martes, 7 de diciembre de 2010

El soldadito de El Aaiún. Por Arturo Pérez-Reverte

Lo que voy a contarles ocurrió hace treinta y cinco años exactos, casi día por día, en diciembre de 1975; pero me acuerdo bastante bien. Es una historia que en su momento -yo era un jovencísimo reportero, enviado especial del diario Pueblo en el Sáhara desde hacía ocho meses- no me dejaron publicar. No eran buenos tiempos ni para la libertad de prensa ni para otras libertades, pero uno se las apañaba allí lo mejor que podía. Aunque en esta ocasión no pude. Recuerdo el episodio con mucho sentimiento, por varias razones. De una parte, los últimos sucesos en el Sáhara le dan, para mí, especial significado. De otra, algunos testigos fueron muy queridos amigos míos. Casi todos de los que tengo memoria están muertos, excepto el entonces capitán Yoyo Sandino, de la Policía Territorial, que creo estaba presente. Yo mismo viví la última parte del episodio; pero ya no recuerdo quién más estaba allí, aparte del teniente coronel López Huerta y el comandante Labajos, ya fallecidos. Acababa de morir Franco, y España entregaba el Sáhara a Hassán II. El Aaiún era una ciudad en estado de sitio, con toque de queda, cuarteles y barrios en poder de los marroquíes, y otros aún bajo autoridad española. Uno de éstos era Casas de Piedra, feudo del Polisario; la custodia de cuyo perímetro, rodeado de alambradas y caballos de Frisia, correspondía a la Policía Territorial. En sus sectores, la gendarmería real y las tropas marroquíes se comportaban con extremo rigor. Había innumerables detenidos. Y cada día, muchos jóvenes saharauis, así como veteranos de Tropas Nómadas y de la Territorial, huían al desierto para unirse a la guerrilla que ya combatía en las zonas abandonadas del este.

Aquella noche, una patrulla marroquí que pasaba cerca de Casas de Piedra fue tiroteada desde el otro lado de la alambrada. Los dos soldaditos españoles de guardia a la entrada del barrio -reclutas de mili obligatoria, destinados forzosos al Sáhara como policías territoriales- se apartaron de la luz, inquietos, y se quedaron allí hasta que hubo ruido de motores con resplandor de faros, y varios vehículos se detuvieron en el puesto de control. De ellos bajó nada menos que el coronel Dlimi, comandante general de las fuerzas marroquíes en el Sáhara, acompañado por todo su estado mayor y una sección de soldados de las fuerzas reales. Todos, incluido Dlimi, venían armados con fusiles de asalto, y estaban dispuestos a entrar en Casas de Piedra y arrasar el barrio como represalia por los tiros de media hora antes. Imaginen la escena: la noche, los faros iluminando la alambrada, el coronel en contraluz con todas sus estrellas y galones, y los dos soldaditos con todo aquello encima. Acojonados.

Lamento no recordar sus nombres, o tal vez no los supe nunca. Pero esto fue lo que hicieron: mientras uno de ellos echaba a correr hacia donde tenían la radio para avisar a sus jefes, el otro tragó saliva, se cuadró y les dijo a los marroquíes que no pasaban -yo conocí a su oficial superior, el eficaz y duro teniente Albaladejo, y estoy seguro de que el chico prefirió vérselas con ellos antes que con el teniente-. Como pueden ustedes suponer, Dlimi se puso hecho una pantera. A gritos, descompuesto, mandó al territorial que se quitara de allí o le iban a pasar por encima. Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie, dijo éste. No sabes con quién estás hablando, etcétera, aulló el otro. Luego blandió su arma e hizo ademán de cruzar la alambrada, seguido por todos los suyos. Fue entonces cuando el soldadito dejó de ser lo que era, un humilde recluta forzoso que hacía la mili en el culo del mundo, para convertirse en otra cosa. En lo que juzguen ustedes que fue. Porque en ese momento, casi con lágrimas en los ojos y temblándole la voz, montó su fusil -clac, clac, chasqueó el cerrojo al meter una bala en la recámara- y le dijo en su cara al poderoso coronel Dlimi, jefe de las fuerzas marroquíes en el Sáhara, estas palabras extraordinarias: «Mi coronel, por mi pobre madre que, como alguien pase de ahí, le pego un tiro».

El aviso me pilló en el bar del cuartel de los territoriales, y a Casas de Piedra me fui, quemando neumáticos en el Seat 600 con el cartel Prensa que teníamos alquilado a medias Pedro Mario Herrero, del diario Ya, y el arriba firmante. Tuve así oportunidad de asistir al último acto del episodio, cuando llegaron los jefes españoles y tras una tensa negociación lograron que Dlimi se retirase con su gente. En cuanto al soldadito que le paró los pies salvando el barrio de una represalia, no eran, como digo, tiempos para la lírica. Me temo que la única recompensa que obtuvo aquella noche fue el cigarrillo Coronas que el comandante Labajos le ofreció de su paquete, la palmada en la espalda del teniente coronel López Huertas y esta página en la que hoy lo recuerdo.


XL Semanal

El caos del tráfico aéreo y sus autores intelectuales. Por Antonio Casado

Los representantes sindicales de los controladores aéreos tratan de lavarse las manos respecto al incalificable daño inferido a España y a lo españoles como consecuencia de su huelga salvaje con toma de rehenes. Ahora piden disculpas por internet. “Queremos pedir perdón a todos los usuarios afectados por el paro... Fue una decisión extrema y desmedida… Entendemos que algunos de vosotros hayáis vertido vuestra opinión en forma de insultos y amenazas”, dice USCA a través de las redes sociales.
«Conscientes de la que se les venía encima con el estado de alarma, dichos representantes sindicales se atribuyeron el mérito de apaciguar a sus compañeros y convencerles de volver a las torres.»
El detalle tiene relevancia. Puede tenerla frente a un juez si, como asegura el ministro Blanco, más de uno acaba en los tribunales. Sería un atenuante. Por eso cuando los controladores volvieron a sus puestos de trabajo a primera hora de la tarde del sábado, ya conscientes de la que se les venía encima con el estado de alarma recién parido en el Consejo de Ministros, dichos representantes sindicales se atribuyeron el mérito de apaciguar a sus compañeros y convencerles de volver a las torres.

Eso no casa con su actuación previa. Tenían calculado el caos como palanca de sus reivindicaciones laborales y profesionales. ¿O alguien se cree que los inesperados y masivos abandonos del puesto de trabajo a las 17.00 horas del viernes se producen espontáneamente? Por si les interesa a ustedes, los dirigentes del sindicato de controladores (USCA) ya tenían contratada una sala en el hotel Auditórium de Barajas mucho antes de comenzar los paros. Y los paros, o abandonos, ya habían comenzado (Santiago de Compostela) antes de que el Gobierno aprobase el decreto sobre horas “operativas” y abandono del puesto de trabajo con certificado médico, entre otras cosas.

Desde el hotel donde tenían su gabinete de crisis los dirigentes sindicales salieron aquel mismo viernes por la tarde al encuentro del representante legal de AENA para comunicarle que si se aceptaban sus propuestas para renovar el convenio se acababa el problema. El representante empresarial, conectado con el ministro de Fomento, les hizo saber que no daría un paso bajo la presión creada por el caos ya reinante en Barajas, Barcelona, Palma y otros aeropuertos. Y que, en todo caso, la vuelta a los puestos en el próximo turno (primera hora de la noche del viernes) sería la primera condición para volver a negociar. La respuesta, como es sabido, fue el portazo de USCA, mientras en Moncloa se barajaba ya la militarización de las torres como medida de emergencia por razones de interés general.

Y llegó la militarización. Entonces los representantes sindicales son convocados en torno a las 22.00 horas del viernes por el secretario de Estado de Defensa, Constantino Méndez, quien les informa de que pasan a depender de este Ministerio. Y de las graves consecuencias que los supuestos de desobediencia pueden acarrear a los controladores. Su propio asesor jurídico, que les acompañó en este encuentro, ratificó las explicaciones de Méndez. Y en ese momento, visiblemente descolocados, perdieron los nervios y los modales.

Fue el principio del fin del caos. Quedaba militarizado el servicio. El segundo paso llegó al día siguiente, sábado. Estado de alarma. Quedaban militarizados los controladores. Tras la consiguiente reprogramación de vuelos por parte de las compañías, que llevó su tiempo, el domingo quedaba totalmente normalizada la prestación de un servicio público esencial. Era de lo que se trataba para garantizar ese servicio -el transporte aéreo- y la libre circulación de los ciudadanos ¿O no?


El Confidencial - Opinión

Eurobono. Alemania dice basta. Por Emilio J. González

¿Qué puede pensarse de un Gobierno como el nuestro que, con el país en situación de quiebra fiscal, sigue tirando el dinero como lo tiran aquí los políticos? Aprobar una medida como el eurobono sería poner en marcha una bomba de relojería.

Alemania ha arrojado un jarro de agua fría sobre las expectativas de los mercados de una pronta salida de la actual crisis de deuda en la zona euro con su negativa a aceptar la creación de un eurobono que sustituiría a las emisiones nacionales de deuda pública dentro de la unión monetaria europea. La reacción de los mercados ante este rechazo no se ha hecho esperar y este lunes el euro ha vuelto a debilitarse, el diferencial de tipos de interés entre los países cuestionados –España incluida– ha vuelto a ampliarse y las bolsas del Viejo Continente han cerrado en un rojo especialmente entre las economías en problemas, como la nuestra. Así las cosas, ¿por qué los alemanes han dicho ‘no’ a una idea que, en teoría, podría suponer el principio de la solución a los serios problemas que aquejan al euro? La razón de esta negativa es muy sencilla y, en buena medida, tiene mucho que ver con la irracionalidad que viene caracterizando durante toda la crisis a la política económica española.

Un eurobono implica, ni más ni menos, que los tipos de interés de la deuda de todos los países miembros del euro serían los mismos, con independencia de sus niveles de déficit presupuestario y de deuda pública en circulación, porque el eurobono sería una emisión unificada de títulos para financiar los desequilibrios presupuestarios de todos los países de la zona euro y todos ellos responderían, de forma solidaria, de los compromisos de pago de intereses y devolución del principal que implicaría el eurobono. Es decir, en cierto modo, en la unión monetaria empezaría a haber un Tesoro y una Hacienda única, en lugar de dieciséis tesoros y dieciséis haciendas nacionales. El problema es que dar un paso como ese, además de las implicaciones en materia de cesión de soberanía nacional a las instituciones europeas, es que, en primer lugar, implicaría una subida de los tipos de interés en aquellos países que hoy los tienen más bajos porque han hecho bien sus cosas. Y una economía como la alemana, tan sensible a la evolución del precio del dinero, no está por la labor de sufrir las consecuencias de que otros se nieguen a hacer sus deberes.


Para complicar más las cosas, para que el eurobono fuera efectivo tendría que venir acompañado de la creación de una institución que tuviera poder para imponer a los distintos países el contenido de su política presupuestaria y, de esta forma, limitar sus emisiones de deuda. Sin ello, el eurobono podría suponer un serio problema para los países más serios porque aquellos otros que no lo son, como la España de Zapatero, podrían seguir sin realizar los ajustes necesarios en el gasto público y, por tanto, seguir con elevados niveles de déficit que se tendrían que financiar con mayores emisiones de deuda. Eso implicaría nuevas subidas de tipos de interés para el conjunto de la zona euro, ya que el eurobono unifica los mismos. Y, como es lógico, Alemania no está dispuesta a aceptarlo, sobre todo viendo que los griegos pasan de todo y que, aquí, en España, Zapatero sigue sin querer coger el toro por los cuernos y meter un tijeretazo de órdago al gasto público. ¿Qué puede pensarse de un Gobierno como el nuestro que, con el país en situación de quiebra fiscal, sigue tirando el dinero como lo tiran aquí los políticos? Pues que, dado que estamos hablando de la quinta economía de la UE y la novena del mundo por volumen del PIB, aprobar una medida como el eurobono sería poner en marcha una bomba de relojería.

Sin la posibilidad de meter en cintura a Zapatero, el eurobono es un peligro para toda la zona euro, que tendría que asumir la quiebra de España, con importantes costes en términos de aportaciones de otros países para mantener los compromisos de pago relacionados con el eurobono y de mayores tipos de interés para todos como consecuencia del ‘default’ español. Es lógico, por tanto, que Alemania se niegue a semejante idea que, bajo otras circunstancias, sería muy buena, pero no en las actuales, con un ZP que se niega a hacer lo que hay que hacer.

En cierto modo, la negativa alemana es un decir ‘basta’ ante tanta irresponsabilidad como se está viendo en la zona euro, en especial en España, en la gestión de la crisis. Y no hay que olvidar que los políticos alemanes, en última instancia, responden ante sus ciudadanos, los cuales ya están bastante hartos de pagar durante seis décadas las facturas de Europa y que siempre han estado mayoritariamente en contra del euro porque se temían, como se está viendo, que ni iba a ser una moneda tan sana como su adorado y añorado Deutsche-Mark, ni muchos de los países miembros se iban a comportar con la ortodoxia que requiere la pertenencia a la unión monetaria europea. Alemania ha dicho ‘basta’ y España ya puede empezar a tomar buena nota de la que le espera si seguimos como estamos, porque no hay más que ver el comportamiento de los mercados este lunes para entender que consideran más que insuficientes las medidas aprobadas el pasado viernes por el Consejo de Ministros.


Libertad Digital - Opinión

«¡Al cielo, ar!». Por Ignacio Ruiz Quintano

Es agradable ser importante, pero es más importante ser agradable. Si conociera este modesto consejo de colmado sevillano, otro sería Rubalcaba, el gran ténebre de la política española: de la cal a la terminal pasando por el faisán. «¡Quiero volar, quiero volar!», chilla, como si fuera italiana, una dama norteña atrapada en un aeropuerto. Y, en pleno puente de la Constitución, el Cromwell de Solares saca los tanques para que vuelen los aviones. ¡Y los filósofos de guardia llamando fascista a Belén Esteban! Las consignas gubernamentales son claras: los controladores ganan dinero; luego los controladores son fachas; luego los controladores votan al PP; luego el PP ha organizado el plante. La Educación para la Ciudadanía ha preparado las cabezas para procesar esos silogismos. Podemos verlo de otra manera: los viajeros de avión son ricos (más que los que viajan en autobús o barco); luego los viajeros de avión son fachas; luego los viajeros de avión votan al PP; luego los viajeros de avión no tienen derecho a protestar. Bajo la bota militar de los hombres de María del Carmen Chacón Piqueras, una controladora dice, y con razón, a esa cosa tonta que es la opinión pública: «Nos exigís currar todos los días para tener vuestros putos puentes y vuestras putas vacaciones». El Cromwell de Solares responde que aquí el que echa un pulso al Estado lo pierde. No sabemos si se refiere al carnicero Chaos en huelga de hambre o a los rescates que pasa al cobro la oficina de Bin Laden por los pijos que se nos pierden jugando al humanitarismo de café. El caso es que los controladores han perdido el pulso. ¿Por qué? Por no pertenecer a un sindicato de clase, es decir, vertical y subvencionado. En la huelga del Metro de Madrid el Cromwell de Solares no tuvo pelotas para poner a los sindicalistas bajo el Código Penal Militar. Ni siquiera envió a los guardias de la porra. ¡J..., qué tropa!

ABC - Opinión

Nos duele profundamente España: Zapatero gobierna 'manu militari'. Por Federico Quevedo

Sí, lo cierto es que nunca pensé que me pudiera sentir así, pero ayer, cuando acudí a la Carrera de San Jerónimo al acto central de celebración del XXXII Aniversario de la Carta Magna, me di cuenta de que este país ha sucumbido a la sublimación de lo cutre, lo casposo y lo bananero. He ido muchos seis de diciembre al Congreso de los Diputados, y nunca como ayer he sentido tan profundamente el dolor que produce comprobar que mi país se despeña cuesta abajo y sin frenos, conducido por un auténtico temerario que ahora se ha propuesto gobernarnos, el tiempo que le queda, manu militari. Lo que nos faltaba, Rodríguez convertido en dictadorzuelo de pacotilla mientras termina de destruir lo poco que queda ya de lo que algún día fue un maravilloso sueño colectivo.

Me decía Rosa Díez, apesadumbrados en el Salón de los Pasos Perdidos, que “hemos pasado de estar alarmados a estar en Estado de Alarma”. Y Miguel Arias Cañete acertaba de pleno: “Ni siquiera en el 11 de marzo de 2004, con 192 muertos en unos atentados terroríficos, al Gobierno se le pasó por la cabeza decretar el Estado de Alarma, y aquello sí que era motivo”. Ya está: el Ejecutivo de la paz, del talante y del diálogo acaba sus días echando mano de los militares en una decisión sin precedentes y de una gravedad extrema. Una decisión que tenemos que denunciar, que estamos obligados a denunciar por lo que de vulneración del Estado de Derecho y las garantías constitucionales conlleva.


Este país navega a la deriva, sin rumbo, o rumbo fijo al abismo. Nos atacan los mercados, Europa nos gobierna en lo económico; los nacionalismos se hacen fuertes con un Gobierno débil y que les necesita imperiosamente para sobrevivir lo poco que le queda hasta la derrota definitiva. El mundo se ríe de nosotros cuando no nos mira con indudable preocupación. España ya no es lo que era, lo que fue hace tan solo unos años: del ejemplo de la Transición, del desarrollo de los ochenta y noventa, y del milagro económico con que abrimos la puerta al nuevo siglo, hemos pasado al desmoronamiento absoluto, a la peor de las pesadillas.

Todo lo que hemos ido levantando durante estos treinta años, se ha venido abajo como sacudido por un cataclismo llamado Rodríguez, para terminar recurriendo a lo que durante todo este tiempo hemos evitado bajo cualquier circunstancia por grave que esta fuera: la fuerza. Cuando un país se desmorona como lo hace el nuestro y se ponen en duda todos los valores y principios con los que levantamos el edificio constitucional hasta el punto de vulnerar la propia Constitución en su esencia más profunda, la defensa de la libertad, entonces solo cabe decir que estamos firmando nuestra propia sentencia de muerte democrática. Lo que ha hecho este Gobierno ha sido violar hasta la extenuación la propia Carta Magna.

A los controladores, el peso de la ley
«Zapatero ha tergiversado, manipulado y vulnerado una ley orgánica para decretar un Estado de Alarma que era absolutamente innecesario y excesivo.»
Déjenme que les diga algo antes de seguir, para evitar malos entendidos: yo no defiendo en modo alguno a los controladores, y solo deseo que sean llevados ante la Justicia y, si debe ser así, condenados por sus delitos y despedidos de sus puestos de trabajo. Pero mi obligación no es criticar a quienes solo responden ante sí mismos y, si cabe, ante la Justicia, porque ni el pueblo les ha elegido ni es ante el pueblo ante el que tienen que responder de sus actos. No, al que ha elegido el pueblo y quien tiene que responder ante el pueblo de sus actos es el Gobierno de la Nación, y lo que yo asumo como responsabilidad propia es vigilar al poder y sus actuaciones, sus excesos y sus arbitrariedades, no a los controladores aéreos, y por eso mis críticas y mis advertencias sobre la gravedad del momento que estamos viviendo se dirigen al Gobierno de Rodríguez, que es el que ha tomado en el transcurso de poco más de veinticuatro horas dos decisiones de una gravedad sin precedentes: la primera, y conociendo de antemano, desde quince días antes según los informes que el propio CNI había pasado al Ejecutivo, lo que podía ocurrir y hasta que extremo, aprobar el decreto que era evidente que iba a impulsar una protesta desproporcionada de los controladores afectando a cientos de miles de personas; y, la segunda, resolver la situación creada por el propio Ejecutivo echando mano de la solución más drástica y, probablemente, más inconstitucional, es decir, decretar el Estado de Alarma y militarizar un servicio civil.

Una medida ‘chavista’

Probablemente sea difícil y, si quieren, políticamente incorrecto oponerse a una decisión cuya consecuencia inmediata ha sido la de devolver la normalidad al espacio aéreo. Pero yo no me guío ni por facilidades ni por correcciones políticas, así que permítanme que les diga que el decreto por el que el Gobierno declara el Estado de Alarma es una norma antidemocrática, de corte fascista, que perfectamente podría haber sido el consejo de última hora de la tarde del viernes ofrecido por el coronel Hugo Chávez a su amigo Rodríguez Zapatero.

En treinta años de democracia hemos vivido situaciones dramáticas, atentados terroristas, huelgas salvajes del transporte que han provocado el desabastecimiento, catástrofes naturales como la provocada por el Prestige, etcétera… Y nunca, nunca a un Gobierno se le había pasado por la cabeza usar la fuerza hasta este extremo. Nunca hasta que llego Rodríguez Zapatero y ha tergiversado, manipulado y vulnerado una ley orgánica para decretar un Estado de Alarma que era absolutamente innecesario y excesivo. ¿Saben qué dice la Ley Organica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio? Se lo voy a decir: "El Gobierno, en uso de las facultades que le otorga el artículo 116.2 de la Constitución podrá declarar el Estado de Alarma, en todo o parte del territorio nacional, cuando se produzca alguna de las siguientes alteraciones graves de la normalidad:

A) Catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud.

B) Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves.

C) Paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los artículos 28.2 y 37.2 de la Constitución, y concurra alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo.

D) Situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad".

El Gobierno se ha agarrado al punto C para decretar el Estado de Alarma, pero si se fijan ustedes en ese punto la Ley dice que para decretar el Estado de Alarma, además de la paralización de un servicio público tienen que concurrir “alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo”. Consciente de ese ‘detalle’, en el decreto aprobado el viernes por el Gobierno, y que no necesita de convalidación parlamentaria -aunque si de debate que se producirá este jueves-, el Gobierno explicita que: “Al amparo de lo dispuesto en el artículo 4 apartado c, en relación con los apartados a y d, de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio, se declara el Estado de Alarma con el fin de afrontar la situación de paralización del servicio público esencial del transporte aéreo". Pero la realidad es que ni se ha producido ninguna catástrofe, calamidad ni desgracia pública tal como inundaciones, incendios urbanos y forestales de gran magnitud -apartado a)-, ni había una situación de desabastecimiento de bienes de primera necesidad -apartado d)-, luego, entonces, ¿en base a qué concurrencias se aprueba el Estado de Alarma? Y lo que es peor, y más grave, ¿saben ustedes que el Estado de Alarma le garantiza al Gobierno, durante el tiempo que dure el mismo –y se está pensando Rodríguez ampliar su duración, por lo pronto, a tres meses-, que no se puedan disolver las Cortes y convocar elecciones generales anticipadas? ¿Cómo lo llamarían los Discípulos del Pensamiento Único si esto lo hubiese hecho el PP: golpe de estado, fascismo? Me produce pavor solo pensarlo, y me produce dolor, enorme dolor, comprobar hasta que punto de degradación política ha llegado este país de la mano del peor presidente y el más totalitario que haya tenido jamás, en toda su larga y tantas veces brillante historia de lucha por la libertad.


El Confidencial - Opinión

Público caos. Por José Carlos Rodríguez

El caos generado en toda España por 2.000 personas sólo es posible en un sector público dentro de una sociedad capitalista. Tenemos la fragilidad propia de una sociedad compleja e interdependiente, pero sin disfrutar de todas las ventajas del capitalismo.

Ludwig Lachmann habla de la fragilidad del capitalismo. Lo hace en su libro The Structure of Production, el que hubiese querido escribir el propio Hayek de haber continuado reflexionando sobre economía. Una sociedad sencilla, con pocos bienes y mucho autoabastecimiento no puede paralizarse por la falta de un grupo pequeño de personas o por el descalabro de un sector entero.

El capitalismo es mucho más frágil en este sentido. Los bienes de capital son heterogéneos y complementarios. Es decir, se necesitan combinados los unos con los otros para proveer de los servicios necesarios. Y si falla uno de ellos, deja a los sectores que los necesitan sin un bien imprescindible. La economía se para.

Pero el capitalismo es también muy fuerte por otros motivos. Permite actuar racionalmente con una gran flexibilidad. Si cae algún servicio esencial, los beneficios de proveerlo con los recursos al alcance son enormes, y están ahí para que los aproveche el primero que llegue.


El caos generado en toda España y en parte del resto del mundo por dos millares de personas sólo es posible en un sector público dentro de una sociedad capitalista. Tenemos la fragilidad propia de una sociedad compleja e interdependiente, pero sin disfrutar de todas las ventajas del capitalismo. En una sociedad libre, el sindicato de controladores jamás habrían adquirido tanto poder. Unos trabajadores tan desleales a sus funciones hace tiempo que estarían en la calle. Y sólo los dispuestos a prestar los servicios que de ellos se espera podrían gozar de las privilegiadas condiciones que se corresponden con su función. Que, por otro lado, nunca serían tan extraordinarias como las que ha permitido la gestión pública.

No habrían llegado tan lejos, porque tendrían a un montón de candidatos formados esperando ocupar sus puestos. No habríamos llegado a este caos, ni se habrían tenido que quedar en suspenso algunos derechos fundamentales, como con el estado de alarma. En los servicios esenciales, más si cabe que en los demás, debemos optar siempre por la iniciativa privada.


Libertad Digital - Opinión

Cálculo y testosterona. Por Eduardo San Martín

Democracia e incondicional son términos que no casan; que se repelen. No hay nada incondicional en un sistema democrático. Por tanto, tampoco los apoyos, salvo en situaciones excepcionales, que no son el caso. Mucho menos las adhesiones inquebrantables, que pertenecen al lenguaje de otros tiempos y otros regímenes. Los respaldos deben ser siempre críticos. Desde luego, en el caso del desafío de los controladores al Gobierno porque, superada la pleamar del caos provocado en el tráfico aéreo, sigue habiendo muchas preguntas sin respuestas satisfactorias. Las que conciernen, en especial, a la oportunidad del momento elegido, a la proporcionalidad de los medios utilizados y al tiempo perdido (o no suficientemente aprovechado) desde el último conflicto, en marzo pasado.

Sobre el desafortunado día escogido por el Consejo de Ministros para doblar el pulso a los chantajistas de las torres de control, prefiero pensar más en una falta de cálculo, o en un cálculo equivocado, que en un exceso de premeditación; o de alevosía. Encaja más con los antecedentes de este Gobierno, con su acreditada propensión a la improvisación y a la chapuza. En el decreto llevado a la mesa del Consejo por Blanco veo más testosterona que cerebro. Ahí están mis cojones, y a ver si se atreven. Y se atrevieron. Para los cientos de miles de pasajeros que se quedaron sin vacaciones, la autoridad del Gobierno no quedará reestablecida con una demostración de fuerza premeditadamente buscada. Tal vez haya sucedido lo contrario. Y lo mismo podría decirse de los millones de electores que, como muestran tercamente las encuestas, han abandonado ya a este PSOE.

Una última palabra sobre el electoralismo que se atribuye obsesivamente a la oposición, también ahora. ¿Es que el partido del Gobierno actúa por filantropía desinteresada? ¿Acaso no hay un cálculo político en todo este asunto desde el principio? ¿Y es eso malo?


ABC - Opinión

El descontrol. Por Alfonso Ussía

A lo largo de mi ya considerable permanencia sobre la tierra, he conocido a todo tipo de personas encuadradas en las más diversas profesiones y aficiones. Raras y extravagantes, a veces. Un domador de peces, en concreto de ciprinos dorados, que estaba como una cabra. Y a un logopeda de focas. Decía que las focas no aprenden a hablar por timidez. Pero nunca me han presentado a un controlador aéreo. Me consta que existen y que gracias a ellos existimos millones de personas, pero ahí termina el caudal de mi conocimiento. Antes de todo. Su proceder en esta huelga salvaje ha sido absolutamente intolerable. Los derechos propios no pueden pisotear a los derechos ajenos. Las protestas laborales se avisan. Si el Gobierno ha traicionado inesperadamente a los controladores, éstos tienen todo el derecho de anunciar movilizaciones, paros y huelgas. Pero no a abandonar a millones de personas en los aeropuertos y paralizar sorpresivamente a toda una nación. Leo la encuesta de mi periódico. El 85% de los españoles estaría de acuerdo con el despido fulminante de los controladores aéreos causantes del caos.

Me incluyo en el porcentaje. Y un número similar, opina que tienen unos salarios excesivamente elevados. No estoy de acuerdo. Sucede que al no existir en el trato diario de las personas se ignora la importancia de su trabajo. De sus conocimientos profesionales dependen millones de vidas que vuelan de un aeropuerto a otro. El cielo está dibujado por centenares de carreteras que a diferentes alturas confluyen en el espacio. Y cualquier error se convierte en una catástrofe. Los sueldos de los controladores están justificados por la importancia y la especialización de sus cometidos. Y creo en la atosigante tensión que su trabajo les produce. Mucha demagogia hay en ello, pero no es capricho social que un controlador aéreo multiplique por diez la nómina de un honesto trabajador de limpieza de los aeropuertos. Es consecuencia de la alta responsabilidad de su trabajo.

Pero ese factor de exclusividad no da derecho al uso del salvajismo laboral. A Pepiño Blanco, demagogo él como el que más –¿recuerdan los tiempos del «Prestige»?–, no se le cae de la mano el papel con los sueldos de los controladores. No es ése el principal problema, y el ministro lo sabe. Entiendo que es fácil penetrar, en tiempos como los que vivimos, en la sensibilidad social comparando los altos sueldos de los controladores con la angustia de más de cuatro millones de familias en paro. Esa cifra espantosa es consecuencia, entre otros motivos, de la disparatada política económica del Gobierno al que pertenece el señor Blanco. Negociar es buscar la solución mediante renuncias de un lado y del otro. Los decretos por sorpresa traicionan esas negociaciones. Y el abandono masivo de los puestos de trabajo en perjuicio de millones de personas que nada tienen que ver con el asunto, entra de lleno en los ámbitos de la canallada.

España está sin control desde tiempo atrás. Sufrimos los españoles el peor Gobierno de nuestra libertad. En ocasiones parece que Zapatero y sus chicos han decidido que gobiernan un país habitado por cuarenta millones de imbéciles. Todo, a nuestro alrededor, es ya desprestigio. Se ríen de nosotros y lo demuestran. Pero la tragedia nacional nada tiene que ver con lo que ganan los controladores aéreos, por mucho que sea. La tragedia española viene de otro descontrol, que no es otro que el gobernante. Fuera demagogias baratas y fuera de sus puestos de trabajo los controladores indignos. Y los gobernantes indignantes.


La Razón - Opinión

Controladores. Los esclavos de Fu Manchú. Por José García Domínguez

No es de extrañar ese surtido de conjeturas conspiranoicas, a cada cual más absurda y disparatada, que ha suscitado el Real Decreto contra los saboteadores del tráfico aéreo entre alguna derecha.

Ya alguna otra vez se ha concedido aquí que, desde el punto de vista estético, la teoría conspirativa de la Historia resulta muy superior a cualquier tentativa cartesiana que trate de oponérsele. De ahí que, igual para la tropa de la izquierda que entre sus pares de la derecha, el universo peliculero de Dan Brown, el Doctor No y Fu Manchú semeje mucho más creíble, verosímil y ajustado a la realidad que la suma de los enunciados contenidos en las obras completas de Karl Popper. Por algo, difuntas las dos rémoras del gnosticismo medieval que reinaron durante el siglo XX, esto es el marxismo y el psicoanálisis, la querencia hacia las "verdades ocultas" ha retornado aún con más fuerza que entonces.

Y es que nadie parece resignarse a un mundo sensible tan prosaico como el que a diario comparece ante nuestros ojos. Ha de haber una trastienda secreta entre bambalinas, barruntan los inquietos. Una arcana tramoya, cuanto más siniestra mejor, en la que habiten desde el penúltimo epígono de Los Protocolos de los sabios de Sion hasta los siempre turbios manejos de la Orden Rosacruz, la Comisión Trilateral, los Templarios, la Francmasonería, Skull and Bones, los Iluminati, el Club Bilderberg y los arteros secuaces de Pepiño Blanco & Cía. Reos todos ellos de maquiavélicas confabulaciones pergeñadas bajo el barniz trivial del falso entorno que perciben los sentidos.

Así las cosas, no es de extrañar ese surtido de conjeturas conspiranoicas, a cada cual más absurda y disparatada, que ha suscitado el Real Decreto contra los saboteadores del tráfico aéreo entre alguna derecha. Réplica simétrica, por lo demás, de aquella otra intriga no menos peregrina que dio en propalar Zapatero cuando la primera crisis de la deuda. Recuérdese con el preceptivo bochorno la célebre majadería presidencial a cuenta de un pretendido contubernio judeo-masónico, el orquestado por los mercados internacionales contra el Reino de España. Extravagantes desvaríos, los del uno y los otros, que nada tienen que envidiar, por cierto, a la cascada de leyendas dementes que afloró el hundimiento del Prestige. Como la del misterioso empresario que viera rechazada por Aznar su ofrenda gratuita de una milagrosa barrera flotante anticontaminación que hubiese evitado la catástrofe. Lo dicho, demasiadas películas de Fu Manchú.


Libertad Digital - Opinión

Astucia por inteligencia. Por M. Martín Ferrand

Rubalcaba y José Blanco están exhibiendo astucia donde debieran lucir inteligencia.

DESPUÉS de unos cuantos días agazapado en su madriguera presidencial, José Luis Rodríguez Zapatero reapareció ayer en el Congreso para celebrar el aniversario de la Constitución del 78, la mejor que tenemos. Eso no quiere decir que sea buena y debiera ser responsabilidad de los partidos, de los dos grandes cuando menos, consensuar las bases de su reforma y actualización para adaptarla a las nuevas circunstancias y facilitar con ello la gobernación de una Nación que, mayoritariamente, no quiere dejar de serlo y la grandeza de un Estado debilitado por la vaporización y traslado de algunas de sus competencias básicas a los ámbitos legislativos de las Autonomías.

Zapatero llegó al Parlamento envuelto en los pitos y abucheos de unas pocas centenas de ciudadanos que, posiblemente, encarnaran el disgusto y la censura a su gestión de unos muchos miles; pero, en cualquier caso, no es bueno expresarse con los pies, en el idioma del pateo y la protesta desordenada. Menos todavía a las puertas del templo en el que actúa la liturgia democrática y la palabra es el ingrediente único para las alabanzas y las condenas. Al estado de alarma decretado por el Gobierno se añade un estado de cabreo que proclaman los miles, millones, de ciudadanos airados por las circunstancias y desesperanzados por la falta de iniciativas del Ejecutivo y de propuestas alternativas de la oposición. Incluso son muchos quienes le reprochan a Zapatero, en la figura de Alfredo Pérez Rubalcaba, la «militarización» del servicio de control aéreo. Conviene separar unas cosas de las otras para evitar la confusión. Hay razones suficientes para que la ciudadanía reproche la acción gubernamental, desde la torpeza con la que se abordan la crisis y el paro hasta la falta de reacción cuando nos amenazan los vecinos del sur; pero ello no le quita valor e idoneidad al decreto de la alarma. Los instrumentos legales de que dispone un Gobierno están para ser usados y hay que ir disipando el atavismo guerracivilista que se acompaña de una visión sesgada del Ejército.

Posiblemente, excitados por una hipótesis sucesoria, el supervicepresidente Rubalcaba y José Blanco, ministro y —todavía— gran controlador del PSOE, estén exhibiendo astucia donde debieran lucir inteligencia; pero, en lo que respecta al ejercicio de la autoridad que ostentan en nuestra colectiva representación, ambos han obrado con responsabilidad y sentido común. Como si trataran de enmendar las dejaciones y olvidos en que, en el asunto de los controladores, vienen incurriendo desde el pasado febrero, cuando ya se pudo avivar la alarma que ahora nos asiste.


ABC - Opinión

Controladores. Donde nunca es para tanto. Por Cristina Losada

El grueso de los viajeros se iban de puente y de jarana y, por tanto, existe el derecho a que se jodan. Es más, no está nada claro que el que los joda merezca ser sancionado.

Una venía de siete horas nocturnas de incómodo autobús por carreteras heladas. El chófer no conocía el trayecto y le hacían de copiloto algunos pasajeros jóvenes y, sin embargo, prudentes. Habíamos embarcado en el aeropuerto a medianoche y teníamos suerte. De madrugada, el pasaje celebró una noticia de radio que desgranaba las penas que podían afrontar los controladores. Llegaba, en fin, convencida de que la responsabilidad del cierre del espacio aéreo español recaía en unos empleados públicos que habían abandonado sus puestos de forma repentina y simultánea. Supuse que no habría ninguna duda al respecto. Hasta que, ya en casa, escuché a González Pons. La culpa era del Gobierno, naturalmente. Un Gaspar Zarrías salió después a responderle. El PP era culpable, por supuesto.

La más honda preocupación del portavoz popular eran los derechos fundamentales que el estado de alarma dejaba en suspenso. Entre los pasajeros de mi vuelo, había una cirujana que iba a implantar una pierna artificial. Los derechos de aquel paciente a la espera, ¿no eran tan fundamentales? ¿Y los de mi catedrática de Matemáticas del Instituto, que llegaba de Brasil y acumulaba veintitantas horas de aviones? No haberse metido a visitar a familiares a sus años. El grueso de los viajeros se iban de puente y de jarana y, por tanto, existe el derecho a que se jodan. Es más, no está nada claro que el que los joda merezca ser sancionado. Cuando en una llamada de un programa de televisión recordé que Reagan había despedido a miles de controladores por una huelga salvaje, noté la incomodidad de los oyentes. Oiga, no será para tanto. Violar las normas de conducta que rigen en una sociedad civilizada, hace mucho tiempo que, en España, nunca es para tanto.

Una había defendido a los controladores de ciertas acusaciones demagógicas, pero en el instante en que cruzaron la raya no se podía atender a la posible razón de sus reclamaciones, sino a la sinrazón cierta de sus procedimientos. Pero he aquí a Pons, nuevamente. Según dijo, el Gobierno tenía que haber retrasado a fechas menos señaladas el decreto que había sublevado a los dueños y señores de los cielos. O sea, que no hay que provocar a quienes puedan tener en mente la realización de actos ilegales. Tan en mente que fueron capaces de urdir una protesta global en las tres horas escasas que mediaron entre el anuncio del decreto y las cinco de la tarde. Lo del señor Pons se llama, propiamente, transferir la responsabilidad del sabotaje de sus autores al Gobierno. Y, ahora, intercámbiense los nombres de personajes y partidos, que la historia se repite siempre.


Libertad Digital - Opinión

Freno y acelerador. Por José María Carrascal

«Conviene poner en práctica una política económica “híbrida”, que recorte por un lado todo lo superfluo que haya en nuestras cuentas públicas, que es mucho, y fomente, por el otro, todo lo productivo en la economía nacional, que es muy poco».

EL mero enunciado de la crisis nos advierte de su ardua complejidad. Procede de los excesos capitalistas, pero los remedios socialistas no sirven para ella. Es más, quienes están sufriendo sus peores consecuencias son las clases media y trabajadora, mientras los partidos de izquierda pierden por todas partes el poder. La razón es muy simple: a estas horas sabemos que si el capitalismo crea tanta riqueza como destruye, quitando a unos lo que pierden otros, el socialismo no crea ninguna, sirviendo, en el mejor de los casos, para repartir la riqueza acumulada, y muchas veces, para malgastarla. En cualquier caso, resulta evidente que no estamos ante una crisis cualquiera, sino ante un nuevo fenómeno, al que no hemos encontrado todavía remedio, ni hemos tomado la medida exacta.

En estos casos, lo mejor siempre es empezar por el principio. Sobre el origen de la crisis no creo haya disputa: se trata del producto de uno de los más viejos pecados humanos, la codicia. El querer más, lo más rápidamente posible sin atenerse a normas. Hay culpas para todos, pero en especial para las instituciones financieras, que no sólo han fomentado esa conducta entre sus clientes —¿quién resiste la tentación de ganar un 15 por ciento por sus ahorros en vez de un 4 ó 5 habitual?—, sino también la han practicado, al ofrecer productos averiados, y cobrar encima por ello. Es lo que creó la «burbuja financiera», que en realidad era un inmenso fraude, un Madoff a escala global. Y ha habido también culpa por parte de los gobiernos e instancias reguladoras, que no controlaron ni pusieron coto a tales prácticas, que en muchos casos rozaban lo delictivo.


De acuerdo, pero eso no resuelve el problema: la inmensa bolsa de activos basura incobrables que amenazan a todos: particulares, bancos, gobiernos y países. ¿Qué hacer con ellos? La primera reacción ha sido apuntalar las instituciones financieras —pese a ser las mayores culpables— porque de producirse una avalancha de clientes hacia ellas para retirar sus depósitos, no hubiera habido dinero para todos y hubiéramos tenido un cataclismo. Fue lo que se hizo, en Europa, en Estados Unidos, evitando lo peor. Pero ahora tenemos que poner de nuevo en marcha la economía, algo que está resultando más difícil de lo esperado, porque esas instituciones financieras, en vez de facilitar créditos a las empresas para su reactivación, dedican el dinero recibido del Estado a cubrir sus agujeros. O a cubrir los agujeros del Estado, comprando sus bonos. Creándose la impresión de que el agujero es mucho mayor de los imaginado. Con lo que crece la desconfianza y la recuperación no llega.

En una economía de monedas nacionales, la cosa se revolvía devaluándose la divisa del país que iba mal, lo que abarataba sus productos y fomentaba sus exportaciones, ayudándole a recuperarse, aunque sus ciudadanos tuvieran que apretarse el cinturón por un periodo más o menos largo.

Pero con una moneda común, como ocurre en la UE, esta posibilidad se cierra, trasladándose el valor —o falta del mismo— de las viejas monedas nacionales a la deuda pública de los distintos países, cuyos intereses subirán según su situación económica empeore, aunque su moneda siga siendo la misma. Produciéndose un efecto pernicioso: los especuladores apuestan a los países que van mal, sabiendo que recibirán más intereses por su deuda. Y si encima saben que, al final, la Comunidad Europea terminará pagando esa deuda para evitar que el euro se desplome, el negocio es redondo. Nada de extraño que empiece a hablarse de una Europa de dos velocidades e incluso de apartar a los miembros insolventes hasta que no ajusten sus cuentas.

El problema, sin embargo, se parece bastante al de la pescadilla que se muerde la cola: cómo conseguir que crezcan los países a los que se les está exigiendo que recorten su deuda —algo que sólo puede hacerse recortando gastos y aumentando impuestos—, cuando tal ajuste no crea empleo, al revés, lo disminuye. Hay dos escuelas para ello: la de los que exigen una cura de adelgazamiento radical y la de los que proponen que continúen gastando más de lo que tienen —y por tanto aumentando su endeudamiento— hasta que su economía vuelva a ponerse en marcha. Ni que decir tiene que la derecha defiende la primera opción y la izquierda, la segunda.

Como siempre, tales extremismos son peligrosos, pues pueden conducirnos, en el primer caso, a lo de aquel burro que se murió cuando su dueño le había acostumbrado a no comer, y, en el segundo, a otra burbuja financiera aún mayor que la anterior, con los Estados ya directamente envueltos en ella y peligro de estallido a escala global.

Lo más sensible que he oído al respecto es poner en práctica una política económica «híbrida», que mezcla ambas opciones. Recortar por un lado todo lo superfluo que haya en nuestras cuentas públicas, que es mucho, y fomentar por el otro, todo lo productivo en la economía nacional, que es muy poco. Apretar el freno y el acelerador al mismo tiempo, como hacen los pilotos experimentados para hacer girar la dirección de su coche 360 grados. Se me dirá que, aparte de que con este «trompo» puede uno romperse la crisma, lo superfluo para unos es necesario para otros. Responderé que sí, pero algo hay que hacer para que esta crisis no se convierta en crónica, que es lo que empieza a suceder.

En España, por ejemplo, abunda donde hay que cortar en las diversas administraciones públicas, en las empresas autonómicas, en las publicaciones, delegaciones, duplicaciones, subvenciones, consultorías, coches oficiales, premios de relumbrón, festivales y diversiones de todo tipo. Los gobiernos no están para divertir a los ciudadanos, en primer lugar, porque cada uno se divierte a su manera, y lo que es diversión para unos es un latazo para otros. Piensen en los festivales de todo tipo y en las «noches blancas», o negras según se miren. Los gobiernos están para proporcionar los servicios básicos en salud, educación, transporte, justicia, seguridad ciudadana y poco más. A partir de ahí, cada cual debe arreglárselas como quiera y como pueda. Y es precisamente en esos capítulos donde hay que acentuar las inversiones del Estado, con bajadas de impuestos a pequeñas y mediadas empresas, así como fomentar, junto a la formación, la iniciativa individual, que es donde está la verdadera riqueza de las naciones en el mundo de hoy.

Con una condición primordial: dar ejemplo. Los recortes deben empezar por aquellos que los deciden. Y no me refiero sólo a sus sueldos, sino a las sinecuras que los cargos políticos conllevan. ¿Sabían ustedes que el presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach, por haber calentado su sillón, al dejarlo, continuará recibiendo 104.000 euros durante los próximos cuatro años y cobrará una pensión de 78.000 euros anuales cuando cumpla 65? Mientras un español que haya cotizado 40 años a la Seguridad Social tiene un límite de pensión de menos de la mitad de esa suma. Multipliquen ese chollo por el montón de presidentes, congresistas, senadores de todas clases que va acumulando nuestro Estado de las Autonomías, y tendrán una cantidad de dinero considerable, que sólo ayuda a los implicados, no a economía del país.

Mejor gestión y menos derroche. Más ética y menos palabrería. Por ahí tiene que empezar el tan cacareado ajuste. Si empieza.


ABC - Opinión

Cumpleaños adulterado

Por más que resulte extraño e incluso contradictorio celebrar como si nada el Día de la Constitución bajo el Estado de Alarma, lo cierto es que a sus 32 años de vida nuestra Carta fundamental luce un saludable vigor y anuda el consenso de la gran mayoría de la nación, como ayer se demostró en los actos conmemorativos de las Cortes. Lejos de cuartear su prestigio o de erosionar su credibilidad, la atípica situación que vivimos subraya la fortaleza de los mecanismos constitucionales y su capacidad para dar respuesta a los desafíos de envergadura que se plantean al Estado. La absoluta normalidad legal con que se ha decretado, aplicado y desarrollado el Estado de Alarma es la prueba irrefutable de que nuestro ordenamiento constitucional es eficiente a la hora de dar respuestas excepcionales a situaciones extraordinarias. Ya se puso de relieve a lo largo de estas tres décadas en episodios cruciales, como el fallido golpe del 23-F, y lo ha vuelto a demostrar estos días. Podemos, pues, sentirnos satisfechos de la lozanía de nuestra Constitución. Pero no sólo porque haya permitido conjurar un pulso al Estado por parte de los controladores aéreos, como explicó ayer el presidente del Congreso recreándose en la suerte con excesivo adorno y demasiada épica. Ha habido este año otros asuntos, menos aparatosos pero de mayor calado, a los que la Constitución ha dado respuesta y que bien hubieran merecido ayer el recuerdo y homenaje de sus señorías. Nos referimos a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. Habría sido conveniente y muy edificante que el presidente de las Cortes hubiera celebrado un veredicto que ha puesto a la Constitución por encima de una norma autonómica al anular varios de sus preceptos. Ayer, en los salones del Congreso, ante los representantes del Gobierno y de los partidos que apoyaron un Estatuto con graves tachas inconstitucionales, habrían sido el día y el lugar adecuados para encarecer el respeto a nuestra Ley fundamental y enaltecer su espíritu frente a intentos espurios de reformarla por la puerta de atrás. También eran el momento y el lugar indóneos para que los dos grandes partidos, PP y PSOE, hicieran autocrítica por el desastroso proceso de renovación del Tribunal Constitucional, que lleva tres años de retraso y que ha sido sometido por el Gobierno a dos modificaciones de su Ley Orgánica de manera arbitraria y a conveniencia partidista. Sin embargo, nada de todo esto ha merecido reflexión alguna por parte de los altos cargos institucionales, que ayer se limitaron al chascarrillo sobre Wikileaks, el zurriagazo al controlador y la puñaladita al adversario. Una clase política que despacha con cuatro banalidades la efeméride de la Constitución el año en que se han puesto en jaque el Tribunal Constitucional, su funcionamiento y sus sentencias, es una clase política desorientada, frívola e irresponsable que no tiene derecho a quejarse de la creciente desafección de los ciudadanos. Por lo demás, conviene subrayar la impecable contribución de Mariano Rajoy, recibido ayer a las puertas del Congreso con gritos de «presidente», a la resolución de la crisis creada por el chantaje de los controladores.

La Razón - Editorial

Bucle marroquí

Los desaires de Rabat frente a la contención de Madrid aconsejan un cambio de estrategia.

Los sucesos en el Sáhara Occidental siguen marcando las relaciones entre España y Marruecos. La pasada semana, el Parlamento marroquí consideró necesario revisarlas en su conjunto, instando al Gobierno de Rabat a reclamar Ceuta y Melilla. Una marcha sobre la primera de las ciudades autónomas fue implícitamente autorizada, y suspendida luego.

Llegados a este punto, tal vez lo mejor sea, en efecto, revisar las relaciones. No porque lo exija el Parlamento marroquí, sino porque resulta contraproducente para los intereses españoles prolongar la actual indefinición. La diplomacia de Zapatero no ha logrado asegurarse un imprescindible margen de maniobra para gestionar la vecindad con Marruecos. De ahí que sus intentos de no irritar al Gobierno de Rabat por errores que ha cometido este solo reciban reiterados gestos inamistosos como respuesta, generando un bucle de desencuentros sin salida.

Marruecos no puede amagar con romper la baraja con España en cada ocasión en que necesita encontrar un culpable exterior para sus problemas. Pero aun en el supuesto de que la rompiera, solo sería un dato más a la hora de abordar el problema de fondo al que se enfrenta España, que es definir un modelo de relaciones con el Magreb y no solo con Marruecos. O bien las mantiene como hasta ahora, buscando una aproximación alternativa a Argel o a Rabat según quien gobierne en Madrid, o bien fija una posición propia ante los riesgos y contenciosos existentes en la región.


Por lo que se refiere a los riesgos, Marruecos desempeña un papel decisivo con respecto a España y la Unión Europea, particularmente en materia de terrorismo e inmigración; pero no menos decisivo que el que desempeñan España y la Unión Europea con respecto a Marruecos y, más en concreto, a su régimen político, cuyas insuficiencias y puntos débiles son sobradamente conocidos. La disposición a tratar con él no responde al deseo de convalidar sus prácticas, algunas de las cuales han quedado al descubierto con la filtración de Wikileaks, sino al de facilitar una evolución política sin sobresaltos, ni para la región, ni para los propios marroquíes.

España no puede conformarse con solventar de forma provisional esta crisis y esperar la siguiente. Es necesario, por el contrario, replantearse la actuación en el Magreb desde hace más de una década, cuando el Gobierno de Aznar echó por la borda con sus baladronadas frente a Marruecos un trabajo diplomático desarrollado desde los inicios de la Transición. Ahora es Marruecos quien se habría dejado llevar por las baladronadas, amparándose en la debilidad del modelo de relaciones por el que optó la diplomacia de Zapatero con el solo propósito de marcar distancias con la de Aznar. En lugar de acelerar este bucle cada vez más vertiginoso, parece llegado el momento de que la diplomacia española amplíe el foco de sus preocupaciones y, a continuación, vuelva a marcarse un rumbo propio en función de sus intereses. Y ello, con independencia de los gestos de Rabat.


El País - Editorial

Vuelta a la realidad

Los problemas crónicos que nos aquejan no se solucionan por decreto, sino con reformas como la que el Gobierno ha emprendido en ciertos sectores como el aéreo, anunciando la privatización parcial de AENA.

Los aeropuertos españoles han vuelto a una tensa pero efectiva tranquilidad. Los vuelos despegan y aterrizan sin más demoras que las ocasionadas por la meteorología en espera de que la crisis de fondo de los controladores, que sigue sin resolverse hasta que éstos pongan fin a sus amenazas de reanudar la huelga salvaje, toque a su verdadero fin. Nos encontramos en algo parecido a un tiempo muerto que puede evolucionar a peor o a mejor según la habilidad que muestre el titular de Fomento y según la actitud de los controladores.

La militarización del control aéreo y el Estado de Alarma –que durará aún varios días y promete prolongarse hasta pasadas las Navidades– no han solucionado el problema. Han sido, en todo caso, un remedio de urgencia cuando la situación se había desmadrado por culpa de la huelga ilegal, amén de encubierta, que muchos controladores aéreos secundaron entre el viernes y el sábado. Falta que ahora el Gobierno cierre de una vez la herida abierta en la navegación aérea española avanzando progresivamente hacia la liberalización del sector para que episodios tan lamentables como éste no puedan repetirse.


Ahora bien, la todavía inconclusa crisis aeroportuaria no debería impedirnos ver la cruda realidad que nos rodea. España sigue sumida en una profunda crisis económica que no tiene visos de remitir. Las cifras de desempleo siguen siendo escandalosamente altas, la atonía inversora permanece y los problemas de endeudamiento de los sectores público y privado son los mismos que antes del cierre del espacio aéreo el pasado viernes por la tarde. Nada ha cambiado, y si lo ha hecho ha sido a peor. La huelga ha costado a las empresas del sector turístico varios centenares de millones y una cantidad aún sin determinar a la que tendrán que hacer frente las aseguradoras.

Los problemas crónicos que nos aquejan no se solucionan por decreto, sino con reformas como la que el Gobierno ha emprendido en ciertos sectores como el aéreo, anunciando la privatización parcial de AENA. Hoy estas reformas urgen más que nunca. La imagen de España, ya comprometida tras las dos crisis consecutivas de deuda pública, ha quedado seriamente dañada tras el espectáculo aeroportuario del fin de semana. Haría bien Zapatero en poner el mismo valor y la misma determinación que ha empleado con los controladores en devolver la confianza a ciudadanos y empresas ante una situación que, en los últimos meses, se ha tornado desesperada y que el cicatero paquete de reformas del pasado viernes no soluciona por muy bien orientadas que estén.

Las señales que vienen del exterior y del interior hablan por sí mismas. O Zapatero actúa ahora del único modo que puede hacerlo, esto es, ajustándose el cinturón e insuflando oxígeno a una economía moribunda, o será difícil que disponga de otra oportunidad en el futuro inmediato. Nos hallamos, en definitiva, en un momento decisivo; del Gobierno depende aprovecharlo o, como en ocasiones anteriores, dejarlo pasar. Por desgracia, su pasividad la padeceremos todos.


Libertad Digital - Editorial

Ausente y obcecado

La ley concibe los estados excepcionales como una anomalía cuya duración debe ser la indispensable para restablecer la normalidad.

RODRÍGUEZ Zapatero reapareció ayer por fin, aunque sólo «a medias» y con un extraño formato, durante el acto institucional celebrado en el Congreso de los Diputados con motivo del aniversario constitucional. Su clamorosa ausencia durante la crisis de los controladores ha suscitado la perplejidad de la opinión pública y merece una severa crítica. Por primera vez a lo largo de 32 años de vigencia de la Constitución se ha declarado el estado de alarma, cuya gravedad exige que el presidente del Gobierno explique la medida ante los ciudadanos con la solemnidad que requieren los asuntos de Estado. Sin embargo, el presidente cedió todo el protagonismo a Pérez Rubalcaba, creando nuevas incertidumbres sobre quién manda de verdad en el Gobierno y haciendo dejación de las obligaciones que le impone su alta responsabilidad. Ayer se limitó a decir que se siente «satisfecho» de los resultados de la operación, pero fue incapaz de despejar las incógnitas que expresan los expertos y los ciudadanos sobre las circunstancias políticas y las decisiones jurídicas del caso.

En este contexto, conviene recordar que —según el artículo 116.6 de la Constitución— la declaración de estado de alarma, excepción o sitio no modifica el principio de responsabilidad del Gobierno. Suscita también serias dudas la pretensión del Ejecutivo de prolongar la situación. En efecto, la Ley Orgánica 4/1981 concibe a los estados excepcionales como una anomalía cuya duración debe ser la «estrictamente indispensable» para restablecer la normalidad. Resulta extraño por ello el empeño del Ejecutivo en agotar el plazo máximo de 15 días, una vez que el espacio aéreo está abierto y los aeropuertos, plenamente operativos. Si se confirma la intención de solicitar al Congreso una prórroga de hasta dos meses, habrán de aportarse argumentos muy contundentes. La imagen de España ante los mercados internacionales sufre un impacto negativo cuando se mantienen los aeropuertos bajo control militar o cuando el presidente sigue obcecado en la vigencia de una medida que debe ser excepcional por definición. Ha llegado, por supuesto, la hora de exigir responsabilidades a los controladores por su actitud intolerable, rechazada sin matices por la opinión pública y las fuerzas políticas, pero también es urgente buscar soluciones a medio plazo.

ABC - Editorial