lunes, 15 de noviembre de 2010

Manifestación. El PP y los saharauis. Por Agapito Maestre

No entiendo, pues, qué pintaba allí este dirigente del PP, sobre todo si tenemos en cuenta que la manifestación era una cosa de la izquierda con mala conciencia. ¿O es que acaso también tiene González Pons mala conciencia?

¿Qué decir de la manifestación de los Bardem y compañía contra Marruecos? Mucho y nada. He aquí un poco de ruido para lavar conciencias sucias. Malo, amigos, si ven a los sindicalistas y actores de la zeta cogiditos del bracete. Malo, en efecto, será para los perjudicados y perseguidos por la dictadura de Marruecos; pero, por el contrario, bueno, muy bueno, será para tapar las malas conciencias de gentes que prestaron favorcitos a Zapatero. Pero peor todavía es, en mi opinión, la contemplación de ver gentes revueltas de diferentes posiciones ideológicas y morales por una causa política inexistente. No hablo de una causa moral, ojo, sino política. ¿O es acaso posible un Estado saharaui en el Sahara Occidental? Sospecho que nadie respondería afirmativamente. Nadie, naturalmente, con un poco de sesera; pues que los descerebrados de la revolución pendiente, o de la causa comunista en la zona, dirían lo contrario.

Pues bien, si es inviable ese Estado sarahui, entonces, ¿qué pintaba allí un tipo como Esteban González Pons? Este hombre del PP aparecía en un extremo de la fotografía de portada de El Mundo del domingo. Estaba como de tapadillo. He ahí toda una declaración balbuciente de la triste manera de hacer política el PP. Por favor, señor Pons, a una manifestación de ese cariz el PP sólo puede asistir como reina-madre o no asiste. Su cabecita perdida al lado de la señora Sardá componía una imagen patética. Para olvidar. La foto del representante del "gran" partido, del otro gran agente político, de España estaba diluida. Borrosa. Era tan inexistente como el Estado saharaui.

Pons era en esa foto el vivo retrato de la doctrina de Arístegui sobre el Sahara Occidental: no tenemos que comprometernos ni con unos ni con otros. Bravo, amiguitos peperos, es un buen camino para llegar a ser futuros ministros de Asuntos Exteriores. O sea para seguir a pies juntillas a Moratinos. En todo caso, si no hay que comprometerse, entonces, ¿a qué fue Pons a la manifestación de los Bardem y compañía? Quizá fue sólo a conquistar unos pocos votos. Pobre. Ingenuo. ¿Quién de la izquierda le dará el voto al PP por haber visto a González Pons en una manifestación contra Marruecos? Sospecho que nadie.

No entiendo, pues, qué pintaba allí este dirigente del PP, sobre todo si tenemos en cuenta que la manifestación era una cosa de la izquierda con mala conciencia. ¿O es que acaso también tiene González Pons mala conciencia? Creo que el PP no sabe hacer política. O mejor, rara vez consigue sacar provecho partidista de una manifestación. Cuando tenía todas las cartas en la mano para dejar que los Barden deslegitimaran un poco más al Gobierno, van y se meten en el charco.

Insisto: Patético era Pons en un extremo de la pancarta. Tenía tanta visibilidad como Rosa Díez, de UPyD, que estaba en el otro extremo de la foto pancartera.


Libertad Digital - Opinión

El desfase catalán. Por José María Carrascal

Los catalanes empiezan a percibir que Cataluña está desfasada respecto no ya del resto de España, sino del mundo.

¿Es la casa de tócame Roque? ¿El rosario de la aurora? ¿O una olla de grillos? No. Son las próximas elecciones catalanas. Una mezcla de fiesta mayor y de verbena popular, en la que no faltan el ritual litúrgico y los tiovivos, en el doble sentido de la palabra. Pero siendo decisivas, son las que menos entusiasmo despiertan. Ojeen la prensa barcelonesa —que está ofreciendo una excelente cobertura de las mismas— y encontrarán un tono más de velatorio que de bautizo: desesperanza, escepticismo, indiferencia. Un comentarista lo define así: «Tres días de campaña hubieran bastado y todos firmarían para que no fueran cuatro.» Hasta han tenido que aplazar el Barça-Madrid para que no les resten protagonismo.

¿Por qué? Pues porque todo está dicho y nada se ha cumplido. No es que los candidatos prometan lo que no van a cumplir, es que prometen lo contrario que practican. Montilla alerta contra «los riesgos de nacionalismo» después de haber pactado con los nacionalistas más furibundos. Mas no incluye en su programa la independencia, pero asegura que en un referéndum votaría por ella. Puigcercos hace campaña contra «la política que se hace en Cataluña», habiéndola hecho él últimamente. Herrera se presenta como la izquierda verdadera cuando la izquierda está incluso peor vista que la derecha. Sánchez Camacho se presenta como el valladar frente a Mas, cuando está condenada a entenderse con él. Albert Rivera presume de cintura para arriba de derechas y de cintura para debajo de izquierdas. Laporta denuncia el «expolio fiscal» con una denuncia por su gestión en el Barça. De la crisis, del paro, del cierre de empresas, de lo que de verdad interesa a los catalanes, ni palabra. Su clase política sigue en la burbuja autista de las última décadas: la identidad, la «nació», el «hecho diferencial», sin darse cuenta de que ese tiempo ha pasado. Lo envió al desván de la historia, no la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatut, sino la gran crisis económica, donde las prioridades son otras: la competitividad, la preparación, la interacción con propios y extraños. Los catalanes han perdido treinta años en una batalla del ayer, y sólo ahora se dan cuenta de que tras haber sido la comunidad más abierta, más emprendedora, más culta, más moderna y activa de España, van quedándose atrás respecto a los que han aprovechado este periodo de expansión para crecer y modernizarse.

Eso es lo que trae la apatía, la desilusión y el abatimiento entre el electorado. Los catalanes empiezan a percibir que Cataluña está desfasada respecto no ya del resto de España, sino del mundo. Retroceden en vez de avanzar, como venía ocurriendo. La culpa: una clase política peor incluso que la española, lo que ya es decir, y no les pongo ejemplos pues están a la vista.


ABC - Opinión

PSOE. Irrelevante Zapatero. Por Emilio Campmany

Quien manda es Rubalcaba. Lo que convierte su nombramiento como vicepresidente en un cuasigolpe de estado, ya que eleva de facto a la jefatura del Gobierno a uno que no ha sido elegido por el Congreso para ocuparla.

Creo que lo voy a echar de menos. Cuando se vaya ¿quién habrá que diga tantas gansadas como él? La última quiere ser irreverente y, a fuer de irrelevante, acaba siendo impertinente. El hombre se ha preguntado: "¿Qué leyes tengo que hacer, las que quiere el Papa o las que quiere la gente?". Naturalmente, dirá el coro de socialistas laicizantes, las que quiere la gente. Y la cuestión es que no se trata ahora de que le gusten al Papa o a la gente, sino de que sean constitucionales.

En el mismo mitin en el que Zapatero ha soltado esta sandez, ha acusado a los populares de catalanófobos. Supongo que lo dirá por recurrir al Tribunal Constitucional el estatuto que Zapatero impulsó y aprobó y algunas leyes salidas del Parlamento catalán, aunque no todas las que hubieran debido. Ocurre que en la mayoría de esos casos, y desde luego en el del estatuto, el Tribunal le ha dado la razón al PP y ha dicho que esas normas son inconstitucionales.

De forma que, con estar mal insultar a un jefe de Estado, cabeza visible de la religión que mayoritariamente profesan los españoles, de lo que se trata es de que atenga su impulso legislativo a la Constitución y vele por que los demás hagan lo mismo. Dado que es el presidente de Gobierno, que todavía no hay quien explique cómo, no parece que sea mucho pedir que tuviera algún respeto por la norma que ha prometido solemnemente acatar.


En fin, da igual lo que diga. Nadie le escucha. Hace cuatro o cinco días dijo que iba a dar un nuevo impulso a la política del Gobierno con una iniciativa sobre una agenda social de la que ya nadie ha vuelto a preguntar. En Corea del Sur se han debido de desternillar al oírle proponer soluciones internacionales al paro, él que dobla la tasa de los países de nuestro entorno. Ya ni para hacer chistes vale, pues convertido en la caricatura de sí mismo, no hay humorista que sea capaz de superar la realidad. No puede ir a ninguna parte en la que no tenga garantizada la adhesión inquebrantable de los que estén, pues hasta los de su cuerda le abuchean en un lugar y momento tan inapropiados como son la salida de la capilla ardiente de Marcelino Camacho el día de su muerte.

Quien manda es Rubalcaba. Lo que convierte su nombramiento como vicepresidente en un cuasigolpe de estado, ya que eleva de facto a la jefatura del Gobierno a uno que no ha sido elegido por el Congreso para ocuparla.

La noticia importante de ayer no son las tonterías que Zapatero pudiera decir en Viladecans, que a saber qué pecado habrán cometido allí para tener que padecer tal plaga, sino la que publicaba El País escondida en una página par: "Iglesias, Rubalcaba y Blanco sellan en secreto la paz con Tomás Gómez". Sólo el diablo sabe lo que han podido acordar. Me supongo que, de momento, le habrán salvado el antifonario al alcalde de Getafe, el agreste Pedro Castro, que se alineó con Trinidad Jiménez con el habitual entusiasmo con el que le gusta emplearse cuando se equivoca. Otra cosa es que hayan conseguido ganar a Gómez para su causa, la de elevar a Rubalcaba a la secretaría general del PSOE cuando se abra oficialmente el poszapaterismo. Ahí creo que el de Parla habrá sabido hacerse el sueco. Veremos.


Libertad Digital - Opinión

Sahara: Pecado original. Por Gabriel Albiac

España está en la línea de las trincheras sobre las cuales se jugaron los movimientos finales de la Guerra Fría.

TODO tiene un precio. También la democracia, de la cual decía Robespierre que sólo puede asentarse sobre dos pilares: o la corrupción o el terror, o el mercadeo o la guerra. Ambos dejan cicatrices.

En el otoño de 1975, no sólo el General Franco se moría largamente. También la Guerra Fría entraba en una fase resolutoria aún más larga. Y más cruenta. Que afectaba a la totalidad del planeta, pero, de un modo especialísimo, a los países del tercer mundo, sobre cuyo suelo se había venido librando durante tres decenios la más larga y probablemente la más mortífera de las tres guerras mundiales, la que se inicia en 1948, apenas consumada la victoria aliada frente al nazismo, la que confrontará, sobre campos de batalla dispersos, a los Estados Unidos de América y la URSS, hasta el desmoronamiento completo de los soviéticos en el otoño de 1989.

Esa tercera mundial, que fue irónicamente llamada Guerra Fría, enmarañó por completo las políticas nacionales e internacionales de todos los países. Porque nadie podía pretender quedar a su abrigo. No hubo «no alineados», esa fórmula casi burlesca que adoptaron algunos de los aliados vergonzantes de Moscú en la ONU. Tampoco hubo piedad por parte de estadounidense allá donde fue preciso sostener dictaduras, en diverso grado horribles, para evitar el avance de algún peón prosoviético sobre el tablero. Era la guerra, la guerra. Como el fuego real se veía sólo en Latinoamérica, en África y en el sur de Asia, era fácil construirnos la ilusión de que aquí guerra se decía sólo por modo metafórico. No era verdad.


España estaba —está— en la línea misma de las trincheras sobre las cuales se jugaron los movimientos finales de la Guerra Fría. Portugal, en el 74, fue el envite más osado de los soviéticos desde la construcción del muro berlinés: un golpe de jóvenes oficiales, con el objetivo inmediato de fundar un régimen de «democracia popular», idéntico a los puestos en pie como coraza geopolítica en torno a la URSS en los años cuarenta. Y, al otro lado del estrecho, un despotismo anacrónico: el régimen semifeudal del Sultán de Marruecos. En la terminología soviética, Rabat era el eslabón frágil. Un doble movimiento desde el Sahara —con retaguardia en la Argelia «socialista»— y desde la España que saliera del fin del franquismo, pondría en quiebra al aliado clave de los Estados Unidos en la zona: Hassán IIº. La jugada era tanto más sencilla cuanto que la ONU había dado mandato a la potencia colonial, España, de garantizar una descolonización que pasases a través de referéndum autodeterminativo. El resultado era más que previsible: nacería una República Saharaui bajo protección argelina y, por tanto, soviética. La monarquía marroquí viviría una crisis a la cual difícilmente sobreviviría.

A nadie le interesaba. Salvo a la URSS. Estados Unidos dio carta blanca a Marruecos para ocupar el Sahara. En España, las cabezas del Régimen que maquinaban ya los términos de la Transición percibieron los peligros de un conflicto militar tras la muerte de Franco. El ejemplo portugués fue decisivo. Se apostó por salvar un tránsito indoloro en España. Y que pagasen el precio los saharauis. Siguen pagándolo. Cada vez más al borde de ser aniquilados.


ABC - Opinión

Zapatero. Catalanófobos. Por José García Domínguez

La catalanofobia, esa recurrente majadería, constituye mimética traslación posmoderna de la antiespaña, aquel concepto-escupitajo tan caro al fascio redentor.

Como nada hay más atrevido que la ignorancia, tras gallear ostentóreamente de su desafección hacia la Iglesia del Papa de Roma, procedió Zapatero a clamar un "¡A buenas horas mangas verdes!" ante el asentimiento de la iconoclasta grey que le escuchaba. Sucedió el sábado y parece que con el latiguillo pretendía el hombre ridiculizar la devoción de Rajoy por Cataluña. Aunque el único oprobio del asunto habrá de recaer en sus muy sufridos maestros en aquel colegio de frailes leonés. Y es que, sin duda, el presidente desconoce el origen etimológico de la expresión. Célebre lamento, ése que capellanes y meapilas gustaban repetir ante la arribada tardía a las aldeas de la Santa Inquisición –tan distinguibles sus alguaciles por portar una franja verde en la manga–, una vez huidos judaizantes, meigas u otros heresiarcas rústicos.

Al tiempo, el Voltaire del Bierzo y Rubalcaba, que tanto monta, de nuevo han dado en estigmatizar con el sambenito de "catalanófobo" al prójimo. Empeño que, más allá su obvia ruindad, revela que en Carpetovetonia no solo moran los restos insepultos de la extrema derecha. A fin de cuentas, la catalanofobia, esa recurrente majadería, constituye mimética traslación posmoderna de la antiespaña, aquel concepto-escupitajo tan caro al fascio redentor. Recuérdese, la antiespaña, inmunda criatura siempre alerta, ogro que se alimentaba del odio sin límites a la España genuina, maquinando añagazas, contubernios y vilezas mil con tal de zaherirla en cuanto fuera posible. Ernesto Giménez Caballero, he ahí la verdadera fuente doctrinal del discípulo ful del tal Pettit.

Por cierto, quien ansíe descubrir el genuino catalanismo de Zapatero bien hará empapándose antes en la escatología de San Agustín –"Yo soy dos y estoy en cada uno de los dos por completo"–. Así, no se escandalizará más tarde, cuando descubra que cierto José Montilla, a la sazón ministro de Industria del Reino, lució entre los abajo firmantes de la siguiente enmienda parlamentaria del PSOE contra el Estatut: "Creemos que el término ‘nación’ aplicado en el articulado de la Propuesta a Cataluña no es compatible con el artículo 1.2 de la Constitución Española (...) Por todo lo anterior, han de ser suprimidas las referencias a los ‘derechos históricos’ que pudieran interpretarse como única legitimación y fundamento del autogobierno". Ya se sabe, la catalanofobia.


Libertad Digital - Opinión

Casacas azules. Por Ignacio Camacho

La sensibilidad prosaharaui de los españoles no es ideológica sino emotiva: simpatía humanitaria por un pueblo abandonado.

MASACRE, limpieza étnica y ley del silencio. Brutalidad intimidadora, desproporción de medios, violencia metódica y expulsión de periodistas y observadores. Marruecos ha actuado en El Aaiún como los federales yanquis contra los cheyennes de «Soldado azul»: un raid expeditivo y feroz, de una crueldad gratuita, con voluntad expresa de dominancia abusiva y el tinte autoritario de un hermético blindaje ante posibles testigos incómodos. Ha expulsado a corresponsales, ha ejercido la censura y ha desoído las protestas. Ha arrasado un campamento civil a punta de metralleta. Ha desmantelado tiendas a culatazos, ha pisoteado familias y ha efectuado violentas detenciones aleatorias. Y todo ello en un territorio de cuyo control se ha apoderado mediante hechos consumados que incluyen la condescendencia pasiva de la ONU, la anuencia de Estados Unidos y la inhibición culpable del Gobierno español. El Gobierno del «ansia infinita de paz», el que tiene a una ministra pacifista al frente del Ejército, el adalid orgulloso de la legalidad internacional, no ha tenido el coraje de levantar una mala palabra de condena de ese flagrante atropello. Por vergonzante conveniencia estratégica ha dejado a los saharauis indefensos bajo las botas del sultán, y ha olvidado que ya no se trata de un asunto político, sino de una mera cuestión humanitaria.

De ahí la sacudida de indignación de la opinión pública. En España existe una manifiesta simpatía prosaharaui que no tiene que ver tanto con la causa polisaria como con motivaciones de humanitarismo solidario. Cientos de familias acogen cada verano en sus casas a niños desnutridos procedentes de Tinduf y del Sáhara en cuya mirada late el desconsuelo de un pueblo abandonado a su (mala) suerte. Hay una memoria histórica empapada de mala conciencia por el desafuero de la retirada colonial, y una indisimulada afinidad sentimental con el drama de unas gentes sin patria condenadas a un nomadismo indigno. La sensibilidad española no es ideológica sino emotiva, y está relacionada también con el rechazo popular hacia el régimen feudal marroquí. A grandes rasgos, los ciudadanos ven en el Sáhara el drama de una claudicación indecorosa: un territorio entregado de hecho por España al sultanato para mantener el statu quo de intereses geoestratégicos bajo el patrocinio francés y norteamericano. Y consideran a los saharauis víctimas inocentes de una partida de ajedrez siniestro.

El Gobierno zapaterista ha cometido un enorme error al plegarse con tan sumisa evidencia a esta arbitraria tropelía. Ha renunciado a su papel de referencia, ha ninguneado a su propia ministra de Exteriores recién nombrada, ha dejado una sensación de sometimiento medroso ante el vecino agresivo. Y, sobre todo, ha despreciado la dignidad moral de una nación que no se siente representada en su apocado, indecoroso y pusilánime pragmatismo.


ABC - Opinión

Un deber diplomático

El ministro marroquí de Interior, Taieb Cherkaui, visitará España mañana en devolución del viaje a Marruecos que realizó el pasado agosto Alfredo Pérez Rubalcaba a raíz de la crisis de Melilla. Es el primer contacto cara a cara entre miembros de ambos gobiernos desde que Rabat desatara la feroz represión en territorio saharaui. Ayer mismo, pese al apagón informativo decretado por el Ejecutivo marroquí, llegaron nuevos testimonios desoladores sobre la situación en El Aaiún; palabras de ciudadanos españoles que hablaban de «noches escalofriantes», con arrestos indiscriminados y torturas. Un estado de excepción que ha salpicado también a gentes de nuestro país, desde cooperantes a periodistas. Hasta ahora, el Gobierno ha mantenido una actitud próxima a los intereses marroquíes y distante con el drama y la violación de los derechos humanos del Sáhara. Ni siquiera la muerte de un ciudadano español, atropellado por vehículos militares de Rabat, suscitó una reacción enérgica. Fue muy decepcionante la comparecencia de la ministra Trinidad Jiménez para lamentar, pero no condenar, los hechos, con el argumento inaceptable de que las circunstancias eran confusas y existía falta de información.

Tampoco el Ejecutivo tuvo el coraje o la sensibilidad necesarios para salir en defensa de los medios de comunicación españoles ante los ataques del Gobierno marroquí, que acusó ayer de nuevo a la Prensa de «racista y odiosa» y de recurrir de forma sistemática a «procedimientos falaces, técnicas innobles y manipulaciones abyectas». El silencio del gabinete es inculpatorio ante atropellos a los periodistas de un régimen que no admite el ejercicio de derechos tan básicos como la libertad de prensa.

Nuestra diplomacia ha escrito una página oscura en este conflicto, con su docilidad ante el régimen de Rabat, y el incumplimiento de sus obligaciones como potencia descolonizadora, hasta dejar las manos libres para que los ocupantes sofocaran con violencia extrema la voz de los saharauis. Ésa es la verdad. Entendemos, sin embargo, que, aunque el Gobierno no podrá borrar de la memoria colectiva lo ocurrido en estos últimos días, la presencia del ministro marroquí de Interior en nuestro país es una oportunidad para recuperar, al menos, algo de la dignidad diplomática perdida y de estar a la altura de las circunstancias. Se trata de trasladar a Rabat que su actitud en el Sáhara no solucionará el contencioso y que sólo el respeto a los derechos humanos y una negociación justa entre las partes, con la mediación de Naciones Unidas, podrá encauzar la solución. Deben entender que ni España ni la Unión Europea pueden mantener la colaboración deseable, y que Marruecos necesita, con un régimen cruel y despótico.

Marruecos es importante para España, pero España y Europa también lo son para Rabat. Existen intereses mutuos que deben ser preservados, y la mejor forma de hacerlo es desde el convencimiento de que en el complejo tablero de los equilibrios diplomáticos un golpe en la mesa a tiempo suele reportar más réditos que la complacencia y la debilidad. El respeto no lo regalan; hay que ganárselo.


La Razón - Editorial

Un mal comienzo

La reforma laboral es necesaria para elevar la productividad y debe ser negociada con urgencia

El llamado diálogo social entre Gobierno y sindicatos, cuyo objetivo debería ser el desarrollo de la reforma laboral aprobada por el Parlamento, empezó el viernes con un mal paso. Los sindicatos exigieron al Ministerio de Trabajo que el Gobierno renuncie a los recortes "de derechos", tales como la determinación de las causas de despido económico, si quiere contar con ellos en la mesa de negociación. La petición no se sostiene políticamente, puesto que se reclama (quizá como táctica inicial) la abrogación de una norma sancionada por el Congreso; pero, además, revela que ni UGT ni CC OO han aceptado el fracaso final de la huelga general (fuese cual fuese su seguimiento, no iba a torcer la voluntad del Parlamento) ni la debilidad en que actualmente se encuentran.

La reforma laboral debe entenderse como un texto de mínimos. Exige mejoras y desarrollos para que tenga una utilidad real, es decir, para que reduzca la dualidad del mercado de trabajo y estimule la decisión empresarial de emplear, ya que directamente la reforma no creará ni un solo puesto de trabajo. Esos desarrollos y mejoras se pueden señalar inequívocamente: intermediación en el mercado laboral para activar las contrataciones; precisión del arbitraje en las causas de despido; aproximación de los costes de despido en los tipos de contrato y descuelgue de las empresas de las negociaciones sectoriales o territoriales para que los trabajadores puedan, si lo desean, intercambiar empleo por salarios. Estos puntos, entre otros, necesitan de un pacto meditado, pero rápido; y la sensación de que los agentes sociales evitan entrar en una negociación realista no infunde optimismo.


La economía española está estancada y sufre un exceso de endeudamiento, que los inversores financian con costes elevados. El riesgo es que se reproduzca en España una situación como la de Grecia o la que ahora mismo acecha a Irlanda. Las soluciones son conocidas: más ahorro, un plan de ajuste del gasto público, una mejora de la productividad cuyo primer paso debería ser una reforma laboral seria y una reforma de las pensiones que alivie la presión sobre las finanzas públicas. El nuevo episodio de crisis de la deuda acrecienta la probabilidad de que sean necesarios nuevos ajustes de gasto, incluyendo la sanidad, en 2011.

Sorprende que los sindicatos no perciban la gravedad de la situación; y más cuando otros países de probada seriedad, como Reino Unido, proponen recortes públicos más drásticos que el español y aceptan la racionalidad de que los subsidios de desempleo se paguen a quien desea trabajar. Se suele olvidar que patronal y sindicatos tienen atribuidos en la Constitución tareas de negociación que van más allá de la representación de sus asociados. Si la CEOE, UGT y CC OO son incapaces de aceptar la urgencia de este diálogo, tal vez deberían ser remitidos al Ministerio de Hacienda para que se negocie a la baja las cuantiosas subvenciones que reciben por su papel negociador.


El País - Editorial

Otra vez con el "Madrid nos roba"

El problema de los catalanes no es que los madrileños hayan hecho bien sus deberes, sino que ellos se han atascado en un absurdo debate identitario y liberticida del que han emergido políticos tan demagogos e incompetentes como los del Tripartito.

Las elecciones catalanas del próximo 28 de noviembre no pintan especialmente bien para los miembros de la coalición gobernante. Después de ocho años de desgobierno, parece que los catalanes están decididos a darles la espalda y la masiva abstención que ya viene caracterizando al panorama electoral catalán desde hace lustros convivirá con un desplome del PSC, ERC e ICV.

Probablemente por ello, los dirigentes socialistas y secesionistas estén recurriendo a toda la artillería de demagogia de la que son capaces con tal de retener el voto de la radicalidad más iletrada que pueda seguir creyéndose sus mentiras. Así, por ejemplo, el presidente de ERC, Joan Puigcercós, ha vuelto a recurrir al típico espantajo de "Madrid nos roba" con tal de justificar la lamentable situación en la que se encuentra Cataluña como consecuencia de la política antiliberal y antiespañola que con tanta consistencia ha defendido y aplicado su partido.

El problema es que, como suele suceder, ni los datos ni los argumentos avalan las soflamas de Puigcercós. Hasta 2008, Madrid aportaba más del doble que Cataluña, tanto en términos absolutos como per capita, al sostenimiento del conjunto del Estado: en concreto, 2.300 euros por habitante frente a los pocos más de 1.000 euros de Cataluña. Sin embargo, tras la reforma del modelo de financiación en 2009, aprobada con el acuerdo de ERC, Cataluña pasó a recibir más de lo que aportaba al resto del Estado. No olvidemos que el secretario de ERC, Joan Ridao, se jactó de haber conseguido todo lo que deseaba de un sumiso Zapatero: "Nosotros habíamos puesto un listón y el Gobierno empezaba a saltarlo, pero aún no había llegado a superar esa altura. Hasta que la superó".


El problema ni está ni ha estado nunca en que Cataluña fuera expoliada por el resto del Estado, pues Madrid, con una aportación mucho mayor, ha conseguido seguir creciendo y prosperando hasta el punto de superar en 2009 a Cataluña en su aportación al PIB español, sin perjuicio de su solidaridad interterritorial. El problema se encuentra en las políticas socialistas y nacionalistas aplicadas por el Tripartito, generadoras de pobreza en todo momento y lugar.

No hay más que echarle una mirada a la evolución del endeudamiento de Cataluña y de Madrid para comprobarlo. En las dos legislaturas en las que han gobernado PSC, ERC e ICV la deuda de Cataluña se ha prácticamente duplicado desde el 7,9% del PIB al 15,1%; en cambio, la de Madrid se ha mantenido constante en un moderado 6,6%. De hecho, Cataluña, con 30.000 millones de euros, ya acumula un 30% de toda la deuda autonómica de España, muy por encima de su participación en el PIB nacional que es del 18%.

Si, en palabras de Puigcercós, Madrid es una "fiesta fiscal" –esto es, si disfruta de impuestos más reducidos que los de Cataluña– no es por los privilegios que le haya otorgado el socialismo, sino por haber aplicado políticas propias de una sociedad abierta que la Esquerra tan furibundamente rechazada: presupuestos austeros, liberalización comercial y, también, tolerancia hacia la diversidad. Todo lo contrario de la senda por la que ha discurrido Cataluña en las últimas décadas y, de manera más enconada, en los últimos ocho años del proceso estatutario.

El problema de los catalanes no es que los madrileños hayan hecho bien sus deberes, sino que ellos se han atascado en un absurdo debate identitario y liberticida del que han emergido políticos tan demagogos e incompetentes como los que han formado el Tripartito.


Libertad Digital - Editorial