domingo, 15 de mayo de 2011

Lluvia, derrota. Por David Gistau

El dios de la lluvia lloró sobre las víctimas. Mejor dicho, sobre los despojos de una causa civil que antaño colmó avenidas y sacudió la sociedad con descargas morales, como un cable de alta tensión suelto. Pero que ayer apenas logró que un puñado largo de irreductibles, bien apelmazados para resistir el viento, ocupara una plaza madrileña sobre la cual aún gravita el recuerdo de uno de los más crueles atentados etarras. La integración de Bildu en el sistema fue narrada con tal dominio del tempo, que para cuando ocurrió la sociedad española ya la tenía aceptada.

Por ello, la concentración de ayer, primera de las de esta serie de la que no podía decirse que fuera preventiva, que constituyera una profecía de Casandra, no sólo no fue el aguijonazo que alentara una «rebelión cívica» de largo aliento. Sino que tuvo cierta impronta de soledad, casi de desconexión, como si los presentes estuvieran abocados a recordar a esos soldados japoneses que permanecían emboscados en una isla porque no sabían que su bando ya se había rendido. Las asociaciones de víctimas están en El Álamo, barridas por los engranajes del Estado, por la eficacia en la intriga del PSOE y por la deserción de Rajoy, ese koala abrazado a la rama del reproche económico.


Salvo por algunas presencias de miembros del partido que no están en el núcleo de Rajoy, el PP, a diferencia de la primera legislatura, ha desistido de levantar un dique de contención. Se ha dejado abducir por la reanudación del «Proceso», concediendo al Gobierno un terreno casi despejado, aparte de la voluntad inquebrantable de las víctimas.

Pero éstas no tienen la fuerza de antes, ni irradian el mismo poder de convocatoria. De hecho, personas que deberían estar arropadas por un respeto estatuario parecen ahora personajes de extramuros, regurgitados. Bastaba escuchar a oradores como Ortega Lara, Salvador Ulayar o Regina Otaola para comprender que se sienten abandonados por el ente que debería tutelar sus derechos y defenderles de sus enemigos: el mismísimo Estado, que ha renunciado a su estatura hobessiana para hacerse flexible al cálculo político, y por ello ha defraudado principios fundacionales, aventando una desconfianza definitiva. Era mencionar alguien el Tribunal Constitucional e, igual que en el guiñol cuando sale el malo de la porra, del público emergía un abucheo.

Cuando se pierde la confianza en el Estado y además desertan los líderes profesionales, queda un vacío que pronto llenan otros líderes naturales, emanados de la propia muchedumbre huérfana. En ese hombre estuvo a punto de convertirse Ortega Lara, tan reticente siempre a pronunciarse en público, y que por ello dio un barniz de excepcionalidad a su intervención de ayer. Y lo que hizo fue sembrar un mensaje muy disolvente con las instituciones, con las representaciones del Estado, como si todas ellas merecieran ser perseguidas por una reputación de traidoras que no arreglará un posible gobierno de Rajoy, enajenado de esa parte de su electorado a la que complació que en algún momento el PP fuera el abanderado de las víctimas.

La misma rabia contuvo el apasionado discurso de Ulayar, hijo de un asesinado por ETA, que dio a entender que el Gobierno pretende disolver a todos los muertos por terrorismo en un compartimento moral donde la impunidad se hace olvido.

Otaola fue más testimonial, y por lo tanto más concreta. Esbozó, refiriéndose a su propia vida cotidiana, un futuro del que tenemos todos el recuerdo. El del matonismo institucionalizado. El del achique de espacios a todo antagonista de la izquierda abertzale. El del asalto terrorista de los fondos públicos y los censos. El «silencio de los corderos», como lo llamó, que impone un canon unitario que aún encomienda todo su poder de disuasión a una mafia con coartada política.

La gente se desperdigó y se metió en bares o en el Metro para huir de la lluvia. Eran pocos. Han perdido y sienten que no les ha derrotado el terrorismo, sino la encarnación jurídica y política de la misma nación por la que se creían prolongados. Extraños tiempos, en los que las víctimas son antisistema y Bildu da lecciones de integración democrática.


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