miércoles, 13 de abril de 2011

¡Fuera máscaras! Por Gabriel Albiac

Fueron precisos dos siglos para alcanzar la igualdad jurídica sin distinción de sexo. ¿Renunciamos a ella?

COMPARECER bajo máscara es suspender la condición ciudadana. El tiempo de un festejo o el de un rito marcan las paredes de ese paréntesis. Que, por contraste, enfatiza la exigencia diaria: afrontar, a rostro descubierto, la individual responsabilidad del acto libre. No todas las sociedades han conocido eso. Sólo una ínfima minoría: el privilegiado mundo en el cual libertad y democracia fueron posibles. Quienes tienen mi edad saben qué necesarios fueron los antifaces para sobrevivir bajo una dictadura. Cuando no se es ciudadano, cuando no hay ley que repose sobre universal derecho, sólo ser clandestinos, indistinguibles, salva de ser aniquilados. Y uno termina amando su clandestinidad, su máscara; al fin, su única defensa.

El uso del niqab y el burka, las dos variedades perfectas del enmascaramiento femenino, quedó prohibido el pasado lunes en los espacios ciudadanos de Francia: «ni en vías públicas, ni en lugares abiertos al público o afectados a un servicio público» se puede comparecer con rostro oculto. No es medida de orden religioso: en los lugares de culto, cada fiel puede superponer a su rostro aquello que la liturgia imponga; ésa es cosa de quienes regulan el ceremonial del templo. Como sobre las tablas del teatro, a cada actor corresponde el disfraz que el director de escena dicta. No concierne al Estado, ni entrometerse en el modo de representar a Sófocles, ni asesorar a una autoridad religiosa acerca de cuáles sean las revestiduras que se adecúen mejor al rito. Por eso, los momentos escénicos deben ser inequívocamente acotados. En el espacio físico del entretenimiento, que alzan teatro o circo. O en el espacio temporal que, cíclicamente, regula la disolución festiva de la norma: carnavales o procesiones de calle, por ejemplo.


Lo extraordinario, a poco que se piense, es que haya sido necesario en Francia explicitar una norma que es tan vieja como la democracia: que nadie puede acogerse a la irresponsabilidad —jurídica y política— que garantiza la máscara. Y que haya sido preciso especificar esa norma para una determinada fracción de la ciudadanía: las mujeres musulmanas. Constatando, de ese modo, que, hasta anteayer, en la republicana Francia, una notable cifra de habitantes había quedado excluida de la plena ciudadanía; en lo positivo —la irresponsabilidad que el perpetuo anonimato otorga—, como en lo negativo —la ausencia de cualquier existencia social libre y autónoma—.

A nadie se le hubiera pasado por la cabeza legislar la prohibición a los varones —sea su religión cual sea— de deambular bajo máscara. Ça va de soi, ¡qué demonios! Cae por su peso que un mastuerzo que vaga con capucha por la calle no puede sino acabar la mona en el calabozo. Es lo que pasa cuando un ciudadano se salta las normas básicas de seguridad. Eso lo aceptará, sin demasiado inconveniente, hasta el creyente islámico más puro: a la ley se ajustan por igual todos los ciudadanos. Los ciudadanos. No los animales domésticos. Ni las mujeres.

Y ésa es la única clave. No francesa. De Europa ya, sin excepciones. Fueron precisos dos siglos para alcanzar la igualdad jurídica sin distinción de sexo. ¿Renunciamos a ella? Puede que no haya remedio, si es verdad que el tal Alá es tan grande.


ABC - Opinión

Curiosa coincidencia. Por M. Martín Ferrand

Garzón, que ha tenido papeles protagónicos en los tres poderes del Estado, es encarnación de su mezcolanza.

LA promiscuidad, descarada y obscena, en la que se han instalado los tres grandes poderes del Estado, la falta de la debida superación entre ellos, es una grave enfermedad política, el más potente germen destructor de la democracia. De ahí, con la ayuda de la casuística, el nada deseable y creciente distanciamiento de la ciudadanía de lo que debiera ser punto de referencia y raíz de confianza. El poder Legislativo, amontonado en la multitud de parlamentos con los que nos hemos dotado, es la diana principal de quienes lanzan sus dardos con tra la «clase política»; el Ejecutivo, el vértice del fracaso en la gestión pública, y el Judicial, que debiera ser manantial de certeza, genera más recelos que confianza y, con frecuencia, sirve de referencia para señalar ese amancebamiento institucional que, a partir de la degeneración partitocrática, va mermando la factura pretendidamente democrática que nos trajo la Transición.

La Justicia, la madre del cordero democrático, se ha hecho de cercanías en los Tribunales Superiores de las Autonomías y, con ello, ha perdido el respeto histórico de la distancia. Además, el toqueteo instaurado en tiempos de Felipe González con el Consejo del Poder Judicial y la subordinación que, por el sistema electivo de sus miembros éste tiene del Legislativo que es, a su vez y en los hechos, dependiente del Ejecutivo convierte en sospechosa cualquier sentencia, en inquietante cualquier plazo y en problemática y dudosa cualquier acción que se relacione con la Fiscalía, cuya dependencia orgánica aumenta su intensidad en razón del exceso de celo servidor y agradecido de quien debe su cargo al Gobierno.

En ese marco que describo en líneas groseras, pero que es el quid de nuestras carencias democráticas, cabe entender que la apertura del juicio oral en el que se dilucidaron las responsabilidades de Baltasar Garzón en las escuchas practicadas durante las conversaciones de varios imputados en el «caso Gürtel» con sus abogados defensores, coincide en el tiempo con el que se celebra en la Audiencia de Cádiz contra María José Campanario. Las coincidencias, más que las armas, las carga el diablo y parece razonable el paralelismo entre dos personajes dispares que solo tienen en común la fiebre mediática con la que, la fatalidad o las malas artes —no lo sé—, han sustituido la información veraz y plural que pide la Constitución y que, especialmente en la televisión, brilla por su ausencia. Garzón, que ha tenido papeles protagónicos en los tres poderes del Estado y que es encarnación de su mezcolanza, se sienta en el banquillo. Debe ser cosa de la justicia poética.


ABC - Opinión

China. La barbarie lingüística de Zapatero. Por Agapito Maestre

Mantener que la verdadera semilla del español está en las palabras "amigo" o "paz" significa la negación de la esencia de nuestra lengua o de cualquier otra, a saber, la posibilidad de comunicar lo negativo de la realidad.

La "defensa" de la lengua española que ha hecho Zapatero, en China, revela algo peor que cinismo. La metáfora es siempre terrible, casi una impostura permanente, utilizada por un bárbaro que desconoce por completo que una lengua es antes que nada comunicación... Sí, sí, comunicación de todo, de lo malo y de lo bueno, de lo absurdo y de lo cuerdo, del bien y del mal... Una lengua que sólo pudiese expresar el lado afirmativo del mundo no sería una lengua de comunicación, toda vez que ocultaría su parte negativa, sino un instrumento de manipulación. Cuando Zapatero dice en términos metafóricos que quien aprende a decir amigo o paz ya conoce la semilla del español, está engañando a los chinos y a los españoles. Estamos ante un gran impostor; más aún, cuando las palabras se desvían de su genuino sentido, como decía Kraus, comienza a reinar por todas partes la impostura.

La descomposición moral de una sociedad tiene su mejor reflejo en la negación de su lenguaje. Zapatero es, entre todos los políticos occidentales, el gobernante que ha hecho del cuestionamiento de la terminología negativa de la lengua española su principal "política". La ocultación de las palabras "feas" ha sido el principal instrumento del socialismo para ocultar la realidad. Todo ha sido una farsa lingüística. Todo es aún una falsificación del lenguaje. Del mismo modo que no quiso nunca pronunciar la palabra crisis para ocultar la crisis real, también ahora, con una desfachatez propia de los lenguajes totalitarios, dice que nuestra lengua no tiene las palabras "enemigo" o "guerra". ¡Cuánto analfabetismo!


Mantener que la verdadera semilla del español está en las palabras "amigo" o "paz" significa la negación de la esencia de nuestra lengua o de cualquier otra, a saber, la posibilidad de comunicar lo negativo de la realidad. Por eso, precisamente, digo que grave es que Zapatero defienda en China lo que no es capaz de defender en España; cobarde es, en verdad, que Zapatero intente defender en China lo que no se atreve a garantizar a los niños españoles en Cataluña, País Vasco, Galicia, Comunidad de Valencia y las Islas Baleares, a saber, educarse en la lengua oficial del Estado, el castellano o español. Pero es aún peor, muchísimo peor que esa cobardía, la amputación que hace de una lengua, como el español, al reducirla a su mera terminología positiva.

Zapatero ha llevado hasta sus últimas consecuencias las tesis mostrencas que un día le aconsejó Geoge Leakoff: "El político tiene que hablar siempre en metáforas con palabras de significado positivo". Se trata de ocultar lo real, las cosas tal y como son, por encima de cualquier otra consideración política o moral, a través de la ocultación de las palabras que expresan lo negativo de la realidad. Esta visión absurda del lenguaje sigue siendo la base de la política autoritaria de Zapatero. Por este camino de mutilación lingüística, Zapatero ha intentado que no podamos ni nombrar esas realidades terribles que responden a los vocablos, también españoles, terroristas y víctimas. Fue y es una de las bases de su negociación con ETA: la negación de la víctima implica la ocultación del terrorista

En fin, porque a un político demócrata hay que exigirle que exprese con propiedad las cosas, me rebelo ante el discurso "metafórico" y manipulador de Zapatero cuyo único objetivo es dejar de creer en las palabras que empleamos. He ahí, insisto, la raíz de la muerte del valor moral de la democracia española.


Libertad Digital - Opinión

La mentira permanente. Por José María Carrascal

Una oposición incapaz de desalojar a un gobierno que es una desgracia nacional tiene que fallar por algún sitio.

NO llegará en el segundo semestre de este año, ni en el que viene, ni en el otro. Me refiero a la recuperación. Tal vez llegue en 2015. O en 2016. Nadie lo sabe con certeza. Lo único seguro es que ni siquiera está a la vista, contra lo que viene diciéndonos el presidente del Gobierno, con sus brotes verdes y otras zarandajas. No es optimismo antropológico, sino embuste antropológico. Este señor es incapaz de decir la verdad, un concepto para él «discutido y discutible», como el de la nación. Y nosotros, en Babia. Ha tenido que ser alguien ajeno, como en el caso de los maridos cornudos, quien nos lo dijera. El Fondo Monetario Internacional. El crecimiento del PIB español en los próximos años será demasiado relentizado para crear empleo. Y ya me dirán ustedes cómo se recupera una economía con cerca de 20 por ciento de parados. El FMI respalda las medidas económicas tomadas por el gobierno Zapatero. Pero sigue advirtiendo que no las ha completado. Aunque no le parece probable que España necesite rescate como Grecia, Irlanda y Portugal.

El «Financial Times» es más cruel. O más sincero. Advierte que la burbuja inmobiliaria que acecha bajo nuestras instituciones financieras junto a la subida de los intereses, obligarán a un rescate de España. ¿Por qué no lo dice el FMI? Pues por miedo. Porque Portugal, Irlanda y Grecia son rescatables. España, no. Es demasiado grande, el fondo habilitado en Bruselas para ello no bastaría y la caída de España podría arrastrar al euro. Por no hablar ya de que bancos y empresas europeas tienen grandes inversiones en nuestro país, que se verían afectadas por una bancarrota española. Así que animan a su gobierno a hacer las reformas que ha prometido, le dan palmaditas en la espalda y cruzan los dedos, con la esperanza de que haya suerte.

¿Qué hace ante ello Zapatero? Pues echarle la culpa al PP por criticarle. De todas sus mentiras, ésta es la peor, la más infame, pues el PP viene diciendo —no sólo por boca de Rajoy, sino por la de todos sus dirigentes (¿recuerdan el debate Solbes-Pizarro y las sonrisitas socialistas?)— que Zapatero se equivocaba. Que la crisis existía. Que sus medidas contra ella eran erróneas. Que los brotes verdes eran el cuento de la buena pipa. Que sólo cuando Europa le exigió que se dejara de funambulismos, cambió radicalmente de política económica. Pero incluso eso lo está haciendo a medias y a rastras.

Por decir todas estas verdades resulta que el PP es el culpable del lamentable estado en que nos encontramos. Aunque algo de culpa debe de tener. Una oposición incapaz de desalojar a un gobierno que es una auténtica desgracia nacional tiene que fallar por algún sitio. ¿O somos los españoles los que fallamos? La vieja, la eterna pregunta.


MEDIO - Opinión

"No me resigno". Aguirre contra Procusto. Por José García Domínguez

Centros que se plieguen a una constatación empírica registrada por la Humanidad en los últimos dos mil años, a saber, la evidencia de que la Madre Naturaleza no es socialdemócrata.

Lo que Hegel llamaba el espíritu de la época, eso tan difícil de aprehender para los contemporáneos, yo acabo de descubrirlo en la estampa algo andrógina de un tal Justin Bieber, cantante que, según me cuentan, trae soliviantadas a las pubertinas españolas. Al punto de que, igual en Madrid que en Barcelona, centenares de preadolescentes guardaron cola de días ante las taquillas a fin de asistir a sus recitales. En algunos casos, morando en tiendas de campaña toda la semana, me informa La Vanguardia, gaceta que por lo demás se suma al universal contento por tan ilustre visita. Al respecto, uno tenía entendido que la escolarización en este país era obligatoria hasta los dieciséis años de edad. Y que entre los cometidos de la Policía estaba identificar la presencia de menores en la vía pública durante el horario lectivo.

Pero, por lo visto, uno lo entendió mal. ¿Cómo, si no, legiones de abnegadas mamás de la sufrida clase media habrían escoltado a sus niñas en la larga espera ante la mirada complaciente de los guardias de la porra? Por no entender, uno no entendió que el genuino escándalo no residía ahí, sino en cierto proyecto docente madrileño. Ése que pretende auspiciar institutos públicos donde se practique el culto no a Bieber y su compadre Procusto, sino a la excelencia académica. Centros que se plieguen a una constatación empírica registrada por la Humanidad en los últimos dos mil años, a saber, la evidencia de que la Madre Naturaleza no es socialdemócrata.

De ahí que la inteligencia no se distribuya en el Cosmos con arreglo a los principios programáticos de la II Internacional. Fatalidad biológica que tan bien comprendieran, por cierto, los promotores de la Institución Libre de Enseñanza, muy elitista referencia mítica de esa progresía que, escandalizada, clama "¡Anatema!". La misma progresía que, en apenas un cuarto de siglo, ha coronado uno de los más asombrosos prodigios de la ingeniería moderna: transformar un viejo ascensor social en una eficacísima tuneladora. Gloriosa hazaña, la de la ortodoxia pedagógica dominante, que nunca hubiera sido posible sin la tolerancia cero con las desigualdades naturales entre las capacidades de los alumnos. Tabú que ahora se aprestan a violar en Madrid. Con permiso de las mamás de Bieber, claro.


Libertad Digital - Opinión

La Justicia y la Ley. Por Ignacio Camacho

Garzón tiene más madera de político que de juez, y por eso todo lo que le rodea está impregnado de prejuicios.

QUIZÁ la pena más dura que pueda recaer sobre el juez Garzón sea la constatación de que la Justicia española ha sobrevivido a su ausencia sin grandes cataclismos. Sigue siendo tan lenta, incoherente y politizada como antes, aunque algunos sumarios delicados, como el del bar Faisán, parecen ahora instruidos con mayor diligencia y criterio. Esa normalidad debe de resultar en sí misma un revés moral para el ego cósmico del supermagistrado, un tipo tan valeroso como arrebatado capaz de hacerse sombra a sí mismo; siempre tiene dentro un ramalazo de vehemencia obcecada y de notoriedad incontrolable que neutraliza su indiscutible coraje civil. Sucede que la ofuscación es mala compañera para un hombre de leyes, sobre todo cuando le lleva a brincar alegremente sobre las garantías y otros detalles del derecho procesal. En realidad, Garzón tiene más madera de político que de juez, y quizá por eso todo lo que toca y le rodea está impregnado de arbitrariedades y desafueros que contaminan la necesaria imparcialidad de la acción judicial y expanden a su alrededor una niebla de prejuicios.

En esa bruma de confusión interesada el magistrado se mueve con una naturalidad más propia de la política que del derecho. Experto en el manejo mediático domina los mensajes simplistas y las coartadas de simbolismo ideológico, y cuando se ve en aprietos tiende a sobreactuar con recargadas dosis de victimismo. Ese comportamiento es intrínsecamente político en la medida en que carga sobre los demás una culpa unívoca, según el clásico mecanismo de los liderazgos mesiánicos y banderizos. Al presentarse a sí mismo como paladín franco y espontáneo de causas justas, cualquier obstáculo que encuentre no puede ser sino fruto de una conspiración malvada. Garzón aplica y emite —paladinamente, puesto que deja que otros lo hagan por él— un discurso maniqueo típico de la retórica sectaria, que apela a categorías primarias y dualidades basadas en conceptos esquemáticos: malo / bueno, progresista / reaccionario, etc. Justo lo que el derecho combate a través de su compleja y metódica ponderación de circunstancias, matices, requisitos, reflexiones, casuismos… y reglas.

No cabe duda de que resulta chocante que el instructor del sumario Gürtel vaya a sentarse en el banquillo antes que los imputados en el proceso. Pero eso sucede porque el magistrado ha saltado a la ligera sobre el conjunto de pautas garantistas que tenía obligación de preservar, haciendo —presuntamente, claro— un uso instrumental abusivo de sus facultades jurídicas que, por afectar al derecho a la defensa de los acusados, puede comprometer incluso el buen fin de la investigación y de la causa. Aquí no caben enredos de índole ideológica, ni excusas victimistas ni argumentarios paranoicos. Se trata, simplemente, de que ni siquiera un juez puede situar la justicia —su idea particular de la justicia— por encima de la ley.


ABC - Opinión

Aguirre, contra la mediocridad de la izquierda

Sabedora del poder decisivo de las ideas, Aguirre ha reivindicado los valores y principios del liberalismo frente a los dogmas que propaga el socialismo como indiscutibles, especialmente en el ámbito educativo.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha vuelto a poner de manifiesto, ante un abarrotado foro de ABC, que, lejos de resignarse ante los dogmas que el socialismo trata de imponer como pensamiento único a los ciudadanos, lo que hay que hacer es "desterrar la falsa superioridad moral de la izquierda".

Conocedora de la importancia decisiva que las ideas tienen, para bien y para mal, en el devenir de la sociedad, Aguirre ha reivindicado los valores y principios del liberalismo frente a los dogmas que el socialismo propaga como indiscutibles. Aguirre sabe que si aceptamos como principios y valores de partida falsedades como las de que un mayor gasto público es equivalente a un mayor bienestar social; que la igualdad ante la ley significa la igualación por ley; que la justicia se alcanza, no dando a cada uno lo suyo, sino dando a todos lo mismo; o que la ley debe ser, no la salvaguarda de la libertad del individuo, sino el cincel con el que el gobernante moldea a su gusto la sociedad, estamos abocados a un injusto y coactivo empobrecimiento colectivo. Aguirre sabe que frente a él poco o nada podrán supuestas "alternativas de gestión", mientras no se atrevan a cuestionar de raíz ese falso paradigma dominante en el que buscan acomodo.


En lugar de acomplejarse ante ese falso y fracasado modelo "progresista", Aguirre ha puesto en valor principios como el de la austeridad pública, como el del equilibrio presupuestario o como el de la libertad empresarial y la soberanía del consumidor. Conocedora de la superioridad moral y práctica de lo que Herbert Spencer llamó el orden del contrato frente al del mandato, Aguirre ha apelado a la libertad de elegir y a la libre iniciativa empresarial frente a quienes propagan que es más "justo" el coactivo e ineficaz servicio público a cargo de funcionarios.

Pero quizá haya sido en el terreno educativo, y en su reivindicación del mérito y de la excelencia, donde el espléndido discurso de Aguirre ha sido más incisivo contra esa rémora igualitarista que la izquierda propaga en detrimento de la libertad, de la auténtica igualdad ante la ley y, en este caso, de la calidad de la enseñanza.

Su propuesta de abrir un "aula de excelencia" para los estudiantes más aventajados en los institutos de enseñanza secundaria la próxima legislatura (iniciativa que se suma al "bachillerato de excelencia" al que accederán los alumnos que lo deseen entre los que mejores notas hayan sacado durante la escolarización obligativa) no será una alternativa radical al deteriorado sistema estatalizado de enseñanza; pero sí tiene la enorme virtud de introducir, aunque sea dentro de un deficiente sistema, el valor del esfuerzo, de la distinción, del mérito y de la búsqueda de la excelencia, que son valores esenciales para mejorar la calidad de la educación.

Esta carrera abierta al talento y al esfuerzo, al que están convocados todos los alumnos con independencia de cual sea su origen social y económico, causará la airada oposición de una izquierda que calibra la calidad de la educación en la igualdad de resultados. Pero, salvo que queramos igualar a todos por abajo, haríamos bien en desterrar de raíz esa falsa ética social, y recordar, con palabras de Edwin G. West, que "cuando existe desigualdad de habilidad potencial, inevitablemente habrá desigualdad en los resultados. Si insistimos en la igualdad de resultados, se desprende que debemos penalizar la habilidad".


Libertad Digital - Editorial

El banquillo de Garzón

Con su mala praxis como instructor, el juez estrella ha puesto en vilo la legalidad de las imputaciones contra los acusados del «caso Gürtel»

LA apertura de juicio oral contra Baltasar Garzón por las grabaciones ilegales a los letrados del «caso Gürtel» mientras despachaban con sus defendidos en los centros penitenciarios donde estos cumplen prisión provisional demuestra que hace tiempo que tocó a su fin el ciclo alcista de este «juez estrella». Que Garzón es un mal instructor es algo de general conocimiento entre compañeros, fiscales y abogados. Los abundantes casos en que sus fallos de instrucción han motivado absoluciones o condenas mínimas lo acreditan de forma inapelable. Pero en el «caso Gürtel» Garzón cruzó la línea roja, porque vulneró el secreto inherente al derecho de defensa, como certeramente pone de manifiesto el instructor de la Sala Segunda, sin tener indicio alguno de delito cometido por los abogados defensores. De esta forma, Garzón expropió a los imputados de su derecho a no autoincriminarse y de una defensa efectiva porque tanto él como el Fiscal se pusieron al corriente, ilegalmente, de las estrategias que estaban preparando para sus posteriores comparecencias. Además, Garzón ha puesto en vilo la legalidad de las imputaciones contra los acusados del «caso Gürtel», en la medida en que la nulidad de las grabaciones pudiera contaminar las pruebas obtenidas con posterioridad y a consecuencia, precisamente, de dichas grabaciones. Sin embargo, esta contaminación de pruebas no es un efecto automático, y habrá que esperar hasta el juicio oral para que el tribunal competente decida si son o no válidas. En todo caso, el riesgo de nulidad es cierto y los defensores la esgrimirán legítimamente, porque Garzón se lo ha puesto en bandeja con su proceder contrario a los más elementales principios procesales. Por eso estaría justificado que este proceso por las escuchas del «caso Gürtel» fuera juzgado con rapidez, porque hay personas en prisión cuya situación podría cambiar si el instructor que los encarceló fuera condenado por prevaricador y si las pruebas en que se basó fueran declaradas nulas.

El mito Garzón se va diluyendo, y aflora su mala praxis como instructor. A pesar de la coraza mediático-política que pretende protegerlo, con giras internacionales y vídeos promocionales incluidos, la gravedad de los hechos por los que está acusado es sobre el personaje una enmienda a la totalidad. Prevaricación, cohecho, vulneración de derechos fundamentales. Son los peores delitos que un juez puede cometer. Aunque hay quien quiere ver una conspiración derechista contra Garzón, todo es más fácil de entender si solo se ve a un juez que ha jugado con la ley a su capricho.


ABC - Editorial