domingo, 27 de marzo de 2011

Otra ocurrencia. Por José María Carrascal

Para eliminar la economía sumergida lo primero que hay que hacer es poner orden en la emergida.

SE han sacado de la chistera otro conejo: el de la economía sumergida. Aflorándola, dicen, se resolverá la crisis que impide nuestro crecimiento. Así de sencillo. Y así de listos son nuestros chicos. Lo que ocurre es que no nos damos cuenta. A lo mejor, no nos los merecemos.

Que en España buena parte de la actividad laboral se realiza al margen de los cauces legales es de sobra conocido. Son bastantes los españoles que cobran y pagan «en negro», es decir, sin dejar constancia alguna en el papel, y por tanto, sin pagarse IVA e impuestos. Se calcula que tal práctica alcanza el 20 por ciento del PIB, un importante detrimento de las arcas públicas. Ahora, al Gobierno se le ha encendido una bombilla —suponemos de las de Sebastián— y se dispone a reducir el déficit combatiendo esa práctica.


Nos tememos que sin mucho más éxito que con el cheque-bebé o el arreglo de las aceras. Siempre hay excepciones, claro, pero en general, el que paga o cobra «en negro» lo hace porque no puede hacerlo «en blanco», pues tanto el trabajador como el empresario preferirían hacer las cosas con todas las de la ley, para no verse en conflictos con ella. Lo que ocurre es que en muchos casos no pueden hacerlo debido a que si lo hicieran, el uno no podría emplear a nadie, y el otro, no encontraría trabajo. La primera causa de la economía sumergida no es la codicia de los empresarios y trabajadores, sino las pesadas cargas que recaen sobre los primeros y la imperiosa necesidad de encontrar trabajo de los segundos. En las grandes empresas es un problema, pero no insalvable, pues en último término, el Estado o la Comunidad Autónoma viene en su ayuda para que no cierren. Pero en las pequeñas empresas, que es donde más ocurre, los lastres de todo tipo que penden sobre ellas las impiden cumplir con lo dispuesto si quieren sobrevivir. De ahí que estén cayendo como moscas. Eso, que sabe todo el mundo, no lo saben quienes no han sido trabajadores ni empresarios en toda su vida, quiero decir, nuestros dirigentes políticos. Posiblemente creen que eliminar la economía sumergida es tan fácil como rebajar la velocidad máxima de circulación. O puede que ni eso: que se trate de otra de sus triquiñuelas para engañar a los españoles y a los socios europeos, en lo que son especialistas.

Para eliminar la economía sumergida lo primero que hay que hacer es poner orden en la emergida, el mercado laboral y la financiación de las empresas, algo que prometieron hace casi un año y todavía no han hecho, ni creo sean capaces de hacer. Pues la economía sumergida refleja no sólo la salud económica de un país, sino también sus fallos. No por nada, su índice en España es equiparable al del paro. Sin que los conejos de la chistera consigan bajarlo.


ABC - Opinión

El anfitrión. Por M. Martín Ferrand

José Luis Rodríguez Zapatero, como los jugadores de parchís, cada vez que come una cuenta veinte.

ZAPATERO, disfrútelo quien pueda y lamentémoslo cuantos queramos, tiene todavía vigente un año de contrato como inquilino de La Moncloa. Es prematuro darle ya por jubilado. Por adversos que le resulten al PSOE los resultados de las autonómicas y municipales del próximo mayo, valoración que a los efectos de la opinión pública se centrará en Castilla-La Mancha, el líder socialista podrá reunir muchas veces todavía, como ayer, a los grandes empresarios españoles y a quienes, sin serlo en puridad, hemos dado en aceptar como tales. Agotada como está la fauna política, corta de prestigio en la calle y escasa de interés en los telediarios, las cuatro decenas de notables que ayer se sentaron en el Patio de Columnas del palacete presidencial renuevan el repertorio informativo. Emilio Botín luce más que Valeriano Gómez en uno de esos espacios «de noticias» en los que la personalidad de su anchorman se vincula mejor a un lácteo probiótico que al rigor de las noticias.

José Luis Rodríguez Zapatero, como los jugadores de parchís, cada vez que come una cuenta veinte. Sus tardíos y fofos compromisos expuestos en Bruselas para que puedan aflorar el empleo, acelerar la economía, contener el déficit y adelgazar la deuda —la quimera en curso— parecen más sólidos y razonados después de presentados en sociedad. Lo democrático hubiera sido anunciarlos en el Congreso, en donde se supone está instalada la representación ciudadana; pero el todavía presidente del Gobierno no tiene ese escenario entre los de sus preferencias y se siente más cómodo, como cada quisque, de anfitrión que sujeto al rigor procedimental de una Cámara en la que es, nada más, uno de los trescientos cincuenta que en ella se sientan con pleno derecho. Singular y jerarquizado, pero uno más. Uno más frente a Mariano Rajoy, que es también otro más.

Entre los cánticos seductores que Zapatero entonó para sus invitados empresariales llamó especialmente la atención el de sacar a superficie el proceloso mundo de la economía sumergida. Es difícil de entender, si esa bolsa anda en el entorno de una quinta parte del PIB, por qué no ha intentado su afloramiento fiscal y social en los siete años que lleva instalado en la silla presidencial; pero, ya se sabe, el leonés es un relojero frustrado que aspira al control de los tiempos ajenos. Un control que, en el caso concreto de la economía sumergida —que lo está por algo más que lo meramente tributario—, puede incrementar las cifras reales del paro y cegar algunos pequeños manantiales de riqueza que, sin estar bajo el control público, alivian la sed económica de la Nación.


ABC - Opinión

Mr. Tomahawk. Por Ignacio Camacho

Zapatero es víctima de su descomprometido pacifismo; la sociedad española se ha habituado al pensamiento débil.

EL descomprometido pacifismo de guitarra que Zapatero alentó y encarnó en su etapa más meliflua de Peter Pan progre se le ha vuelto en contra a la hora de presentarse como un líder adulto ante la comunidad internacional. La sociedad española se ha acostumbrado al pensamiento débil y encaja mal los despliegues militares y el argumentario intervencionista; no será desde luego el presidente quien pueda reprochárselo. El zapaterismo aprovechó el disparate de Irak para construir una imagen guerrera de Aznar como un Capitán Garfio enfurecido que contrastaba con la virginal integridad buenista del líder de la Alianza de Civilizaciones y el ansia infinita de paz, y he aquí que ahora los ciudadanos no encuentran grandes diferencias entre los motivos de la invasión de Mesopotamia y los del bombardeo de Cirenaica. Si antes veían a un gobernante abrazado a los caprichos belicistas de Bush y sus halcones, ahora contemplan a otro colgado de la estela de un Sarkozy que está perdiendo encuestas y elecciones y necesita recuperar prestigio a golpe de tomahawk. La izquierda aún se beneficia de un doble rasero moral que impide manifestaciones y pancartas, pero la opinión pública ha contemplado el giro de ZP como la última vuelta de su completa reconversión al antónimo de sí mismo.

El presidente no se ha equivocado al apoyar el ataque a Libia, sino al elegir el grado de participación española. Ante las reticencias de Alemania o Turquía podía haberse limitado a la expresión de solidaridad política sin mayor compromiso que la apertura de nuestras bases a las fuerzas de intervención. Sin embargo ha optado por implicarse en las operaciones bélicas directas, como si arrastrase mala conciencia de socio no fiable. Los favores de Francia en el G-20 le han llevado a un precipitado seguidismo de la agresiva estrategia de Sarko en un despliegue de motivos mal explicados, intenciones poco claras y organización tan confusa que al cabo de una semana aún no se sabe bien quién está al mando de la coalición aliada. Los recientes coqueteos con Gadafi y el fuerte olor a petróleo que desprende su caída en desgracia dejan demasiadas dudas sobre la legitimidad moral —que no legal— de esta guerra que Zapatero aún trata de disfrazar con esforzados retruécanos dialécticos. Cuando hay navíos de guerra, aviones de guerra y bombardeos de guerra resulta bastante difícil creer que no se trata de una guerra.

Ya no le queda nada, pues, que salvar de la identidad política que lo llevó al poder. Ha bajado salarios, suprimido derechos laborales y recortado pensiones. Ha liquidado las cajas de ahorros y tiene en la agenda una reforma de los convenios colectivos. Y como colofón se ha metido en una no-guerra que no estaba ahí cuando él llegó. El País de Nunca Jamás se ha convertido en tierra hostil y su juvenil líder ha madurado a la fuerza; tanto que ya sólo le queda jubilarse.


ABC - Opinión

Sí a la vida sin excepciones

Miles de personas asistieron ayer a las manifestaciones y concentraciones que se celebraron en toda España bajo un lema común: «Sí a la vida». Todos compartían la certeza de que hay que defender la vida de todo ser humano desde su concepción hasta el final de la misma de forma natural, como valor supremo que no puede ser violentado gratuitamente. La vida es el derecho primigenio del que nacen todos los demás, y como tal hay que entenderlo y, lo que es más importante, defenderlo. Las 48 asociaciones convocantes, las 300 participantes y las miles de personas que respaldaron las convocatorias así lo entienden y, lo que es más importante, están dispuestas a movilizarse para reivindicar la existencia como el epicentro de la dignidad humana. A pesar de ser una convocatoria presidida por la alegría y por unos discursos en positivo, no deja de tener un regusto amargo por cuanto dice mucho del entorno político social que estamos viviendo. Que las personas se echen a la calle para ensalzar algo tan obvio como el valor de la vida es un indicador preciso de que vivimos en una sociedad donde algunos pretender implantar como discurso único y pernicioso la cultura de la muerte. Prueba de ello son las políticas que ha impulsado el Gobierno socialista en los últimos años. Como bien decía ayer la portavoz de Derecho a Vivir, Gádor Joya, «los ciudadanos no pueden aceptar que la existencia de los más vulnerables –los niños no nacidos, los ancianos– sea objeto de experimentos políticos», como así ha ocurrido. El Ejecutivo, movido por urgencias ideológicas y no por una demanda social, se ha empecinado en aprobar leyes tan controvertidas, cuestionables y polémicas como la del aborto con la intención, no dicha, pero sí constatable, de que el aborto libre puede, y de hecho lo es, otro método anticonceptivo. Así, en 2010 se practicaron en España 111.482 interrupciones voluntarias del embarazo. También se ha fomentado un «aborto químico», provocado por la píldora del día después. En 2010 se dispensaron un millón sin necesidad de receta. Y tras el aborto, la Ley de Muerte Digna. Aunque todavía no existe una legislación nacional, en dos comunidades con Gobierno socialista –Andalucía y Aragón– ya han sido aprobadas no sin ignorar que abren la puerta al suicidio asistido. La realidad es que el Gobierno legisla con un marcado sesgo sectario e ideológico toda una batería de leyes que priorizan la cultura de la muerte frente a la existencia del ser humano en todas su etapas. Se ha esmerado más en impulsar normas para interrumpir la vida que en impulsar políticas activas de ayudas para la mujer embarazada, así como mecanismos de protección y recursos para los enfermos terminales y los ancianos. Las movilizaciones de ayer responden a este déficit democrático, donde el Gobierno actúa en contra del sentir mayoritario de la sociedad y en el que no se auxilia con determinación a los más desprotegidos. Al Ejecutivo y al resto de las fuerzas políticas no se les ha dado la prerrogativa para decidir qué vida merece ser vivida y cuál no, y ayer, aparte de recordárselo, se le pidió que cesen en este intento y que se comprometan con la vida.

La Razón - Editorial

El debate energético

Las renovables requieren el total apoyo público pero con un correcto nivel de incentivos.

Todavía es pronto para sacar consecuencias definitivas del accidente sufrido por los reactores nucleares de Fukushima. Sin embargo ya es posible afirmar que tendrá consecuencias de largo alcance sobre la difusión de la energía nuclear. Sea en forma de moratorias, cierres o suspensión de planes de construcción de nuevas plantas, sea como consecuencia de medidas de seguridad más exigentes (y más costosas), se producirá un replanteamiento de la contribución del sector nuclear a la disminución de nuestra insostenible dependencia de los combustibles fósiles. Ello lleva a considerar el aumento del papel de las energías renovables como un elemento esencial en el cambio de paradigma energético. En realidad, la importancia de un desarrollo vigoroso de las renovables en el próximo futuro no es una consecuencia del desastre de Fukushima; ya antes no había otra alternativa a la situación actual. Lo que se puede debatir, y puede variar, es el detalle de la combinación entre nuclear y renovables para superar el estadio actual de dependencia de los combustibles fósiles, pero no la necesidad de ambas tecnologías energéticas y, en particular, de impulsar el desarrollo del sector de las renovables.

La energía renovable tiene costes más altos que los de la energía convencional, aunque en clara disminución, y es intermitente, lo que crea dificultades para su acomodo a la demanda. De ahí la necesidad del apoyo público, en forma de incentivos a la producción renovable y de recursos destinados a la investigación y desarrollo. Justamente, en España se ha venido produciendo en los últimos tiempos un debate sobre el "excesivo" coste del apoyo a las renovables, relacionándolo erróneamente con el déficit tarifario, que tiene otras causas. Fijar la cuantía de los incentivos es una cuestión delicada: deben ser suficientes para animar la producción renovable pero no tan grandes que desanimen la innovación. Y deben ser necesariamente evolutivos para adaptarse a las mejoras en costes.

Algunos de los problemas surgidos en nuestro país se relacionan más con una incorrecta fijación de la cuantía y modos de aplicación de los incentivos que a la propia lógica de su existencia. A su corrección se están aplicando las autoridades del sector, pero debería exigirse también la colaboración de los productores más favorecidos, renunciando a beneficios exagerados que una Administración responsable no puede mantener. Además, debe tenerse en cuenta que gracias a la política de apoyo a las energías renovables, España es hoy líder mundial en algunas de las tecnologías del sector y ocupa un papel que nunca había jugado antes en ningún otro sector tecnológico.

No deberíamos renunciar a un sistema que, por un lado, prepara un futuro al que ineluctablemente debemos dirigirnos y, por otro, está sirviendo para crear un sector industrial y tecnológico de enorme valor. Si acaso, debemos corregir sus deficiencias para hacerlo más viable.


El País - Editorial

4.500 chantajistas que Feijóo debería expulsar

El presidente gallego no sólo ha traicionado la confianza de sus votantes incumpliendo vergonzosamente su "contrato electoral", sino que ha sido incapaz de tomar medidas disciplinarias contra un cuerpo fanatizado de profesores que recurre al chantaje.

Es ciertamente sorprendente que en un país occidental todavía se vulneren derechos básicos de los ciudadanos con total impunidad, pero eso es exactamente lo que viene ocurriendo en algunos territorios de nuestro país desde hace décadas en lo que respecta al uso de la lengua común. Ni siquiera cabe achacar a la hegemonía de las formaciones separatistas la existencia de esta violación flagrante de derechos civiles porque, lamentablemente, éste es un desafuero que se produce también en autonomías en las que los partidos nacionalistas son una fuerza política entre minoritaria y marginal. Ahí están Baleares, Valencia y Galicia para demostrarlo.

El episodio de rebeldía protagonizado por los profesores gallegos firmantes de un documento chantajista para imponer el gallego a los escolares es sólo un jalón más en la penosa trayectoria de concesiones al nacionalismo de que el Partido Popular ha hecho gala desde hace ya demasiado tiempo; algo de lo que no parecen avergonzarse sus responsables directos como es el caso Núñez Feijóo.


El presidente gallego no sólo ha traicionado la confianza de sus votantes incumpliendo vergonzosamente su "contrato electoral" en el que aseguró que obedecería la voluntad paterna en la elección de la lengua vehicular, sino que ha sido incapaz de tomar las medidas disciplinarias contra un cuerpo fanatizado de profesores que se atreve a insultar y a amenazar a los ciudadanos que pagan sus sueldos.

Porque, por si los dictadorzuelos nacionalistas del aula lo desconocen, ellos están al servicio de sus empleadores, que no son los responsables políticos de la Xunta presidida por un petimetre acomplejado, sino todos los ciudadanos gallegos, que con sus impuestos mantienen el sistema público de enseñanza que estos chantajistas utilizan como su pazo particular.

En un país serio, cualquier empleado público que manifiesta abiertamente su voluntad de incumplir las leyes y vulnera los derechos constitucionales de los administrados es puesto inmediatamente en la calle, que es exactamente lo que Núñez Feijóo debería haber hecho con los firmantes de ese vergonzoso documento en caso de no deponer su actitud. En Galicia hay titulados suficientes como para cubrir de inmediato todas las plazas vacantes (y eso por no hablar del resto de España, donde las comunidades autónomas ni siquiera van a convocar oposiciones este año por la penuria de sus arcas públicas).

Mientras los políticos sigan controlando la enseñanza, lo mínimo a lo que pueden dedicarse es a hacer cumplir los preceptos constitucionales, protegiendo el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos, con atención especial a la lengua en que quieren que sean educados. Y si no lo hacen y prefieren someterse al chantaje de una minoría radical, serán cómplices de un delito. Del veredicto de los tribunales quizás puedan zafarse. Del de las urnas, tenga Núñez Feijóo por seguro que no.


Libertad Digital - Editorial

La división interior de España

Las competencias autonómicas han acabado creando un Estado descompensado, con fronteras interiores, no marcadas pero reconocibles.

El debate sobre el desarrollo del sistema autonómico de organización del Estado ha sido monopolizado por las tensiones segregacionistas de las comunidades gobernadas por nacionalismos, dejando a un lado, o prestando menos interés, a otros procesos de división interna no menos importantes. Al mismo tiempo que España ha ido generando altos niveles de riqueza y bienestar para la gran mayoría de la sociedad —al menos, hasta la actual crisis—, también es cierto que las competencias autonómicas han acabado creando un Estado descompensado, con fronteras interiores, no marcadas en el mapa, pero reconocibles en múltiples áreas. Aparte de la hipertrofia legislativa causada por diecisiete parlamentos y gobiernos, o de las diferencias fiscales entre regiones con sistema foral y las que no lo tienen, incluso de estas entre sí; las desigualdades en el tratamiento a la familia, en la financiación de servicios públicos básicos (como sanidad o enseñanza) convierten la diversidad autonómica en fuente de agravios. El problema no radica en el propio sistema autonómico, previsto en la Constitución como un modelo de transferencia de competencias estatales con destino a unos entes políticos de ámbito regional. El problema se sitúa en la mutación de este principio autonómico de organización del Estado en una coartada para crear «microclimas» sociales, políticos, normativos, educativos y culturales, que acaban debilitando los lazos imprescindibles para que exista una única ciudadanía. El ejemplo de la ayuda pública a las familias, que recoge la información que hoy publica ABC, es paradigmático de esas desigualdades que comienzan en la cuna misma del español que nace en uno u otro lugar. Ayudas que, para la misma familia, son de cero euros en Aragón o de 2.898 al año en Cataluña.

Sería ilusorio pretender una uniformidad igualitarista en todo el territorio. Cada comunidad debe disponer de un margen para adaptar sus políticas fiscales y sociales a la realidad de sus ciudadanos. El reto es saber ejercer estos poderes singulares sin abandonar el interés general y nacional. Lamentablemente, ser español no tiene el mismo significado en toda España y, por ello, el problema afecta a institucionales del Estado, como el Gobierno y el Parlamento. La afirmación de que España es una nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones sólo tiene sentido en un Estado dispuesto a garantizar esa igualdad.


ABC - Editorial