domingo, 3 de octubre de 2010

Maoísmos. Por Jon Juaristi

La huelga general del 29-S derivó hacia una parodia de revolución cultural típicamente maoísta.

EN su arenga vespertina del miércoles, Cándido Méndez agradeció a las «formaciones de izquierda» el apoyo activo a la huelga general. La vaguedad de la expresión utilizada por el dirigente de UGT resultaba a esas horas del día un poco obscena. Todo el mundo, incluido Candido Méndez, conocía ya los sucesos de Barcelona, y por más que las televisiones públicas y unas cuantas cadenas privadas se empeñaran en separar los desmanes de los antisistema de la protesta sindical, es innegable que aquéllos son una formación de izquierda (o un conjunto de varias formaciones de izquierda). De extrema izquierda, si se quiere matizar, pero de izquierda ante todo, qué duda cabe.

El asunto puede parecer una nimiedad. No lo es. La inclusión de ese colectivo indefinido en el recuento de los protagonistas de la huelga convertía ésta, retrospectivamente, en una huelga política de la izquierda… contra el gobierno de la izquierda, aunque sólo en teoría. Produce un cierto estupor que el líder de la mayor central sindical del país desvirtuase así el carácter presuntamente sindical del acontecimiento en el mismo mitin de clausura. Por otra parte, es evidente que la huelga del pasado día 29 tuvo poco de sindical, en el sentido clásico del término. La última huelga general propiamente sindical fue la de 1988, y no se equivocaron entonces quienes auguraron que no volvería a haber otra huelga general de carácter sindical. El sesgo político de la de 2002, con la participación estelar de todas las formaciones de izquierda, empezando por la que hoy detenta el gobierno, fue inequívoco, pero es que se trataba de un ensayo de movilización de la izquierda contra el gobierno del PP (indispensable para engrasar una estrategia de acoso al mismo desde la calle, que funcionaría ya a la perfección en las campañas del Prestigey de la oposición a la guerra de Irak, incorporando sin escrúpulo alguno a la extrema izquierda).

La incapacidad de los dirigentes sindicales para cambiar el modelo se ha manifestado en la fastuosa confusión del discurso movilizador a lo largo de los tres últimos meses. Nunca quedó claro si se pretendía obligar al gobierno a cambiar su política, castigar a la patronal o machacar a la oposición. Con la excepción de Madrid, por supuesto, donde la huelga se planteó desde el principio y de modo exclusivo como un ariete contra Esperanza Aguirre. De hecho, los piquetes intentaron con particular entusiasmo paralizar el sector público de dicha Comunidad Autónoma -lo consiguieron al cien por cien en Telemadrid, la única televisión que se vio obligada a interrumpir sus emisiones-, y de ahí el contraste entre la indiferencia del Presidente Rodríguez ante lo que pasaba en la calle, a escasos metros del Congreso, y la indignación de la presidenta madrileña, hacia cuya sede de gobierno confluyeron desde la mañana los combativos sindicalistas de toda la capital. En tales condiciones, la huelga sólo podía ser política y ridículamente maoísta: una revolución cultural de sainete, contra el poder y a favor del poder simultáneamente, con los guardias rojos saqueando tiendas en Barcelona y el Gran Timonel mareando la perdiz en la Carrera de San Jerónimo, como si la cosa no fuera con él. Que no iba.


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ABC - Opinión

Sindicatos caducados. Por Julio Pomés

Si los sindicatos no quieren ser vistos como instituciones caducadas deben renovarse completamente e ilusionar de nuevo. Les conviene tener un buen debate interno para recuperar su utilidad en las relaciones laborales en el siglo XXI.

Vergüenza ajena. Eso es lo que seguramente sentirían los sufridos fundadores del movimiento sindical si levantasen la cabeza y contemplaran el desarrollo de la huelga general del 29-S. Seguramente aquellos grandes hombres, que no vivían del sindicalismo sino para el sindicalismo, serían los primeros en reconocer que lo que en el argot político del Gobierno se expresa como paros "desiguales y moderados", se traduce en lenguaje común como fracaso rotundo. UGT y CCOO han utilizado la máxima medida de reivindicación, una huelga general, sabiendo que la reforma laboral era un motivo insuficiente. Si la razón de la huelga era pobre, más injustificable resulta la violencia que han ejercido algunos piquetes ‘informativos’. Muchos somos los que pensamos que sin la existencia de estos grupos de coacción, verbal o física, la huelga habría pasado inadvertida. Más allá de estos hechos, esta huelga ha revelado algunas cuestiones de fondo sobre el papel de los sindicatos en la España de hoy.

De entrada, la protesta que enarbolaba la huelga carece de sentido porque la reforma laboral es una medida ya aprobada, que no puede derogarse por ser imprescindible. Antaño, las huelgas constituían el principal brazo ejecutor de unos sindicatos que sí defendían a sus trabajadores ante los abusos de la Administración y de los empresarios, y lograban mejorar las condiciones de sus afiliados. Hoy, si algo sabemos todos los españoles, es que Zapatero no va a dar marcha atrás en un asunto necesario que viene exigido tanto por la crisis económica como por la Unión Europea. Mucho menos cuando ya ha ‘descontado’ el vendaval que la medida ha generado y tiene resuelta la aprobación de los próximos presupuestos generales. Así pues, conscientes de la ineficacia de los paros del 29-S, parece más bien que los sindicalistas han salido a la calle a ganarse el pan, a que se vea que siguen organizándose y protestando, para que se justifique su existencia y el dinero que cuestan. Después de todo, la docilidad que han demostrado desde que empezó la peor crisis económica desde el crack del 29 empezaba a resultar sospechosa.

Pero es demasiado tarde. Lejos quedan los tiempos en los que los trabajadores percibían a los sindicatos como mejor garante de sus derechos. La gente sabe que está sola a la hora de encontrar empleo y abrirse camino en el terreno laboral, y por eso no sorprende que la única guerra de números que preocupa ya en España sea la de una tasa de paro que crece sin parar. Así pues, convocando esta huelga los sindicatos se han disparado en el pie mostrando la realidad de su ineficacia.

De todas formas, y para consuelo de ellos, no sólo ha contribuido a este descalabro su torpeza. La pérdida de influencia social de los sindicatos en España va en la línea de lo que está ocurriendo en otros países. Una referencia ineludible es el caso de las centrales sindicales en Estados Unidos: su popularidad va en caída libre a pesar de la gravedad de la crisis económica y del un cierto apoyo del presidente Obama.

Si los sindicatos no quieren ser vistos como instituciones caducadas deben renovarse completamente e ilusionar de nuevo. Les conviene tener un buen debate interno para recuperar su utilidad en las relaciones laborales en el siglo XXI. No en vano, la economía es cada vez más terciaria, y ya no se trabaja en grandes fábricas, por lo que no resulta tan fácil que los intereses de muchos den forma a movimientos sindicales como hemos conocido hasta ahora.

Y, a la hora de proponer nuevos modelos, sería justo proponerles que estuvieran más cerca de la sociedad civil y más lejos del estatus de una casposa institución paragubernamental. Los sindicatos debieran darse cuenta que la fuerza de la opinión pública reside cada vez más en el carácter participativo y emular el modo de funcionar de las redes sociales. El 29-S los términos ‘spanish strike’ y ‘strike spain’ estaban entre los más buscados en Google. Hoy el poder de las redes sociales puede ser más eficaz para quebrar una empresa que utilice mano de obra infantil de un país subdesarrollado, que una enorme manifestación callejera que intente impedir las importaciones de esa nación. Tal vez haya llegado el momento de que se le otorgue a la sociedad el protagonismo que se merece, y de que se reconozca su madurez democrática. La legitimidad de los sindicatos está cuestionada y no la tendrán mientras les falta la cualidad esencial para ser valorados: la autonomía que supone dejar de depender de las subvenciones del gobierno de turno.


Libertad Digital - Opinión

Socialismo a la catalana. Por M. Martín Ferrand

La chapuza vive aquí y forma parte de la cultura, de la historia y de la ley, del orden y de los oficios y profesiones.

AL PSC de José Montilla, según su propia confesión, le interesan por igual la justicia social y la defensa de la identidad nacional de Cataluña. Es una extraña manera de ser socialista que lleva la contradicción en su interior y que no solo renuncia a la internacionalidad que marca a las izquierdas de pura cepa, sino al más elemental sentido nacional español en el que se fundamenta(ba) históricamente el PSOE. Un PSOE que, por las circunstancias, dejó de ser obrero hace mucho tiempo, es ya algo más que un partido —tres por lo menos—, poco menos que socialista y resulta español, únicamente, en la medida en que no es portugués o noruego. Lo de la justicia social, ya en el siglo XXI e inmersos en una idea generalizada y no discutida del Estado de Bienestar, parece mostrenco y convierte en fundamental y decisivo el sentido nacional del PSC que, en las próximas autonómicas, se enfrentará básicamente a CiU, otro partido que antepone lo de la identidad catalana a todo lo demás. Triste panorama.

Mariano Rajoy, que pasea por las cuatro provincias del noroeste con Alicia Sánchez-Camacho en un alarde de infundada esperanza electoral, acierta cuando dice que «el problema de Cataluña no es ideológico, sino que está instalado en la chapuza permanente». Eso, además de ser una verdad incontestable, demuestra la tremenda españolidad de Cataluña. La chapuza vive aquí y forma parte de la cultura y el folclore, de la historia y de la ley, del orden y de los oficios y profesiones. Incluso, ante la lamentable delgadez de los valores espirituales en presencia, no solamente los religiosos, la chapuza es una forma de fe y una técnica de esperanza. Niega el futuro, pero hace más llevadero el presente de quienes reclaman derechos sin aceptar obligaciones. La mayoría.

En el orden de la chapuza, y llámelo Zapatero como guste, el relevo de Celestino Corbacho y la posible necesidad de sustituir a Trinidad Jiménez, es la base de una próxima «crisis» de Gobierno. Es una buena oportunidad para tratar de mejorar las hechuras de un equipo de mínimos en el talento y la acción. Cabe sospechar que lo de Corbacho ha de ajustarse a un trámite sindical. No en vano, y tras la mascarada de una huelga general de baja intensidad, UGT y CCOO constituyen, de hecho y con el PNV, el único sostén gubernamental; pero a la legislatura le queda mucho tiempo por delante y, ya que el Presupuesto no augura potencialidad de remedio y solución, serían deseables nombres de refresco para que no sigan creciendo los daños, el déficit y la deuda: las tres «d» que, en campo de gules, marcan la heráldica del de León.


ABC - Opinión

Rajoy y Aguirre, dos formas de gestionar el efecto 29-S. Por Antonio Casado

Era el día después y Mariano Rajoy todavía no había abierto la boca sobre la huelga general. Así que antes de saber que Soraya Sáenz de Santamaría reconoce a Belén Esteban el derecho de sufragio -elegir y ser elegida-, tuve ocasión de conocer de primera mano la valoración del líder del PP sobre el 29-S. “Ha sido un fracaso del Gobierno y de los sindicatos que acabarán pagando todos los españoles”, dijo.

Gobierno, por un lado, y sindicatos, por otro, cargan con sus respectivos fracasos, pero no vale endosarles la misma derrota en el pulso que acaban de librar. En una confrontación entre dos, uno gana y otro pierde. Al guardarse su opinión sobre el que ganó y el que perdió en el choque, Rajoy hace trampas. Incumple sus deberes como alternativa de poder institucional al no pronunciarse sobre el fondo de la cuestión.

La pregunta del día después, desoída por quien personaliza la opción de un recambio en el Palacio de la Moncloa, se encierra en estas dos interrogantes: ¿Debe Zapatero rectificar en la reforma laboral y en su plan de ajustes, como le piden los sindicatos después de autoproclamarse ganadores de la huelga general? ¿O debe ratificarse en la reforma laboral y en su plan de ajustes, como le piden los acreedores internacionales después de haber puesto a la economía nacional al borde del abismo?


Nos quedamos sin saberlo. Rajoy recurre al trazo grueso y a favor del viento. Eso le excusa de entrar en detalles. Es más fácil y menos comprometido sostener que el problema no se arregla con una huelga general sino con elecciones generales porque Zapatero está acabado y le sobra el año de prórroga que le regalan vascos del PNV y canarios de CC. Ese es exactamente el discurso oficial del PP, veinticuatro horas después del pulso librado en la calle entre Gobierno y sindicatos.

Aprovecharse del enfrentamiento

Puede ser un pleito de familia, pero con asuntos de interés general en disputa. Por tanto, el líder de la oposición parlamentaria debería pronunciarse y no lo hace. Al menos podía haber hurgado en la herida que siempre dejan las guerras fraticidas. Y de paso, evitar que otros hurguemos en las guerras fraticidas del PP. Por ejemplo: recordando el inequívoco pronunciamiento de Esperanza Aguirre contra los sindicatos y la constatación de su fracaso. Esa lección, la de aprovecharse del enfrentamiento entre afines, se la sabía mejor la presidenta de la Comunidad de Madrid, que creó las condiciones para lograr que las organizaciones sindicales dieran su peor cara. Algo que en buena parte ha conseguido, al potenciar la imagen de unos sindicatos cuya capacidad de arrastre es tan pequeña que tienen que recurrir a la coacción de los piquetes.

Con la inestimable colaboración de los propios sindicatos, por supuesto, que han hecho todo lo posible por darle la razón a Esperanza Aguirre. No hace falta militar en la derecha política y mediática más desinhibida para compartir el estupor. Parece increíble que en una democracia de derechos consolidados como el de reunión, manifestación o huelga, los ciudadanos hayan tenido tantas dificultades de hecho para ejercer un derecho individual tan básico como el de acudir al puesto de trabajo en una jornada de huelga.


El Confidencial - Opinión

Condescendencia. Por Ignacio Camacho

El gatillazo de la huelga estaba más que previsto pero ninguna de las partes trató de impedir el simulacro.

LOS sindicatos no deberían reflexionar sólo sobre el escaso respaldo de su convocatoria de huelga —«moderado», dicen los más objetivos de sus partidarios—sino también sobre su casi nulo impacto social y sobre la rápida disolución de su eco mediático. La movilización del miércoles apenas era ya tema de portada en los periódicos del viernes, desplazada de la agenda por el asfixiado presupuesto gubernamental, y pronto no será más que un brumoso recuerdo, un ruido lejano en la volátil memoria de la opinión pública. Nunca en esta democracia treintañera había tenido una huelga menos alcance ni unos resultados más previsibles; su carácter de escenificación forzosa, la ausencia de involucración ciudadana y el clima de pasteleo con el Gobierno contra el que supuestamente iba destinada no han hecho sino subrayar su irrelevancia.

La mano tendida por el poder a las centrales, simbolizada en el beso amistoso entre De la Vega y Cándido Méndez, viene a subrayar esa voluntad de entendimiento que deja sin sentido el alboroto de la protesta. Pero los dirigentes sindicales deben entender que los guiños del Gobierno no obedecen a su inquietud ante la débil demostración de fuerza sino a la intención de acudir en rescate de unas organizaciones desacreditadas tras su órdago fallido, y en segunda instancia a los remordimientos que Zapatero pueda sentir por los estragos de su propia política. Al presidente le preocupa el alejamiento de la izquierda social en la medida en que perjudica sus ya bien menguadas expectativas electorales, pero sabe que los sindicatos se han desactivado a sí mismos exhibiendo una capacidad movilizadora muy limitada. Su actitud con ellos es ahora de condescendencia; no le interesa la ruptura pero su malestar no le causa la más mínima alarma.

Por eso la huelga ha sido un enorme ejercicio de hipocresía que sólo ha servido para alterar parcialmente la normalidad productiva. La oferta de negociación sobre el desarrollo de la reforma laboral y sobre el debate de las pensiones podía haberse producido perfectamente antes de la jornada de paro, pero el Gobierno quería permitir a los sindicatos su ritual de queja y éstos necesitaban desentumecer en la calle sus atrofiados músculos de rebeldía. El gatillazo estaba pronosticado en las encuestas que conocían ambas partes, pero ninguna trató de impedir el simulacro. El acercamiento posterior es una componenda ficticia porque nunca ha habido querella real, y la gente lo sabe tan bien como sus protagonistas. De ahí el rápido olvido general de un miércoles sin historia en el que lo único que han sacado los sindicatos es el estupor de la sociedad ante su rancia coacción piquetera, impropia de su teórico papel de pilares de una democracia moderna.


ABC - Opinión

Unos presupuestos sin duda socialistas

Las cuentas públicas que ha pergeñado el Gobierno socialista no sólo no van a contribuir reactivar una economía agonizante, sino que van a intensificar los problemas ya existentes agudizando de paso la desigualdad de los españoles.

El socialismo antepone a la realidad los deseos de su ideología y la técnica presupuestaria no iba a escapar a esta norma que la izquierda viene observando en todo tiempo y lugar. Aceptado ese principio, podemos afirmar que los presupuestos generales del estado diseñados por Zapatero para el año próximo son socialistas de una forma ejemplar.

En efecto, la base sobre la que se han diseñado estos presupuestos públicos es inflar artificialmente la cifra de ingresos, para justificar una coacción institucional cada vez más intensa sobre los individuos gracias al gasto del estado en todo tipo de partidas de contenido ideológico, que son precisamente las que las últimas que los políticos de izquierdas están dispuestos a reducir.

Es difícil creer, como pretende Salgado que hagamos con esta astracanada presupuestaria, que la recaudación fiscal vaya a incrementarse sin haber iniciado con intensidad una etapa de crecimiento económico. Es imposible también que nuestro déficit público se reduzca en esa tesitura –gastando más que ingresamos–, con el agravante de la existencia de una deuda que consume ya la quinta parte de los recursos totales de ese presupuesto y unas cargas sociales consecuencia del desempleo galopante, que no dejan de crecer mientras otros conceptos de gasto de contenido sectario permanecen inalterables con la contumacia habitual de ZP.


En realidad, la aplicación de estos presupuestos generales va a provocar el efecto contrario al pretendido por el Gobierno, es decir, un incremento del déficit, un aumento de la deuda pública para financiarlo y el retraso indefinido de la salida de la crisis, característica esta última que distingue especialmente a la España de Zapatero de otros países gestionados con más criterio. Todo ello dará la excusa perfecta al Gobierno para incrementar la presión fiscal, otro efecto habitual, junto con el incremento necesario de las prestaciones del desempleo, de toda política socialista.

Y como el sectarismo ideológico de Zapatero no tiene límites conocidos, estos presupuestos consuman además el agravio de unas comunidades autónomas respecto a otras, al privilegiar financieramente a aquellas en que el PSOE tiene su particular granero de votos.

Las cuentas públicas que ha pergeñado el Gobierno socialista no sólo no van a contribuir reactivar una economía agonizante, sino que van a intensificar los problemas ya existentes agudizando de paso la desigualdad de los españoles dependiendo de su lugar de residencia. En todo caso, y desde que Zapatero anda por la Moncloa, nada nuevo bajo el sol.



Libertad Digital - Editorial

Las primarias de Zapatero

Es imposible que lo que pase hoy en Madrid no sea relevante para la imagen de Zapatero, ya que es evidente el movimiento de preocupación que existe entre los barones del PSOE y otros que no lo son.

LOS militantes del PSOE en Madrid resolverán hoy el primer capítulo de uno de los mayores problemas internos que se le han planteado a este partido desde la crisis abierta tras la derrota electoral en 1996. Pese a todo lo que pudiera separarlos, a Tomás Gómez y Trinidad Jiménez les une la certeza de que, sea quien sea el elegido, les espera el mismo futuro: caer probablemente derrotados ante Esperanza Aguirre en las elecciones autonómicas madrileñas. La aspiración del PSOE en estos comicios es elegir al candidato que pierda por menos votos y, a renglón seguido, esperar la carambola de una subida de Izquierda Unida en grado suficiente para reintentar una coalición de izquierdas, como la que se frustró en 2003. Por tanto, el PSOE tendrá dos candidatos en liza frente a Esperanza a Aguirre: el propio y el de Izquierda Unida. Es un dato a tener en cuenta para exigir de los socialistas su verdadero programa de gobierno para la Comunidad de Madrid, que será el que estén dispuestos a pactar con la extrema izquierda. Los socialistas eluden temerariamente en esta planificación la relevancia que pueda tener Unión, Progreso y Democracia.

Con este planteamiento —cuál es el mejor candidato para lograr que Aguirre gane sin mayoría absoluta—, los socialistas se dividen entre Jiménez y Gómez. El aparato nacional del PSOE, con Zapatero a la cabeza, apuesta por la ministra de Sanidad, apoyándose en unas encuestas de consumo interno. La campaña contra Gómez ha sido cualquier cosa menos sutil, hasta llegar a calificarlo como «el candidato de la derecha». Puede que el aparato de Ferraz tenga sus datos para defender esta estrategia —de la que ocultan que Aguirre ganaría por mayoría a cualquiera—, pero probablemente yerren en mostrarse tan seguros de que, en este momento, una candidata apadrinada directamente por Zapatero sea la mejor opción ante el electorado madrileño. Podría suceder que la imagen de cierta disidencia que está transmitiendo Tomás Gómez frente a La Moncloa, junto a su evidente gesto de firmeza a la hora mantener su candidatura, resulte más atractiva para el elector de izquierdas desencantado con Zapatero que una candidata «oficialista», en cuyo currículum ya contabiliza una derrota por goleada frente a Ruiz-Gallardón con posterior abandono a los electores madrileños. Es imposible que lo que pase hoy en Madrid no sea relevante para la imagen de Zapatero, cuando ya es evidente el movimiento de preocupación que existe entre los barones del PSOE, y otros que no lo son, por el declive político irreversible del presidente del Gobierno.

ABC - Editorial