jueves, 20 de enero de 2011

Bienvenido a mi país. Por Edurne Uriarte

El PSOE, en todos los debates autonómicos, prefiere hacer el juego a los nacionalistas.

«Bienvenido a mi país», le dijo Sandro Rosell, el presidente del Barça, a Florentino Pérez, cuando lo recibió en Barcelona el pasado noviembre. No sé si lo de Rosell fue un lapsus, comprensible en el ambiente dominante de Cataluña. Pero lo que no es un lapsus es lo de la traducción simultánea del Senado que consiste precisamente en eso. En utilizar la cámara para visualizar que Cataluña, Galicia y el País Vasco son mucho más que una Comunidad Autónoma como las demás, que son un país. Convirtiendo el Senado en la reproducción de un foro internacional donde se reúnen, no los nacionales de un mismo país y lengua, sino los representantes de los diferentes países. Con pinganillo, como cualquier foro internacional que se precie.

Es grave el dinero que se derrocha en este enésimo show nacionalista. No menos grave el desprecio del Senado manifestado por quien ha apoyado y permitido con su voto el show, el PSOE. Pues no lo permite igualmente en el Congreso que sí es, al parecer, una cámara importante cuyos debates deben ser accesibles e interesantes para los ciudadanos. Pero aún más grave es que se use el Senado para la reivindicación nacionalista a través de la utilización política del catalán, el euskera y el gallego.

Esto no va de pluralidad, la excusa de los socialistas para ceder ante los nacionalistas, empezando por los suyos propios, los del PSC. La pluralidad, desde el punto de vista lingüístico, está plenamente garantizada allí donde debe estarlo que es en los parlamentos autonómicos. Esto de va de conflicto y separación. De una representación nacionalista de los «países» integrados en el «Estado español». Y de su equiparación política con España, con el otro país, el país de Florentino Pérez, que diría Sandro Rosell.

El PSOE lo sabe perfectamente, pero en esto como en todos los debates autonómicos, prefiere hacer el juego a los nacionalistas.


ABC - Opinión

Casta. Nadie se baja del coche oficial. Por Emilio J. González

El Gobierno no cuenta con mecanismos para poder embridar a las autonomías, entre otras cosas porque fue el propio ZP el que se cargó la ley de estabilidad presupuestaria con el fin de que las autonomías pudieran campar tranquilamente por sus respetos.

Estos días varias comunidades autónomas andan pergeñando planes de ajuste presupuestario, dado que ya les resulta imposible seguir tirando el dinero a manos llenas, como han venido haciendo en los últimos años. Los dos casos más significativos son los de Cataluña y Castilla-La Mancha. Lo que está sucediendo con ambas regiones es uno de los ejemplos más claros acerca de la necesidad de acometer una reforma tan drástica como profunda del modelo de Estado.

El nuevo Gobierno de la Generalitat se ha encontrado con que el tripartito ha dejado en las cuentas públicas catalanas un agujero considerablemente superior al que había reconocido el Ejecutivo de Montilla. La idea inicial del Gabinete presidido por Artur Mas ha sido la de llevar a cabo un plan de saneamiento con dos pilares principales. Por un lado, quiere más ingresos impositivos, para lo cual insiste una y otra vez en que se aplique a esta autonomía un sistema de concierto como el que disfrutan el País Vasco y Navarra en función del reconocimiento de los derechos forales que efectúa la Constitución a ambas regiones, y nada más que a ambas regiones. Básicamente, de lo que se trata es de que el Estado dé todavía más dinero a la Generalitat. El segundo pilar es la emisión de más deuda pública, lo cual ha prohibido drásticamente el Ministerio de Economía, para ir tirando mientras mejora la situación económica. ¿Qué es lo que hay de fondo? Pues ni más ni menos que el nuevo Gobierno catalán quiere seguir dilapidando el dinero, cuando Cataluña ya es, con diferencia, la comunidad autónoma con mayor gasto público por persona de España.


Por su parte, la Junta de Castilla-La Mancha, a la que el mundo se le ha venido encima con la quiebra de Caja Castilla-La Mancha porque ya no puede utilizar a la entidad crediticia para seguir financiándose, quiere recortar este año 770 millones de euros de gasto, para lo cual habla de suprimir el papel en la Administración regional y cosas por el estilo.

¿Qué tienen en común ambos casos? Fundamentalmente, tres cosas. En primer lugar, aquí nadie habla de acabar con todos esos derroches en forma de coches oficiales, visas oro y demás gastos suntuarios que caracterizan a nuestra Administración Pública, por no mencionar esa legión de asesores de todo tipo que parasita los presupuestos. Cualquier cosa antes que bajarse del coche oficial, de dejar de tirar de tarjeta de crédito oficial para financiar gastos harto dudosos, de acabar con las colocaciones con buenos sueldos de los parientes, amigos y correligionarios y de poner fin al clientelismo político a base de ayudas, subvenciones y prebendas de todo tipo. Aquí nadie que viva o dependa de la Administración quiere renunciar a su tren de vida, aunque sea un lujo que un país nunca se puede permitir, y mucho menos el nuestro en las circunstancias actuales de crisis fiscal. Sin embargo, cualquier ajuste presupuestario que se precie debe empezar por poner coto a estos derroches innecesarios de ingentes cantidades de recursos públicos, como ya empezó a hacer desde hace algún tiempo la Comunidad de Madrid. La Administración está para servir al ciudadano, no para que quien la gestiona se sirva de ella para vivir como un sátrapa y consolidar su poder político a costa del bolsillo de los contribuyentes.

El segundo denominador común es no querer aceptar que la realidad presupuestaria de nuestro país ha cambiado de forma drástica y no va a volver a ser lo que era. Durante años, las autonomías se han beneficiado de las ingentes cantidades de recursos, en forma de impuestos vinculados con la vivienda, que les ha aportado la burbuja inmobiliaria. En vez de reducir la presión fiscal que sufren los ciudadanos, todas las autonomías, con la excepción de Madrid, han optado por utilizar esos dineros para ampliar más y más sus gastos en cosas y en políticas que ni se necesitan ni nadie había demandado. Lo lógico sería que ahora, desaparecidos esos ingresos para siempre, esos gastos a que dieron lugar pasaran también a mejor vida. Sin embargo, prácticamente ninguna región está por la labor de ajustar verdaderamente su política presupuestaria a esta nueva realidad, no porque este año haya elecciones autonómicas sino, simplemente, porque casi nadie quiere ver reducido en un ápice el tremendo poder que proporciona el manejo de ingentes cantidades de dinero público.

Por último, aquí todo el mundo quiere seguir gastando alegremente, pero a ninguna autonomía se le ocurre subir los impuestos para financiar esos gastos innecesarios, que es lo que deberían hacer si quieren seguir por esa línea, porque nadie quiere asumir los costes políticos de una decisión que irritaría profundamente a los votantes de la comunidad que la tomara. Por el contrario, desde las administraciones regionales se sigue presionando al Estado para que transfiera más y más recursos sin entender que ni el Gobierno central tiene ya margen para ello, que no pueden seguir derrochando el dinero como hasta ahora y que los problemas económicos de nuestro país no son sólo competencia del Estado, sino también, y sobre todo tratándose de presupuestos, de las propias comunidades autónomas.

Ahora Zapatero dice que las va a meter en cintura y las va a obligar a reducir su déficit. Personalmente, y con el historial del personaje, todavía tengo que verlo para creerlo. Pero es que, además, el Gobierno central no cuenta con mecanismos para poder embridar a las autonomías, entre otras cosas porque fue el propio ZP el que se cargó la ley de estabilidad presupuestaria con el fin de que las autonomías pudieran campar tranquilamente por sus respetos en este terreno, dentro de ese modelo de desconstrucción del Estado que el presidente del Gobierno se ha afanado en aplicar con denuedo. Pues bien, ahora que del modelo de Estado apenas quedan ya los cimientos, es hora de cambiarlo, entre otras cosas para devolver a la Administración central competencias, poderes y dineros que nunca debió perder ni transferir.


Libertad Digital - Opinión

Principios elásticos. Por M. Martín Ferrand

En función de un hipotético pacto con los sindicatos, Zapatero está dispuesto a tirar del muestrario y tragarse sus principios.

NO podía esperar Groucho Marx que una de sus más jocundas expresiones —«Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros»— pasaría a ser el lema de conducta de una buena parte de los políticos españoles en activo. Como acabamos de ver en el Senado, en función de la reacción en contra de la traducción simultánea entre los distintos idiomas españoles, lo censurable está en un gasto innecesario, en un despilfarro ofensivo en tiempos de crisis y paro; pero pocas han sido las voces hostiles a tal despropósito por las razones lógicas y constitucionales que son del caso. Es decir, que si estuviéramos en época de vacas gordas no sería escandaloso que un gallego y un catalán no se entendieran entre sí hablando castellano. Los principios, ese estrecho carril que delimitan la razón y la ética, no cuentan.

Esa obscena mutabilidad de los principios y los supuestos ideológicos brilla allí donde se mire. En función de la crisis y de un hipotético pacto con los sindicatos, José Luis Rodríguez Zapatero, que se hizo famoso como paladín de lo antinuclear, está dispuesto a tirar del muestrario y, tras tragarse sus principios, buscar una muestra de sensatez a favor de la energía nuclear y su producción en España. ¿Solo porque ya no es sostenible el delirio termosolar y otras insensateces productivas que, además de amenazarnos con la ducha de agua fría, encarecen sin sentido ni ventajas la producción energética?


En Andalucía, en la dadivosa corte de José Antonio Griñán, la Junta entiende que es «innecesaria» la apertura de un expediente al ex presidente Manuel Chaves por no haberse inhibido en la concesión de una voluminosa subvención a la empresa Matsa, en la que trabaja su hija, como ordenó el Tribunal Superior de Justicia andaluz. Lejos de cumplir con un precepto democrático, como el acatamiento y ejecución de las resoluciones judiciales, entiende Griñán, en uso de la condición intercambiable de los supuestos morales, que la culpa de todo la tiene el PP por haber denunciado a la hija de Chaves, a su empresa y al innecesario vicepresidente del Gobierno.

Y así sucesivamente, Artur Mas protesta por el agujero oculto que José Montilla dejó en las cuentas de la Generalitat; pero, en uso de los principios de goma, no le lleva ante los tribunales. Hasta el Financial Times, que es periódico más que centenario y solvente, piensa que Zapatero, ya en el curso de su segunda legislatura —y última, suponen—, «es el único que puede acometer las reformas que España necesita». Cuentan los colegas ingleses con la capacidad mutante del líder socialista, pero ignoran hasta dónde llega su incapacidad fáctica.


ABC - Opinión

Senado. Finjamos que no nos entendemos. Por Cristina Losada

El supuesto reconocimiento de la pluralidad lingüística en el Senado no es más que un reconocimiento al mito político que el nacionalismo ha enredado en torno a las lenguas.

Hagamos como si no nos entendiéramos. Como si no dispusiéramos de una lengua común y de una lengua oficial del Estado. Esa es la ficción que pretende armar el régimen del pinganillo en el Senado, donde acaban de alcanzar la cooficialidad tres lenguas que, hasta ahora, mantenían ese status en las comunidades autónomas correspondientes. Para el Gobierno, se trata de un merecido reconocimiento a la riqueza y a la pluralidad lingüísticas de España y de un avance hacia la normalidad. No pregunten por qué, entonces, ha tardado tanto en remediar el atropello. Pero si algo reconoce la nueva y plurilingüe condición senatorial es, justo, la anormalidad. Si las lenguas fueran lo que son, esto es, instrumentos de comunicación, a nadie se le ocurriría renunciar a la práctica que es habitual y natural en la sociedad: las personas que hablan idiomas distintos emplean, cuando se reúnen, el que comparten todas ellas.

Como las lenguas son piezas de estrategias políticas, se han convertido en sujetos de derechos y en expresión de identidades irreductibles, la ficción se impone a la realidad a fin de contrarrestarla y, en lo posible, trastocarla. Así, el supuesto reconocimiento de la pluralidad lingüística en el Senado no es más que un reconocimiento al mito político que el nacionalismo ha enredado en torno a las lenguas. Es el pago de un peaje. Pero no sólo a cambio de los servicios que presta ocasionalmente este o aquel partido nacionalista a un Gobierno, que también. Más aún, supone la aceptación sumisa y acomplejada del imaginario del nacionalismo, de su falaz relato sobre España y su historia, de un victimismo que exige constantes reparaciones y desagravios. A todo lo cual viene a añadirse, cosas de la moda, la exaltación de la "diversidad" que caracteriza al multiculti.

En aras de la verosimilitud, el fingimiento de los senadores debería incluir la traducción de los parlamentos de sus señorías a las distintas lenguas de España. Pero aquí, al igual que en las malas películas, el legionario romano lleva un Seiko en la muñeca. Como todos los senadores hablan español, bien que unos mejor que otros, el apaño no atiende a la incongruencia y el discurso en catalán, en vascuence o en gallego, se vierte a la lengua común y andando. Ah, pero eso no aparecerá en el escenario. En público rendimos vasallaje a la mitología que sacraliza –y ahoga– los idiomas que representan el alma (Volksgeist) de las naciones por construir.


Libertad Digital - Opinión

Pinganillos. Por Ignacio Camacho

El montaje superfluo de los pinganillos retrata la trivialidad de la agenda política y el papel postizo del Senado.

NO se trata del dinero, que también, sino de la trivialidad. Los pinganillos del Senado no son tanto un despilfarro —que objetivamente sí lo son, en tanto que suponen gastar miles de euros en un montaje accesorio— como una demostración del ensimismamiento estéril de nuestra clase política, cuya agenda de prioridades está dominada por la tendencia al histrionismo infantil y a la gestualidad anecdótica. Son el penúltimo símbolo de desarraigo de un colectivo dirigente desanclado de la realidad, una especie de oligarquía enajenada en su burbuja de caprichoso y carísimo celofán de privilegios.

Esa propensión escenográfica, fronteriza con la payasada, no representa a la España plural sino a la España irreal que reside en el imaginario de nuestra dirigencia, un grupo incapaz de entender y de representar los anhelos de la gente que les paga el sueldo y les costea sus extravagancias. En un país en el que las lenguas autóctonas están perfectamente protegidas y fomentadas en sus respectivos ámbitos, gozando de plena vigencia normal y de oficialidad casi unívoca en las instituciones y parlamentos territoriales, el dispositivo de traducción simultánea en una Cámara nacional cuyos miembros son todos sin excepción perfectamente capaces de expresarse en el idioma común resulta una farsa extravagante, un chusco alarde de ostentación artificiosa.


Los mismos tipos que se colocan los auriculares con afectada solemnidad en la sala de Plenos hablan en los pasillos el castellano que desdeñan para complacerse en la pose de una oficialidad multilingüe, y ese desajuste retrata el cartón truquista de su impostura, la flagrante superchería de esa representación redundante y tramposa. Se trata de un ejercicio literal de doble lenguaje, una metáfora transparente del engañoso trampantojo dibujado por la política española como telón de fondo de su insustancialidad y su falta de realismo. Frente a la situación límite en que la crisis ha situado al Estado autonómico, colapsado financieramente por su insostenible hipertrofia, los nacionalistas y sus inestimables aliados socialdemócratas imponen una irritante escenografía de insensato derroche simbólico. Un peldaño más en la escala de desapego enajenado que separa a los ciudadanos de su sistema de representación pública.

En realidad, el tingladillo de intérpretes del Senado no viene a ser más que la muestra cristalina de la inutilidad de esa Cámara a la que nadie logra encontrar un papel ni un sentido en el mapa institucional de la democracia. Funciona como una caja hueca y cara, un dispendio ornamental y vacío, un engorroso y disfuncional juguete. Reducido a un escenario de simulación, a una pantomima sin guión ni sustancia, es la caricatura de un Parlamento postizo al que el artificio de los pinganillos desnuda su carácter huero, superficial, sintético. Sencillamente superfluo.


ABC - Opinión

La revuelta del pinganillo: entre la burla y la cuchufleta. Por Antonio Casado

Para la izquierda, el uso de las cinco lenguas cooficiales en el Senado refleja el carácter territorial de la Cámara Alta. A la derecha le parece “ridículo” el uso de la traducción simultánea. Y los nacionalistas califican de “histórico” este martes 18 de enero de 2011, cuando por primera vez se permitió hablar en cualquiera de las cinco lenguas españolas para la defensa de una moción en sesión plenaria.

La revuelta del pinganillo se ha extendido, sobre todo, por los medios de comunicación, algunos de los cuales solo reconocen aquella pluralidad de “los hombres y las tierras de España” de infausto recuerdo. La clase política entra al trapo pero sin sacar los pies del tiesto. Más allá de las ocurrencias, como la de la portavoz socialista, Carmela Silva, que invita al PP a salir del armario y no hablar el catalán en la intimidad. O los apuros del presidente del Congreso, José Bono, al marcar distancias con la posición oficial de su partido sin aparentar desacato a una decisión de la Cámara Alta.


El ruido mediático, en cambio, ha sido mucho mayor. Entre la burla y la cuchufleta. O, directamente, la descalificación. Como el periódico madrileño que ayer calificaba de “majadería” la tesis defendida por el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, de que la pluralidad nos hace más fuertes como sociedad.
«El derecho a usar las distintas lenguas españolas en el Senado está muy restringido y no es nada nuevo. Desde 1994 ya se venían usando esas lenguas en las comunicaciones escritas y también se podía hablar en los debates plenarios sobre el Estado de las Autonomías.»
La Constitución proclama la voluntad de la Nación española de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. Conviene recordar que vivimos en el Estado de las Autonomías. El Senado se constituyó como Cámara de representación territorial. No es más absurdo ni más caro utilizar allí el euskera, o el gallego, donde todos se entienden en castellano, que inventar un himno para Madrid, un Parlamento para La Rioja, una televisión pública para Castilla-La Mancha o “un defensor del pueblo en cada campanario”, como dice mi amigo Raul del Pozo.

El derecho a usar las distintas lenguas españolas en el Senado está muy restringido y no es nada nuevo, aunque lo parezca. Desde 1994 ya se venían usando esas lenguas (catalan, euskera, gallego y valenciano, además del castellano) en las comunicaciones escritas y también se podía hablar en los debates plenarios sobre el Estado de las Autonomías. Desde 2005, con el voto favorable del PP, se autorizó también el uso hablado de esas lenguas en la Comisión de Autonomías. Ahora se ha dado un paso más, pero sigue siendo muy limitada la posibilidad de usar otra lengua que no sea el castellano. Se decidió en julio, esta vez sin el voto del PP, que esa posibilidad se extendiera a los plenos. Por imposición del PSOE, solo a las mociones, no a las proposiciones de ley y mucho menos a las preguntas al Gobierno.

En esta divertida revuelta de los pinganillos abundan los que se hacen trampas en el solitario al reducir la cuestión a la factura de este canto a la diversidad. En torno al 1 % del presupuesto de la Cámara. Por cierto, lo del pinganillo no es de ahora. La traducción simultánea ya funcionaba en comisión. Y también costaba dinero, unos 100.000 euros, pero alguien ha decidido poner el umbral de la indignación en los 250.000 más que va a costar ahora.

¿Pero no saben todos el castellano? Ciertísimo. Por eso la traducción simultánea no se hace del castellano a las otras lenguas, sino al revés ¿Y por qué no hablan todos en castellano? Podrían hacerlo, pero tienen el derecho legal a expresarse en sus respectivas lenguas maternas y la suficiente fuerza política para proyectar en las votaciones la voluntad de diez millones de españoles que crecieron hablando esos idiomas. Tienen derecho a reconocerse en sus representantes políticos, también a través de la lengua.


El Confidencial - Opinión

Autonomías. Nuestras diecisiete islas griegas. Por José García Domínguez

Si en el papel mojado de las estadísticas oficiales Cataluña todavía luce entre las comunidades formales, serias y cumplidoras, ¿qué razón hay para fiarse de las cuentas de las otras dieciséis?

"El poder es la impotencia", sentenció en cierta ocasión De Gaulle. En Francia, quizá, no lo dudo. Pero, a este lado de los Pirineos, resulta ser algo mucho más humillante aún; es Gulliver capturado, maniatado e inmovilizado, reo de los vociferantes pigmeos de Liliput y Blefuscu, prestos siempre a obedecer a sus insaciables reyezuelos pedáneos. Mientras la prensa tiene entretenido al personal con la bobadita del pinganillo, así lo acaba de reconocer un Carlos Ocaña, secretario de Estado de Hacienda por más señas. Y hombre lacónico, al punto de que apenas ha necesitado recurrir a cuatro palabras, solo cuatro, con tal de verbalizar su definitiva inopia a propósito de la deuda autonómica.

He ahí, elocuente, la apostilla que siguió al anuncio de que piensa frenar el endeudamiento de la Generalidad si ha superado el déficit autorizado. "Como parece el caso", añadiría acto seguido en muy demoledora confesión de ignorancia. Pues ocurre que lo que queda del Estado no tiene ni la más remota idea de cuánto deben las diecisiete islas griegas que lo integran. Solo en Cataluña, se acaba de descubrir un ocultamiento doloso de 2.300 millones de euros en las cuentas del Gran Capitán Montilla. Por cierto, delito tipificado, el de falsedad contable y documental, merced al que ya estarían en la cárcel a estas horas Castells y el propio Montilla, de haber administrado una sociedad mercantil.

Por lo demás, igual parece el caso que los taimados mercados también han sido engañados como chinos por los enanitos manirrotos. A fin de cuentas, si en el papel mojado de las estadísticas oficiales Cataluña todavía luce entre las comunidades formales, serias y cumplidoras, ¿qué razón hay para fiarse de las cuentas de las otras dieciséis? Es sabido, un Estado se diferencia de la Banda del Empastre en que dispone de anticuerpos institucionales que le permiten resistir asaltos tanto internos como externos. Desde las salas ordinarias de justicia al Tribunal Constitucional, y desde la Intervención General al Tribunal de Cuentas del Reino. Aunque, tal como advierte el imprescindible Alejandro Nieto en La organización del desgobierno, todo eso requiere de una cultura política madura, una estructura estatal vertebrada y algo parecido a la honestidad en los usos sociales dominantes. Como no parece el caso, huelga decir.


MEDIO - Opinión

¿Recortar las autonomías? Por José María Carrascal

«No necesitamos ni una nueva constitución ni un recorte de las autonomías. Necesitamos que vuelvan a ser aquello para lo que se pensó: la casa común de todos los españoles, dando al Estado lo que es del Estado y a las autonomías lo que es de las autonomías, que bastante trabajo es».

QUE el Estado de las Autonomías necesita un repaso parece evidente. Al menos todos se quejan de él. Lo malo es que a unos les queda demasiado estrecho, y a otros, demasiado ancho, haciendo muy difícil el consenso necesario para reformarlo.

La principal objeción que se le hace es que resulta demasiado caro. Un país como el nuestro no puede soportar 17 gobiernos, 17 congresos, 17 senados, más el central, con todo lo que ello lleva consigo. Puede que en tiempos de bonanza económica fuera asumible. En plena crisis, significa un lastre agobiante para la recuperación. Todo eso es cierto. Pero no lo más importante. Lo más importante es que el Estado de las Autonomías no está cumpliendo el papel que le asignaron sus diseñadores: el de articular definitivamente España. Usando un término orteguiano, el de vertebrarla. Por cierto que Ortega fue el padre de una España articulada en «Grandes Comarcas», que se correspondían casi exactamente con las actuales Comunidades Autónomas. Ni la Dictadura de Primo de Rivera ni la República le hicieron caso, siendo una de las causas del desencanto del filósofo con la última.


Vino a hacérselo, medio siglo después, la democracia española, como en bastantes más cosas de las que se cree. La Constitución de 1978 reconoció la pluralidad de España, liberándola del corsé centralista que la constreñía, para ajustarla a lo que realmente era, es decir, para hacerla más igual a sí misma. Pero en modo alguno para trocearla en su diversidad. La mejor prueba de que no es lo que algunos intentan que sea la tenemos ya en su artículo segundo, donde establece que «se funda en la indisoluble unidad de la Nación (con mayúscula) española», si bien reconoce «el derecho a la autonomía de las nacionalidades (con minúscula)». Nación, por tanto, hay solo una; nacionalidades, varias. Lo que ensamblaba pluralidad con unidad. Sin embargo, la deriva de ese Estado ha ido en sentido contrario: convertir las nacionalidades en Naciones, alguna incluso con ínfulas de Estado, al que exigen tratar de tú a tú. A ello han contribuido muchas cosas, empezando por el poco caso que hacemos los españoles a lo importante y el mucho a lo baladí, y terminando por la dejación de responsabilidades de los dirigentes políticos. En ese sentido, la indiferencia de nuestro presidente de Gobierno hacia la nación, «un concepto discutido y discutible», ha sido tan determinante como costoso. Expandiendo las autonomías cada vez más, lo único que conseguimos es convertirlas en soberanías, y una nación, por no hablar ya de un Estado, no puede sobrevivir con soberanías distintas sin negarse a sí misma. Pero esa es la dinámica que se ha impuesto en España, con Cataluña como liebre, a la que siguen el resto de las comunidades. Sin que sirva volver a la idea original de solo tres nacionalidades históricas, dejando el resto como regiones: primero, porque ya se ha superado; luego, por el agravio comparativo que significaría, incompatible con la igualdad democrática.

Incluso en el plano más bajo de los dineros, nuestro Estado autonómico chirría. Su pecado original fue conceder a Navarra y a las tres provincias vascas un estatuto especial que les permite recaudar todos los impuestos en su territorio, para pasar luego al Estado lo que consideren este invierte en ellas, mientras los demás deben pagar directamente a la Hacienda española. Una grosera discriminación, que choca con la paridad de derechos y deberes que se supone en todo Estado de Derecho. Con los catalanes exigiendo un pacto fiscal semejante al de los vascos que, de conseguirlo, reclamará el resto. Así no se hace un Estado. Así, se deshace. Y si la Constitución del 78 lo está propiciando, la necesidad de ajuste, si no de reforma, se hace imperativa.

Con ser todo ello urgente, lo que hace necesaria la reconsideración de nuestro modelo de Estado es algo todavía más importante: que nos está llevando en sentido contrario de la historia. Una vez más, los españoles estamos marchando en dirección opuesta a la de los demás pueblos del planeta, o al menos, a la de los más importantes, principal causa de nuestros fracasos. Mientras el mundo tiende a unirse en grandes bloques, nosotros nos empeñamos en fraccionarnos. Mientras la globalización avanza, la provincialización está de moda en España. Mientras el inglés se convierte en el idioma universal, con el español ganando terreno incluso en Estados Unidos, nosotros no lo enseñamos en algunas escuelas o lo equiparamos a los idiomas locales en el Senado. ¿Es eso marchar en el sentido de la historia? No, es marchar contra ella. El caso más... iba a decir horripilante, pero lo dejo en chusco, es el del ya citado «pacto fiscal» exigido desde Barcelona. Cuando en toda Europa se alzan voces a favor de homogeneizar los impuestos hasta lograr una fiscalidad única europea que permita afrontar la crisis con mejores armas que las actuales, el nuevo gobierno de la Generalitat quiere un fisco propio. A tales delirios lleva el nacionalismo, en tal pozo nos han metido la frivolidad de nuestros políticos y la despreocupación de la ciudadanía. ¿O es que los españoles no sentimos España como algo nuestro, y solo buscamos sacar de ella lo que nos interesa? ¡Esa sí que es una pregunta para la que se necesitaría no un artículo, sino un libro! Sin que fuese seguro bastaría para contestarla.

Lo urgente es: ¿tiene remedio? ¿Estamos todavía a tiempo de cortar la hemorragia? Y en caso de que lo estemos, ¿qué remedios hay que aplicar?

De entrada, hay que decir que la solución no se ve por ninguna parte, con los dos grandes partidos —los únicos que pueden conjuntamente hacerlo— más alejados que nunca. Se ha avanzado tanto en la deconstrucción de España, que alguien tan sensato y amante de ella como Stanley Payne ha llegado a decir que «España es el primer país de Europa que puede deconstruirse». Se dirá que ha habido otros que lo hicieron, Yugoslavia, Checoeslovaquia, pero eran naciones de nueva planta, con poco fundamento, mientras que España lleva cinco siglos a cuestas.

Y esos cinco siglos son los que nos dan esperanzas. Hemos vivido momentos muy duros, muy difíciles, incluso de guerras civiles, y, mal que bien, hemos aguantado. ¿Por qué vamos a rompernos ahora, precisamente cuando todo empuja a la unión? Demostraríamos tener una insana tendencia al suicidio colectivo, que un pueblo tan vital como el español no ha mostrado incluso en sus peores momentos.

Pienso que lo que vuelve a fallar son las elites, dirigentes capaces de sacar lo mejor que hay en nosotros, en vez de lo peor, como ocurre últimamente. De ilusionarnos, en vez de azuzarnos, de centrarnos, en vez de radicalizarnos. Y con la Constitución, lo mismo. No necesitamos una nueva. Necesitamos que vuelva a ser lo que era: la «casa común de todos los españoles», la que unía en vez de separarnos, huyendo de los excesos que la desvirtúan, dando al Estado lo que es del Estado, y a las autonomías, lo que es de las autonomías. ¿Recorte de las autonomías, por tanto? No, devolverlas a su papel original de encargadas de los asuntos inmediatos de sus respectivos ciudadanos. Que bastante trabajo es.
Pero para eso se necesita que todos los españoles, o al menos la inmensa mayoría, aceptemos que el coste de esa convivencia es aceptar nuestra diversidad. Teniendo en cuenta que los costes de no aceptarlo son que el Estado se nos caiga encima y la nación se nos hunda bajo los pies.


ABC - Opinión

Seguridad Social insegura

Las voces que pronosticaron tensiones de hondo calado para la Seguridad Social frente al optimismo del Gobierno no se equivocaban. El balance de 2010 es más que preocupante y avisa, sin duda, de un horizonte adverso que obliga necesariamente a forzar la senda de las reformas. Pese a que el Ejecutivo se aferró ayer a la resistencia del sistema, y a que era la única entre las entidades públicas que logró mantenerse en superávit, lo cierto es que sólo la denominada «hucha» de las pensiones evitó que la Seguridad Social entrara en déficit. Los números son incontestables. Según el Ministerio de Trabajo, los excedentes de la Seguridad Social se han reducido en un 72% al cierre del pasado año, hasta los 2.382,97 millones de euros, lo que equivale a un 0,22% del PIB. De no ser por los 2.660 millones que el organismo ha ingresado por los intereses del fondo de reserva de las pensiones, el año se habría cerrado con unos 278 millones de déficit. El citado fondo de reserva, la «hucha», creado por José María Aznar para garantizar el pago de las jubilaciones ante una coyuntura adversa y persistente, guarda las reservas acumuladas en los años de bonanza y cuenta hoy con 65.000 millones de euros, que son invertidos en deuda pública.

En 2004, cuando Zapatero llegó al poder, su cuantía era de 19.300 millones, lo que demuestra que ha sido un instrumento valorado y protegido también por el PSOE. A día de hoy, la foto fija de la Seguridad Social es aún más grave en la medida en que el deterioro de la situación económica y laboral se ha convertido en un fenómeno enquistado con la llegada del Gobierno socialista. Los datos son concluyentes sobre la falta de capacidad del PSOE para preservar una Seguridad Social saneada. Cuando Aznar accedió al Gobierno en 1996, la situación que dejó Felipe González era de práctica quiebra, con números rojos del -2,1% del PIB en 1995. El último año completo de los gobiernos del PP, 2003, la Seguridad Social cerró con un superávit del 1% del PIB, unos 10.000 millones de euros. La gestión de Rodríguez Zapatero ha emulado a la de Felipe González. De aquellos 10.000 millones que heredó se ha bajado hoy a un déficit de 278 millones, reconocidos ayer por el Gobierno. La caída, por tanto, ha sido brutal. Lo que refleja el tremendo impacto de una política económica que se ha traducido en un récord de parados y el correspondiente retroceso de los ingresos por cotizaciones, en contraste con la bonanza y la prosperidad disfrutadas con los populares. La negativa evolución, que persistirá este año, según todas las estimaciones, refuerza todavía más las razones que convierten en imprescindible la reforma de las pensiones a medio plazo, que debe estar, por supuesto, acompañada de cambios profundos en el mercado laboral. Nuestro sistema, sin una importante bolsa de cotizaciones, no puede funcionar. El análisis es simple, si no se ataja la deriva actual para garantizar el sostén financiero, con la recuperación del empleo, los desequilibrios colapsarán el sistema. El Gobierno haría bien en dejar de mirarse al ficticio ombligo del superávit y acelerar unas reformas que no pueden quedarse cortas y deben ser ambiciosas.

La Razón - Editorial

China en escena

Hu Jintao irrumpe en Washington con todos los atributos del superpoder que encarna.

La visita del presidente Hu Jintao a EE UU marca la voluntad del Gobierno chino de irrumpir en la escena mundial como nueva superpotencia y, de modo simétrico, la disposición estadounidense a concederle esta consideración. Esta es la gran diferencia con el viaje de Deng Xiaoping en 1979, cuando Washington no acertó a definir un modelo de relación con un país del que se intuía su protagonismo futuro. Desde entonces, Pekín ha desarrollado una medida estratégica en los principales escenarios mundiales hasta convertirse en el actual interlocutor privilegiado de Washington.

El éxito de esa estrategia es la razón última de la magna recepción dispensada a Hu en Washington y, también, de las líneas fundamentales de la agenda de la visita -desde comercio a divisas y seguridad global-, alumbrada por un preámbulo de 45.000 millones de dólares en acuerdos de exportación, de los que forman parte la compra de 200 aviones a Boeing. Contratos que pretenden silenciar en parte las quejas americanas por su astronómico déficit comercial con China, estimado el año pasado en 275.000 millones de dólares.


China se ha convertido en el principal banquero internacional y, por tanto, en el actor decisivo para hacer frente a la gran crisis que sacude al sistema financiero desde el verano de 2007. Pekín no ha dudado en rentabilizar políticamente el volumen de sus reservas, buscando amortiguar, cuando no silenciar, las críticas por su situación política interior. Aunque Barack Obama ha sido uno de los pocos dirigentes mundiales en evocar públicamente la cuestión de los derechos humanos ante el Gobierno chino -ayer, con guante de seda, ante un Hu que dejó claro que su Gobierno no se dejará presionar en ese terreno-, no ha pasado de ser una precavida referencia más dirigida a cubrir las formas que a realizar una crítica directa. Obama prefiere poner el énfasis en el incremento de la cooperación.

La diplomacia de Pekín, apoyada por un formidable despegue militar, mucho más rápido de lo previsto, ha conseguido colocar a sus principales interlocutores, también a Obama, ante la insalvable disyuntiva de condescender con su desprecio por los derechos humanos o bien renunciar a la cooperación de su Gobierno en terrenos, además del económico, tan candentes como la proliferación nuclear en Irán o Corea del Norte. Washington sabe que la China de Hu no es la que encarnaba Deng Xiaoping, hasta el punto de que la única superpotencia mundial se ha avenido a compartir parcialmente su hegemonía a fin de no arriesgarla por completo.

Es preferible, sin duda, que esta rivalidad en las alturas se dirima por la vía de los acuerdos y no de los mecanismos de la guerra fría, algo en lo que ha insistido Hu Jintao desde su llegada a Washington. Pero cabe preguntarse sobre los límites de esa negociación cuando una de las partes está representada por un Gobierno que se erige sobre una radical falta de libertades para sus ciudadanos.


El País - Original

La clase política y el Estado autonómico

Lo lamentable no es tanto que los principales partidos no ofrezcan una solución compartida a la inviabilidad del actual modelo autonómico, sino que ambos niguen la existencia misma del problema.

Zapatero ha aprovechado este miércoles la aprobación definitiva del Estatuto de Extremadura para abordar en el Senado el debate que avivaba hace unos días el ex presidente del Gobierno José María Aznar en torno a la inviabilidad del actual Estado autonómico.

Tal y como era previsible, Zapatero ha dado una visión idílica del actual modelo autonómico destacando que es el "más idóneo" porque acerca la administración a los ciudadanos y porque, además, reconoce la "pluralidad" de España y sus diversas identidades. Tras una encendida defensa del "vigor" y la "vitalidad" del modelo estatal español, Zapatero se ha limitado a pedir un "esfuerzo conjunto y exigente" para gestionar los asuntos públicos "con la mayor austeridad y eficiencia posible".

La verdad es que el ánimo reformador que traslucía un día antes el líder de la oposición Mariano Rajoy tampoco es que fuese mucho más allá. Así, Rajoy ha manifestado que no plantea que el Estado central recupere competencias y que el Estado de las autonomías "ha sido muy útil pero necesita reformas". La primera consiste en restablecer el tope de gasto que antes marcaba la ley de estabilidad, tanto para las comunidades autónomas como para los ayuntamientos y la administración del Estado. La segunda, a juicio de Rajoy, sería configurar una unidad de mercado con "pocas normas claras y entendibles" en todo el territorio nacional. "Si en toda Europa vamos hacia normas comunes, no tiene sentido que haya 17 regulaciones distintas, porque es algo que afecta a la propia creación de empleo". Finalmente, Rajoy ha propuesto desarrollar desde el Estado una "regulación básica" para "garantizar la igualdad de los ciudadanos" en toda España.


Aunque la clase política no se atreva a reconocer públicamente la realidad tal y como es, lo cierto es que el Estado autonómico se ha convertido en un monstruo de 17 cabezas, causante de numerosos despilfarros y duplicidades, generador de cuantiosas redes clientelares y del monumental incremento de funcionarios. Es, a su vez, el causante de fracturas en la unidad de mercado, origen de la falta de vertebración que dejó en evidencia la derogación del Plan Hidrológico Nacional, o potenciador de lo que nos separa en detrimento de lo que nos une, con lamentables consecuencias especialmente en el ámbito educativo. Se ha convertido, en definitiva, en el causante de la crisis institucional que padece España como nación y, tal y como denuncian numerosos organismos independientes, en un auténtico lastre para nuestras posibilidades de recuperación económica.

Algunos dirán –y dirán con razón– que todos estos males no son consustanciales a cualquier modelo autonómico o descentralizado. Y ciertamente no tendría por qué ser así si cada palo aguantase su vela y los organismos autonómicos, además de serlo a la hora de gastar, lo fueran también a la hora de recaudar, aunando así autonomía y responsabilidad. De hecho, se pueden plantear distintas reformas, desde la que van encaminadas a que el Estado recupere competencias en detrimento de las autonomías, a las de corte federalista favorables a una consolidación o extensión de las mismas por parte de la autonomías, pero transfiriéndoles también la responsabilidad recaudatoria en pro de lo que podría ser una sana y responsable competencia entre ellas.

Lo que es lamentable es que la clase política se niegue abordar ese debate y a consensuar una profunda reforma de lo que al día de hoy en un insostenible modelo autonómico. Cerrar lo ojos a esta realidad, y salir con lugares comunes, tales como el de que las autonomías han sido responsable del desarrollo del país en el pasado o lo de la cercanía de la administración al administrado no es de recibo. Es innegable que España ha avanzado en muchos aspectos desde que goza de democracia, pero nada indica –todo lo contrario– que sea gracias, y no a pesar, de nuestro modelo autonómico. Otro tanto ocurre con la recurrente cantinela de la "cercanía" de la administración al administrado. Lejos de ser idónea, en muchas ocasiones la mayor proximidad del grupo de interés al poder que se da en las comunidades autónomas eleva el beneficio del político que regula o legisla en su particular interés. Además, puestos a potenciar la proximidad, ¿por qué no suprimir las competencias autonómicas en beneficio de las municipales?

En cualquier caso, es evidente que si los partidos nacionales no quieren abordar en profundidad este asunto es porque ninguno de ellos quiere enfrentarse a los nacionalistas, cuya única reforma que aprobarían sería la de suprimir las autonomías que no fueran las que ellos gobiernan, en lo que sería un proceso asimétrico y disgregador, aun más letal que el que ahora padecemos. De hecho, las direcciones de los partidos nacionales son cautivas ellas mismas de sus propios barones regionales que compiten también con los nacionalistas en este insostenible reino de taifas.


Libertad Digital - Editorial

Censura al Senado

El ridículo de los pinganillos es buena prueba de la debilidad del PSOE ante la voracidad de sus coyunturales aliados nacionalistas.

DE acuerdo con la Constitución, las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. Es un sistema de bicameralismo imperfecto, porque el Congreso tiene funciones mucho más relevantes que la llamada —por razones históricas— Cámara Alta. El Senado busca desde el primer día un encaje que no encuentra como cámara territorial, de tal manera que los debates políticos o académicos sobre su reforma se suceden una y otra vez sin ningún resultado positivo. Los grupos parlamentarios que han apoyado la puesta en marcha de una «torre de Babel» cometen un grave error. Este es el peor camino posible para reivindicar el prestigio de una Cámara ignorada —salvo circunstancias muy concretas— por la opinión pública y que los propios partidos degradan al concentrar todos sus esfuerzos e iniciativas en el Congreso. Así, el Palacio de la Plaza de la Marina se ha convertido en un foro para celebrar actos ajenos, como la conferencia de presidentes autonómicos, y en una asamblea residual donde se pactan algunos cambios de última hora en las leyes que aprueba el Congreso. Ni siquiera sirve de nada el derecho de veto que le corresponde, como se ha demostrado hace poco con los presupuestos generales del Estado para 2011.

Sin embargo, hay una función exclusiva de la Cámara Alta, de máxima importancia en situaciones de crisis. Según el artículo 155 de la Constitución, el Senado debe aprobar por mayoría absoluta las medidas impulsadas por el Gobierno frente a las comunidades autónomas que incumplan sus obligaciones. Ello demuestra la intención del constituyente de convertir esta Cámara en pieza maestra para la defensa del «interés general de España», al que se refiere literalmente la norma citada. Por tanto, el Senado debería actuar como garante de la coordinación entre las diferentes instancias y es el lugar menos adecuado para ofrecer una imagen de confusión y dispersión. El ridículo episodio de los pinganillos es buena prueba de la debilidad del PSOE ante la voracidad insaciable de sus coyunturales aliados nacionalistas. Una vez más, es el Senado como institución el que saldrá perdiendo si no rectifica de inmediato este despropósito.

ABC - Editorial