domingo, 26 de diciembre de 2010

Supremo. ¿Es optativa la ley en Cataluña?. Por Humberto Vadillo

Lo singular de Cataluña es la presencia de una casta social dominante con vocación y praxis totalitaria que toma la forma de una pavorosa esfera cuyo centro está en todas partes.

Sábado. Día de Navidad. Un coche conduce a toda velocidad por la Avenida Diagonal de Barcelona. Dos motoristas de de los Mozos de Escuadra le dan el alto y proceden, regocijo apenas disimulado, a multar a su conductor. ¿Con qué potestad? ¿Tiene la policía catalana alguna autoridad distinta del crudo poder que le da la pistola que carga al costado? Lo dudo.

El mozo de escuadra se diferencia del asaltante de caminos en que tiene una autoridad tasada que le otorga la ley y a ésta debe someterse completamente en su actuación. A su vez, la ley deriva su fuerza obligatoria de la constitución española. Una constitución que en su artículo 1.2 reza: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".


Lo singular de Cataluña es la presencia de una casta social dominante con vocación y praxis totalitaria que toma la forma de una pavorosa esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia cruza bonitamente desde la abadía de Montserrat hasta el último club excursionista de Sant Sadurní d’Anoia. Esta casta, que no Cataluña, se considera enteramente soberana y, naturalmente, por encima de la ley y de los tribunales. Esta casta a la que pertenecen entre otros todos los políticos nacionalistas, desde Montilla y quien le suceda hasta Laporta, todo el gran empresariado o la prensa del editorial único sólo responde ante un Dios en el que no cree y ante una historia que lleva lustros comprando "pret à porter".

Ayer Artur Mas dejaba claro que no pensaba acatar las sentencias judiciales contrarias a que el catalán sea la lengua vehicular de la educación. El Tribunal Supremo acababa de dar la razón a tres padres que reclamaban la escolarización de sus hijos en castellano. La respuesta de CiU, inmediata: no se tocará ni una coma de la ley de política lingüística. Los socialistas se alineaban, apresurados, permitiendo con su abstención la inmediata elección de Mas como presidente y traicionando así del modo más grosero a sus votantes.

No se me ocurre mejor plasmación de la diferencia que brillantemente establecía en estas mismas páginas José García Domínguez entre independencia e independentismo como aspiración del catalanismo canónico. Un independentismo interminable. La situación actual en la que el Gobierno catalán puede elegir aquellas normas que respeta y aquellas que ignora convierte a Cataluña en un enorme Versalles postmoderno en el que Maria Antonieta Mas y sus infinitos cortesanos juegan a ser pastorcillos protegidos por el alto muro de la indolencia dolosa del Gobierno español.

No dudo de que Mas y los suyos se sueñen eternos. No dudo de que cada día vaya a ser más difícil que los mozos de escuadra hagan su trabajo sin que la gente les pregunte con creciente irritación cómo es que ellos tienen que obedecer unas leyes que el Gobierno tan conspicuamente ignora.


Libertad Digital - Opinión

El quinto malo. Por M. Martín Ferrand

La Transición tuvo el talento de, recuperada la legitimidad del poder, mantener vivo el juego de las expectativas.

AUNQUE el día sabe a turrón y se acompaña con ecos de pandereta y zambomba, no es cosa de andarse con nostalgias y entregarse a los gozos de la fiesta en que se centra una fe, una religión, y sirve de referencia a una cultura que, agigantándose en el tiempo, se ha convertido en una civilización, la nuestra. Algo que nos sirve de soporte y debiéramos defender con orgullo diferencial, marcando las distancias con otras civilizaciones vinculadas a otras religiones, por respetables que sean todas ellas. La valoración de lo propio no conlleva el desprecio de lo ajeno, pero obliga a mantenerlo en las mejores circunstancias de conservación.

De hecho, la originalidad de la civilización cristiana reside en su capacidad para generar expectativas. Francisco Franco lo vio claro y mantuvo su poder precisamente en ello. Bajo el palio reservado al Santo Sacramento, en autoafirmación de grandeza compensatoria de otras miserias, se mantuvo durante cuatro décadas a base de crear expectativas diversas y, siempre, a la medida de una ciudadanía a la que arrebataba derechos fundamentales. Durante la Guerra la expectativa fue, naturalmente, la de la paz y el orden que la República no había sabido mantener. La cartilla de Racionamiento fue la expectativa moderadora del hambre y así, sucesivamente y al ritmo del crecimiento nacional, vivimos estimulados por las expectativas de un empleo sin incertidumbres, una vivienda propia, un cochecito...

La Transición tuvo el talento de, recuperada la legitimidad del poder y establecida la democracia, mantener vivo el juego de las expectativas. Desde la segunda vivienda a los viajes turísticos al extranjero pasando por el ahorro y la inversión. Así lo entendieron e impulsaron, con mejor o peor maña, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar. Y se acabó. La gran torpeza política de José Luis Rodríguez Zapatero —el quinto malo—, atrapado por una saña retrospectiva que le empujó a ganar una guerra que su abuelo habría perdido, fue romper la inercia de las expectativas. Así estamos ahora. No son solo los cuatro millones y medio de parados y cuanto de pobreza y déficit les acompaña; sino que los ciudadanos ya no se instalan en la expectativa de la solución y se refugian en las triquiñuelas de la defensa personal, no en las prácticas de la colectiva. Y al fondo, como anuncian los sucesos de Murcia de esta pasada semana, un matonismo sindical dispuesto a impedir las expectativas en beneficio del mantenimiento de los privilegios. Una gran insensatez que toma razón de las limitaciones de un líder que parece odiar a la mitad de sus ciudadanos.


ABC - Opinión

Nochebuena. El discurso de la Reina. Por Agapito Maestre

Con doña Sofía en las pantallas de televisión todos ganaríamos. Las audiencias televisivas alcanzarían cifras inigualables. España estaría, otra vez, en posición de salida en su capacidad inventiva.

El boato, el refinamiento y la puesta en escena de las monarquías son siempre superiores a la institución de la presidencia de la República. ¿Quién se acuerda del nombre del presidente de Alemania o Italia? Pocos. Nadie. Son siempre hombres viejos y calvos no muy aficionados a los grandes protocolos de las monarquías. La institución de la monarquía, sin embargo, tiene aún vías por explorar. En España esta institución es rica, compleja y llena de matizaciones; además, no tiene punto de comparación con nuestra tradición republicana a la hora de la innovación, el sentido de la oportunidad y, en fin, de saber "reinventarse" permanentemente para seguir reinando. La Casa de Borbón, además, tiene una parentela difícilmente inigualable con otras casas reales que la hace aún más rica que otras monarquías, dicho sea a la pata la llana, más de andar por casa.

Acaso, por esa inmensa riqueza de tradiciones, innovaciones y saber estar al día, el monarca español podría replantearse el famoso discurso a los españoles del día de Nochebuena. Toda vez que todos sabemos la situación tan difícil a la que se enfrenta el Rey: una nación que no es nación; un pueblo que ha quedado reducido a un público tan heterogéneo que cuando se dirige a unos, seguramente, molestará a otros; e incluso el propio Rey nos viene demostrando, año tras año, la vacuidad de sus palabras, pues que trata de animar a una nación que no existe. En verdad, el Rey lo tiene tan difícil que haría bien en plantearse que ese discurso lo hiciera otra persona de su Casa. Quizá tenga más éxito. No se preocupe, Señor, demasiado por lo que dice la Constitución, al fin y al cabo, es papel mojado; nadie la cumple, y ofrézcale una oportunidad a su santa esposa.


Aunque mi propuesta contenga cierto tono irónico, nada de esto digo en broma. Tampoco es cuestión de oportunismo sino de oportunidad. ¿Por qué no probar un discurso de celebración, como es el de la noche de Navidad, concebido por la Reina? Ahí tiene el Rey una prueba decisiva para demostrar su talante innovador. Quizá la institución monárquica se vendría arriba. Se imaginan a doña Sofía dirigiéndose a la nación, perdón, a lo poco que queda de nación en una noche tan señalada. En esta circunstancia agónica para todos los españoles en general, y la institución monárquica en particular, el Rey debería dar ese paso adelante. Una vez agotada su capacidad de elocuencia e inventiva, el Rey, en mi opinión, haría bien en pasarle los trastos de la celebración de Nochebuena a su santa.

Doña Sofía tiene todas las grandes cualidades del Rey; incluso tiene más don de gente que Juan Carlos I. Es simpática y amable. Sabe acercarse al pueblo. Su proximidad a los sencillos ciudadanos está probada por la experiencia, incluso su esposo dice con orgullo que "es una gran profesional". Nunca ha hecho nada impropio de una gran señora de la monarquía hispánica. Cómo olvidar, entre sus cualidades, que doña Sofía es una madre de familia y, por lo tanto, en estos momentos tan duros, es mucho más cercana al ciudadano una madre, que sabe de temas concretos, que un Rey que está por encima de todo el mundo. Y, además, es una mujer de gran cultura. Una melómana. No veo entonces motivo alguno para que doña Sofía no celebre el discurso de Nochebuena. Con doña Sofía en las pantallas de televisión todos ganaríamos. Las audiencias televisivas alcanzarían cifras inigualables. España estaría, otra vez, en posición de salida en su capacidad inventiva, incluso la monarquía se adelantaría a todos los partidos políticos que, hasta el momento, han sido incapaces de llevar hasta el final la igualdad entre el hombre y la mujer.

Y, sobre todo, Juan Carlos I probaría que la institución monárquica no está agotada.


Libertad Digital - Opinión

El poszapaterismo. Por José María Carrascal

Como ya no le queda nadie a quien engañar, trata de engañar a sus colaboradores más leales, que no saben qué hacer con él.

¿ESTAMOS viviendo en el poszapaterismo y no nos damos cuenta? Es muy posible ya que los humanos tendemos a no ver lo que tenemos delante, puestos los ojos más allá. El primero que acabó con el zapaterismo fue el propio Zapatero, cuando en mayo pasado abjuró de cuanto había dicho y hecho en seis años de gobierno, y ha sido también él quien le ha dado el tiro de gracia al reconocer tácita y torcidamente que no se presentará a la reelección. Con lo que cometía la última de sus traiciones: a su partido. Genio y figura.

Zapatero no llegó a la Moncloa con un simple cambio de gobierno. Llegó a cambiar el cambio, a acabar con la Transición, aquel consenso entre las principales fuerzas políticas españolas para traer la democracia a nuestro país, basado en la aceptación de todos, en vez de la imposición de unos sobre otros, como venía ocurriendo. No, él venía a sustituirlo por lo que la extrema izquierda reclamó desde el principio: negar legitimidad a la derecha, acabar con los últimos restos del franquismo, romper definitivamente con la iglesia católica, implantar un modelo territorial, cultural y social que acabase de una vez por todas con la «vieja España», sustituyéndola por los principios de la revolución del 68: feminismo, individalismo, narcisismo, permisibilidad. De ahí que no se preocupara para nada de la economía, y mucho, de la «cultura», o contracultura más bien. Todo lo que hizo, desde la negociación con ETA a la alianza de civilizaciones, pasando por el nuevo estatuto catalán y la ley de Memoria Histórica tendía a eso.

Lo malo fue que, en su ignorancia, no se había enterado de que la revolución del 68 había pasado tiempo atrás y que lo que se nos venía encima era una crisis económica de proporciones planetarias. Como el niño que se ha encaprichado por un juguete o el visionario convencido de estar en posesión de la verdad, siguió adelante con su proyecto incluso cuando todo el mundo se daba cuenta de que ya no servía, si es que había servido alguna vez. En ello ha perdido un tiempo y un dinero preciosos, hasta que la realidad le ha llamado al orden, obligándole a hacer todas aquellas cosas que había creído estaba predestinado a desterrar. Hoy, es un hombre tan atacado por la izquierda como por la derecha, que tiene que apoyarse en el prestigio del ejército y en la lucha contra ETA para presumir de algún mérito, y que pide ayuda desesperada a los que intentaba expulsar de la escena política para cumplir los deberes que le imponen desde fuera. Patético. Y como ya no le queda nadie a quien engañar, trata de engañar a sus colaboradores más leales, que no saben qué hacer con él, aunque al único que está engañando es a sí mismo.


ABC - Opinión

Vocación de consenso. Por Ignacio Camacho

El único que cree en las virtudes de la unidad es el Rey, que cada año las predica en el desierto de Nochebuena.

EL consenso es un pacto político que implica concesiones mutuas en beneficio de un interés común, y por tanto requiere como condición esencial una convicción sincera sobre la necesidad de alcanzarlo. Luego hace falta voluntad de acercamiento, respeto al adversario y una confianza cierta y honorable en la observancia de los eventuales acuerdos. En el actual escenario político español no se observan la mayoría de estos requisitos ni siquiera como hipótesis, por lo que el consenso resulta apenas un bucle melancólico de la Transición, una añoranza retórica propia de los discursos del Rey y de los miríficos propósitos del espíritu navideño.

Aunque Zapatero y Rajoy despidieron el año parlamentario con una esperanzadora aproximación teórica sobre la defensa de los intereses nacionales en Europa, no conviene llamarse al optimismo respecto a un clima de entendimiento en el último tramo de la legislatura. La desconfianza de ambos es manifiesta y el mandato zapaterista se halla en estado terminal. El presidente se ha pasado seis años destruyendo cualquier posible sustrato que quedara vigente en el pacto constitucional, y el jefe de la oposición ha identificado a su oponente como el principal obstáculo para una normalización del país. Sus intervenciones de la víspera de Navidad exigirían en buena lógica una inmediata cita para negociar términos concretos de compromiso en torno a un programa de acción compartida, pero la proximidad de elecciones y el recelo acumulado aventa cualquier atisbo de esperanza. El consenso va a seguir siendo un concepto abstracto que sirve para que unos y otros se reprochen la falta de vocación unitaria.


El único que de veras cree en las virtudes de la unidad es el Rey, que sabe por propia experiencia lo que valen y cada año las predica en el desierto de su intervención de Nochebuena. La reacción de los dirigentes de guardia en cada partido pone de manifiesto en seguida que cada cual oye sólo lo que le interesa; con perífrasis elusivas para que no se note demasiado la intención sectaria arriman las palabras del monarca a sus prejuicios inmóviles. Ni por asomo se avienen a darse por implicados en los exhortos de la Corona, que aprovechan para deslizar implícitos reproches sobre la responsabilidad del adversario. Del consenso sólo les interesa destacar la imposibilidad de encontrarlo, por culpa del otro, claro está. Ni un gesto, ni una concesión, ni una expresión autocrítica, ni una vaga promesa de vocación integradora. En esta política enferma de tacticismo no existe otra prioridad que la de la conveniencia inmediata. Y estando por medio el poder a quién, salvo a don Juan Carlos —que no se presenta a elecciones—, podría interesarle otra cosa que no fuese la lucha por conseguirlo o disfrutarlo.

ABC - Opinión

La Cataluña del partido único

El nuevo Gobierno catalán no sólo comparte la visión de sus tristes antecesores, sino que se muestra dispuesto a intensificar su acción hasta el establecimiento de una sociedad en en que el nacionalismo sea la única opción política posible.

El debate de investidura del candidato de Convergencia y Unión, Artur Mas, como presidente de la Generalidad de Cataluña, ha disipado cualquier duda acerca del objetivo político de esta nueva legislatura pilotada por CIU que, en lo esencial, no se va a distinguir de la muy lamentable trayectoria de los anteriores ejecutivos fruto del acuerdo tripartito entre las fuerzas nacionalistas y de izquierda.

La erradicación de la lengua común de todos los españoles y la persecución de los que pretendan lo contrario en ese territorio, el establecimiento de un marco de financiación injusto y anticonstitucional, la decisión formal de no acatar las sentencias judiciales o la amenaza de secesión de esa parte de España salvo que la aritmética política en la política nacional aconseje lo contrario, son los grandes ejes esbozados por el candidato investido tan sólo con leves toques de maquillaje ideológico con los que, en definitiva, la rebelión institucional de un órgano del Estado como lo es la comunidad autónoma pretende adquirir carta de naturaleza. El hecho de que el partido político que sostiene al Gobierno de la nación se muestre entusiasmado con este programa de radicalismo inverecundo y anticonstitucional, añade una recia dosis de vergüenza colectiva a esta gravísima decisión que alguna vez esos dirigentes actuales tendrán que explicar sus votantes.


En esencia, lo que pretende Artur Mas es aplicar cierto decoro a la gestión económica de una institución devastada como la Generalidad para mejorar la herencia tripartita, algo al alcance de cualquier político dada la forma en que se han conducido siempre los incompetentes comandados primero por Maragall y más tarde por Montilla. En el resto de asuntos que competen a su jurisdicción política, el nuevo Gobierno que tomará posesión esta próxima semana no sólo comparte la visión de sus tristes antecesores, sino que se muestra dispuesto a intensificar su acción en todas aquellas materias que conduzcan al establecimiento de una sociedad nacionalista, usufructuando la riqueza de otras regiones mientras llega la independencia a modo de un peaje que incomprensiblemente el resto de los españoles nos vemos condenados a pagar generación tras generación.

Ese, y no otro, es el objetivo del nacionalismo identitario a pesar de que, en ocasiones, haya querido verse a los dirigentes de CiU como políticos sensatos en los que se puede confiar más allá de sus concesiones al separatismo, tomadas tradicionalmente como una excentricidad elaborada en clave interna electoral. De extravagancias, nada de nada. Artur Mas tiene decidido llevar el proyecto político de un camaleónico Pujol hasta sus últimas consecuencias. Por desgracia, la penosa situación política de la España de Zapatero ofrece a estos y al resto de nacionalistas una ocasión inmejorable.


Libertad Digital - Editorial