín ruborizada de que esa anomalía fuera posible en un país occidental desarrollado y en pleno siglo XXI. Méndez, en efecto, ha sido el ángel de la guarda que ha guiado los pasos de Zapatero por ese universo de “lo social” que tanto gusta al de León, el que le prometía pasar a la historia del progresismo y figurar en el panteón de los más ilustres prohombres del socialismo utópico si se mantenía fiel al juramento de ser el “presidente de los trabajadores”, lo que en Méndez equivale ser proclive a las políticas de gasto social, a las ayudas, subvenciones y prebendas de todo tipo.

Entre paseo y paseo, ninguno de ellos vio llegar la nube negra que se cernía sobre una economía más que recalentada como la española, que se había acostumbrado a vivir de la especulación inmobiliaria y del dinero abundante y barato. El de León, mucho más grave lo suyo, se empeñó en negar la evidencia y menospreciar a quienes advertían de la llegada de la crisis, mientras el de UGT le animaba a seguir por la senda de gasto, porque en las arcas públicas había dinero para dar y tomar y está escrito en los genes de un Gobierno progresista el gastar a manos llenas, incluso cuando las fuentes de ingresos del Tesoro han comenzado a secarse. Ante las narices de ambos empezó a desfilar la cola interminable de parados que iban a inscribir sus nombres a las oficinas del INEM o sencillamente se largaban a casa. Méndez es el representante de un sindicato decimonónico que vive instalado en la doctrina del “reparto”, no de la “creación”. Reparto de la riqueza existente, no creación de la misma vía nuevas empresas y puestos de trabajo.


Del sueño de una cena de verano, del idilio por ambos compartido desde abril de 2004 vino a sacarlos los grandes patronos de la Unión Europea, fundamentalmente Alemania y Francia, que con el FMI de guardia de la porra impusieron al dúo un duro plan de ajuste bajo supervisión internacional, después de que un fin de semana de mayo España estuviera a punto de caramelo de la suspensión de pagos. Y Zapatero, asustadico que dirían en Zaragoza, dio la espalda a su amigo y se entregó en brazos de quienes le imponían sacrificios tan poco “socialistas”. Y de pronto, Cándido Méndez se encontró colgado de la brocha, abandonado por un Zapatero cuya auténtica especialidad como político –no sé si también como persona- consiste en abjurar de sus promesas y dejar colgados a quienes en algún momento confiaron en él, sea gente de la oposición –caso de Artur Mas y muchos más- o viejos amigos y camaradas del PSOE. Está en sus genes. Él es así: un tipo versátil, capaz de defender una cosa y su contraria con la misma gallardía y convencimiento y casi sin solución de continuidad, es decir, de un día para otro.

A Méndez pareció embargarle un sentimiento de vergüenza insuperable. Tras estar encamado durante años con un Gobierno cuyas políticas han vuelto a llevar la tasa de paro a cifras superiores al 20% de la población activa sin haber alzado una voz de protesta o convocado una huelga, porque esos 5 millones de parados sí que hubieran merecido una huelga general- de pronto se veía arrojado del tálamo conyugal, lanzado extramuros de ese poder donde tan a gustito se cena los sábados noche, convertido y de nuevo convencido en el recordatorio de lo que en realidad es: una antigualla empeñada en la defensa de los derechos de los trabajadores acomodados de un sector público –administración incluida- cada vez más menguante. Es en este contexto de ruptura emocional entre ambos personajes en el que cabe inscribir la “no huelga” de hoy, o la “huelguita” si quieren, o el “amago de huelga” si así les parece, al que hoy hemos asistido. Una huelga para que las cúpulas sindicales pudieran pasar de trance de ese cambio brusco de política económica y salvar la cara.

Poca gente ha caído en la trampa de la huelga

Curiosa huelga ésta, por eso, y “general”, además, que un amigo le hace a otro sin verdadera intención de hacerle daño, de causarle pupa, porque a la vuelta de la esquina esperan elecciones y, como en el socorrido chiste del dentista y su cliente, “no vamos a hacernos daño, ¿verdad doctor?”, que siempre nos irá mejor con el PSOE que con el PP. De modo que, para Zapatero, la huelga tenía que fracasar un poco, pero no mucho (tampoco le viene mal que los líderes europeos piquen el anzuelo y crean que está haciendo una machada de ajuste), mientras que para su amigo Méndez, tenía que ser un éxito pero no demasiado. Un empate sin goles. “La huelga del sin querer”, que el otro día decía Miguel Ángel Aguilar en El País. Huelga mediática, gloriosa pantomima, o engañabobos de doble sentido en el que, sin embargo, poca gente ha picado.

Con el PP de perfil, que al fin y al cabo este es un conflicto entre dos amigos de la misma ideología, casi una “huelga privada”, ha resultado interesante asistir al espectáculo protagonizado por los huelguistas en Madrid, balcón de todas las Españas. Mientras la presidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre, se las tenía tiesas con los sindicatos y sus famosos liberados, el alcalde de la ciudad, Alberto Ruiz-Gallardón, lanzaba guiños de complicidad a Méndez y Toxo. El resultado es que el metro de Madrid, dependiente de la Comunidad, ha funcionado casi al 100%, mientras que los autobuses urbanos, a cargo de don Albertito, han dejado a los madrileños a pie de acera y con no sé cuantas lunas rotas. Es lo que tiene no saber para quién se vendimia. Cuenta Trapiello en su magnífico Las armas y las letras cómo José Antonio Primo de Rivera y su amigo Rafael Sánchez Mazas discutían en el piso que el primero tenía en el Paseo de Rosales sobre si Falange Española debía presentarse en listas conjuntas con la izquierda o con la derecha de cara a las elecciones de 1933. Al final “pudo el señorito que llevaban dentro y apoyaron a las derechas”. Muchos años después, Ruiz-Gallardón, falangista también, parece atascado en idéntica tesitura.


El Confidencial - Opinión

29-S. Huelga ma non troppo. Por Cristina Losada

Las centrales mayoritarias, que gozan de sobrepeso institucional y sufren raquitismo de base, perdieron legitimidad al respaldar la política de cheques sin fondos del presidente, mientras millones de personas se quedaban sin trabajo.

Lo malo de un éxito es que define los fracasos. Aunque ha llovido desde entonces, la referencia de cualquier huelga general en España es todavía el 14 de diciembre de 1988. Y aquella jornada, que se inauguró con la impactante pantalla en negro de los televisores, se ha demostrado irrepetible. Decía Churchill que el éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo, pero hasta ese ímpetu faltaba a Méndez y a Toxo cuando anunciaron su gran triunfo. El dato objetivo disponible indica que su protesta tuvo un seguimiento aún menor que la anterior, convocada en teoría contra una mini-reforma laboral y, en realidad, contra el Gobierno Aznar. Pero la medición es casi irrelevante. El efecto persuasor que ejercen los piquetes por anticipado asegura siempre un cierre preventivo de establecimientos poco inclinados a recibir la visita informativa de unos matasietes con pegatinas.

Gracias al incívico estilo que gastan y a sus largos años como escoltas del Gobierno, los dos sindicatos no han conseguido capitalizar el descontento social y han atraído la indignación hacia ellos. La indignación ciudadana es un elemento muy inestable, pero no está exenta de racionalidad. Las centrales mayoritarias, que gozan de sobrepeso institucional y sufren raquitismo de base, perdieron legitimidad al respaldar la política de cheques sin fondos del presidente, mientras millones de personas se quedaban sin trabajo. Acompañaron y aplaudieron una huida de la realidad que beneficiaba al partido en el Gobierno, pero perjudicaba a España, abocándola a un ajuste más duro. Hoy claman sólo por la vuelta atrás, a los buenos tiempos de la campa de Rodiezmo y la retórica sosiá engrasada con dinero público.

Como estaba escrito, el Gobierno ha elogiado la conducta de los convocantes y ha colgado el cartel de "la normalidad", mientras en la calle hervían los incidentes. A fin de cuentas, se trata de los suyos. Pero la separación, que no el divorcio –ni tampoco el adulterio–, es un hecho. Nicolás Redondo lo resumía así: Zapatero ya no representa a la izquierda. Toxo insiste en la tesis del suicidio. Un punto que llama a la nostalgia. ¡Se vivía mejor contra el PP! En la huelga del 2002, el dirigente socialista acudía a la manifestación sindical, que abrió el pasacalle en dirección a Moncloa. Ahora, el presidente está a ambos lados de las barricadas.


Libertad Digital - Opinión

Huelga parcial. Por Ignacio Camacho

El Gobierno regaló un piadoso empate a los sindicatos. El Zapatero de marzo le habría hecho huelga al de septiembre.

CON una huelga como la de ayer los sindicatos no están legitimados para exigir ningún cambio de política. Fue la menos intensa de la democracia y hubiese fracasado de plano sin la acción coactiva de los piquetes: muchos ciudadanos no fueron a trabajar porque no pudieron. La actividad laboral sufrió una baja sensible pero el país no dio en ningún momento sensación de parálisis. Como muestra de convicción resultó un fiasco y como demostración de fuerza pura quedó muy limitada a ciertos sectores. Tuvo éxito en la industria y en los mercados centrales, altibajos en el transporte —el estratégico Metro de Madrid funcionó por encima de los servicios mínimos— y un eco limitado o nulo en el comercio, la administración, los servicios y la enseñanza. El balance esperado: hasta ahí da de sí hoy por hoy el atrofiado músculo sindical, desgastado por el abuso de privilegios y anquilosado por la connivencia con el poder. El patético canto de victoria de sus dirigentes tenía más de autocompasión que de autocomplacencia; les faltó el mínimo de énfasis imprescindible para convencer incluso a sus partidarios.

Como era previsible, el Gobierno les regaló un piadoso empate de conveniencia y se negó a hurgar en la herida. Ya desde las vísperas era perceptible el pacto tácito de no agresión, fruto de una voluntad mutua de no hacerse daño. Zapatero quiere evitar la ruptura con la izquierda social y ésta siente reparos para apuntillarlo. La mala conciencia del presidente ante sus propias medidas de ajuste es una evidencia; cada vez que ha sentido un cierto alivio de la presión internacional sobre el precio de la deuda ha hecho algún gesto complaciente con el gasto social o la inversión, a riesgo de volver a incrementar la desconfianza de los mercados. Está llevando a cabo una política en la que no cree y se le nota. Por eso ayer, fiel a su estilo de apaciguamiento, se apresuró a tender la mano a las centrales sindicales. Todo el mundo sabe que su conciencia y su pensamiento están más cerca de los sindicatos que de su propia política actual de brazo forzado.

En condiciones normales, el Gobierno seguiría su camino de reformas libre de hipotecas sociales y los sindicatos tendrían que sentarse a negociar en baja. Sin embargo, existe la posibilidad real de que el presidente les conceda de nuevo unas prerrogativas que no se han ganado, porque le asusta la idea de un alejamiento de su base de apoyo. Probablemente al Zapatero pragmático y contorsionista le importen más las primarias del domingo que la huelga de ayer, pero a su avatar ideológico le escuece el comezón de compartir en el fondo las razones del conflicto. Su famoso carné de la UGT, el que dijo tener en la mesilla de noche, es como el espejo moral en que se mira sin acabar de reconocerse; el Zapatero de marzo le habría hecho huelga al Zapatero de septiembre.


ABC - Opinión

Huelga general. Éxito absoluto. Por José García Domínguez

Lo último que desearían las jerarquías sindicales, muy cartesiano sanedrín donde no abundan los pilotos suicidas, sería enviar a la lona de un zurdazo a ese púgil definitivamente grogui que responde por Zapatero.

Que suponga extraña paradoja no hace que sea menos cierto. La huelga ha constituido un éxito absoluto precisamente por encarnar un fracaso más que relativo. Los señores Fernández Toxo y Méndez, sus promotores, han logrado un triunfo rotundo, sin paliativos, y procede felicitarlos por ello. A fin de cuentas, el precario seguimiento de la convocatoria les ha permitido salvar los muebles de la izquierda gobernante, su supremo objetivo inconfeso. Y es que lo último que desearían las jerarquías sindicales, muy cartesiano sanedrín donde no abundan los pilotos suicidas, sería enviar a la lona de un zurdazo a ese púgil definitivamente grogui que responde por Zapatero. Han sabido conjurar el riesgo de otro 14-D con un país de verdad paralizado, algo que se habría llevado por delante a la veleta errática que mora en La Moncloa. De sobra lo saben en Comisiones y UGT.

Al tiempo, como auguró una de las plumas más lúcidas de El País, José María Ridao, aunque renqueante, misérrimo y precario, el alcance nacional del paro también ha reportado una victoria estratégica al Gobierno. Difuminada aquella aura épica que aún los adornaba al salir de la dictadura; deslegitimados ante el genuino proletariado contemporáneo, los jóvenes parias condenados al circuito de los contratos-basura; corrompidos sus principios hasta el tuétano por el dinero del Poder, los sindicatos podrían haber sufrido el miércoles un quebranto irreversible, de haber constituido un fiasco categórico la jornada. Para alivio de sus angustiados padrinos políticos, no ha sido el caso.

Así que también al Ejecutivo le sobren motivos de felicidad a estas horas. Al final, pues, unos y otros han logrado cuadrar los círculos de sus respectivas incoherencias. Y tal vez algo, bastante más. Repárese en que a Elena Salgado le ha faltado tiempo con tal de remitir su particular piquete informativo a los oídos gremiales. Un guiño, ese suyo, que recuerda mucho aquello tan célebre de Romanones: "Haga usted las leyes que ya haré yo los reglamentos". ¿Cómo interpretar, si no, que "lo fundamental" de la reforma laboral seguirá adelante, la estupefaciente capitulación retórica que pronunció en el pleno del Congreso? A saber qué significará la voz "fundamental" en la gramática parda del Adolescente. ¿Acaso que se impondrán los sindicatos y, por tanto, perderá la clase obrera? Veremos.


Libertad Digital - Opinión

Triste empate a nada. Por Benigno Pendás

«En términos objetivos, la huelga de ayer ha sido un rotundo fracaso, pero los promotores salvan el tipo porque el Gobierno los necesita y todavía aportan una apariencia de estabilidad al modelo de relaciones laborales».

JUEGO de suma negativa: nadie gana, pero los ciudadanos pierden. Día triste para una sociedad incómoda consigo misma. Síntomas de tristeza cívica: mirar para otro lado; eludir los conflictos; salir del paso con el menor coste posible. Consejos que suenan a épocas remotas: «perfil bajo»; evitar riesgos; confundirse con el paisaje. La gente se explaya con los amigos, y allí dice lo que piensa sobre la huelga y los sindicatos. Palabras gruesas y gestos a medio camino entre la indignación y la impotencia. Luego, en la fábrica y en la oficina, cada uno juega su papel y procura guardar las formas. Desbordado por la crisis económica, el socialismo posmoderno conduce a la impostura general. El Gobierno no gobierna, acaso porque no puede, pero casi seguro porque no sabe. Los sindicatos afines, tras largos años de complicidad y mansedumbre, despliegan banderas fuera del tiempo y del lugar. Trampas que no engañan a nadie para maquillar los datos: amenazas latentes y violencia efectiva; discurso de fondo contra el PP y los empresarios; retórica trasnochada y actuaciones irresponsables. Sí, ayer fue un día triste para el Estado social y democrático de Derecho que proclama —con orgullo legítimo— la Constitución de todos los españoles.

A corto plazo, empate a nada entre Gobierno y sindicatos. Los servicios funcionan, la industria se paraliza y la vida sigue. Perspectiva a medio plazo, al margen de banderías partidistas. El «Welfare State» ha sido protagonista indiscutible de la teoría política a partir de la segunda posguerra. También del pensamiento económico (keynesianos más o menos ortodoxos), jurídico (derechos sociales) y sociológico (interacción entre Estado y sociedad). Fue el punto de encuentro entre la derecha y la izquierda heridas por la catástrofe de 1939 y sus secuelas. El consenso socialdemócrata alcanzó a sectores muy amplios, incluidos los gaullistas franceses o los democristianos alemanes e italianos. Los «treinta años gloriosos» eran su aval ante liberales dogmáticos o escépticos. Después, el panorama se complica. Servidumbres del socialismo de todos los partidos: descontrol del gasto público, crisis fiscal, hipertrofia sindical y, sobre todo, desempleo, el peor de los males. El idilio deja paso al catastrofismo, sobre todo cuando la izquierda convencional muestra su incapacidad para gestionar la crisis. Marx hablaría del «nuevo lumpen»: los sin casa, sin empleo, sin derechos, sin papeles, sin afiliación política o sindical… En especial, los jóvenes sin expectativas, un drama generacional que exige soluciones urgentes. Se agota la ideología socialista: ya no sirven el «neocorporatismo», el republicanismo cívico o las «terceras vías» que se hunden una tras otra. Los partidos que se identifican con el Estado social no gobiernan ni siquiera en Suecia, viejo paradigma para nostálgicos. Así las cosas, las maniobras con el único afán de sobrevivir no sirven para nada. El sentido de la responsabilidad impone la convocatoria urgente de elecciones anticipadas. Pero ustedes y yo sabemos que no habrá tal cosa: las Cámaras se disolverán el último día y en el último minuto.


¿El futuro? Guardián del interés particular de ciertos trabajadores privilegiados, el «statu quo» sindical pervive por inercia a pesar de las vulgaridades y groserías en sus campañas de promoción. El déficit de representación es patente: nadie hace oír la voz de los parados, de los autónomos o de millones de jóvenes y mayores con empleos precarios. En términos objetivos, la huelga de ayer ha sido un rotundo fracaso, pero los promotores salvan el tipo porque el Gobierno los necesita y todavía aportan una apariencia de estabilidad al modelo de relaciones laborales. Recuerden, sin embargo, que vivimos en el siglo XXI. La sociedad del conocimiento desplaza sin remedio a las viejas centrales, controladas por una burocracia que actúa en beneficio de sectores poco productivos. El modelo sindical en toda Europa (también en España, por supuesto) funciona en forma de oligopolio que excluye a eventuales competidores y depende del dinero público. El poder político les garantiza esa posición prevalente a cambio de una estrategia pactista que contribuye más o menos a la mal llamada «paz social». Rodríguez Zapatero y sus socios de UGT y CC. OO. saben mucho de ese acuerdo poco confesable. Pero lo que funciona a trancas y barrancas en épocas de bonanza no resiste el embate de una situación de emergencia económica. A ello se añade, por razones de coyuntura, un agujero en la caja única de la Seguridad Social y la ceguera consciente acerca del derroche en las administraciones públicas. Hay soluciones realistas. Por ejemplo, plantear el fin de los grandes «consensos» con esa foto inútil para la galería, sustituyendo la retórica del pacto social por una negociación eficaz empresa por empresa. Vivimos en un contexto peligroso para la sociedad de clases medias y las instituciones representativas. Un teórico complaciente con el Estado de bienestar, N. Luhmann, decía en un arranque de lucidez que el «Welfare State» está desbordado por la política, incapaz ahora de resolver los problemas que él mismo ha contribuido a crear. Todos saldremos perdiendo si quiebra el modelo que ha producido la sociedad menos injusta de la historia. Esa quiebra —financiera, política y moral— puede ser consecuencia del egoísmo de unos y la ignorancia de otros. Por eso, frente a la crisis terminal del Estado social no bastan los lamentos ni las ocurrencias. Hacen falta rigor en los principios, eficacia en la gestión y espíritu de sacrificio personal y colectivo.

El mal trago ya pasó. La séptima huelga general de la democracia, acaso la última huelga con parámetros del siglo XIX, ha costado mucho dinero y nos deja un pésimo sabor de boca. Una vez más, el derecho al trabajo sale malparado, en perjuicio de los más vulnerables. Los piquetes, a lo suyo, y los líderes, a disfrazar la evidencia hablando de un «éxito» imaginario. La gran mayoría de los españoles que tienen la fortuna de disfrutar de un puesto de trabajo acudió por voluntad propia a cumplir con su obligación laboral. Alivio general, porque acabó una huelga plagada de imposturas. Para el Gobierno, un buen pretexto que tal vez le permita suavizar medidas que no le convienen a efectos electorales y hacerse fuerte ante Bruselas o ante ese enemigo invisible al que llaman «los mercados». Los sindicatos, terminada la función, vuelven a distribuir subvenciones desde su oficina blindada. No obstante, el deterioro de su imagen es irreparable: lo saben, aunque no lo confiesan. La gente de la calle esconde la rabia y la decepción, junto con una satisfacción mal disimulada porque la coacción ha sido un fracaso. A lo lejos, los parados miran con envidia a unos y a otros: la exclusión social es el gran reto para una sociedad abierta que no puede jugar impunemente con armas que ya solo existen en los libros de historia.


Benigno Pendás, Catedrático de Ciencia Política

ABC - Opinión

Rotundo fracaso de la huelga-trampa: el país da la espalda a ZP. Por Federico Quevedo

Miércoles, nueve de la mañana. Hace frío, bastante. La calle está completamente vacía. Ni un alma. A lo lejos se escucha alguna que otra sirena de la policía. Los bares de la zona están completamente cerrados, a cal y canto. Sólo un poco más abajo se observa como en uno de ellos un empleado levanta un poco la verja para que entre un cliente conocido, y enseguida vuelve a bajarla atemorizado. El quiosco de la esquina también está cerrado. No hay periódicos, y la señal de televisión transmite en un negro profundo. Es mejor volverse a casa y preparase para una larga jornada sin actividad: es miércoles, 14 de diciembre de 1988, y la huelga general ha sido un éxito rotundo. Han pasado 22 años, estamos en otro miércoles, esta vez de septiembre. La gente lleva, con total normalidad, a los niños al colegio. Las calles están llenas, los bares abiertos y alguna tienda empieza a levantar las verjas bajadas la tarde anterior, aunque será a las diez cuando todas ellas abran como si tal cosa. La gente va a trabajar, la mayoría en coche, pero una buena parte en metro y cercanías. Se ven menos autobuses, pero alguno funciona. El quiosco está abierto, es cierto que no hay periódicos a las nueve de la mañana, pero los habrá a lo largo del día. Nadie diría que estamos en otra jornada de huelga general, nadie salvo sus convocantes.

Con la excepción de Barcelona, donde los sindicatos han contado con la inestimable colaboración de los Grupos Antisistema, que es como ahora se llama al terrorismo fascista callejero, y donde se ha creado un ambiente de violencia que prevalece sobre la normalidad general y la masiva asistencia ciudadana al trabajo. Y con la excepción de Asturias, donde por otras razones que tiene que ver con el futuro de la minería, lo cierto es que la jornada de huelga general convocada para ayer por las centrales sindicales fue un rotundo e inapelable fracaso.


Bien, dejemos de lado la corrección política: a la izquierda sectaria le ha salido el tiro por la culata. Los ciudadanos de este país no están para bromas, ni para engaños, ni para estafas, y eran bastante conscientes de que esta huelga era un apaño entre Rodríguez y su amigo Méndez, y les han dado la espalda a ambos. Que los ciudadanos hayan acudido masivamente a sus puestos de trabajo no puede considerarse un éxito del Gobierno, sobre todo después de ver como arrimaba el hombro con las centrales sindicales para intentar evitar lo que al final ha sido inevitable. El rechazo a la huelga es también un rechazo a Rodríguez y a su política errática y mentirosa que nos ha conducido a la peor de nuestras crisis y a esa cifra terrible de los casi cinco millones de parados.

Hoy, por supuesto, será inevitable la guerra de cifras -ya lo fue ayer-, pero hay datos que son demoledores para los sindicatos. De entrada, no consiguieron su principal objetivo: parar Madrid. El metro funcionó casi al cien por cien y sólo los autobuses de la EMT circularon con una intensidad muy inferior a la normal, aunque finalmente se consiguieron cumplir los servicios mínimos. Las calles estaban llenas de gente que acudía a sus puestos de trabajo, las tiendas abiertas y los locales de restauración funcionando a pleno rendimiento daban fe de lo obvio: la huelga era un fracaso.

Como fuente de confirmación sirva el dato de consumo de energía eléctrica: la menor caída de consumo de todas las huelgas generales habidas hasta ahora, muy lejos además de las dos precedentes, y no digamos de la ya histórica del 14-D de 1989 cuando, de verdad, se paró todo el país. La industria ha sido el único sector de actividad que ayer registró un seguimiento mayor de la huelga, pero a estas alturas la industria tiene un peso muy poco representativo en nuestro sistema productivo. Y tampoco ahí el paro fue masivo, aunque sí algo por encima de la media del resto de la actividad laboral del país. Se intente coger por donde se intente coger, solo cabe una lectura de la jornada de ayer, la del fracaso y la de que ni siquiera con violencia han sido capaces las centrales sindicales de imponer el paro general.

Violencia contra derechos fundamentales

Porque violencia hubo. Y esta debe ser la primera reflexión a la que nos lleve lo ocurrido el 29-S: si para que un país secunde la iniciativa sindical, es necesario recurrir a la coacción para impedir el derecho fundamental de cada ciudadano a trabajar y coartar su libertad, es que algo falla y ese algo no es otra cosa que las propias centrales sindicales y su papel como representantes de los trabajadores.

Que ese papel estaba y está en entredicho es una obviedad que además se ha puesto de manifiesto en esta crisis, cuando las cifras del paro iban en aumento y, sin embargo, los sindicatos se hacían cómplices de una política económica nefasta y trasnochada fundamentada en ese obsoleto principio keynesiano según el cual un mayor gasto público conduce a aumentar el PIB y generar más empleo. Los hechos son tozudos a la hora de desmentir ese axioma. Pero es que tampoco después los sindicatos han sido coherentes con sus propios principios, y han convocado una huelga supuestamente contra una reforma laboral que ya está aprobada y que ellos mismos saben que no van a conseguir parar bajo ningún concepto. Será, por tanto, la primera vez que una huelga general no sirva para que los sindicatos dobleguen la voluntad de un Gobierno… A lo mejor porque no querían que eso pasara. ¿Cuál era entonces el motivo real de esta huelga?

Llegados a esta conclusión, la de que Gobierno y sindicatos han estado buscando hacerse el menor daño posible, solo cabe entender la huelga si la misma tenía otro objetivo: la derecha política ( o sea, el PP) y la derecha social (los empresarios). Era obvio. Ya desde la aparición de los primeros videos obscenos y casposos de UGT protagonizados por Chikilicuatre, se le vio el plumero al sindicato hermano de Ferraz. No iban a por Rodríguez, iban a por la derecha. Había que volver a darles a los Bardenes y compañía un motivo para salir a la calle, para revivir antiguas tentaciones pancarteras contra el PP, y qué mejor oportunidad que la de hacerles responsables de la crisis con la excusa de una reforma laboral con la que, realmente, los sindicatos han tragado a regañadientes a cambio de que Rodríguez les permitiera un gesto -la huelga- que les reconciliara con su base social. De haber querido parar la reforma, las cosas se hubieran hecho de otra manera, y eso lo saben muy bien el señor Méndez y el señor Toxo, sobre todo éste último, que al principio se creyó las intenciones del líder ugetista y puso una primera fecha para la huelga… en junio.

Huelga a plazos

Pero no se trataba de eso, sino de acabar volviendo la protesta contra los empresarios y el PP. Por eso los sindicatos convocaron una huelga a plazos, entregada en fascículos de Planeta D’Agostini, y por eso el Gobierno acaba pactando -primera vez que ocurre en toda la historia de la democracia- los servicios mínimos -irrisorios, claro- con los sindicatos, conscientes de que en Madrid, si el Gobierno regional se empeñaba en hacer respetar el derecho fundamental al trabajo, tenía que imponer unos porcentajes de servicios mínimos mucho mayores, y que eso acabaría en conflicto. Pero les ha salido mal. A unos y a otros, porque la gente está hasta las narices de Rodríguez, de los sindicatos, y de esta izquierda sectaria y prepotente que intenta imponer sus tesis por la vía de la coacción y el amedrentamiento.

¿Qué va a pasar? Nada, supongo. Rodríguez se volverá a sentar con los sindicatos cuando estos crean que ha pasado un tiempo prudencial para evitar quedar demasiado en evidencia, y pactarán la reforma de las pensiones fuera del Pacto de Toledo. Y ya está. Porque lo que verdaderamente debería de pasar, que es una reflexión a fondo sobre el papel de los sindicatos, el modo en el que siguen atrofiados en un modelo sindical de principios del Siglo XX, y su futuro a principios del Siglo XXI, habrá que dejarla para más adelante, cuando ya no está Rodríguez. Pero no les quepa duda: ayer Méndez y Toxo firmaron su sentencia de muerte… sindical. Son muchas las cosas que están cambiando y que van a cambiar, y desde ayer esa va a ser una de ellas.


El Confidencial - Opinión

No es el momento, señor ministro

Ayer era el día en que Pérez Rubalcaba estaba obligado a sobreponer su condición de ministro de Estado a cualquier otra consideración de índole personal o partidista. Eso comportaba la adopción de medidas que podían desagradar a los sindicatos en tanto que limitaban la capacidad saboteadora de los piquetes y garantizaban el derecho a trabajar de quienes no deseaban secundar la huelga. Se esperaba del ministro del Interior que actuara con la competencia y eficiencia de otras veces, a las que no hemos ahorrado elogios. Sin embargo, parece que Rubalcaba ha actuado atendiendo al cálculo más beneficioso para sus aspiraciones políticas en vez de cumplir sus deberes como ministro, lo que implicaba mantener el orden y defender los derechos de los trabajadores a trabajar. No es comprensible, por ejemplo, la ausencia de la Policía en centros neurálgicos de transportes o la facilidad con la que han actuado los piquetes, hasta el punto de que la huelga de ayer pasará a la historia laboral como la más violenta de todas. Nunca como ayer se había puesto de manifiesto la deriva de ciertos dirigentes sindicales hacia eso que se ha dado en llamar «sindicalismo-borroka», síntoma de un deterioro orgánico que afecta al corazón mismo de las organizaciones obreras. Lo que en pasadas huelgas generales fueron actos vandálicos aislados de descontrolados, en la de ayer adquirieron un protagonismo y una extensión desmesurados. Ningún sindicato respetuoso con el trabajador puede avalar tales desmanes, pero sorprendentemente así ha sido en Madrid, ciudad que los sindicalistas se propusieron infructuosamente paralizar. En todo caso, el guante blanco con el que el Gobierno en general trató ayer a los huelguistas no sirvió para que los trabajadores y los ciudadanos secundaran ampliamente la protesta. Una simple comparativa con la huelga de 2002 revela que la de ayer quedó a años luz. La mayoría de los indicadores, desde el consumo energético hasta las cifras de asistencia al puesto de trabajo en todos los sectores (Administración, comercio, Sanidad, etc), salvo en el industrial, son mucho más elevados que los registrados hace ocho años. Y si entonces fueron más de dos millones los manifestantes en toda España, ayer apenas si llegaron al millón según los cálculos más banévolos. La conclusión de la jornada vivida ayer es muy negativa para una burocracia sindical que ha sido cómplice de una política económica destructora de empleo. Y marca un antes y un después en la decadencia de un sindicalismo obsoleto, lastrado por el sectarismo ideológico y corrompido por un sistema de subvenciones públicas. Han dilapidado el caudal de prestigio acumulado desde la Transición y se han convertido en gestoras de sus propios intereses y privilegios. La ampulosa retórica desplegada por los dirigentes de UGT y CC OO, proclamando un éxito que sólo han visto ellos, carece de convicción y credibilidad, pero sobre todo de la fuerza necesaria para obligar al Gobierno a dar marcha atrás en la reforma laboral. El paisaje tras la refriega no puede ser más ruinoso en términos económicos y morales, con un coste inasumible para un país que pugna por salir de la crisis.

La Razón - Opinión

Llamada a la reflexión

El desigual seguimiento de la huelga favorece las propuestas de negociación social del Gobierno

La huelga general del 29 de septiembre se ha cerrado con un discreto éxito para los sindicatos, decidido prácticamente en el momento en que el Ministerio de Fomento selló unos servicios mínimos para el transporte generosos con los intereses sindicales, y muy poco coste político para el Gobierno, que no recibió ayer de la ciudadanía un mensaje abierta y masivamente contrario a su política económica. Tal como muestran los indicadores económicos más fiables, como el consumo de energía eléctrica, el seguimiento del conflicto se aproxima más a los moderados porcentajes que ofrece el Gobierno que a ese 70% que reclaman los sindicatos. Si la medida del triunfo es la pretensión de UGT y CC OO de "parar el país", lo cierto es que ayer no lo consiguieron. Ni siquiera pueden reclamar el capital popular para exigir la eliminación de la reforma laboral y la rectificación de las decisiones económicas de los últimos meses.

Abstracción hecha de los lamentables sucesos de Barcelona, protagonizados por okupas, sin relación directa con la convocatoria, fue reducido el número de brotes violentos, una demostración convincente de que huelga general y caos destructivo no son sinónimos. Pero lo que importa después de la jornada del 29 de septiembre es extraer las consecuencias políticas de la huelga, para el Gobierno, para los sindicatos y también para la oposición parlamentaria. El hecho es que el malestar creado por la política de recortes del gasto, limitación de algunos derechos sociales y congelación de las pensiones no se concretó ayer en una huelga masiva. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que aprueben la gestión de la crisis que ha realizado hasta ahora el Ejecutivo; más bien la rechazan. Pero son muy conscientes de las gravísimas dificultades de la actividad económica y del mercado laboral, muchas de las cuales no proceden de decisiones políticas. También perciben, y así lo demostraron, que una huelga general no resuelve esos problemas.


Los sindicatos, por tanto, también están llamados a la reflexión. Si, como se presume y es deseable, el Gobierno mantiene la línea de austeridad en el gasto público, prosigue una reforma laboral que necesita muchas mejoras e insiste en negociar una modificación en el sistema de cálculo de las pensiones, UGT y CC OO tendrán que aceptar la negociación y la colaboración en la tarea. No tendría credibilidad alguna la convocatoria de otra huelga general. Y el enfrentamiento directo con el Ejecutivo no disuelve el problema real de la recesión española: no hay actividad económica suficiente para generar empleo y la red de protección social solo puede financiarse con deuda cuyos prestatarios exigen un plan de ajuste convincente.

En ese sentido, las ofertas del presidente del Gobierno a los sindicatos para negociar los cambios en el sistema de pensiones son una aproximación muy sensata a la realidad. Con el paso de los días, UGT y CC OO empezarán a entender que es más útil formar parte de una negociación que oponerse a ella con el pretexto de defender a ultranza unos derechos sociales que no se pueden pagar a largo plazo salvo si se toman las decisiones adecuadas en el corto. Es mucho más útil para las organizaciones sindicales estar dentro de este debate que fuera.

Resulta notable la inhibición de la oposición parlamentaria. En el caso del PP, la táctica ha sido la de no respaldar la huelga, por razones ideológicas obvias, pero sin rechazarla con la rotundidad propia de una descalificación, en tanto que será un factor de desgaste del presidente. Pero en política, las causas y los efectos no siempre se siguen necesariamente en la misma proporción. Si el Gobierno consigue sumar a los sindicatos en una negociación seria en torno a las pensiones, no saldrá muy dañado de la huelga de ayer.


El País - Editorial

Los ciudadanos se liberan de los sindicatos

Claro que esta huelga "debe tener consecuencias"; sólo que, visto su clamoroso fracaso, deberían de dirigirse contra los sindicatos y contra el Gobierno.

Está claro que UGT y CCOO no han podido evitar este miércoles, ni siquiera con la fraudulenta y violenta ayuda de sus "matones informativos", el que con creces ya podemos considerar el mayor fracaso de una huelga general en toda la historia de nuestra democracia. Con una patética media de seguimiento que como mucha ronda el 12%, la jornada de paro de este jueves ofrece datos tan ridículos como el de un 7,5% entre los funcionarios públicos, entre el 2% y el 4% en los supermercados, un 10% en el resto de comercios, un 3% en hostelería... Eso, por no hablar del nulo seguimiento entre los autónomos.

En los sectores en los que el ridículo sindical ha sido menos clamoroso es precisamente donde la presión de la violencia de los piquetes se ha hecho más presente. Con todo, los trabajadores del sector del transporte que, ya sea por convicción o por temor, han secundado el paro apenas alcanzan el 21%. Otro tanto podríamos decir del 23,8% de los trabajadores de las empresas públicas.

Ante estos datos, facilitados por el propio Gobierno, no sabríamos decir qué nos ha resultado más patético: si ver a un desolado Corbacho calificar el seguimiento como "desigual y moderado", o ver a los desvergonzados líderes sindicales hablar de un 70% de participación en una jornada de huelga en la que el consumo de electricidad apenas ha caído un 16%.


Aunque los sindicatos digan que esta jornada de huelga "debe tener consecuencias", la primera debería de ser, visto su sonoro fracaso, que Cándido Méndez y Ignacio Fernández Toxo presentaran inmediatamente su dimisión al frente de UGT y CCOO. Con todo, no es sólo una cuestión de personas o de liderazgos, sino de los propios sindicatos, que han demostrado su nula capacidad a la hora de representar a los trabajadores tanto como han demostrado ser cómplices de una política que nos ha llevado al borde del abismo. A estos privilegiados vividores del trabajo ajeno ya se les debería haber recortado hace tiempo las subvenciones como consecuencia de una crisis que primero se negaron a admitir y a la que luego contribuyeron a agravar con su inmovilismo y su apuesta por el gasto público y la conservación de una obsoleta regulación laboral. Ahora todavía hay más razón para cortarles el grifo, vista su escasísima capacidad de representar a los trabajadores.

Claro que el sonoro fracaso sindical también debe tener consecuencias para el Gobierno socialista. Y es que Zapatero, con la excusa de la supuesta representatividad de estos grupos de presión, a los que maquilla como agentes sociales, ha dejado aparcadas reformas que desde hace años pide a gritos nuestro encorsetado mercado laboral. La rémora sindical, con la que Zapatero tantos desvaríos ideológicos comparte, ha sido también decisiva para explicar el tardío y escaso giro emprendido por el Gobierno para evitar la bancarrota.

Si los ciudadanos que han decidido liberarse de los sindicatos acudiendo masivamente a sus puestos de trabajo, quieren también mantenerlos al margen de sus bolsillos y liberarse de su tutela a la hora de negociar sus relaciones laborales, será necesario un cambio político en las urnas que lo haga posible. Sólo falta un partido que quiera liderar sin complejos esta rebelión cívica que, también en defensa de los desempleados, millones de trabajadores hemos emprendido con el solo hecho de ir a trabajar.


Libertad Digital - Editorial

Derrota sindical y del Gobierno

El descrédito del Gobierno y los sindicatos ha sido la causa de que la convocatoria de huelga quedara reducida a paros sectoriales y, ante la impotencia sindical, a altercados de orden público.

LOS sindicatos convocantes de la huelga general estaban dispuestos a calificarla como «éxito» cualquiera que fuera su seguimiento; y el Gobierno estaba decidido a on ir más allá en sus valoraciones de resaltar anodinamente la «normalidad» del paro.

Este guión se cumplió estrictamente porque UGT, Comisiones Obreras y el Ejecutivo socialista no deseaban romper la cuerda que los sigue uniendo por intereses recíprocos. Por eso tampoco hubo guerra de cifras, aunque lo lógico es que un Gobierno las dé en una jornada de paro nacional. Tampoco resultaron imprescindibles para hacerse una idea de cómo se desarrollaron los acontecimientos. Es evidente que la huelga no fue general, en absoluto, sino que se descompuso en paros sectoriales, más intensos en industria, siderurgia, puertos y, con matices, transportes; y mucho menos relevante en comercio, sanidad, servicios o educación. Si los piquetes sindicales violentos no hubieran sellado cerraduras, intimidado a comerciantes, bloqueado carreteras, acosado a trabajadores o atacado camiones y autobuses, la libre actividad de los ciudadanos habría reducido aún más los efectos de la huelga.

La violencia de los piquetes sindicales estuvo presente en las grandes ciudades y núcleos industriales, pero el ministro de Trabajo prefirió elogiar la «responsabilidad» con la que los sindicatos estaban ejecutando la huelga. Estas palabras, junto a la nueva oferta de diálogo hecha a las organizaciones sindicales ayer mismo por el presidente del Gobierno, no son sino expresiones del juego de imposturas con el que los sindicatos y el Ejecutivo resolvieron no hacerse daño. No en vano, el Gobierno pactó con los sindicatos unos irrisorios servicios mínimos que, en algunos casos, tampoco se cumplieron. En el plano político, a unos y a otro les falló una pieza de su estrategia, la Comunidad de Madrid, donde los sectores en los que el Ejecutivo autonómico fijó servicios mínimos por decreto —transportes, sistema sanitario, colegios— funcionaron por encima de las previsiones más optimistas. España no paró, y Madrid menos aún, dejando a los sindicatos y el Gobierno socialista sin chivo expiatorio; y a los ciudadanos, con argumentos para preguntarse por qué el Ministerio de Fomento no fue tan exigente en defender la libertad de movimiento como lo fue el Gobierno autonómico madrileño.


Pero el principal motivo por el que la huelga de ayer no fue general es la opinión que la sociedad española ya tiene formada sobre esta crisis y el papel que el Gobierno y los sindicatos han jugado y siguen jugando en ella. Los ciudadanos no reconocen a los sindicatos legitimidad para liderar una protesta general, después de haber sido acompañantes de cámara del enrocamiento de Zapatero contra la crisis y, ahora, por organizar una huelga que esconde al Gobierno de sus verdaderas responsabilidades, diluyéndolas en acusaciones contra la derecha, el mercado y los empresarios. Este descrédito del Gobierno y los sindicatos fue la causa de que la convocatoria de huelga quedara reducida a paros sectoriales y, ante la impotencia sindical, a altercados de orden público. Especialmente en las grandes ciudades, la reacción ciudadana fue un indicador del hastío e indiferencia que siente la sociedad española hacia quienes consideran principales responsables de la actual falta de perspectivas laborales y económicas.

Ahora, los sindicatos y el Gobierno comenzarán una táctica de acuerdos y desacuerdos, con el desarrollo reglamentario de la reforma laboral y las modificaciones en el sistema de pensiones como telón de fondo, sabiendo que es más lo que los une que aquello que los separa. Rodríguez Zapatero inicia en Cataluña dentro de dos meses una temporada electoral para la que necesita la movilización de todo su electorado y precisa que las bases sindicales —que no sus dirigentes— dejen de pedir su dimisión a gritos. Los sindicatos, por su parte, saben que la debilidad de Zapatero es su mejor baza y que deben explotarla sin llegar a un punto de no retorno. Pero el Gobierno tiene un margen muy estrecho para revertir sus decisiones de recorte de gasto público y de reforma laboral con una previsión del 20 por ciento de paro para 2011 y todos los mercados y organismos financieros internacionales pendientes de que no haya una mínima marcha atrás. En mayo pasado, Bruselas prohibió a Zapatero que siguiera jugando con dos barajas frente a la crisis. Su Gobierno sigue tutelado y no podrá contentar a los sindicatos sin granjearse nuevas desconfianzas en el exterior.

Además, Zapatero tiene pendiente una crisis de Gobierno inmediata, porque la huelga del 29-S era el término final para el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, cuyo destino político es la candidatura de los socialistas de Cataluña en las próximas autonómicas de esta comunidad. Según utilice esta oportunidad, Zapatero podrá lanzar un mensaje de cierta renovación interna y de impulso político o, por el contrario, demostrará la falta de proyectos y el estado de resignación y supervivencia en el que, a todas luces, se encuentra. Finalizada la huelga que no fue general del 29-S, la situación no ha cambiado, salvo en el desgaste aún mayor que han sufrido el Gobierno y los sindicatos, por haber adulterado sus papeles institucionales en una situación de crisis. La sociedad se ha dado cuenta y ayer lo demostró.


ABC - Editorial