jueves, 13 de enero de 2011

Tormenta económica y momento político. Por Fernándo Fernández

Lo que pretende ahora Zapatero no es inmolarse, sino que el país le acompañe en su auto sacramental.

RODRÍGUEZ Zapatero se ha querido reinventar en la presentación del Informe Económico 2010 del presidente de gobierno. Arropado por gentes principales y hasta algún observador internacional, con una puesta en escena típica de país en bancarrota, el presidente ha hecho el discurso que debió hacer en 2008. Saludado por unos como el sacrificio reformista de un auténtico hombre de Estado y por otros como el reconocimiento de un fracaso que ha provocado la intervención de la economía española, lo cierto es que Zapatero, a la fuerza ahorcan, ha abjurado de su política económica. Ha reconocido que la crisis será larga y el nivel de empleo no se recuperará hasta el año 2015; que el sistema financiero español necesita recapitalizarse para que fluya el crédito; que la reforma laboral ha sido marginal y no ha tocado la negociación colectiva; y que el Estado de las Autonomías se le ha ido de las manos y genera problemas de solvencia y de competitividad. Obviedades que hace solo unos meses eran para el líder socialista las señas de identidad de la reacción y la caverna antipatriótica.

El hombre nuevo que pretende recuperar su crédito internacional y su rédito electoral tiene tres problemas fundamentales: de credibilidad, oportunidad y legitimidad. De credibilidad porque no se puede afirmar con el mismo énfasis impostado una cosa y su contraria. Quien dijo un día que las palabras están al servicio de la política se cree con derecho a intentarlo, pero el escepticismo y la desconfianza han sido la tónica general. De oportunidad porque las reformas anunciadas son necesarias y pudieron habernos evitado este calvario de desempleo, recesión y restricción de liquidez. Pero no es obvio que sirvan ya para evitar la humillación de una economía española en concurso de acreedores. Las cosas han ido demasiado lejos. El inmediato futuro depende más de la respuesta de las autoridades de la Unión —ampliación del fondo de rescate, autorización para comprar deuda soberana, apoyo del Banco Central Europeo, cesión de soberanía fiscal— que del propio gobierno español. Siempre es posible estropearlo todo, y en eso el presidente es un especialista, pero ya no es posible arreglarlo sin ayuda exterior. Sirva como ejemplo la recapitalización de las Cajas. Podía haberse hecho con fondos privados en 2008 sin problema; con fondos públicos en 2009 como hicieron los países que entonces nacionalizaron temporalmente su sistema financiero; pero parece difícil que pueda hacerse en el 2011 sin ayuda internacional.

El tercer problema es de legitimidad. Rodríguez Zapatero ha decidido acabar la legislatura encarnado en hombre de Estado. Si lo fuera realmente convocaría elecciones y buscaría un mandato democrático que legitime el duro ajuste que nos impone. Las reformas propuestas necesitan un apoyo social que solo se obtiene con un mandato electoral. Lo contrario es exponerse a que alguien utilice la debilidad del gobierno en beneficio propio, a que el ejecutivo sea capturado por intereses minoritarios aprovechándose de la aritmética electoral de una legislatura moribunda. Es un teorema establecido en economía política que las auténticas reformas solo se hacen a comienzos de legislatura. Lo que pretende ahora Zapatero no es inmolarse sino que el país le acompañe en su auto sacramental. Hay una alternativa, que pida un crédito puente del FMI para garantizar temporalmente la financiación y que los españoles decidan quién y cómo nos sacará del hoyo.


ABC - Opinión

ETA. Sin comentarios. Por Cristina Losada

En las antípodas del furor declarativo de los políticos se ha situado, esta vez, la opinión pública. Ha habido ahí, desde el infausto "proceso de paz", un vuelco difícilmente reversible.

Ya ha ocurrido otra vez. Ya hemos tenido comunicado de ETA hasta en la sopa. El ministro del Interior convocó a la prensa e hizo bolos por emisoras y teles para comentarlo. El presidente del Gobierno, lo mismo. Todos los partidos se pronunciaron. Prácticamente, no hubo político que pasase por delante de un micrófono que no sintiera la necesidad de dar su imprescindible contestación a la nota de una banda terrorista y establecer, así, conversación con ella. Fuese para rechazar o celebrar, para encontrar insuficiencias o avances, para trompetear el principio del final o el final del principio, la política española en pleno se ha considerado interpelada por los terroristas. Y responde, vaya si responde.

¿Por qué no basta decir que no hay comentario alguno, que desde las instituciones democráticas no se replica a las palabras de un grupo terrorista? No es un interlocutor. Ni siquiera vale ese latiguillo, en apariencia contundente: "El único comunicado que esperamos de ETA es el que anuncie su disolución". Hasta ese "esperamos" trasluce el síndrome del rehén, la expectación ante las decisiones de los secuestradores, el ansia de que por fin nos dejen en paz. Se cuela la esperanza temerosa, la aceptación absurda de que estamos en sus manos, de que dependemos de su voluntad. Se espera que el criminal decida dejar el crimen, en lugar de esperar que el criminal pague por el crimen.


Por desgracia, es una vieja costumbre. Ahí está, cruel, la hemeroteca. Sólo una excepción, datada en junio de 1996, que recoge así el archivo de elmundo.es: "ETA declara una tregua de una semana y ofrece al Gobierno negociar una salida al conflicto. El Ejecutivo no responde al llamamiento". En el extremo opuesto, uno de los momentos más degradantes: el júbilo general, fruto de las expectativas que alimentó Zapatero, desatado tras la "tregua" del 2006. Y, ahora, el "alivio". Es natural que conforte la noticia de que unos terroristas abandonan durante un tiempo su acción criminal, pero la conciencia cívica, el respeto por la democracia, la confianza en sus medios, exigen contención. Un amenazado lo puede sentir y expresar. Un Gobierno tiene que callarse. Proclamar "alivio" muestra un estado de sometimiento, preludio de la disposición a pagar por la tranquilidad.

En las antípodas del furor declarativo de los políticos se ha situado, esta vez, la opinión pública. Ha habido ahí, desde el infausto "proceso de paz", un vuelco difícilmente reversible. Por incredulidad, por escepticismo, por experiencia acumulada, por la percepción de la marginalidad del terrorismo, por lo que sea, la sociedad empieza a negarle a ETA el protagonismo que se insiste en concederle desde la política. Eso sí es un avance.


Libertad Digital - Opinión

La claqueta del presidente. Por M. Martín Ferrand

La claque ha salvado muchos espectáculos escénicos y perpetuado su éxito hasta las «cien representaciones»

A José Luis Rodríguez Zapatero le gusta monologar. Huye del debate como el gato escaldado del agua fría; pero se crece cuando, como los viejos predicadores, se dirige a un auditorio cautivo para darle el sermón laico que conviene a sus fines, generalmente más próximos a la conservación del empleo —del suyo propio— que a la consecución del bien común. Debe reconocerse que, como monologuista, el líder del PSOE ha mejorado mucho en estos últimos siete años, en los que el Estado se ha debilitado y la Nación, empobrecida y escasa de moral, espera el milagro de la recuperación laboral como único método eficaz para volver a donde estábamos cuando nos sobrevino el zapaterismo. Zapatero ha progresado adecuadamente en sus artes expresivas, un continente sin contenido, y mucho más en la cuantía y calidad de la claque que le acompaña en sus distintas apariciones públicas.

La claque, que nació para provocar los aplausos en el teatro, se ha desvanecido en el mundo escénico y tiende a especializarse en la política. Antes de que los empresarios teatrales más frecuentes fueran los ayuntamientos, las autonomías y el Ministerio de Cultura —cuando la taquilla era la madre del cordero—, los promotores de espectáculos solían vender, en el bar más próximo a cada teatro, unas entradas de bajo precio cuya adquisición obligaba al adquirente a aplaudir con entusiasmo cuando así lo indicaba el jefe de la claque o de la clac, que también se dice. Basándose en el principio científico de que el aplauso genera el aplauso y, ocasionalmente, contrarresta el pataleo, la claque ha salvado muchos espectáculos escénicos y perpetuado su éxito hasta las «cien representaciones» que era, cuando la ley del mercado regía la actividad, la meta del beneficio satisfactorio.

En el Congreso, el imperio partitocrático impone la división de opiniones entre los asistentes, obligados al seguimiento de su jefe de fila y, a mayor entusiasmo de los próximos, corresponde siempre un abucheo más grande de los distantes. Algo incómodo para un profesional del monologo. Por eso Zapatero tiende a buscar su grandeza lejos del hemiciclo democrático para poder manejar la claque con el mínimo riesgo de interferencias. Últimamente el presidente del Gobierno, más vivo y activo de lo que sospecha Mariano Rajoy, utiliza como claque incondicional y entregada a la élite empresarial y financiera. Eso, que dice poco de la élite, subraya el mérito del monologuista que, sin riesgo de réplica, cuenta en La Moncloa, o donde toque, lo que debiera ser materia exclusiva del Parlamento. Quizá no consigue la recuperación económica, pero sí la suya propia.


ABC - Opinión

Cajas. "Hay gente pa tó". Por José García Domínguez

¿Existirá acaso mejor explicación del estruendoso silencio con que PP y PSOE han dado en parasitar de nuevo las cajas tras la reforma aparente del sistema?

Al señor gobernador del Banco de España le sucede lo mismo que a la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas, dama que en muy célebre pasaje asegura creerse seis cosas imposibles antes de desayunar. Así, Mafo repasando media docena de balances de situación de las cajas de ahorros frente al café con leche humeante y las tostadas. Pecata minuta, por lo demás. Pues, como sabido, la deuda de nuestro sistema financiero apenas supera la mitad del PIB, una bagatela de cuyo setenta por cien resultan responsables únicas y exclusivas las cajas.

Es asusto, ése de la devoción patria por la ciencia ficción contable, que los partidos, igual los grandes que los pequeños, prefieren afrontar a la luz de un clásico, El Lazarillo por más señas. Recuérdese a esos efectos el convenio gastronómico que el ciego sometiera a consideración de su compinche, el zagal de Tormes: "Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas del tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picaras una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez mas de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño". ¿Existirá acaso mejor explicación del estruendoso silencio con que PP y PSOE han dado en parasitar de nuevo las cajas tras la reforma aparente del sistema?

Silente connivencia, la de los comensales partitocráticos, que ampara extremos tan obscenos como el de premiar con una dádiva de doscientos mil euros anuales (más dietas, huelga decir) al presidente honorífico de Catalunya Caixa. Que por tal responde el oneroso retruécano de la difunta Caixa Cataluña, la misma que Narcís Serra supo conducir con pulso firme y paso decidido hacia la quiebra técnica. De ahí esa ingeniosa figurita literaria que ya va camino de costarnos 2.250 millones a los damnificados por el FROB. En fin, aún habrá quien barrunte que la mitad del sistema financiero resulta algo demasiado importante como para dejarlo en manos de una cofradía de concejales, alcaldes y excelentísimos presidentes de diputaciones provinciales, consumados maestros todos en el alegre deporte de disparar con pólvora del rey. Ya se sabe, "hay gente pa tó" que diría El Gallo.


Libertad Digital - Opinión

El fin y la derrota. Por Ignacio Camacho

No es el final de ETA lo que esperamos, sino su derrota. No da igual el modo en que termine el terrorismo.

EL terrorismo está perdiendo su batalla en casi todos los frentes pero aún hay uno en el que conserva toda la ventaja, que es el del lenguaje. A base de subvertir las palabras, los terroristas han creado una superestructura de conceptos que la sociedad asume con naturalidad alarmante. El último de ellos —tras consolidar el significado espurio de términos como «alto el fuego», «activista», «conflicto» o «lucha armada»— es el que viene a sustituir la idea de derrota por la de «fin de la violencia», que sugiere un epílogo más bien voluntario de la actividad criminal, a medio camino entre el pacto de igual a igual con el Estado y una especie de decisión generosa de los asesinos, que se avendrían a reconsiderar intelectualmente su situación para hacernos el favor de participar en política y perdonarnos de paso la vida.

El propio presidente Zapatero interiorizó ayer esta perversión conceptual al proclamar, ante un grupo de víctimas, su feliz convicción de un «final» en el que el sufrimiento pase a la Historia. Por bienintencionada que sea, esa clase de esperanza supone la asunción de un cierto conformismo que puede acabar dando por buena cualquier solución capaz de extinguir la amenaza. Y eso sería un error estratégico y, sobre todo, un fracaso moral y político. No es el fin de ETA lo que esperamos, sino su derrota. Y precisamente porque ha habido muchas víctimas cuya dignidad ha servido para sostener la resistencia, no da igual el modo en que termine la pesadilla.

La derrota del terrorismo tiene, al menos, tres premisas esenciales. Una, la rendición incondicional de ETA, su disolución a cambio de nada, sin beneficios penitenciarios ni gracias penales. Dos, la expresión pública de arrepentimiento y la petición de perdón a las víctimas. Y tres, la reparación moral y económica de sus crímenes, que incluye el cumplimiento de las penas, la entrega de los prófugos a la justicia y una cierta cuarentena política del brazo civil de los terroristas. Sin eso —como mínimo— no hay final aceptable que no sea ignominioso ni se puede admitir ninguna clase de reconversión democrática del entorno etarra, que tendrá que esperar el tiempo necesario para que la sociedad española cicatrice las profundas heridas causadas por el delirio de sangre. Después de tanto tiempo y de tanto dolor, somos nosotros, los ciudadanos, lo que hemos de imponer las condiciones. Primero justicia, y después, si acaso, clemencia. Pero la justicia ha de ser larga y cumplida.

Ése es el único final posible. Sin atisbo de resignación ni tentaciones abreviacionistas. Sin atajos ni vistas gordas. Sin paliativos pragmáticos. La paz —ni siquiera la pazzzzzzz, ¿se acuerdan?— no se puede malversar con eufemismos. Ahora ya no se habla de paz sino de fin, pero es el Estado de Derecho el que ha de elegir el momento de usar esa palabra. Y los términos en que se defina su significado.


ABC - Opinión

El Congreso de los privilegiados

Desde hace meses se aprecia una corriente creciente e inquietante de desapego de los ciudadanos con la clase política. Los barómetros del CIS han reflejado el aumento de esa brecha entre representantes y representados. El de diciembre pasado consolidó a los políticos como la tercera preocupación para casi el 20% de los españoles, por detrás del paro y los problemas económicos. No es un asunto menor, sino que se trata de una fricción en uno de los engranajes clave de toda democracia. Quién sabe si el síntoma de una patología larvada a la que no se está prestando la atención debida. De hecho, resulta sintomático que esa notoria desafección no haya merecido al menos una reflexión pública de los directamente señalados por los ciudadanos. Como si la cosa no fuera con ellos y estuvieran por encima de lo divino y de lo humano. El desencuentro representa un reproche a la clase dirigente en una época especialmente complicada para una sociedad sometida a exigentes pruebas. En tiempos de sacrificios y recortes sociales, el liderazgo moral de los gobernantes resulta una cualidad imprescindible para afrontar las adversidades y los desafíos nacionales. No se puede ni se debe reclamar lo que no se está dispuesto a afrontar en primera persona. Las pensiones son un campo de pruebas en el que se ha demostrado que los políticos se resisten a ponerse al frente de la manifestación. Como publica hoy LA RAZÓN, diputados y senadores han rechazado no ya revisar su privilegiado sistema de pensiones de 2006, sino incluso discutirlo, llegando hasta entorpecer las iniciativas parlamentarias de la diputada Rosa Díez en ese sentido. Mientras, la ampliación de la edad legal de jubilación a los 67 años para el resto de españoles se da por hecha. Desde luego, no cuestionamos la necesidad de esta reforma como garantía de futuro para las nuevas generaciones, y asumimos también como inevitables los ajustes consiguientes con la convicción de que no existe una mejor solución por dolorosa que resulte. Otra cosa muy diferente es que entendamos que nuestros parlamentarios pretenden pasar por este amargo trago como miembros de un club selecto de auténticos privilegiados, que conservarán un sistema de protección exclusivo que les asegura la pensión máxima por haber ocupado un escaño durante dos legislaturas. El Letrado Mayor de las Cortes ha argumentado para defender lo indefendible que merecen un «tratamiento digno», que otros Parlamentos tienen más beneficios y que el modelo es «económicamente moderado y viable». En cuanto a recurrir al juego de las comparaciones, sin duda los jubilados españoles salen mucho peor parados que diputados y senadores. Y en cuanto a la viabilidad, el sistema podría salir muy beneficiado si se reconsideraran, por ejemplo, las multimillonarias subvenciones a los partidos políticos y a los sindicatos. Obviamente, el debate es otro. A ninguno de sus señorías se le coaccionó en su momento para entrar en política. Son servidores públicos, que gozan ya de extraordinarios beneficios, y cuya autoridad moral, tan esencial como la legal, debe basarse en el ejemplo y la coherencia.

La Razón - Editorial

La UE prepara el rescate de Portugal... y de España

A pesar del éxito que se atribuye el primer ministro portugués, la colocación de la deuda lusa de este miércoles no prueba que Portugal no necesite un rescate sino que los mercados ya lo dan por descontado.

Cuentan de un banquero que, al enterarse de que el joven al que pensaba denegar un crédito era hijo de un padre multimillonario, se lo concedió transmitiéndole su plena confianza de que sería capaz de devolverlo. El hijo, todo orgulloso, se dirigió a su progenitor y le dijo: "¿Ves padre cómo no necesito que me ayudes y cómo puedo financiarme por mí mismo?".

Pues bien, algo parecido a ese falso optimismo e infundado orgullo lo constituye la reacción del primer ministro de Portugal (y la de no pocos medios de comunicación) ante el éxito del Tesoro luso a la hora de colocar en el mercado 1.250 millones de euros en bonos a cuatro y diez años (estos segundos, con una rentabilidad del 6,71%, unas décimas inferior al interés de la última emisión de deuda pública lusa, en noviembre del año pasado). José Sócrates ha valorado el resultado de la subasta como "la recompensa a las medidas de consolidación presupuestaria" implementadas por su Ejecutivo y como prueba de que los portugueses "son capaces de resolver sus problemas solos".


A pesar de lo que se atribuya Sócrates, la colocación de la deuda lusa no prueba que Portugal no necesite un rescate sino que los mercados ya lo dan por descontado. A la multitud de analistas que lo dan por inevitable –entre los que se encuentra la propia administradora del Banco de Portugal– se suma el hecho de que la edición alemana del Financial Times de este miércoles filtraba que la Comisión Europea ya está ultimando un fondo de 100.000 millones de euros para rescatar a nuestro país vecino. Eso, por no hablar de que buena parte del "éxito" de la subasta se debe también al hecho de que el BCE, y no los mercados, había comprado desde el pasado lunes entre 1.000 y 1.500 millones de euros en bonos, en su mayor parte portugueses. Y es que el problema de Portugal, al igual que le sucede a España, no es sólo el grado de reducción del déficit público, sino sobre todo la falta de expectativas de crecimiento. En este sentido, el Banco de Portugal ha tenido que revisar a la baja el crecimiento de la economía para este año, previendo una contracción de un 1,3% del PIB frente al crecimiento nulo previsto en otoño del año pasado.

De hecho, la UE no sólo se prepara para el rescate de Portugal sino también el de la propia España, tal y como se desprende de lo publicado por el ministro europeo de Economía Olli Rehn, quien en clara referencia a nuestro país ha manifestado que "la capacidad de préstamo del Fondo de Estabilidad Financiara debe ser reforzada y hay que ampliar el alcance de su actividad".

Señalar las diferencias entre países no va ahuyentar por sí mismas la necesidad del socorro europeo. El caso de Portugal no es, evidentemente, el mismo que el de Irlanda, pero tampoco este era el mismo que el de Grecia. Estos países tienen efectivamente problemas diferentes pero no por ello han dejado de necesitar ayuda exterior para evitar la suspensión de pagos. En el caso de Portugal y España hay además muchas más semejanzas: ambos países han experimentado un enorme aumento del peso del Estado y mantienen una economía en una situación de letargo, por mucho que no lo reconozcan las fantásticas expectativas de crecimiento de Zapatero para el año que viene. Es cierto que el peso del endeudamiento sobre el PIB es sensiblemente mayor en el caso portugués, pero no es menos cierto que el país vecino tiene una tasa de paro que es la mitad de la nuestra.

Por todo ello, que a nadie llame a engaño ni el "éxito" de la colocación de la deuda portuguesa ni el espectacular auge que ha experimentado la bolsa española. Atribuir ambas a una confianza de los inversores en nuestras propias posibilidades y en la de los portugueses para afrontar nuestros problemas es tan volátil e infundado como el orgullo que sintió el hijo del millonario al que el banquero le concedió el crédito.


Libertad Digital - Editorial

Sin excusas frente a la crisis

Con datos como el del crecimiento de la economía alemana, el Ejecutivo ha perdido el «burladero» del contexto internacional.

LA crisis financiera internacional ha sido un argumento reversible para el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero. Primero le sirvió para mostrarse arrogante y negar que España fuera a sufrir los problemas que ya se advertían en Estados Unidos y Europa. Luego, cuando la crisis entró de lleno en la economía española, el Gobierno responsabilizó a la mala situación que atravesaban los países punteros de la Unión Europea. El mal de muchos fue el consuelo del Gobierno y la coartada para explicar que el desplome del empleo y la crisis del crédito eran problemas importados, pero de los que saldríamos pronto y reforzados. El paso del tiempo ha ido arruinando todas las excusas que el Gobierno ha utilizado para explicar la gravedad extrema de la situación económica de España. Y le ha llegado el turno al famoso contexto internacional, que sigue mal, como es evidente, pero no hasta el extremo de servir de tapadera a una tasa de paro del 20 por ciento y a las dudas constantes de los mercados sobre la solvencia de la deuda española. A distinto ritmo pero paulatinamente, las grandes potencias europeas están haciendo que arranquen sus economías. El dato principal lo aporta Alemania, que cerró 2010 con un crecimiento interanual del 3,6 por ciento, el más alto desde la reunificación. Sería irreal entablar comparaciones entre las economías española y alemana, pero hay que recordar que en los malos tiempos de la economía de Alemania el Gobierno no dudaba en sumar nuestra crisis a la suya. Ahora, el Ejecutivo ha perdido el burladero del contexto internacional y está solo; mejor dicho, en el pelotón de cola del empleo y con una imagen exterior sometida a los vaivenes de los rumores sobre Portugal ahora o Irlanda y Grecia en su momento. Es decir, el Gobierno no es capaz de generar para la economía una agenda propia ante los mercados, los organismos internacionales y nuestros principales socios europeos.

Tampoco los diagnósticos ni los pronósticos de Rodríguez Zapatero van a aportar algo de seguridad. Su último informe, presentado el pasado lunes, vaticina un optimista crecimiento medio de entre el 2 y el 2,5 por ciento hasta 2015, es decir, un nivel de actividad productiva que, si se confirmara, no serviría para crear empleo neto de manera sostenida ni mejorar sustancialmente el consumo interno. A esto se le llama resignación e impotencia.


ABC - Editorial