viernes, 8 de octubre de 2010

La última batalla de ZP. Por César Alonso de los Ríos

La última batalla de Zapatero es revelar la definición del PP en relación con el proyecto del Estado confederal.

Desde el comienzo de la crisis la actitud de la dirección del PP ha estado dominada por un sentimiento doble: por la esperanza de una victoria electoral en el 2012 y, al tiempo, por el temor a que al gobierno de ZP pueda tener tiempo para corregir de forma significativa los efectos de la crisis. En el trascurso de estos últimos meses las encuestas han ido revelando una brecha creciente entre los dos partidos hasta el punto de que se ha ido abriendo paso la idea de una posible mayoría absoluta que haría innecesario el apoyo de CiU. Aun así, creo que a una buena parte de los dirigentes del PP les habría gustado que el recurso contra el Estatuto no hubiera llegado tan lejos: para algunos la imagen que ha quedado del PP, tras la guerra del TC y las correcciones al ensayo de la llamada «pequeña constitución catalana», ha sido la del gran enemigo de Cataluña. Piensan que esto le va a costar muy caro al PP, tanto en las próximas elecciones autonómicas como en las legislativas. Y esta inquietud ha crecido, aún más, al comprobar que el Gobierno socialista ha conseguido el apoyo del PNV para los Presupuestos. En una palabra, a mi entender una parte de la dirección del PP considera inevitable la conversión de «este» Estado en el «confederal» que defienden Zapatero, CiU, el PNV, BNG… y, por tanto, inútil toda luchas contra este proyecto.

La sombra, que se proyecta sobre las elecciones de 2012, no es el hecho de la victoria del PP sino la actitud que puedan mantener ante ella los nacionalismos periféricos, tanto en el caso de que aquella llegue a serlo en términos absolutos como en el caso de que no lo sea. En este orden de cosas la última batalla del Zapatero caído y roto de estos momentos va a ser, está siendo ya, tratar de revelar la definición del PP en relación con el proyecto del Estado confederal, es decir, qué papel va a representar Rajoy frente a Aznar, Aguirre, Cascos, Mayor Oreja, María San Gil y Vidal- Quadras …


ABC - Opinión

Reforma laboral. El triunfo sindical. Por Guillermo Dupuy

Hay algo peor que no acometer la reforma que sigue reclamando nuestro mercado laboral. Y es convencer a los españoles de que ya se ha llevado a cabo cuando, en realidad, no se ha hecho. Esto es lo que han logrado, en buena medida, Gobierno y sindicatos

Hay algo peor que no acometer la reforma que acabe con la excesiva rigidez que padece nuestro mercado laboral. Y es convencer a los españoles de que ya se ha llevado a cabo cuando, en realidad, no se ha hecho. Esto es lo que han logrado, en buena medida, Gobierno y sindicatos con ese doble paripé que constituye tanto el simulacro de reforma laboral aprobada por el Gobierno, como la subsiguiente huelga con la que los sindicatos debían simular sus supuestas discrepancias.

No seré yo quien niegue ahora el clamoroso fracaso de convocatoria cosechado en la pasada huelga –el mayor que hayan experimentado nunca los sindicatos–, ni tampoco el que dude del cada vez más generalizado hartazgo que, entre los trabajadores, provocan estos parásitos que se apropian de sus derechos y viven de sus bolsillos. Sin embargo, este fracaso no hace sino aun más meritoria la consecución de los objetivos que los sindicatos buscaban con la huelga.


Con esta protesta, los sindicatos ya no tienen en su debe el no haber hecho una sola huelga general a un Gobierno que nos ha conducido a los cuatro millones y medio de parados. Por otra parte, los sindicatos han neutralizado en gran medida a quienes han venido reclamando la reforma laboral como uno de los cambios esenciales para remontar el vuelo en el empleo. CCOO y UGT ya no aparecen como cómplices de una política económica que va a seguir aumentando el paro. Por el contrario, los sindicatos podrán presentar –ya lo están haciendo– este incremento del desempleo, no como prueba de la insuficiencia de la reforma, sino como prueba de que la reforma era innecesaria o incluso contraproducente.

Así, y ante el último y nuevo incremento del paro, ¿acaso han sido los miembros del principal partido de la oposición –supuestamente partidarios de una reforma de mayor calado– quienes han salido en tromba contra el simulacro de reforma laboral aprobada por el Gobierno? No, han sido y, me temo, seguirán siendo los sindicatos.

Poco importa que el último informe del FMI, que reduce a la mitad las previsiones de crecimiento del Gobierno y que duda de su compromiso con la reducción del déficit, vuelva a denunciar la excesiva rigidez de nuestro mercado laboral. Tanto el griterío de los sindicatos como, sobre todo, el silencio de la oposición han convencido a muchos de que la reforma laboral ya se ha producido.

Algo parecido pasa con la supuesta lucha contra el déficit. Las medidas presentadas por el Gobierno han sido tan insuficientes como injustas y tardías. Sin embargo han servido, al menos durante un tiempo, para encubrir lo que en realidad es una política destinada a generar un mayor gasto público. Y es que a veces hay que dar un pasito para atrás para coger impulso, y eso es exactamente lo que ha hecho el Ejecutivo de Zapatero para proseguir su huida hacia adelante.

Dejo al margen el éxito de los sindicatos al lograr que su fracaso de convocatoria no sólo no se haya traducido en la lógica dimisión de sus dirigentes, cosa que se debería haber producido de no estar los ciudadanos "huérfanos" de representantes políticos; es que han conseguido, además, neutralizar la indignación que, antes de la huelga, provocaba el asunto de los liberados. Se supone que tras constatar el fracaso de la huelga, Rajoy ya no tendría miedo a hacer suyo el mensaje de Aguirre. Pues ni por esas.

Si a eso le unimos el hecho de que la violencia de los piquetes queda tan impune como aparcada queda la la ley de huelga, ¿no podemos hablar de triunfo sindical?

En cualquier caso, lo que me parece evidente es que nunca reformas tan virtuales reforzaron tanto un suicida statu quo.


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El pensamiento líquido. Por Fernando Fernández

Como en Bizancio, Zapatero solo aspira a que los bárbaros pasen de largo y pueda recuperar su sueño.

LA nación es un concepto discutido y discutible, el ser humano, un asunto demasiado complejo; la salida socialdemócrata, una entelequia circunstancial; los mercados, voraces o comprensivos; la derrota electoral, un invento; las palabras no son un arma cargada de futuro sino un accidente de la naturaleza, un hecho evanescente que no comprometen más que en el momento mismo que se pronuncian. Esa es la gran aportación del presidente Zapatero a la teoría política. Una presidencia circunstancial convertida en categoría analítica y modelo de liderazgo por la debilidad de la sociedad civil española, su complacencia con un largo ciclo de prosperidad, los hábitos caudillistas de los partidos políticos y un sistema electoral que concede poder absoluto al ocupante eventual de La Moncloa.

La crisis económica ha roto ese sueño alegre y confiado y ha expuesto en toda su incompetencia la debilidad del pensamiento líquido. Hay hechos simbólicos, anecdóticos, que traducen mejor que la más brillante tesis doctoral los cambios acaecidos mientras estábamos disfrutando de la fiesta perpetua. España ya no es la octava potencia económica del mundo. Ni lo volverá a ser. El mundo se nos ha ido de las manos mientras seguimos discutiendo, ¡qué aburrimiento!, el engarce constitucional de Cataluña en España. Esta vez ha sido el Círculo de Economía, una prestigiosa institución que actúa de lobby empresarial catalán. Uno hubiera esperado de tanto personaje ilustre una sesuda reflexión sobre la inserción de España en una economía global que se desplaza irremediablemente al Pacífico. O al menos una profunda discusión sobre la ventajas y obligaciones que comporta para España la pertenencia a una Unión Monetaria amenazada por nuestra propia irresponsabilidad y por el cinismo colectivo de una sociedad que dice defender una cosa y permite a sus políticos hacer lo contrario. Pero no, lo importante es el concierto, la captura de rentas, asegurarse un mayor trozo de la tarta mientras el calor producido por la explosión financiera y tecnológica la derrite sin que nadie la meta en el frigorífico.


Vivimos momentos históricos. Tiene razón el presidente Zapatero aunque llamara antipatriotas a los que le avisábamos hace años que su política conducía necesariamente a una crisis económica e institucional. Es cierto que todos los momentos son históricos para la generación que los vive, pero no lo es menos que es casi seguro que nuestros hijos vivirán peor que nosotros. Lo harán sin duda si no abandonamos la complacencia y encaramos los hechos como son y nos limitamos a describirlos con palabras carentes de sentido y compromiso; si seguimos conduciendo la política económica con el retrovisor, pensando más en los derechos adquiridos —de los territorios, pensionistas, asalariados o funcionarios— que en nuestras obligaciones. El futuro se nos va de las manos y al Gobierno solo le preocupa llegar al próximo año. Ha renunciado a cualquier intento de diseñar ese futuro y se contenta con que desde Bruselas, Nueva York y Caracas nos dejen tranquilos en nuestra irrelevancia. Zapatero solo aspira ya a que los bárbaros pasen de largo y pueda recuperar su sueño. Fiel a su levedad, busca desesperadamente un manual de autoayuda y sus asesores solo le ofrecen informes del Fondo Monetario Internacional. Deber ser muy duro, pero sigue pensando que fuera hace demasiado frío para asumir su responsabilidad, suponiendo que no sea éste también un concepto discutido y discutible.

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PSOE. Hacia la debacle. Por Florentino Portero

Las decenas de miles de cargos socialistas que se van a encontrar en el paro dentro de unos meses serán responsables directos de su suerte, porque avalaron la política y apoyaron al Gobierno que nos ha llevado a todos a la penosa situación actual.

Cuando el pasado mes de mayo el presidente Rodríguez Zapatero se vio obligado a rectificar su política, por presión de los mercados y de destacadas figuras de la esfera internacional, firmó su sentencia de muerte política. Su programa se había quedado en nada. Desvelado su exceso de voluntarismo y la falta de fundamento y de realismo, el presidente no fue capaz de reinventarse y proponer a la sociedad española una nueva estrategia. Desde aquellas fechas se encuentra inmerso en el vértigo del tobogán. Un señor de Parla se atreve ahora a decirle "no" y se hace con el control de la federación madrileña del partido. Las elecciones catalanas pueden deparar un desastre antológico para el socialismo catalán, antesala de una posible refundación en clave nacionalista que de entrada suponga la reconstitución de un grupo parlamentario propio. En ese momento el Partido Socialista dejará de ser un partido nacional. Las elecciones regionales y locales enviarán al paro a decenas de miles de cargos políticos con carné de color rojo, al tiempo que puede expulsar al partido de todos los gobiernos autonómicos en disputa. En ese ambiente, perfectamente imaginable, el PSOE tendrá que prepararse para unas generales. Los problemas no cesarán: la economía seguirá sin reactivarse, el desempleo continuará en tasas inadmisibles y a falta de un Plan B, el inclumplimiento de los objetivos presupuestarios nos llevará al penoso padecimiento de tener que soportar críticas internacionales y posibles sanciones.

Si el Partido Socialista estuviera en manos de personas capaces y responsables, habrían aprovechado la resaca de la crisis de solvencia financiera del pasado mes de mayo para echar a Rodríguez Zapatero, nombrar a un peso pesado con cierta credibilidad y plantear una nueva estrategia dirigida a enfrentarse a la crisis y moderar las inevitables pérdidas de votos en los próximos comicios. Ése no ha sido el caso porque la aristocracia socialista es de una mediocridad ejemplar, porque no tienen repuesto evidente para el actual inquilino de la Moncloa y, sobre todo, y éste es el problema capital, porque el partido se reconoce en su presidente, en su falta de talla intelectual y en su vaga ideología populista y relativista.

Las decenas de miles de cargos socialistas que se van a encontrar en el paro dentro de unos meses serán responsables directos de su suerte, porque avalaron la política y apoyaron al Gobierno que nos ha llevado a todos a la penosa situación en la que nos encontramos. Lo más probable es que se revuelvan contra sus líderes, culpándoles de su triste destino. Desde hace unas semanas ya escuchamos un naciente pero creciente runrún crítico. Si de verdad estaban en desacuerdo con el Gobierno, debían haber expresado sus opiniones cuando tocaba, porque la lealtad a la Patria debe siempre anteponerse al interés partidista. Pero no lo hicieron. Peor aún, apoyaron con su silencio y con su voto, el derroche de nuestros ahorros y la asunción de una deuda que nos pesará durante mucho tiempo. La quema pública de Rodríguez Zapatero puede aliviar de tensión a algún cuadro despechado, pero poco más. El Partido Socialista va directo hacia la debacle y sólo comenzará a remontar y a ganar credibilidad cuando reconozca los errores cometidos y deje atrás el "zapaterismo" que ha caracterizado estos últimos años. No será fácil y, de hecho, no tiene por qué ocurrir. La crisis a la que se dirigen con sorprendente decisión puede ser profunda y prolongarse durante mucho tiempo.


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Un Nobel merecido. Por José María Carrascal

En casos como éste, es el escritor quien honra el premio y no a la inversa, como suele ocurrir.

DE tanto en tanto, la Academia Sueca acierta y premia a un auténtico escritor. Como en 2010, que ha otorgado el Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa. En casos como éste, es el escritor quien honra el premio y no a la inversa, como suele ocurrir.

Lo más atractivo de su obra es la perfecta simbiosis de clasicismo y modernismo. Contiene todos los elementos de la novela del siglo XIX, con todas las técnicas innovadoras del XX. El resultado es pura dinamita, digamos en honor del descubridor de la misma y mecenas del premio. Vargas Llosa no se limita a experimentar con el lenguaje, aunque experimenta; ni a contarnos una historia, aunque nos la cuenta; ni a repetir lo ya contado en otro tono, porque siempre encuentra algo distinto en un tono diferente. Camina a grandes zancadas sobre el espacio y el tiempo, sobre la infancia y la vejez, sobre el amor y el odio, sobre la vida y la muerte, sin olvidar nada y sin detenerse ante nada, como un huracán que soplase desde los mismos orígenes de la creación. Desde aquella sacudida que nos dio con «La ciudad y los perros» hasta hoy, Vargas Llosa no ha dejado de asombrarnos y conmovernos. A veces da la impresión de que él mismo es incapaz de controlar su capacidad creadora, que entierra la anécdota en relato universal y nos devuelve al origen de las pasiones, a la raíz del pensamiento, a la patria original, en la que todos los hombres somos hermanos y rivales, como su prosa, exquisita y bárbara, matemática y poética. Nos sorprende sin pretenderlo, nos fascina sin buscarlo.


Todos los novelistas escriben en el fondo su autobiografía, más o menos enmascarada. Pero en Vargas Llosa esa interrelación es tan estrecha, tan dinámica, tan profunda, que podemos adivinar cuál va a ser su próxima novela, vigilando lo que está haciendo. Sobredimensionando la realidad, como corresponde a los verdaderos creadores, Vargas Llosa se olvida muy pronto de su yo, para pensar en nombre de todos, encadena las pasiones particulares, para convertirlas en pasión universal, eleva, en fin, la anécdota a categoría. Con lo que su biografía, sea en un colegio militar, en el primer amor, en la selva o en una campaña electoral, se transforma en gran fresco de nuestra época. Sin perder nunca el norte ni olvidar nunca su compromiso con el hombre. Mario Vargas Llosa no ha tenido nunca miedo a defender aquello en lo que cree. Es lo que le hace ser algo más que un simple escribidor, como el gusta llamarse, para convertirse en una gran persona, algo que vale más que todos los nobeles, aunque bienvenido sea éste, pese a su retraso. Si fuese de izquierdas en vez de ser liberal, hace mucho tiempo que lo hubieran dado.

ABC - Opinión

Nobel. Vargas Llosa o la búsqueda de bienes en común. Por Agapito Maestre

Es el mayor crítico de la utopía social de nuestro tiempo, el retrato crítico del revolucionario profesional, del violento con buenas intenciones, es insuperable.

La obra de Vargas Llosa está llena de pensamiento genuinamente crítico. La rabia ideológica y la inquina partidaria son ajenas a su literatura. Sus narraciones rara vez confunden la elocuencia con la autenticidad de la vida. Rehúye tanto la prédica como el didactismo. El gusto por lo brillante y lo descomunal, la retórica y el abuso del lenguaje, rasgos comunes a una buena parte de la literatura hispanoamericana, no pasan ni de lejos por la obra de Vargas Llosa. Su capacidad de crítica es insobornable. El pensamiento del hispano-peruano nunca claudica ante el amor que siente por la palabra, la otra cara de la literatura. Vargas Llosa, lector sagaz del gran Azorín, nos ha enseñando que la primera y mayor responsabilidad del escritor es con la literatura misma.

La literatura sigue siendo la mayor contribución de la humanidad al proceso de creación de racionalidad pública. La búsqueda de bienes en común es la máxima preocupación del nuevo premio Nobel. Pocos autores hay en el mundo comparables a Vargas Llosa, pocos han contribuido tanto como él a la comprensión del mundo a través de la literatura. Después de Alfonso Reyes y Octavio Paz, creo que la obra, la vida y la personalidad de Vargas Llosa en conjunto es la más representativa de la cultura hispánica para la universal. Literato y crítico literario, variedad de géneros e indiferenciación genérica de muchas de sus creaciones, preocupación por el estilo y el pensamiento, voluntad humanista y una vida profesional de servicio público son las principales cualidades que, en mi opinión, adornan a quien ha hecho de su oficio su principal responsabilidad.

Literato total. Su arte mira tanto al corazón como a la conciencia. Porque su mayor preocupación es el hombre concreto, el hombre, desprecia al modo liberal las ortodoxias y las abstracciones; es el mayor crítico de la utopía social de nuestro tiempo, el retrato crítico del revolucionario profesional, del violento con buenas intenciones, es insuperable. Mario Vargas Llosa, grandioso novelista, nos hace disfrutar y nos exhorta a buscar bienes en común. También yo saludo en él, como dijera Octavio Paz, a la rara síntesis de la imaginación literaria y la moral pública.


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Es urgente el optimismo Por M. Martín Ferrand

Si José Luis Rodríguez Zapatero tuviera un biógrafo como Dios manda, crecería el entusiasmo colectivo.

UN buen biógrafo es fundamental para pasar a la Historia con la grandeza debida. Hernán Cortés, por ejemplo, no quemó sus naves. Las barrenó para que se hundieran como, hace más de un siglo, demostró el ilustre murciano Marcos Jiménez de la Espada. No cabe duda de que el heroísmo del fuego, su plástica, le da al episodio una grandeza que le disminuye el berbiquí. La tecnología y lo heroico no concuerdan nunca y se dan mutuamente de palos. Unas llamas crepitantes en la costa de Campoala le aportan al gesto de Cortés una trascendencia que, sin duda, le resta la realidad mecánica de un taladro.

Nuestros líderes de hoy, quizá por su pequeñez, andan escasos de biógrafos y, lo sospecho, de ahí arranca el pesimismo colectivo que nos embarga y que no contribuye a que podamos sacudirnos las crisis que nos tienen rodeados. Si un presidente de Gobierno que cuenta sus actuaciones por fracasos, como José Luis Rodríguez Zapatero, tuviera un biógrafo como Dios manda, capaz de instalarle sobre un pedestal que posibilitara su credibilidad, crecería el entusiasmo colectivo. Circunstancia imprescindible para que la situación mejore. Yo, podría decirnos Zapatero, si no consigo cumplir las previsiones que contemplan los Presupuestos para 2011 ingresaré en el Cister después de vestirme con un sayal y de llenar mis cabellos, y mis cejas, de ceniza. Eso, bien tratado por un biógrafo de cabecera encendería el ánimo colectivo y rebajaría la tasa de desesperación que nos abruma más todavía que el paro, el déficit, la deuda y la incapacidad que se maneja el líder que iba para planetario y se nos ha quedado en mandamás de cercanías.

Tampoco a Mariano Rajoy le vendría mal un buen biógrafo; pero, para que haya biografía, se necesita un mínimo de acción. Las biografías de las piedras, el quietismo en su enésima potencia, le corresponde a los geólogos y eso no tiene fácil traslación a las urnas y a las circunstancias. Rajoy es en parte, solo en parte, responsable del dinamitador pesimismo en el que, colectivamente, nos hemos instalado. Después de seis años de contrastada incapacidad gubernamental, con un Consejo de Ministros que crea más problemas que los que consigue remediar, el optimismo esperanzado solo puede llegarnos por la brillantez de las propuestas alternativas del monopolista de la oposición. A estas alturas de la desesperación colectiva no basta con la negación y el pataleo. Solo una moción de censura, y perdón por mi insistencia, puede cambiar el ánimo de los españoles. Esa es la luz al final del túnel, pero Rajoy prefiere la caída de Zapatero a su propio ascenso. No ayuda a su biógrafo.


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Corrupción. Freddy, siempre Freddy. Por Emilio Campmany

No se sabe si el escaso interés de Interior por descubrir a JAG se debe a que JAG es Juan Antonio González o a que JAG es cualquier otro al que se quiere proteger o simplemente a incompetencia policial. En los tres supuestos, Rubalcaba debería dimitir.

Rubalcaba es una especie de Rey Midas al revés. ¿Por qué será que todo lo que toca se corrompe? Él siempre cae de pie, pero a su alrededor, si no hay una organización terrorista levantada por el Gobierno del que forma parte, se cuaja una operación para sacar rédito político de un brutal atentado terrorista, y si no se monta una persecución de cargos del PP con más o menos base, se descubre un sistema de espionaje al margen de la autoridad judicial.

El caso JAG es uno más de los muchos que rodean al ministro del Interior. No sabemos quién es el JAG que recibió 200.000 euros de Juan Antonio Roca para estar informado con antelación de los movimientos de la Policía cuando iba tras sus talones destapando sus enjuagues. Sólo sabemos que es un policía y que sus iniciales se corresponden con las de Juan Antonio González, comisario encargado por Rubalcaba de dirigir las investigaciones que se abran a personas relevantes.

El abogado Antonio Urdiales afirma que sí, que JAG es Juan Antonio González, pero no aporta pruebas. Al policía no le ha quedado otra que anunciar una querella por calumnias. De no hacerlo, la sospecha levantada por el abogado se habría convertido en indicio. Veremos si finalmente se presenta y si entones el abogado querellado es capaz de alegar algo más que sus sospechas.


En cualquier caso, desde el punto de vista de la opinión pública, lo relevante no es tanto que JAG sea o no Juan Antonio González. Tampoco lo es que haya un policía, ya sea González u otro, dispuesto a corromperse por 200.000 euros, pues es imposible evitar tener alguna manzana podrida en cualquier cuerpo de funcionarios. Lo verdaderamente destacable es que, habiéndose conocido en la investigación la existencia de ese policía, identificado tan sólo por unas siglas, el departamento que dirige Rubalcaba no haya sido capaz de descubrir quién es.

En la lucha contra la corrupción, la del PP y la del PSOE, la credibilidad de la Policía frente a la opinión pública depende desde luego de su imparcialidad. Ésta ya ha sido puesta en duda desde el momento en que los casos de uno y otro partido reciben un tratamiento muy diferente con el fin de que su repercusión mediática sea también diferente. A unos se les investiga y en su caso detiene a escondidas de los medios, y a otros se les va a buscar después de haber avisado a los periodistas para que el acontecimiento tenga la máxima repercusión. Pero mucho peor que todo esto es que la Policía se muestre incapaz de descubrir a los corruptos que hay en su seno, mientras persigue con ahínco a los que no lo son. La sospecha de falta de celo es inevitable y, esté o no justificada, arroja dudas sobre el comportamiento policial en el caso JAG.

No se sabe si el escaso interés del departamento de Rubalcaba por descubrir a JAG se debe a que JAG es Juan Antonio González o a que JAG es cualquier otro al que se quiere proteger o simplemente a incompetencia policial. En los tres supuestos, Rubalcaba debería dimitir.

Encima, JAG son las siglas del único implicado en la operación Malaya que la Policía no ha sabido descubrir quién es. Y, para más inri, parece que la investigación encargada a la Guardia Civil fue frenada precisamente por Juan Antonio González, el que ahora se ve acusado de ser JAG. Lo dicho, Rubalcaba dimisión.


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Nobel descontado. Por Ignacio Camacho

Vargas Llosa es el escritor puro, total, arrebatado, entregado a la literatura como pasión insaciable y redentora.

HAY escritores que llevan en su bolsillo el Nobel como los soldados de Napoleón llevaban en la mochila el bastón de mariscal. De un modo innato, esencial, inherente a su fama, a su universalidad y a su talento. Mario Vargas Llosa es uno de ellos. Olía a Nobel desde que hace cincuenta años irrumpió en el boom latinoamericano con el relato crudo, seco, cortante de aquel colegio militar limeño en cuya atmósfera de crueldad iniciática biseló su propia identidad de escritor puro, total y arrebatado, entregado a la literatura como una pasión insaciable y redentora. Y desde entonces no ha hecho sino ganar y engrandecer cada día, con la disciplina flaubertiana de una vocación incansable, el premio moral de un prestigio tan inmenso que ha terminado condecorando él mismo a esa errática Academia que al fin ha decidido, entre tanteos multiculturales y agasajos de corrección política, hacerse un poco de justicia a sí misma.

Vargas Llosa es el paradigma contemporáneo del oficio de escribir, adornado además con una personalidad social arrolladora y un compromiso ético e ideológico. Brillante, culto, educado, versátil, seductor, mediático; gran conversador políglota de verbo hipnótico y prosodia envolvente; ensayista riguroso y articulista ameno; lector profundo y constante, de una curiosidad abismal; hombre de cortesía antigua, dueño de una elegancia intelectual acorde con su porte físico de señorial patricio cosmopolita; pero sobre todo dominador absoluto, portentoso, del oficio de escribir, de la técnica narrativa, de la voluntad de estilo, del secreto de la expresión certera y del esplendor de un idioma que conoce y maneja hasta en sus más íntimos recovecos, hasta en su más prolija diversidad geográfica a ambos lados del Océano. Escritor constante, metódico, ordenado, preciso, laborioso, radical, iluminado en su tenacidad por los relámpagos de la excelencia y del talento. Un demiurgo capaz de cartografiar en la soledad de su escritorio —yo lo he visto a veces aplicado en su cuaderno, ya en pleno esplendor de notoriedad popular, aislado del ambiente en la mesa de un céntrico café de Madrid— no sólo el mapa humano del poder que ha destacado el Comité del Nobel sino todo el genoma moral de la especie, que ha sabido encerrar entre los muros de una arquitectura novelística omnímoda, polifónica, potente, vigorosa y coral.

Por todas esas razones era —como antes Borges o Baroja, como ahora aún Kundera, Auster o Wolfe— un Nobel in pectore al que sólo se podían permitir ignorar los hieráticos miembros de la Academia de Estocolmo, encerrados en su burbuja de equilibrios geopolíticos y cuotas de minorías raciales. Ayer, cuando la noticia saltó en la prensa online y los noticiarios, sus lectores sentimos la sorpresa de una cosquilla de dèja vu. Porque aunque increíblemente aún no lo tenía, la mayoría de nosotros ya se lo había descontado.


ABC - Opinión

Momento dulce de Rajoy, agujero negro de Zapatero. Por Antonio Casado

Mientras prepara su intervención en el debate presupuestario, previsto para los días 19 y 20 de octubre –el que más tiempo y más trabajo le lleva, dice-, el presidente del PP, Mariano Rajoy, está viviendo el mejor momento político en su accidentada tarea de casi siete años al frente del principal partido de la oposición. Al menos en expectativas electorales.

Los últimos sondeos otorgan la máxima ventaja que el PP ha llegado a tener desde la victoria socialista en las elecciones generales de 2008 por 3,5 puntos. Nada menos que 14,5 puntos de diferencia. Significa que Rajoy gobernaría con mayoría absoluta si las elecciones se celebrasen ahora mismo, en estos momentos. Pero las elecciones no se van a celebrar en estos momentos y es inequívoca voluntad de Rodríguez Zapatero de agotar la Legislatura, aunque se le recuerde cada día que está en el tiempo de prórroga, siempre propicio a los calambres y la pérdida de reflejos.

Conviene fijarse en cómo se ha forjado la espectacular ventaja obtenida por el PP en todos los sondeos sobre intención de voto. Dicho sea con toda propiedad: ventaja, espectacular ventaja. Pero no subidón del PP. Ni de Mariano Rajoy, pues en los cruces con Zapatero viene a obtener una valoración parecida y a suscitar una similar desconfianza por parte de los ciudadanos. Y eso ocurre cuando el declive de Zapatero se manifiesta en una alarmante pérdida de crédito personal, mientras la causa electoral del PSOE parece haber entrado en caída libre.


La matemática es muy elocuente. Desde las últimas elecciones generales el PSOE ha perdido más de 15 puntos (15,2, por ser precisos). Pero el PP sólo ha subido 2,9 puntos desde entonces. Significa dos cosas. Primera, los votantes socialistas han caído en un agujero negro. O una gran depresión, que en Moncloa califican de ocasional y recuperable, como la crisis económica. Y segunda, no hay trasvase hacia el PP o es muy escaso.

Los analistas de la calle Génova creen que de los 3,5 millones de votantes perdidos por el PSOE, unos 700.000 votarían ahora por el PP, percibido mayoritariamente como una fuerza política escorada más hacia la derecha que hacia el centro. Aunque me parece un cálculo demasiado voluntarista, sí celebro la decisión de Rajoy de moderar su discurso para potenciar la referencia centrista. Sobre todo en las formas y no necesariamente en el fondo. En realidad se trata de adaptarlo a su talante personal, reacio a la bronca, la descalificación personal del adversario, el grito destemplado, la soflama, como le piden en ciertas terminales mediáticas de la derecha y como practican algunos dirigentes de su partido.

En respuesta a quienes le acusan de indolente, o hacer una oposición demasiado blanda, no hace mucho tiempo le oí comentar: “No me voy a poner a gritar por tener dos o tres diputados más. No es mi estilo. Y además creo que no sirve de nada”. Me parece un comentario inteligente y muy bien orientado al objetivo de ofrecerse al decepcionado votante de Zapatero como líder alejado de la derecha furiosa.

Ese decepcionado votante se ha convertido en la tarea pendiente del Gobierno y los dirigentes socialistas. Sueñan con la remontada en el año y medio que falta hasta las elecciones. Es decir, con la posibilidad de recuperar a su electorado, cuyo índice de fidelidad es no menos desalentador. En torno al 56%, en tanto que el del PP es del 85%, según los últimos sondeos. Lo van a tener muy difícil.


El Confidencial - Opinión

Vargas Llosa. Zavalita vive. Por Cristina Losada

Es éste un Nobel a celebrar por muchos motivos y que no gustará a los sectarios. Un Nobel, en fin, que sentimos como nuestro.

Nunca he sabido qué genios –no es ironía– organizaron aquel desembarco de escritores, pero el célebre boom latinoamericano nos dejaría vinculados de por vida al universo cultural que nos fue descubriendo. Para el lector español de entonces, a caballo entre los sesenta y los setenta, fue un acontecimiento gozoso y un festín interminable. Llegaban uno tras otro o juntos y revueltos y se acudía a la librería con la emoción del explorador que recorre un nuevo continente. Más, si se era adolescente e impresionable. Eran tantos, ¿de dónde habían salido? Cortázar, Carpentier, Lezama Lima, García Márquez, Cabrera Infante y con ellos Borges, Bioy, Sábato y los que me dejo en el tintero. Uno de los primeros en deslumbrarnos fue Vargas Llosa con su Conversación en La Catedral, que situaría a Perú en nuestro mapamundi.

Mira que les dimos vueltas. Puede que a la edad en que los leímos no fuéramos capaces de apreciar su justo valor. Puede que muchos de ellos resulten hoy ilegibles. Pero no me cabe duda de que aquella eclosión literaria nos nutrió de modernidad y cosmopolitismo cuando más necesitábamos de ambos. Estaban en nuestra vecindad. Moldearon nuestro gusto y propiciaron encuentros y desencuentros. "¿En qué momento se jodió el Perú?", la pregunta que se hacía Zavalita, se convirtió en contraseña generacional. Eran tiempos de guerrillas, terrorismo, utopías revolucionarias y revitalización paradójica del marxismo entre los adoquines del sesenta y ocho. Otra vez, como en los años treinta, intelectual y escritor eran sinónimos de simpatizante del comunismo y, desde luego, de izquierda. Pero Vargas Llosa, que había pertenecido a ese mundo, no se quedó entre los muros del pensamiento único.

En contraposición a García Márquez, todavía fiel escolta de la dictadura de los Castro, emprendió un viaje político que le llevaría al liberalismo. Se enfrentó a las doctrinas mesiánicas y los antiamericanismos de venas abiertas que han hecho estragos en Latinoamérica. No lograría la presidencia del Perú, pero contribuyó a la emergencia de una corriente de opinión que acabó con el monopolio detentado por la izquierda y subproductos delirantes. Tampoco hay que olvidar, tratándose de un escritor que residió largos años en Barcelona, su firme oposición al nacionalismo catalán, que le detesta, como es costumbre de fanáticos. Es éste un Nobel a celebrar por muchos motivos y que no gustará a los sectarios. Un Nobel, en fin, que sentimos como nuestro.


Libertad Digital - Opinión

Autocrítica. Por Mario Vargas Llosa

Por su oportunidad e interés reproducimos este artículo autobiográfico de Mario Vargas Llosa publicado en la Tercera de ABC el 17 de marzo de 1979.

Los seis cuentos de «Los jefes» son un puñado de sobrevivientes de los muchos que escribí y rompí cuando era estudiante, en Lima, entre 1953 y 1957. No valen gran cosa, pero les tengo cariño porque me recuerdan esos años difíciles en los que, pese a que la literatura era lo que más me importaba en el mundo, no me pasaba por la cabeza que algún día sería, de veras, escritor.

Me había casado muy joven y mi vida estaba asfixiada de trabajos alimenticios, además de las clases universitarias. Pero, más que los cuentos que escribí a salto de mata, lo que guardo en la memoria de esos años son los autores que descubrí, los libros queridos que leí con esa voracidad con que uno se envicia de literatura a los dieciocho años. ¿Cómo me las arreglaba para leer con los trabajos que tenía? Haciéndolos a medias o muy mal. Leía en los ómnibus y en las aulas, en las oficinas y en la calle, en medio del ruido y de la gente, parado o caminando, con tal de que hubiera un mínimo de luz. Mi capacidad de concentración era tal que nada ni nadie podía distraerme de un libro (he perdido esa aptitud). Recuerdo algunas hazañas: «Los hermanos Karamazov», leído en un domingo; la noche en blanco con la versión francesa de los «Trópicos», de Henry Miller, que un amigo me prestó por unas horas; el deslumbramiento con las primeras novelas de faulkner que cayeron en mis manos —«Las palmeras salvajes», «Mientras agonizo», «Luz de agosto»—, que leí y releí con papel y lápiz, como libros de texto.


Esas lecturas impregnan mi primer libro. Para mí es fácil reconocerlas ahora, pero no lo era cuando escribía los cuentos. El más antiguo, «Los jefes», en apariencia recrea una huelga que intentamos en el colegio San Miguel, de Piura, los alumnos que regresábamos y en la que fracasamos merecidamente. Pero, en realidad, es un eco desafinando de «L'Espoir», de Malraux, que iba leyendo mientras lo escribía.

«El desafío» es un cuento memorable, pero por razones que no pueden compartir los lectores. Una revista parisiense de arte y viajes —«La revue française»— dedicó un número al país de los incas y con este motivo organizó un concurso de cuentos peruanos cuyo premio era nada menos que un viaje a París de quince días, con alojamiento en un hotel, El Napoleón, desde cuyas ventanas se veía el Arco del Triunfo. Naturalmente, hubo una epidemia de vocaciones literarias en el territorio nacional y acudieron al concurso centenares de cuentos. Se me acelera de nuevo el corazón cuando veo entrar a mi mejor amigo al altillo donde yo escribía noticiarios para una radio a decirme que «El desafío» había ganado el premio y que París me esperaba con banda de música. El viaje fue verdaderamente inolvidable y estuvo lleno de episodios más divertidos que el cuento que me lo brindó. No pude ver a Sartre, mi ídolo del momento, pero sí a Camus, a quien con tanta audacia como impertinencia abordé a la salida del teatro donde ensayaba una reposición de «Les Justes» y le infligí una revistilla de ocho páginas que sacamos en Lima tres amigos (me sorprendió su buen español). En El Napoleóndescubrí que mi vecina de pasillo era otra laureada, que disfrutaba también de quince días gratis de hotel —Miss France 1957— y pasé mucha vergüenza cuando, en el restaurante del hotel, Chez Pescadou, donde entraba de puntillas temeroso de arrugar la alfombra, me alcanzaron una red y me indicaron que debía pescar en el estanque del comedor la trucha que, por pura ignorancia, había señalado en el menú.

Me gustaba Faulkner, pero imitaba a Hemingway. Estos cuentos deben mucho también al legendario personaje que, en esos años, precisamente, vino al Perú a pescar delfines y cazar ballenas. Su paso nos dejó un relente de historias aventureras, diálogos parcos, descripciones clínicas y datos escondidos al lector. Hemingway era una buena lectura para un peruano que comenzaba a escribir hace un cuarto de siglo: una lección de sobriedad y objetividad estilísticas. Aunque había pasado de moda en otras partes, entre nosotros todavía se practicaba una literatura de campesinas estupradas por ignominiosos terratenientes, escrita con muchas esdrújulas, que los críticos llamaban «telúrica». Yo la odiaba por tramposa, pues sus autores parecían creer que denunciar la injusticia los eximía de toda preocupación artística y hasta gramatical; y, sin embargo, compruebo que ello no me impidió quemar incienso en ese altar, porque el hermano menor incurre en tópicos indigenistas, condimentados, tal vez, con motivos procedentes de otra de mis pasiones de la época: los «western» cinematográficos.

«El abuelo» desentona en este conjunto de historias adolescentes y machistas. También él es residuo de lecturas —dos bellos libros perversos de Paul Bowles: «A delicate prey» y «The sheltering sky»— y de un verano limeño de gestos decadentes: íbamos al cementerio de Surco a medianoche, adorábamos a Poe y, en espera de hacer algún día satanismo, nos consolábamos con el espiritismo. A la médium, pariente mía, las almas le dictaba todos los mensaje con idénticas faltas de ortografía. Eran noches intensas y desveladas, pues las sesiones, aunque nos dejaban escépticos sobre el más allá, nos encrespaban los nervios. A juzgar por «el abuelo» fue sabio no insistir en el género malévolo.

El cuento de «Los jefes» al que le perdonaría la vida es «Día domingo». La institución del «barrio» —fraternidad de muchachas y muchachos con territorio propio, espacio mágico para el juego humano que describió Huizinga— es ya obsoleta en Miraflores. La razón es simple: los jóvenes de la clase media limeña tienen ahora, desde que dejan de gatear, bicicletas, motocicletas o automóviles que los traen y llevan a gran distancia de sus casas. Así, cada cual arma una geografía de amigos cuyas curvas se ramifican por la ciudad. Pero hace treinta años solo teníamos patines que apenas nos permitían dar vueltas a la manzana y ni siquiera los que llegaban a la bicicleta iban mucho más lejos, pues las familias se lo prohibían (y en esa época se las obedecía). Así, los muchachos y muchachas estábamos condenados a nuestro «barrio», prolongación del hogar, reino de la amistad. No hay que confundir al «barrio» con el gangnorteamericano —masculino matonesco y «gasteril»—. El «barrio» miraflorino era inofensivo, una familia paralela, tribu mixta donde se aprendía a fumar, a bailar, a hacer deportes y a declararse a las chicas. Las inquietudes no eran demasiado elevadas: se reducían a divertirse al máximo cada día feriado y cada verano. Los grandes placeres se llamaban correr olas y jugar «fulbito», bailar con gracia el mambo y cambiar de pareja cada cierto tiempo. Acepto que éramos bastante estúpidos, más incultos que nuestros mayores —que ya es decir— y ciegos para lo que ocurría en el inmenso país de hambrientos que era el nuestro. Eso lo descubriríamos después, y también la fortuna que significaba haber vivido en Miraflores y tenido un «barrio». Y, retroactivamente, llegaríamos en un momento dado a sentir vergüenza. También eso era estúpido: uno no elige su niñez. En la que me tocó , los recuerdos más cálidos están todos ligados a esos ritos de mi «barrio» con los que —sumada la nostalgia— escribí «Día domingo».

También el «barrio» es el tema de «Los cachorros». Pero este relato no es pecado de juventud sino algo que escribí de adulto, en 1965, en París. Digo escribí y debí decir reescribí, poque hice por lo menos una docena de versiones de la historia, que nunca salía. Me rondaba la cabeza desde que leí, en un diario, que un perro había emasculado a un recién nacido en un pueblecito de los Andes. Desde entonces soñaba con un relato sobre esa curiosa herida que, a diferencia de las otras, el tiempo iría abriendo en vez de cerrar. A la vez, le daba vueltas a una novela corta sobre un «barrio»: su personalidad, sus mitos, su liturgia. Cuando decidí fundir los dos proyectos comenzaron los problemas. ¿Quién iba a narrar la historia del niño mutilado, el «barrio»? ¿Cómo conseguir que el narrador colectivo no borrara a las varias bocas que hablaban por la suya? A fuerza de romper papeles, poco a poco fue perfilándose esa voz plural que se deshace en voces individuales y rehace de nuevo en una que expresa a todo el grupo. Quería que «Los cachorros» fuese una historia más cantada que contada y por eso, cada sílaba está elegida tanto por razones musicales como narrativas; no sé por qué sentía que, en este caso la verosimilitud dependía de que el lector tuviera la impresión de estar oyendo, no leyendo; que la historia debía entrarle por los oídos. Estos problemas, digamos técnicos, fueron los que me absorbieron. Mi sorpresa fue la variedad de interpretaciones que merecían las desventuras de Pichula Cuellar; parábola sobre la impotencia de una clase social, castración del artista en el mundo subdesarrollado, paráfrasis de la afasia provocada en los jóvenes por la cultura de la tira cómica, metáfora de mi propia ineptitud de narrador. ¿Por qué no? Cualquiera puede ser cierta. Una cosa que he aprendido, escribiendo, es que en este quehacer nunca nada está del todo claro: la verdad es mentira y la mentira verdad y nadie sabe para quién trabaja. Lo seguro es que la literatura no resuelve problemas —más bien los crea— y que en vez de felices hace a las gentes más aptas para la infelicidad. Así y todo ella es mi manera de vivir y no la cambiaría por otra.


Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura

ABC - Opinión

Un Nobel con retraso

Las Letras españolas viven horas de satisfacción por la concesión del Premio Nobel al hispanoperuano Mario Vargas Llosa, que hace el undécimo en la nómina de escritores en lengua española. La impredecible Academia Sueca, a veces caprichosa y a veces equitativa, ha acertado de lleno en esta ocasión, aunque se haya demorado más de la cuenta, al galardonar a una de las personalidades más excepcionales de la Literatura mundial, de más hondo aliento creativo y de un compromiso intelectual y cívico que ha influido en amplios sectores sociales, sobre todo en Iberoamérica. Figura central de la narrativa hispana del último medio siglo, Vargas Llosa es la encarnación de la pasión literaria sin limitaciones y no hay género en el que no haya penetrado con su obsesión creadora. Novela, cuento, relato, teatro, ensayo, crítica literaria, crónicas y artículos periodísticos, memorias y hasta poesía configuran una de las bibliografías imprescindibles del siglo XX. Pero destacan por encima de todo lo demás su genialidad narrativa, su capacidad analítica y su compromiso moral con las libertades en una época de grandes imposturas ideológicas. Como novelista, Vargas Llosa no sólo figura a la cabeza del ya histórico «boom latinoamericano», sino que ha revitalizado el género narrativo trayendo a la tradición cervantina el espíritu de las vanguardias. La doliente transformación del continente hispano, tomando a Perú como punto de partida, forma la sustancia de sus novelas más célebres. Y es ahí donde asoma la otra gran faceta de su personalidad: su insobornable responsabilidad cívica, que incluso le llevó a disputar infructuosamente la Presidencia de Perú. Es muy probable que si Vargas Llosa no hubiera apostado tempranamente por la democracia y las libertades en Iberoamérica, frente al marxismo que impregnaba casi toda la casta intelectual, hace años que habría sido galardonado con el Nobel. Sin embargo, fue de los poquísimos escritores y ensayistas que desde finales de los años 60 se alzó contra la tiranía castrista, que gozaba de los ditirambos de destacados mandarines intelectuales, y se arriesgó al estigma y la marginación de los poderosos que le tachaban de enemigo derechista y liberal, a pesar de que siempre estuvo en primera línea contra los espadones golpistas y dictadores de todo pelaje. Más recientemente, con esa misma convicción y lucidez, Vargas Llosa ha fustigado los populismos de nuevo cuño, como los de Chávez y Evo Morales, los nacionalismos empobrecedores, que él experimentó personalmente en Cataluña, y el radicalismo islámico que amenaza seriamente la convivencia en las sociedades occidentales. Su coherencia intelectual y moral es de todo punto admirable y sustenta una obra que le coloca entre los grandes ensayistas de lengua española. Fue un gran acierto que el Gobierno le concediera en 1993 la nacionalidad española y que las instituciones de nuestro país le hayan galardonado, entre otros, con los premios Príncipe de Asturias y Cervantes. Que ahora sea el Nobel quien corone su obra y su testimonio no añade nada nuevo, aunque resulte muy útil para hacer más universal a un escritor que sólo tiene enemigos entre los mediocres.

La Razón - Opinión

Mario, al fin

El Nobel reconoce en Vargas Llosa la grandeza de su literatura y su compromiso con la libertad

En la obra de Mario Vargas Llosa se tratan todos los asuntos que atañen a la condición humana y, para abordarlos y ahondar en sus misterios, ha cultivado todos los registros de la literatura. Ha narrado situaciones trágicas y disparatadas, ha recreado los paisajes de su país pero también el ruido de las metrópolis del siglo XX, se ha hecho acompañar por personajes cargados de vida y de contradicciones, ha explorado los recovecos del poder y las alcantarillas del alma. Junto a sus obras de ficción, irrumpe con fuerza la voz del ciudadano que se pronuncia a propósito de los problemas de su tiempo y se compromete con sus ideas de manera apasionada. Crítico con las situaciones de injusticia y con muchas políticas de los más diversos Gobiernos, muchas veces incómodo, siempre curioso por cuanto sucede en todas partes. En su afán por estar allí donde ocurren las cosas, ha cultivado el periodismo y no ha abandonado nunca la escritura inmediata que cabalga a lomos de la actualidad.

El secreto para llevar adelante desafíos tan distintos está en su prosa transparente, rigurosa, cargada de destellos poéticos dentro de su estricta sobriedad. Novelas, teatro, ensayos: el español que ha cultivado Vargas Llosa ha contribuido a iluminar las zonas oscuras, tanto las que tienen que ver con lo personal como las que se proyectan en el mundo, y lo ha hecho con un lenguaje de una gran elegancia y repleto de recursos y de un vasto y riquísimo vocabulario.


Por todo eso se merecía hace ya años el Nobel de Literatura, y por eso hay que celebrar que la Academia Sueca levantara esa especie de veto ideológico que le impidió habérselo concedido hace tiempo. El premio sirve también para reconocer el peso del español en el nuevo mundo globalizado y su extraordinario empuje. Vargas Llosa es uno de sus mejores embajadores.

Desde hace ya años, la Academia Sueca que concede el Nobel parece premiar, además de a un escritor, a la causa que considera que defiende, o que representa. Por eso a veces, cuando se concede, no se habla tanto de literatura como de los conflictos que el mundo padece. Los valores que ha defendido la Academia han tenido, además, casi siempre que ver con las luchas de las minorías, la valentía de quienes se enfrentan al poder, el coraje de los que construyen sus obras en ambientes adversos. Seguramente por eso, se le negó injustamente a Jorge Luis Borges. A sus supuestas simpatías con la dictadura militar de Videla se debe el ninguneo. Vargas Llosa, que escapa a toda catalogación y no ha escondido sus ideas liberales y sus críticas a las mitomanías izquierdistas, también parecía condenado a no recibirlo nunca.

La Academia ha encontrado por fin la manera de aunar la grandeza de su literatura con las causas que tanto aprecia, al sostener en el fallo que se lo concede "por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes sobre la resistencia, la revuelta y la derrota individual". Con el premio a Vargas Llosa, el español confirma su riqueza y su potencial para seguir alimentando la gran literatura universal.


El País - Editorial

El Nobel de Literatura se reivindica

Si bien hay premios que elevan al laureado, también hay premiados que otorgan prestigio al galardón. Y no cabe duda de que cualquier premio de literatura que se precie debería sentirse honrado de poder contar con Vargas Llosa en su elenco.

Los Premios Nobel de la Paz y de la Literatura llevan mucho tiempo deslizándose en el descrédito. El primero, especialmente, se ha convertido en la forma predilecta en que los progres europeos se premian a sí mismos a través de personas interpuestas. Gente como Al Gore u Obama, sin méritos conocidos en ninguna lucha por la paz, se llevaron el galardón únicamente por participar de una ideología con la que están de acuerdo los parlamentarios noruegos que otorgan los premios. Así como el Premio Sájarov del Parlamento Europeo ha logrado en general mantenerse a buen nivel, a día de hoy recibir un Nobel de la Paz es más bien un descrédito.

Pero dado que el de la Paz es un premio político, cabe entender que se haya desvirtuado por motivos ideológicos. Menos comprensible, sin embargo, ha sido la deriva sufrida por el Nobel de Literatura. Durante los últimos años ha parecido que sólo un impecable perfil izquierdista, especialmente si era de la rama totalitaria, era suficiente para recibir un galardón que siempre echará en falta entre sus premiados a Jorge Luis Borges, excluido por apoyar la dictadura de Pinochet en los mismos años en que se concedía a Gabriel García-Márquez, cuyo apoyo a la tiranía castrista era y es bien conocido.


Porque si bien hay premios que elevan al laureado, también hay premiados que otorgan prestigio al galardón. Y no cabe duda de que cualquier premio de literatura que se precie debería sentirse honrado de poder contar con Vargas Llosa en su elenco. El autor de Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros, La fiesta del Chivo, La Casa Verde, La guerra del fin del mundo y tantas y tantas obras maestras no podía ser relegado por quienes olvidaron a Tolstoy, Twain, Proust, Joyce o Kafka pero decidieron que Darío Fo merecía un lugar en el Olimpo de las letras. Esperemos que no sea un acto aislado y el Nobel de Literatura recupere el prestigio perdido estos últimos años.

Pero además de felicitarnos por Vargas Llosa, por el Nobel y por la literatura, en Libertad Digital nos alegramos especialmente. En un mundo donde ser un intelectual comprometido se ha convertido en sinónimo de comprometido con la izquierda, y cuanto más totalitaria mejor, Vargas Llosa no sólo ha defendido el liberalismo al que arribó tras una juventud –como tantas– de izquierdas, sino que incluso llegó a presentarse a unas elecciones donde se convirtió en la única esperanza de que el despotismo no se asentará en su Perú. Además, Vargas Llosa acudió a las primeras Jornadas Liberales Iberoamericanas y colaboró en el primer número de La Ilustración Liberal, de donde germinaron primero este diario digital y luego Libertad Digital TV y esRadio.


Libertad Digital - Opinión

Nobel al español

«Todos los que hablamos y sentimos en esta lengua universal somos conscientes de que por fin la Academia sueca ha hecho justicia».

MÁS de cuatrocientos millones de hablantes en español recibieron ayer con legítimo orgullo la concesión del Premio Nobel de Literatura al escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa. Una vez más, salta la sorpresa en el fallo emitido por la Academia sueca. Es curioso, en efecto, que el eterno candidato haya obtenido el premio más que merecido precisamente cuando —por una vez— su nombre no figuraba entre los favoritos. Acierta de lleno el jurado del Nobel al otorgar el galardón a este novelista excepcional y ensayista brillante, con una personalidad culta y refinada que ofrece un ejemplo de rigor y seriedad como intelectual y como ciudadano. Es bien sabido que Vargas Llosa se sitúa en una posición moderada y liberal, en el sentido genuino del término, al margen de cualquier extremismo o complacencia ante los regímenes totalitarios disfrazados de ideología revolucionaria. Más allá de la etapa como candidato a la presidencia de su país natal, ha sabido transmitir una imagen de ciudadanía activa y consciente, al servicio de las libertades y en contra de los abusos del poder, que enlaza con la mejor tradición de la democracia constitucional.

El autor de obras de referencia como «La ciudad y los perros», «Conversación en la catedral» y tantas otras ha recibido los máximos galardones literarios (entre ellos, el Cervantes, el Príncipe de Asturias y el Mariano de Cavia) y es miembro de la Real Academia Española, buena prueba del reconocimiento debido a su talento. A esta relación se suma ahora el premio Nobel de Literatura, culminando así una trayectoria que pocos escritores igualan a escala universal. La prosa de Vargas Llosa engancha al lector por la brillantez de las descripciones y los diálogos en el marco de una imaginación literaria compensada por un sentido común que elude la desmesura y la exageración. Los personajes son siempre creíbles, reflejan el claroscuro de la condición humana y expresan cada uno a su manera el espíritu de la época y del lugar. En sus ensayos, el premiado hace gala de una cultura exquisita, con una interpretación novedosa de los grandes clásicos y un ejercicio libre de la crítica que recrea para sus lectores los mejores momentos de la historia de la literatura. Todos los que hablamos y sentimos en esta lengua universal somos conscientes de que por fin la Academia sueca ha hecho justicia otorgando un premio largamente esperado.

ABC - Editorial