miércoles, 23 de febrero de 2011

Gadafi, ese amigo... Por Ramón Pérez-Maura

Debería preocuparnos el apoyo que el régimen de Gadafi ha recibido hasta la fecha desde Occidente.

El iluminado disfrazado de conejo que ayer se dirigió a los libios y al mundo entero desde el balcón de la casa bombardeada por Estados Unidos el 15 de abril de 1986 para anunciar a gritos que morirá allí como un mártir ha cosechado muchos enemigos en las últimas horas.

Éste es el que ostentó hasta 2001 el título de comandante en jefe del terrorismo árabe. Las bombas en la discoteca de Berlín o el avión de la Pan-Am sobre Lockerbie deberían bastar para justificar tan poco honorable título. Y este tipo de iluminados son los que, como él ayer, acusan a quienes se les rebelan de ser «drogadictos» y «borrachos». Cree el ladrón que todos son de su condición.

Pero lo que más debería preocuparnos es el apoyo que su régimen ha recibido hasta la fecha desde Occidente. Sin ir más lejos, su hijo Saif al-Islam, el sosias de regente de prostíbulo de carretera que se dirigió al país el domingo por la noche por televisión y que está muy bien conectado en España, estaba hasta el lunes en la lista de «Jóvenes Líderes Globales» del Foro Económico Mundial de Davos. Alguna fascinación debe causar este «joven líder» porque según el WSJE, tras su diatriba tabernaria del domingo, un portavoz del Departamento de Estado anunció que se estaban estudiando sus palabras para ver si en ellas había algún atisbo de reforma. No explicó el portavoz de la Administración Obama si ese análisis se hacía entre una matanza y otra o mientras eran perpetradas.

La gran pregunta es por qué la paciencia que ni se tuvo ni había por qué tenerla con Hosni Mubarak en Egipto se ha tenido hasta ahora con Muamar el-Gadafi. Porque hasta donde yo sé Mubarak no tenía sangre de occidentales en sus manos y Gadafi podría haberse duchado en ella. Y mientras Europa mira hacia otro lado, Gadafi nos advirtió la semana pasada que suspenderá la cooperación contra la inmigración ilegal... Están en camino.


ABC - Opinión

Revueltas. Entre la libertad y la servidumbre voluntaria. Por Agapito Maestre

Las insurrecciones del Próximo Oriente ya han puesto en cuestión el cínico esquema occidental de que, en el mundo árabe, sólo caben dos tipos de modelos políticos: o la dictadura atea o el integrismo islamista.

Tengo un amigo politólogo que disfraza sus opiniones sobre el incierto futuro de los países árabes. Tiene miedo a equivocarse. Nadie parece tener criterios firmes sobre el particular. Es normal. Nunca es fácil ver la novedad que trae una revuelta popular o una movilización ciudadana, especialmente en países dónde pensábamos o intuíamos que sólo existían súbditos. Las movilizaciones buscan, en efecto, conquistar el espacio público-político, pero es menester mantener un rígido escepticismo sobre esa pretensión, porque los países árabes no han tenido tradiciones democráticas. En otras palabras, las movilizaciones tienen como pretexto la búsqueda de libertades democráticas, pero fácilmente pueden ser manipuladas por los integristas islámicos o los dictadores ateos.

Sin embargo, ese escepticismo, por otro lado muy sano tratándose de países con inciertas tradiciones religiosas y políticas, puede bordearse si reconocemos que entre la servidumbre voluntaria, el esclavo, y el hombre plenamente libre, el ciudadano, hay cientos de situaciones intermedias que definen las singularidades y las diferencias de los regímenes políticos árabes con respecto a sistemas democráticos más o menos reconocidos. Precisamente, en esas situaciones de búsqueda de libertad, que a veces limitan con el heroísmo y otras parecen normales, a través de lo público es donde hallamos la novedad. El pueblo árabe, independientemente de la nacionalidad, se siente genuinamente humano en el ámbito público. Es, en efecto, ahí donde unos seres humanos se encuentran con otros donde hallamos las energías que movilizan a los pueblos árabes a rebelarse contra sus gobiernos. Aspiran a ser ciudadanos. Quieren participar en lo que les atañe públicamente.


Claro que no es lo mismo el régimen de Túnez que el de Egipto. También hay grandes diferencias entre el régimen del criminal Gadafi y el de sus vecinos argelinos. Pero, en todos esos países, hay algo en común, a saber, la "idea", quizá creencia, de que un conjunto de ciudadanos unidos sólo por las palabras pueden cambiar, e incluso derrocar, a sus regimenes políticos. Cabe, naturalmente, criticar esta posición con el cinismo europeo postmoderno, a saber, es imposible que el ser humano se movilice por la libertad sino ha sido educado en la libertad. Esta objeción es relevante, pero, sin duda alguna, cínica, muy cínica, porque niega a otros lo que Occidente tiene. ¿Por qué no reconocer que la fuerza política de los árabes contra sus déspotas tiene el mismo origen que la democracia occidental? ¿Por qué negar que el pueblo árabe se moviliza porque la voluntad de ser libre es superior a la tendencia del ser humano al gremialismo y a la aceptación de la imposición de la tribu?

La conquista de libertad es más fácil, y este es el gran valor que debería sacar Europa de estas revueltas populares, si se la supone. Por este camino, la democracia no es sólo conquista de libertades sino, como nos enseñaron los clásicos del liberalismo, supuesto. Las revueltas populares, en efecto, suponen y, a veces, parten de ciertas libertades. ¿O es que acaso desaparecen todas las libertades individuales de las dictaduras? No; a veces, incluso en los regímenes más dictatoriales, conviven perfectamente gentes que tienen libertades privadas, otros dirían individuales, con la mayor represión de las libertades públicas y colectivas. Pues eso, igual que en Occidente la democracia no puede reducirse a conquista de libertades, sino que hay que suponerlas, también en estos países árabes, en unos más y en otros menos, han existido ciertas libertades que, al final, son el núcleo, o la semilla, o el humus sobre el que fructifica la protesta democrática.

En todo caso, parece que las insurrecciones del Próximo Oriente ya han puesto en cuestión el cínico esquema occidental de que, en el mundo árabe, sólo caben dos tipos de modelos políticos: o la dictadura atea o el integrismo islamista. Ese esquema, aunque a muchos les europeos les cueste creerlo, ha saltado hecho añicos, porque la gente protesta, en principio sólo protesta, por conquistar el espacio público-político. La gente no asalta el Palacio de Invierno sólo quiere tomar la plaza pública.


Libertad Digital - Opinión

Treinta años después. Por José María Carrascal

Todos nos equivocamos por algo tan humano como es proyectar el pasado al presente y al futuro.

ALGUNO considerará irreverente, e incluso ofensivo, aplicar al 23-F el aforismo marxista «la historia se repite, primero como tragedia, luego como comedia», sobre todo, teniendo en cuenta el susto que nos llevamos. Pero contemplándolo con la perspectiva de las tres décadas transcurridas, que en nuestro tiempo son casi tres siglos, se da uno cuenta de cuanto hubo en él de ópera bufa, de comedia de enredo, de sarta de equivocaciones, con aquel estrambote de Tejero «Algún día me explicarán qué ha pasado aquí», o algo parecido.

Que hubo varios golpes que se solaparon, anulándose entre sí, es aceptado por la mayoría de los historiadores y buena parte de los testigos. Que fallaron los cálculos de todos los protagonistas, también. Y que la suerte, por una vez, nos sonrió lo demuestra que podamos rememorarlo incluso con cierta dosis de ironía.

Era un golpe del siglo XIX, todo lo más del XX, cuando estábamos de hecho ya en el XXI, es decir anacrónico a más no poder, como Tejero tirando tiros en el Congreso. Pero también se equivocó Guerra al predecir que «la derescha» se montaría en el caballo de Pavía si volviera a aparecer por allí. Lo que hizo la derecha y la izquierda fue meterse bajo los bancos, como se les ordenaba.


Todos se equivocaron, nos equivocamos mejor dicho, por algo tan humano como es proyectar el pasado al presente y al futuro, cuando el pasado no vuelve y el futuro, como decían los griegos, está en el regazo de los dioses. La España de 1981 no era la España de 1820, ni la de 1843, ni la de 1854, ni la de 1866, ni la de 1868, ni la de 1874, ni la de 1923, ni la de 1936. Es decir, la España de Riego, de Espartero, de O'Donnell, de Narváez, de Prim, de Pavía, de Primo de Rivera, de Franco. Era una España con clase media, que no quería aventuras ni salvadores, sino progreso y libertades, por lo que el golpe, o los golpes, fracasaron. Aunque íbamos detrás de los principales países europeos, no íbamos tan detrás.

El golpe, de todas formas, tuvo buenas consecuencias. Por lo pronto, vacunó al ejército español de veleidades golpistas, convirtiéndolo en fiel servidor de la nación y de la autoridad civil. Luego, consolidó la monarquía como terreno donde ejercer los derechos constitucionales y al Rey, como garante de los mismos. Por último, fue una advertencia para todos los españoles, en especial a los que ocupan funciones dirigentes, de que hay cosas con las que no se puede jugar. Sin ir más lejos, coquetear con el terrorismo. O poner los intereses del partido por encima de los de la nación. O dar más importancia al terruño que al Estado. O creer que las libertades democráticas significan que todo está permitido. En otras palabras: fue una cura de humildad.

Aunque a estas alturas, no estoy seguro de que lo recordemos. Es lo malo de que el tiempo vaya tan deprisa.


ABC - Opinión

Mi 23-F. Por Alfonso Ussía

A las cinco de la tarde del 23 de febrero de 1981 me hallaba preparando en el despacho del gran penalista José María Stampa Braun, en la calle de Álvarez de Baena, el juicio que al día siguiente se celebraría conmigo de acusado en la Audiencia Provincial de Madrid. El fiscal del Estado, Juan Manuel Fanjul Sedeño, se querelló de oficio contra mi humilde persona por un doble soneto satírico publicado en el semanario «Sábado Gráfico», dirigido por Eugenio Suárez con Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, de protagonista. Años después, en la cena de las Bodas de Oro de los Condes de Barcelona, don Enrique me dio a entender que nada tuvo que ver con la querella, y que mis versos «tan bellos en la forma como perversos en el fondo» no le habían molestado en absoluto. «Ya sabe, Ussía, Fanjul siempre ha sido de derechas y quiere ganar puntos».

Cuando Tejero y sus hombres entraron en el Congreso de los Diputados, Stampa me aleccionaba del largo trecho que se establecía entre el «animus jocandi» y el «animus injuriandi». A partir de ese momento la preparación de la vista dejó de tener sentido.


En toda circunstancia trágica o peligrosa, y ésta lo era, siempre suceden cosas impensables. A la votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo no había asistido su mujer, Pilar Ibáñez-Martín, pero sí una íntima amiga de ésta, Pilar Fagalde y Luca de Tena, que se encontraba en una tribuna de invitados cuando se oyeron los primeros y escalofriantes disparos en el Hemiciclo. Pilar Fagalde fue de las pocas personas que consiguieron salir del edificio del Congreso por una puerta trasera. En su salida se cruzó con un grupo de guardias civiles armados que no le hicieron ni caso. Y desde la primera cabina telefónica que encontró, llamó a su amiga, la mujer de Calvo-Sotelo. «Pilar, tranquila. Ha habido tiros en el Congreso, pero no te preocupes, porque a los dos minutos ha llegado la Guardia Civil».

A las diez de la noche Stampa me confirmó que el juicio se celebraría. Se me antojó extravagante. El Parlamento secuestrado y la vida seguía con normalidad. La aparición del Rey resultó fundamental para que pudiera dormir algunas horas antes de defenderme en un juicio por unos versos satíricos. A las nueve de la mañana desayunaba con José María Stampa en el Centro Colón, a dos pasos del Palacio de Justicia. En la puerta principal, la de la Plaza de París, dos guardias civiles nos permitieron el paso. Estaban despistados. «¿Saben ustedes como va eso?», nos preguntaron.

Una imagen que siempre guardaré intacta. Los tres magistrados que me juzgaban llevaban pinganillos para oir la radio. Como era lógico, les interesaba mucho más estar al tanto del desarrollo del golpe de Estado que del contenido y sentido de unos versos satíricos completamente irrelevantes en aquellos momentos de tensión. Nos jugábamos todos el futuro de España, la vigencia de la Constitución y las libertades conseguidas, y la Justicia perdía el tiempo juzgando unos versos.

El fiscal los recitó, bastante mal por cierto, y los jueces no le hicieron ni puñetero caso. Sus pensamientos estaban en el Congreso, como los de todos los allí presentes. A los pocos días, supe de mi absolución. En nombre del Rey, del que nos había sacado los tanques de la sopa, me debían absolver y me absolvían. Acudí a las cercanías del Congreso. Se oyeron aplausos. Los diputados estaban en la calle. Sol de invierno y frío seco.

El gran error había sido derrotado.


La Razón - Opinión

Revueltas. El tercero, Gadafi. Por José García Domínguez

Al tiempo, acaso inconsciente, late bajo ese lugar común periodístico, el de la responsabilidad presunta de Occidente, aquel viejo sentimiento de culpa que agarrotó a Europa tras la descolonización.

"La comunidad internacional no puede mirar para otro lado", parece ser la consigna de la semana en tertulias y corrillos de enterados mientras Gadafi continúa ejercitando sus dotes de carnicero en Trípoli. Por cierto, un quehacer vocacional, el de matarife doméstico, en el que ya había demostrado sobrada pericia en 2007, cuando plantó la jaima en España para marcarse una juerga flamenca antes de ser homenajeado con todos los honores por Zapatero y el jefe del Estado. Suena bien, por lo demás, eso de la comunidad internacional y sus muy altos e irrenunciables cometidos. Lástima que a semejante entelequia le acontezca lo mismo que a los Reyes Magos y a la nación catalana, a saber, que no existe.

Tan no existe que, sin ir más lejos, la Liga Árabe anda dispuesta ahora mismo a girar la vista hacía donde sea, a cualquier parte, menos al Magreb y alrededores. A imagen y semejanza, procede recordar, de lo que en su día hiciera Europa, meliflua patria retórica de los derechos humanos, con sus Balcanes. Y es que, como siempre gustaba repetir Lord Palmerston a propósito del Reino Unido, los países no tienen amigos permanentes sino intereses permanentes. Al tiempo, acaso inconsciente, late bajo ese lugar común periodístico, el de la responsabilidad presunta de Occidente, aquel viejo sentimiento de culpa que agarrotó a Europa tras la descolonización.

El chantaje emocional que quería desviar la carga de la responsabilidad de las cleptocracias del Tercer Mundo a las antiguas potencias ocupantes. El mismo que persigue asignar a los pecados de Europa y Estados Unidos la causa última de cuantos desmanes acontezcan en las periferias asilvestradas del planeta. Ayer, por intervenir mancillando la sagrada soberanía de los pueblos. Hoy, por no intervenir absteniéndose de incurrir en tales simonías. Se echa de menos, sin embargo, en el recital de plañideras una premisa, la más básica, del pensamiento lógico: la consistencia. Así, ya todos parecen haber olvidado los bombardeos aéreos del ejército de Sadam contra los kurdos del norte de Irak. Un conato de genocidio con armas químicas, aquél sí, ante el que la progresía bienpensante invocaría el más escrupuloso respeto a las inviolables fronteras dizque nacionales del sátrapa. Pues allí, al parecer, no nos apelaba imperativo moral alguno. Vivir para ver.


Libertad Digital - Opinión

La paradoja del golpe. Por Ignacio Camacho

Aquella payasada siniestra estabilizó y vacunó la democracia española, pero acabó bien casi por casualidad.

COMO el tiempo y el papel lo aguantan todo, cada aniversario del 23-F sale una pléyade de ventajistas y enterados tratando de perfilarse ante la posteridad por el mejor lado a base de bulos retroactivos y milongas exculpatorias. Puede que la Historia sea en el fondo un palimpsesto que se reescribe a conveniencia de parte, pero para eso es necesario que antes la palmen los testigos y en su ausencia se pueda manipular la memoria. Treinta años aún son pocos para borrar las huellas de aquella payasada siniestra, de modo que el que quiera aparecer mejor favorecido en el retrato de los hechos tendrá que esperar al menos otra generación a la que colarle la leyenda.

Entre las teorías conspiratorias trufadas de conjeturas chismosas, las versiones victimistas de elusión de responsabilidades y la piadosa tendencia colectiva al bucle melancólico de la autocomplacencia se ha construido una leyenda de la intentona golpista que de alguna forma tapa su carácter sórdido, su chapucera condición y su patética escenografía de asonada cuartelera. El final feliz nos ha acabado volviendo indulgentes con nosotros mismos y en la distancia tendemos a buscar claves ocultas y sofisticadas intrigas para borrar la evidencia de que la aún joven democracia zozobró porque un grupo de zafios salvapatrias de uniforme aprovechó la debilidad estructural del país para sacar de paseo con sorprendente facilidad los demonios a medio enterrar de nuestra más cerril tradición exaltada.


Aquel lance aventurero salió mal —es decir, bien— medio de casualidad, porque el Rey mantuvo el tipo con mérito y lucidez que aún le pretenden cuestionar algunos; porque hubo militares a los que el sentido del deber no les nubló la conciencia y porque a Tejero le dio de madrugada un avenate de dignidad herida cuando Armada estaba a punto de aprovechar la confusión para investirse allí mismo como un De Gaulle de barraca. Pero lo cierto es que hubo momentos en que la moneda de la tragedia bailó de canto sobre nuestro destino y que el esperpento bien pudo desembocar en drama. Y que el pueblo soberano y los cuadros de la sociedad civil no fueron precisamente un modelo de resistencia, contra lo que pretende cierto revisionismo dispuesto a hacer creer que las calles españolas eran un trasunto de la Plaza Tahrir. Algunos de los presuntos heroicos rebeldes de la noche de autos ni estaban ni se les esperaba.

Pero hasta ese medroso comportamiento social terminó resultando positivo en la medida que evitó mayores disparates. Lo paradójico del golpe es que tratándose de un mamarracho general acabó en contra de sus promotores como un gran éxito político que estabilizó la democracia y la vacunó contra el virus de la inmadurez. Pero no fueron las dieciocho horas más gloriosas de nuestra Historia ni merecen que nadie saque demasiado pecho por ellas. Del Rey abajo, casi ninguno.


ABC - Opinión

El 23-F con ETA al fondo

Hoy se cumplen 30 años del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, una fecha señalada en rojo en la memoria de los españoles, que sintieron por unas horas cómo la libertad recuperada se resquebrajaba. Tres décadas de la imagen del teniente coronel Antonio Tejero, pistola en mano, en el Hemiciclo del Congreso de los Diputados, y del dramático sonido de los disparos que los españoles escucharon por la radio con la incontenible impresión de que la historia de España volvía a torcerse como si los anhelos de democracia fueran misión imposible. Y tres décadas de la decisiva intervención del Rey, que se erigió entonces en el responsable principal de que aquella intentona no sólo fracasara, sino que supusiera además para el país una suerte de catarsis. Sin quererlo, los golpistas provocaron una carrera acelerada y sin vuelta atrás hacia la libertad, la modernidad y el progreso. En pleno siglo XXI, sin embargo, arrastramos todavía alguno de los factores que contribuyeron decisivamente a crear un caldo de cultivo en el que la asonada pudo planificarse y ejecutarse. Más allá del clima político de aquellas fechas, con el inicio por parte del PSOE de una dura campaña de oposición, la aprobación de los Estatutos de Autonomía del País Vasco y Cataluña a fines de 1979 y las consiguientes elecciones autonómicas que dieron mayoría a las fuerzas nacionalistas, o la descomposición de UCD, que precipitó la dimisión de Suárez el 29 de enero de 1981, el terrorismo de ETA y de los Grapo fue un elemento determinante para generar un ambiente opresivo y asfixiante en la democracia joven e inexperta de principios de los 80. Hay que recordar, por ejemplo, que la brutal campaña terrorista de ETA causó 76 muertos en 1979 y 92 en 1980, los dos años más letales de la banda. Y también se nos hace imposible olvidar cómo todas esas víctimas, la mayoría militares, guardias civiles o policías, eran despedidas casi en la clandestinidad y de forma vergonzante. El golpe del 23-F fue en buena medida una respuesta absolutamente equivocada en todos los sentidos a aquella situación trágica de los denominados años del plomo de ETA. Quienes intentaron subvertir el orden constitucional prestaron un pobre favor a la lucha contra el terrorismo. El regreso al pasado nunca hubiera sido una solución, sino que habría supuesto el agravamiento del problema. La asonada, como después los atajos de la guerra sucia, o, en otro plano moral, la negociación de los gobiernos democráticos con ETA, en la que algunos sobrepasaron las líneas rojas de los principios del Estado de Derecho, fueron una sucesión de atropellos y fracasos en la lucha contra ETA. Esta particular memoria histórica nos debe servir no sólo para subrayar colectivamente el valor supremo de la libertad y de la paz, sino también para aprender que el fin del terrorismo sólo puede llegar tras la derrota de la banda mediante la utilización contra los asesinos y sus cómplices de todos los medios policiales y judiciales de la democracia sin atajos ni medias verdades. Hace 30 años, los pistoleros pusieron contra las cuerdas al Estado de Derecho recién estrenado y unos golpistas trasnochados cayeron en su trampa. No conviene olvidarlo hoy.

La Razón - Editorial

La diana del golpe

Difícilmente se hubiera evitado un baño de sangre si el golpe del 23-F de hace 30 años hubiera triunfado. Sus ejecutores sostuvieron luego, en el Juicio de Campamento, que su objetivo no era ese, y ni siquiera instaurar un régimen militar, sino enderezar la situación política antes de volver a sus cuarteles; pero lo mismo podría haber dicho Franco en 1936, y ya se sabe lo que pasó.

Hoy conocemos que la intentona fue el resultado de la convergencia inarmónica de diversas operaciones conspirativas unidas por el común objetivo de sustituir a Adolfo Suárez, el presidente elegido por los españoles. Pero Suárez había dimitido el 29 de enero, lo que no impidió que la flecha que estaba preparada partiera del arco. En materia de golpes militares, cuya esencia es la imposición por la fuerza, no es posible calcular por adelantado la violencia que producirán y su duración. La lógica del golpista consiste en lanzar primero la flecha y dibujar luego la diana allí donde caiga.

Tres décadas después se sabe casi todo sobre aquel 23-F y sus afluentes, aunque quedan algunos vacíos sobre la parte civil de la trama. Entre lo que se sabe está que hubo comportamientos imprudentes por parte de políticos demócratas que fueron a su vez utilizados insidiosamente por algunos de los golpistas principales, y que el Rey escuchó sus opiniones; pero es asombroso que publicistas y otros contemporáneos que no hicieron nada por oponerse al golpe den pábulo ahora a teorías conspiratorias que consideran inspirador de la intentona a quien la paró.

Lo seguro es que hubieran interrumpido la democracia, no se sabe por cuánto tiempo, y que al justificarse invocando el nombre de España estaban violentando las ideas y sentimientos de los españoles. El 70% de los ciudadanos considera que sin la actuación del Rey la democracia no habría sobrevivido, y cerca del 80% de ellos sigue pensando que ese sistema político es preferible a cualquier otro.


El País - Editorial
Nada justifica el mutismo y la inoperancia de nuestra política exterior en este asunto y, menos aun, el clamoroso abandono que nuestro Gobierno está dispensando a los españoles residentes en Libia.

En un inesperado discurso televisado, el dictador libio Muamar-al Gadafi ha vuelto a reiterar la amenazante determinación, que ya anunciara un día antes su hijo y heredero, de derramar cuanta sangre sea necesaria para sostener la tiranía que viene ejerciendo desde hace más de cuarenta años. El desquiciado sátrapa libio ha acompañado sus palabras con una brutal represión en la que la fuerza aérea libia ha vuelto a bombardear varios sectores de Trípoli como parte de esa ofensiva a sangre y fuego contra las protestas, que no parecen, sin embargo, amainar en la capital libia.

Aunque los sucesos se estén precipitando a la misma velocidad que lo hicieron en Túnez o en Egipto, sería un error meter en un mismo saco y considerar homogéneas las distintas protestas que están sacudiendo el mundo árabe. Sin protagonizarlas en Libia un "atajo de drogadictos", tal y como los denigra el desquiciado dirigente libio, los que allí protestan tampoco es que sean grupos de jóvenes universitarios de clase media en busca de reformas aperturistas y democratizadoras, tal y como sí ocurrió en Egipto. Militares e islamistas son las únicas fuerzas existentes en Libia, y si buena parte de las Fuerzas Armadas –a diferencia de lo ocurrido en Túnez y Egipto– se están enfrentando a los manifestantes en Libia, aquí también hay mucho más riesgo de que el islamismo radical sea el que esté liderando la revuelta.


Por todo ello, y a pesar de la innegable y empobrecedora tiranía que constituye el régimen de Gadafi –un repugnante cóctel de islamismo, socialismo y nacionalismo supuestamente moderados– nada asegura que de su hipotética caída surgiese algo que fuese para mejor. El riesgo de un islamismo aun más radical es, de hecho, el gran obstáculo para poder acoger con esperanza estas revueltas que están sacudiendo el mundo árabe.

Con todo, nada justifica el mutismo y la inoperancia de nuestra política exterior en este asunto y, menos aun, el clamoroso abandono que nuestro Gobierno está dispensando a los españoles residentes en Libia. Tal y como han denunciado muchos de los empresarios y trabajadores que se encuentran allí atrapados, el Ministerio de Asuntos Exteriores españoles se "está lavando las manos", instándoles a salir del país por sus propios medios y sin ocuparse siquiera de los españoles que ya se encuentran preparados para salir en el aeropuerto de Trípoli.

A diferencia de los Gobiernos de Portugal o Francia, que ya llevan tiempo evacuando a sus ciudadanos, el español está exhibiendo la misma inoperancia que ya dejara en evidencia en la reciente revuelta vivida en Egipto. Y es que, por pronto que sea para saber qué podemos esperar de esta revuelta contra el regimen de Gadafi, no lo es en absoluto para denunciar la inoperancia que el pomposo "gabinete de crisis" de Zapatero no hace sino tratar de ocultar.


Libertad Digital - Editorial

La revuelta libia y la incompetencia española

Europa debe actuar

No basta un comunicado de condena contra Gadafi, sino sanciones que demuestren que la UE abandona su estrategia de componendas.

LOS dramáticos cambios que se están produciendo en la orilla sur del Mediterráneo y Oriente Próximo no solo van a afectar a los países donde la población se ha alzado, sino que representan un cambio esencial para Europa y su entorno inmediato. No sería razonable que desde la ribera norte se contemplase este proceso como un asunto lejano o ajeno, porque el único resultado sería agravar sus efectos. Bastante desenfocada ha estado hasta ahora esa política —dedicada a dar por buenas las relaciones con gobiernos de todo tipo, a sabiendas de que se trataba de simples dictaduras— como para seguir cometiendo los mismos errores. En el caso de Libia, sin ir más lejos, la pasividad ante las terribles atrocidades cometidas por Gadafi llevará a los libios a un mayor sufrimiento y quién sabe si incluso a la guerra civil, con la que han amenazado el sátrapa y su familia. Ministros, militares y diplomáticos abandonan un régimen cuyo mesiánico y estrafalario líder —a todas luces ajeno a la realidad y dispuesto a morir matando, según expresó en su apocalíptico discurso de ayer— no tiene más respuesta que bombardear a la población indefensa.

Ha llegado el momento de que la Unión Europea tome la iniciativa y envíe una señal inequívoca a Trípoli, indicando que la continuidad de Gadafi es ya inaceptable. No basta un simple comunicado de condena y un llamamiento a la contención, sino una batería de sanciones que demuestre que la UE abandona su tradicional estrategia de componendas, que a la postre no ha sido positiva para sus intereses y que ha condenado a millones de ciudadanos de esos países al atraso y la postración. Nuestra complacencia ha contribuido a someter a naciones enteras al chantaje de tener que elegir entre la dictadura o el integrismo islámico, porque el modelo europeo de democracia no ha sido defendido por nadie. Las palabras del presidente del Gobierno, al alegrarse de la expresión de las «ansias de libertad» en los países árabes, serían más apropiadas si no hubiera sido él mismo el impulsor de mecanismos como el de la Alianza de Civilizaciones, cuyo objetivo más evidente era precisamente entenderse con gobernantes que, como Gadafi, están aplastando a sus ciudadanos, o con otros a los que las manifestaciones han defenestrado como expresión de liberación.

ABC - Editorial