lunes, 18 de julio de 2011

Esta insoportable levedad. Por Juan Luis Cebrián

Zapatero debe anunciar cuanto antes un calendario creíble para el proceso electoral.

Hace poco más de un mes asistí en Madrid a varios debates entre intelectuales, políticos, empresarios y ciudadanos del común. A pesar de reunir muy diferente y variopinta asistencia, en todos ellos tuve ocasión de comprobar el singular sentido de ánimo de la sociedad capitalina (creo que la española en general) ante lo que podríamos llamar, parodiando a Kundera, la insoportable levedad del devenir de España. Dos de esos actos estaban relacionados directamente con la recuperación de la memoria colectiva. Uno fue organizado por la Asociación de Defensa de la Transición y el otro, por la Fundación Fernando Abril Martorell, que otorgaba el Premio de la Concordia a Antonio Muñoz Molina. Salvo el incombustible Enrique Múgica y yo mismo, creo que prácticamente no hubo coincidencias entre los presentes en ambas ocasiones. Sin embargo, resultaron tan evidentes la convergencia de actitudes y lo similar de las preocupaciones allí expresadas, que bien puede entenderse que reflejaban un verdadero estado de opinión. Gentes de derechas, de centro y de izquierdas, antiguos comunistas y viejos franquistas arrepentidos, católicos fervientes y ateos recalcitrantes, mujeres, hombres, profesores, jueces, militares, diputados, periodistas e intelectuales, reclamaban, con la serena parsimonia de su experiencia y la firmeza de su convicción, una recuperación del consenso y el pacto como únicas vías para salir del agujero en el que parece hundirse la sociedad española.

Por los mismos días me reuní en un par de escuelas de negocios con jóvenes empresarios y directivos, la mayoría de ellos bien instalados, y con otros profesionales y universitarios víctimas del paro, algunos de ellos ocasionales pero frecuentes visitantes, como tantos ciudadanos, de la acampada de los indignados en la Puerta del Sol. Eran gentes nacidas en los años setenta y ochenta, algunos más jóvenes aún, cuyos puntos de vista no divergían mucho de los de la generación de sus padres y coincidían en una expresión de simpatía hacia el movimiento del 15-M, por más que algunos se sintieran molestos por la invasión de la vía pública.

Todo ello me sirvió para comprobar la existencia de un creciente malestar que no conoce fronteras ideológicas, generacionales ni de clase social. Puede pensarse que cuanto nos sucede se resume en la profundidad de la recesión económica y la atribulada gestión de la misma. En muchos países europeos, los Gobiernos y los partidos que les sustentan vienen siendo contundentemente desalojados del poder central o local por los electores, en busca de una alternativa posible que mejore la vida de los ciudadanos. Pero la crisis no es solo económica, aunque sus efectos sobre el aumento del paro y el descenso de nivel de vida de las gentes sean los más inmediatos y dolorosos, sino también política y de convivencia. Es además sistémica no únicamente en lo financiero, sino que afecta de lleno al modelo de organización social y al desarrollo individual y colectivo de las gentes. El descontento español, griego, islandés o portugués, ahora italiano también, anida con diferentes expresiones en muchas otras latitudes, y en el norte de África y Cercano Oriente comienza a cuajar en guerras civiles larvadas, o no tan larvadas, como las de Libia y Siria. La falta de liderazgo, en ocasiones capaz de afirmarse solo por la fuerza, la resistencia al cambio de quienes ocupan posiciones establecidas y la inflexibilidad de la respuesta frente a un mundo en continua ebullición, no harán sino prolongar la decadencia de una realidad insostenible.

Nos enfrentamos, desde luego, a problemas globales, por lo que las soluciones lo tienen que ser también. Pero la expresión local de unos y otras evidencia las carencias del Estado-nación a la hora de enfrentar estas cuestiones. Eso explica la deriva hacia el populismo de tantos líderes políticos, dispuestos a deslizarse sin mayores cauciones por la senda del proteccionismo comercial, la xenofobia racista y la insolidaridad. El cortoplacismo, atizado por la frecuencia de comicios de todo tipo y las urgencias de las campañas electorales, caracteriza la mayoría de las decisiones de los dirigentes occidentales, que no entienden su incapacidad de competir con algunas sociedades emergentes en las que el calendario —como en el caso de China— corre a diferente velocidad que en el resto del mundo.

Sobresale el distanciamiento entre la clase política y los ciudadanos, no solo en los regímenes dictatoriales o autoritarios, sino en democracias más o menos consolidadas. Los acampados en las plazas protestan contra el sistema sobre todo por haber sido excluidos de él. Están contra los partidos, los sindicatos, los banqueros y… los periódicos, o los medios de comunicación en general. A todos se mide por el mismo rasero, como integrantes de una casta reacia a propiciar los cambios que la gente demanda. A todos se les reprocha ignorar que las nuevas tecnologías de la comunicación han empoderado a los pueblos más que algunas de las instituciones democráticas que rigen la vida de los países. Y en todos los casos aspiran a más participación ante lo que consideran el fracaso de la representación política. Los reclamos de reforma de la ley electoral, o contra la presencia de imputados en las listas, se basan en la percepción, desde mi punto de vista acertada, de que los representantes no nos representan, o lo hacen cada vez menos. No digo esto a la búsqueda de alguna popularidad que no merezco entre los nuevos levantiscos. Hace un cuarto de siglo, en mi libro El tamaño del elefante, escribía: “No es ya el Parlamento el que controla al Gobierno, sino el Gobierno el que controla a la mayoría parlamentaria, la diseña de antemano…. Y de acuerdo con los sondeos electorales, la domestica, la manipula y utiliza… Una reforma de todo el sistema de representación política en España es necesaria si se quiere que la democracia avanzada que la Constitución define se haga efectivamente realidad”. A partir de aquella fecha, los problemas no han hecho sino empeorar en ese terreno. Ahora se ven agudizados por la profundidad de la crisis, la destrucción de empleo, la falta de horizonte de las nuevas generaciones y la perplejidad e irritación que producen ver a los dirigentes políticos disputarse el poder por el poder, reproduciendo promesas que nunca se cumplen y rindiendo tributo a una demagogia persistente e inútil.

Algunos comparan las revueltas juveniles de ahora con los acontecimientos de Mayo del 68. La escenografía es en parte similar, con esas chicas ofreciendo flores a los robocops policiales, remedando imágenes de una época en la que los manifestantes entonaban el haz el amor y no la guerra. Pero pese a la idílica utopía del movimiento hippie, Mayo del 68 acabó siendo violento, y mayo del 2011 apenas lo ha sido. Las revoluciones han perdido prestigio y habrá que esperar a ver en qué desembocan los acontecimientos del norte de África para saber si son capaces de recuperarlo. En el entretanto, conviene no desdeñar el significado de las protestas. No es solo la representación política lo que está en entredicho, sino un entramado institucional anquilosado y clientelista que sume a los ciudadanos en la desesperanza y el desasosiego.

Por lo mismo, hace años que deberíamos haber encarado una reforma constitucional que actualizara la gobernación de este país. Una reforma capaz de instaurar un Estado federal moderno, culminando y corrigiendo el proceso de las autonomías, que cuestione la provincia como distrito electoral y establezca las prioridades para las próximas generaciones de españoles. Un programa así exige no solo un liderazgo del que hoy carecemos, sino una voluntad de acuerdo en la política que permita abordar también, de manera urgente y eficaz, la reforma del sistema financiero y la modernización de las relaciones laborales, sin lo que será imposible dinamizar la economía y generar puestos de trabajo. Pero mientras el país confronta la amenaza de ruina, se desvanece la cohesión territorial y aumentan los conflictos sociales. La pérdida de confianza en la gestión del actual presidente del Gobierno es clamorosa dentro y fuera de España. Es imposible suponer que de una legislatura como la que hemos padecido se derive ya ninguna de las soluciones que los ciudadanos reclaman. El deterioro preocupante del partido en el poder amenaza con desequilibrar el futuro inmediato de nuestras instituciones políticas. Y aunque su recién estrenado candidato ha procurado, con éxito inicial, devolverle la esperanza, no es imaginable que acuda a los próximos comicios sin un congreso previo que restaure su maltrecho liderazgo y diseñe un proyecto que le permita recuperar al electorado y elaborar los pactos que el futuro demanda. Para que todo eso suceda, José Luis Rodríguez Zapatero debe de una vez por todas abandonar su patológico optimismo y renunciar al juego de las adivinanzas. Los titubeos, las dudas y los aplazamientos a que nos tiene acostumbrados son la peor de las recetas para una situación que reclama medidas de urgencia. Su deber moral es anunciar cuanto antes un calendario creíble para el proceso electoral. Solo así podrán los españoles soportar la levedad del ser. 


El País - Opinión

La guerra no ha terminado. Por José María Carrascal

¿Cuándo firmaremos los españoles la paz con nosotros mismos? No lo sé.

A los 75 años de comenzar, la guerra civil española todavía no ha terminado. Sigue librándose en libros, artículos, conferencias, debates, con el mismo ardor, parcialidad, fiereza de siempre. Sigue librándose porque los vencidos no la dan por perdida, reclaman al menos la victoria moral, tener siquiera la razón, y los ganadores no se la conceden. Suele decirse que en toda guerra, la primera víctima es la verdad. En una guerra civil, la verdad es asesinada dos veces, una por cada bando. No se ha escrito todavía ningún libro —historia, novela, drama, memoria, poemario— verdadero sobre nuestra guerra civil. Todos ellos dicen sólo media verdad: la del autor que intenta racionalizar su causa. Lo que significa que todos son también medio falsos.

Ambas partes esgrimen sus razones —que las tienen— pero al contradecirse entre sí, se anulan mutuamente, por lo que tanto puede decirse que ambas tenían razón como que no la tenían. Había tantos motivos para sublevarse contra una república que había dejado de ser res-publica, cosa pública, convertida en intento de aniquilar a la otra mitad, como para defenderla, sin que nadie pueda apropiarse del legítimo derecho, al haber sido sustituido por el odio, el rencor y el fanatismo en prácticamente todas las capas de la sociedad española, así como en sus distintos estamentos, comenzando por el político y terminando por el militar. Quién empezó, quién tuvo la culpa, no me atrevo a decirlo, no por cautela, sino por haber culpas para todos, consciente de que uno y otro bando me lo reprocharán duramente por no atribuirla al contrario.

La animosidad es tan profunda y la parcialidad ha ido tan lejos que incluso los testigos y comentaristas extranjeros no han sido inmunes a aquel estallido de furia, y ni siquiera los últimos libros de autores ingleses, franceses, americanos y alemanes están libres de tales características, que quedan evidentes en los adjetivos que aplican a cada personaje, batalla o situación, no importa que los hechos que narren sean correctos.

¿Hasta cuándo continuaremos los españoles librando nuestra guerra civil? ¿Cuándo firmaremos la paz con nosotros mismos? Tampoco lo sé, a la vista del masoquista placer que encontramos en volver a librarla. Sí sé, en cambio, que esa contienda permanente es un freno a nuestro avance, que se lleva buena parte de nuestras energías y que nos impide abordar tareas mucho más urgentes y necesarias. Es lo que me lleva a pensar que aquella guerra no fue sólo una guerra. Fue el castigo que nos infligimos los españoles a nosotros mismos por no haber sido capaces todavía de levantar la nación, el país, el Estado moderno, desarrollado, acogedor, que hubiéramos deseado tener y aún no tenemos.


ABC - Opinión

Tontería económica. Democracia real ya. Por Carlos Rodríguez Braun

O bien el manifiesto rechaza el libre desarrollo personal, o bien cree que sólo somos libres cuando la sociedad nos somete. En el primer caso, engaña. En el segundo, hiela la sangre.

El manifiesto de "Democracia real ya" subraya que sus firmantes y partidarios no tienen color político: sólo quieren democracia. Pero su democracia se basa en que la gente no pueda elegir.

Esto dicen: "Las prioridades de toda sociedad avanzada han de ser la igualdad, el progreso, la solidaridad, el libre acceso a la cultura, la sostenibilidad ecológica y el desarrollo, el bienestar y la felicidad de las personas. Existen unos derechos básicos que deberían estar cubiertos en estas sociedades: derecho a la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la salud, a la educación, a la participación política, al libre desarrollo personal, y derecho al consumo de los bienes necesarios para una vida sana y feliz".

El manifiesto es imperativo: hay derechos básicos que "deberían estar cubiertos" y prioridades sociales que "han de ser". Nótese que así se han edificado las democracias modernas, cuya presión fiscal ya es históricamente elevada. Si a los redactores del manifiesto les parece que la democracia que tenemos no es real, la conclusión es que desean que el nivel de coacción política y legislativa que ya experimentan los ciudadanos aumente de modo apreciable. Es evidente que cuando hablan de derecho a la vivienda, la salud, la educación o el consumo de bienes "necesarios", no se están refiriendo a que los ciudadanos libremente paguen con sus propios recursos esos bienes y servicios. Si no se están refiriendo a eso, sólo pueden referirse a que el poder forzará a la población a que los pague. La "democracia real ya" no puede, por tanto, querer decir menos impuestos, controles, multas y prohibiciones, sino más. Su idea de la democracia, en consecuencia, estriba en que la gente no elija.

Dirá usted: ¡pero si apoya el "libre desarrollo personal"!

Es cierto, y resulta llamativo. Tanto este párrafo como el conjunto del manifiesto reprochan a los seres humanos libres, consideran que los objetivos de prosperidad de las personas son inmorales, empobrecedores y destruyen el planeta. Todo el manifiesto apunta a restringir más el libre desarrollo personal y también los contratos voluntarios, porque específicamente se ataca el mercado y se prima la coacción de la colectividad sobre el individuo.

En conclusión, o bien el manifiesto rechaza el libre desarrollo personal, o bien cree que sólo somos libres cuando la sociedad nos somete. En el primer caso, engaña. En el segundo, hiela la sangre.


Libertad Digital - Opinión

La gran juerga. Por Gabriel Albiac

Somos parasitarios. Esto queda: resaca,tras medio siglo de juerga que pagaron otros.

¿DE qué iba aquello? De la eufórica ilusión según la cual era posible producir realidad con nada más que fantasía. Palacios en el aire. Hasta que el aire se niega a mantenerlos. Caen a plomo, entonces. Nada les sobrevive. Nadie. La desbocada fantasía de Mitterrand y Kohl a inicio de los noventa, la pagamos nosotros ahora. A ellos les salió gratis, ya hasta pudieron labrarse la reputación de «hombres de Estado» que, en sus nada transparentes biografías, les sirvió encubrir tanta miseria anímica y política. Pagamos nosotros ahora. Pobres diablos: son siempre los pobres diablos quienes pagan. Ahora, cuando no hay un duro. Y el euro, hasta podría darnos risa. Sólo que no hay ya risa que no se nos congele. Y aquel brillante invento de Mitterrand y Kohl, el euro, nos escupe a la cara la realidad que cualquiera que no fuera imbécil podía prever desde su primer día: la bancarrota.

Todas las lógicas de Estado, Nación y moneda (las tres hablan de lo mismo) fueron violadas entonces, con la infantil alegría que es propia de la ignorancia. O del demasiado saber que todo iba acercándose al mayor abismo del siglo. Sin remedio. Éste, por el cual caemos ahora.


¿El peor? Sé que sonará exagerado a quien recuerde lo que fue el siglo veinte: la más eficaz carnicería de la historia humana. Y, sin embargo, todo apunta ahora a una salida aún más dura, porque mucho más duro es el batacazo esta vez que en 1929. Si es que hablar de salida tiene algún sentido, para este blindado callejón sin salida en el cual nos hemos atrincherado: Europa. Que no es solución alguna; ni siquiera un problema. No un moribundo; un cadáver.

¿Qué era en 1992 aquel vendaval que, en Mastricht, Francia y Alemania desencadenaban? Acta confesa de que mucho hacía ya que en Europa no se producía nada de valor alguno. Ni en lo material, ni en lo intelectual. Nada. Y, sin embargo, Europa vivía en los más altos niveles de confort y consumo del planeta.

No hay milagros. Si alguien no tiene ingresos y vive en la opulencia, acabará en presidio. Puede que logre posponerlo un tiempo. Pero, al final, se estrellará contra el muro marmóreo de la realidad. Paga o muere. Es la ley inviolable del capital. Europa no puede pagar. Cada vez podrá menos. Su deuda no hace más que acumularse. En lo privado como en lo público. Así que no hay misterio. Esto se acabó, muchachos. Quien tenga edad, saber y ganas, que emigre. Mientras pueda. Los demás, vamos de cabeza a la fosa. Sin grandeza.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Europa ha vivido de no hacer nada. Y ha vivido muy bien. Exenta de los inmensos gastos militares que, en el ajedrez de la Guerra Fría asumieron, en exclusiva, los Estados Unidos frente a la URSS, y gracias a los cuales al continente no se lo zampó Stalin en los diez minutos que siguieron al suicidio de Hitler. Ese gasto militar imposible se llevó por delante a los soviéticos y sacude ahora los cimientos de Wall Street, o sea, de todo. Libre de tal sangría, la economía europea vivió, entre el inicio de los sesenta y el comienzo del nuevo siglo, una ocasión excepcional para renovarse. La despilfarró. Por completo. Y llegó el fin de fiesta. Somos parasitarios. Esto queda: resaca, tras medio siglo de juerga que pagaron otros.


ABC - Opinión

Zapaterismo. 18 de Julio. Por José García Domínguez

La atmósfera de este país no volverá a ser respirable hasta que sellemos con siete llaves el sepulcro del capitán Lozano (por ventura, los mil quinientos kilos de cemento que cubren el del dictador, no hay quien los mueva).

Ahora que, por fin, las riendas del Partido Socialista vuelven a estar en manos de un adulto, acaso la tarea más urgente a afrontar por unos y otros sea recomponer las costuras de la concordia civil, tan maltrechas durante los últimos siete años. Aunque solo fuese por aquello que predicaba don Fernando de los Ríos, a saber, que en España lo revolucionario es el respeto. Sin demora, pues, habrá que cerrar, a ser posible para siempre, esa caja de Pandora, la del guerracivilismo retrospectivo y el revival del viejo espíritu cainita de la tribu que han caracterizado a la miseria intelectual y moral del zapaterismo.

Así, al modo de las naciones civilizadas, habremos de retomar cuanto antes los usos de la urbanidad política, hoy tan olvidados, que imperaron cuando la Transición. El primero de todos, la renuncia a tratar a los adversarios como si fuesen enemigos, una chusma despreciable contra la que se impone trazar todo tipo de cordones sanitarios para mantenerla aislada en su lazareto. Un mutuo desprenderse del maniqueísmo atrabiliario y los modos rifeños cuya primera condición sería dejar de lanzarse la Historia a la cabeza sin tregua. Y es que la atmósfera de este país no volverá a ser respirable hasta que sellemos con siete llaves el sepulcro del capitán Lozano (por ventura, los mil quinientos kilos de cemento que cubren el del dictador, no hay quien los mueva).

Como buen adolescente, Zapatero no pudo renunciar a la pulsión autocompasiva propia de los narcisos. De ahí la conmovida contemplación de sí mismo a modo de sufrida víctima de un agravio histórico. Y puesto que no podía ser negro, lesbiana o catalán, al pimpante primogénito del presidente del Colegio de Abogados de León, un privilegiado que no ha conocido padecimiento alguno en su existencia, le dio por hacerse víctima del 18 de Julio. Gesto mezquino, ése de haber invocado el espectro de la Guerra Civil, que tal vez sea lo único que quede de Zetapé en la memoria colectiva. A fin de cuentas, falangistas y comunistas, los dos exponentes de cerrilismo ibérico que toparon de frente en aquella carnicería, nada representan ya en la España contemporánea. Y los aprendices de brujo, como el aún presidente, no merecen suerte distinta. Ojalá.


Libertad Digital - Opinión

Estupidez y crueldad. Por Ignacio Camacho

Ya está bien de hemiplejías morales retroactivas ante nuestra peor memoria de vileza, barbarie y vergüenza.

«Ínclitas guerras paupérrimas,
sangre infecunda, perdida»

(Blas de Otero)

LA mejor definición que conozco sobre la guerra (in)civil española la escribió todavía en plena contienda el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales: una siniestra apoteosis «de estupidez y de crueldad» en la que «idiotas y asesinos se han producido con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos». Hijo preclaro de la tercera España, esa abstracta patria de independencia intelectual y moral que a lo largo de los siglos ha recibido la inquina del sectarismo banderizo, Chaves supo anotar el preciso testimonio de esa despiadada barbarie recíproca. Y lo pagó, claro, con el exilio y la ojeriza simultánea de franquistas y republicanos, hermanados en la ferocidad autodestructiva de un desastre que todavía algunos se empeñan en contemplar con la hemiplejía retroactiva de sus anclados prejuicios.

Antes de que el zapaterismo se empeñase en reescribir con ofuscación maniquea el veredicto de la Historia, las generaciones de la Transición habían aprendido a olvidar y el testamento dolorido de Azaña —paz, piedad, perdón— obtuvo inesperado cumplimiento en una reconciliación sin resquemores. La hoja de ruta de la nación parecía seguir los versos del comunista Blas de Otero —«no sé nada de ayer, quiero una España mañanada...»— para centrarse en tratar de construir un horizonte social despojado de enconos. La tragedia del 36 era sólo materia de historiadores y la política se alejaba con victoriosa velocidad del pasado. Nadie blasonaba de heredero de nadie porque todos sabían que la guerra encerraba, junto a sus episodios de heroísmo, un legado inasumible de vileza, ignorancia, salvajismo y vergüenza.

Ese esfuerzo de reconstrucción se ha desmoronado en los últimos años en una morbosa escombrera de odios redivivos y de fantasmas liberados. Un impulso revisionista de índole vindicativa, activado desde el poder, ha desatado la pasión ajustacuentas en un macabro remover de huesos que pretendía en realidad agitar de nuevo las conciencias del horror. Han vuelto los recuentos de cadáveres y el cómputo selectivo de crímenes, la vieja pasión española de la pelea a muertazos con las armas arrojadizas de un pasado inmóvil. Y en vez de alejarse por los vericuetos de la Historia, el drama nacional ha resurgido como una memoria de cenizas mal apagadas para tratar de dividir la sociedad contemporánea en torno al mismo fracaso que trastornó más de medio siglo de convivencia.

Ya está bien. Es tiempo de volver a cerrar la caja de Pandora. Hora de dejar de una vez a los expertos el dictamen de aquel arrebato totalitario de estúpida atrocidad insana. Hora de expulsar de nuestro paisaje a los «caínes sempiternos» de Cernuda. Hora de devolver a este país a su presente y a su futuro. En días como hoy, más que nunca, hora de volver a sentir bochorno colectivo ante el recuerdo de aquel malvado aquelarre de violencia inútil.


ABC - Opinión

Nuevas victorias para ETA

Desde que seis magistrados del Tribunal Constitucional –cinco de ellos propuestos por el PSOE– decidieron permitir que Bildu concurriera a las elecciones municipales y forales, el viento del devenir político sopla a favor de ETA. Su estrategia ha tenido éxito y sus triunfos sobre el Estado de Derecho se han acumulado. Hoy, ese mundo de violencia, intolerancia y terror está institucionalmente más fuerte que nunca. Gobiernan la Diputación de Guipúzcoa, el Ayuntamiento de San Sebastián y decenas de consistorios en el País Vasco y Navarra, y disponen, en consecuencia, de presupuestos millonarios de dinero público para financiar sus planes. Inquieta más que sorprende que ese tsunami proetarra esté progresando con poca o ninguna resistencia por parte de quien tiene los resortes y la responsabilidad de responder en nombre de la democracia como es el Gobierno. Existe una clima de resignación ante el fenómeno Bildu que sólo ha roto el Partido Popular con su anuncio de que impulsará cuando llegue al Gobierno la ilegalización de la coalición y la destitución de sus cargos públicos por su vinculación a ETA. Algo que la banda ya no se molesta en disimular, como quedó demostrado en el último comunicado en el que hizo suya la victoria electoral de Bildu.

En esa dinámica de avance de ETA, se avecina otro espaldarazo de gran relevancia. Según adelanta hoy LA RAZÓN, el Tribunal Constitucional legalizará Sortu antes de las elecciones generales. El Alto Tribunal aplicará su propia jurisprudencia y cimentará su decisión en su fallo de mayo pasado sobre Bildu. De nuevo, se repetirá la afrenta jurídica y la mayoría progresista atropellará los cauces normativos para erigirse en tribunal de última instancia y casar una decisión del Tribunal Supremo, en contra de la doctrina y del marco competencial fijado en la propia Carta Magna. Lo harán además con la oposición de la Fiscalía y la Abogacía del Estado, que se opondrán esta semana al recurso de amparo presentado por la formación proetarra contra su ilegalización. Otro paso atrás en la seguridad y libertad de todos, y uno adelante en una escenografía sospechosa y peligrosa que cuesta creer sea fruto de la casualidad o de una concatenación imprevista de hechos. Hechos como los movimientos penitenciarios de los terroristas, traslados y excarcelaciones confusas que finalizan con beneficios difíciles de comprender sin que se haya pedido perdón ni haya mediado arrepentimiento. Hechos como el fallo de la Audiencia Nacional, que hoy adelanta nuestro periódico, que no sancionará la exhibición de fotos de los terroristas durante las fiestas de Bilbao de 2007. Hechos como que se sucedan las votaciones de condena a ETA en los ayuntamientos vascos sin el apoyo de Bildu y no ocurra nada.

Con Bildu y Sortu en la legalidad y todo el poder institucional que posee, ETA puede entender hoy que sus centenares de asesinatos han servido para algo y esa realidad es una dolorosa y lamentable conclusión para el Estado de Derecho. El futuro Gobierno del Partido Popular tendrá como misión prioritaria empujar a ETA hasta la derrota y recuperar una política que detenga la involución terrorista que asfixia la convivencia en el País Vasco.


La Razón - Editorial

Final de ciclo

Si Zapatero quiere rendir un último servicio a su país debe abandonar el poder cuanto antes.

Gestionar el final de un ciclo de gobierno no resulta tarea fácil para ningún gobernante y las circunstancias por las que atraviesa España en la actualidad no contribuyen ciertamente a allanar ese cometido. Desde que el presidente del Gobierno desatara las dudas sobre su continuidad en un comentario tan informal como irresponsable a finales del año pasado, los acontecimientos se han precipitado. Para peor. A la fecha nos encontramos con un país amenazado de ruina (atrapado en la vorágine de los mercados financieros desatada sobre Europa), sin perspectiva, con serios problemas de cohesión social y aun territorial, en el que cunde la desilusión entre los ciudadanos sin distinción de ideologías o de clase social. Existen motivos más que fundados para la intranquilidad, patente desde luego tanto en las manifestaciones de los indignados como en los resultados electorales de los recientes comicios.

Las turbulencias en los mercados de deuda se han cebado en España con una intensidad que no solo amenaza con estrangular las finanzas públicas, sino que asfixia también desde hace tiempo a empresas de todo tamaño al encarecer su financiación, enterrando la perspectiva de una pronta recuperación económica. El sendero hacia la nada por el que se precipitaron con anterioridad Grecia, Irlanda y Portugal viene siendo recorrido a trompicones también por España, pese a las bienintencionadas declaraciones de las autoridades o los anuncios continuados de iniciativas y reformas que devienen luego ineficaces por su falta de ambición inicial, o sus demoras y continuos retardos, como es el caso del sector financiero, cuya urgencia aconsejaba una diligencia extrema en su resolución. Ni el Gobierno ni el Banco de España han sido consecuentes con ello.


Sería injusto responsabilizar de todos los males a nuestras autoridades. Una parte no menor de nuestras aflicciones tiene su origen en Europa y se necesitan por ello soluciones que trasciendan las fronteras nacionales. Pero es imposible no reconocer la parvedad de la aportación española a esas soluciones. Más allá de la impotencia de Europa para solventar sus problemas, la pérdida de confianza en la gestión de José Luis Rodríguez Zapatero parece irreversible y el creciente escepticismo sobre la gobernabilidad española en las circunstancias actuales amenaza con acrecentar nuestros males. La crisis no es solo económica, sino también, y acaso sobre todo, política.

Hace ya mucho que las respuestas del presidente del Gobierno a los desafíos a los que se enfrenta España apenas merecen crédito alguno por parte de los ciudadanos. Las encuestas lo venían demostrando de forma consistente (una reciente coloca al Gobierno del Estado como la institución peor valorada de una lista de 39), y el escepticismo y el desconcierto fueron rubricados por el descalabro de los socialistas en las pasadas elecciones, al tiempo que crecía la contestación en la calle.

Más allá de cualquier consideración sobre el origen de las protestas del 15-M, sobre su legitimidad o sus intenciones, resulta evidente que el aprecio que han merecido por parte de la opinión trae causa del profundo malestar en el que se ha sumido el conjunto de un país con cinco millones de parados, en el que 300.000 familias han perdido sus casas en los últimos tres años, y en el que su primer gobernante es incapaz de ofrecer ninguna esperanza razonable de alivio a sus angustias.

Rodríguez Zapatero dispone de toda la legitimidad y todo el derecho para terminar la legislatura si así lo quiere y nada en las leyes le obliga a disolver las Cámaras. Pero tras el anuncio, hecho en marzo, de que no concurrirá de nuevo a las elecciones, este periódico sostuvo que sus propósitos de agotar la legislatura solo eran moral y políticamente justificables a condición de que culminase las reformas imprescindibles que asegurasen la estabilidad necesaria, política y económica, para que el país afrontara el periodo electoral en las mejores condiciones posibles. Esa condición no se ha cumplido. Aún peor: su incapacidad en la gestión, los magros resultados de las reformas apenas incoadas, más el lastre y la impotencia de una legislatura agónica auguran un deterioro imparable al que resulta imprescindible poner fin cuanto antes. A este respecto, la fecha sugerida por algunos dirigentes socialistas para celebrar elecciones (finales de noviembre) es del todo tardía. Si de verdad Rodríguez Zapatero quiere rendir un último servicio a su país, debe hacerlo abandonando el poder cuanto antes y reconociendo la urgencia de que nuestro Gobierno recupere la credibilidad perdida. Los españoles en su conjunto, y los votantes socialistas en particular, se lo agradecerán.


El País - Editorial

Curbelo y la mujer del César

Como Pompeya, la mujer del César, el Partido Socialista debería empezar cuanto antes a parecer decente solicitando la dimisión inmediata de Curbelo de todos sus cargos, especialmente del de jefe del PSOE gomero.

Relata Plutarco que Julio César se vio obligado en cierta ocasión a reprobar el comportamiento de su esposa Pompeya tras un pequeño escándalo que estalló en la Roma de la época que la salpicó indirectamente. "No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo", cuenta el historiador que le transmitió por carta para que no volviese a caer en el mismo error. En el caso del senador socialista Casimiro Curbelo –protagonista, según se desprende del atestado policial, de un chusco episodio nocturno la semana pasada en una comisaría de Madrid–, concurren similares ingredientes aunque esta vez con el PSOE personificando el papel de Pompeya.

Al parecer, durante la madrugada del viernes Curbelo acudió en compañía de su hijo y un amigo de éste a un club de alterne de la capital. La noche, de alto contenido etílico para los tres, terminó en la comisaría de policía de Azca tras una refriega con los agentes, a los que presuntamente el político agredió de palabra y obra mientras alardeaba de su condición de senador. La versión de la policía que refleja el atestado es verosímil y sólo falta que sea verificada por el material de vídeo que las cámaras de la comisaría grabaron la noche de autos. No así la que ofrece el senador, que ha culpado a los policías de ser víctima de un abuso policial ya que los agentes estaban a las órdenes del Partido Popular, responsable, según él, de haber montado el escándalo para perjudicarle políticamente.


Curbelo es algo más que un simple senador, es todo un jerarca del socialismo canario y el político más poderoso e influyente de La Gomera. Compatibiliza este cargo con el de presidente del Cabildo insular y con el de secretario general de los socialistas gomeros. Ha sido, además, hasta no hace mucho tiempo, diputado en el parlamento autonómico y fue alcalde de San Sebastián de La Gomera durante dos legislaturas. Visto así, el suceso de Azca deja de ser un incidente sin importancia y se convierte en una cuestión de honor para el PSOE y en un asunto de máxima relevancia política dentro de la política canaria.

Como Pompeya, la mujer del César, el Partido Socialista debería empezar cuanto antes a parecer decente solicitando la dimisión inmediata de Curbelo de todos sus cargos, especialmente del de jefe del PSOE gomero. Además de eso, no debería incorporar su candidatura a las listas del Senado en las próximas elecciones. El senador, por su parte, no haría mal en renunciar al acta y en abandonar la presidencia del Cabildo. Ambos cargos son incompatibles con el comportamiento despótico y chulesco que la Policía le imputa porque en política, a fin de cuentas, no basta con ser honesto, también hay que parecerlo.


Libertad Digital - Editorial

Privatizar para hacer caja

Si un Gobierno no cree en lo que hace, decisiones como la de privatizar servicios públicos no sirven para crear un modelo de actividad más competitivo.

EN los espacios que le dejan las contradicciones de su discurso de izquierdas, el Gobierno socialista está teniendo que asumir algunas decisiones inevitables para capear la crisis, aun cuando supongan una manifiesta declinación de su manual ideológico. Así ha sucedido con las privatizaciones de entidades públicas, como la de Loterías y Apuestas del Estado. La última decisión en este sentido la tomó el Consejo de Ministros el pasado viernes, al autorizar la privatización de los aeropuertos de Barajas y El Prat. El Estado conservará a través de AENA un porcentaje no superior al 10 por ciento en las sociedades que resulten concesionarias de ambos aeropuertos, en un operación que puede suponer para las arcas públicas hasta 5.300 millones de euros. En una coyuntura política y económica que tiene desconcertada a la izquierda, esta política de privatizaciones es una muestra de la insostenibilidad de las propuestas intervencionistas como solución a la crisis. El Estado no es más eficaz por asumir directamente la prestación del mayor número posible de servicios públicos, sino por establecer y garantizar un régimen legal que haga posible la mayor calidad y eficiencia en la prestación de ese servicio, sea por manos públicas o privadas. Por tanto, una política de privatizaciones bien planificada, con objetivos estructurales, no coyunturales, y ejecutada en un contexto de medidas económicas globales, es una buena opción para dar a la economía competitividad y dinamismo. Basta comprobar en qué estado de protagonismo mundial se encuentran actualmente algunas de las empresas privatizadas a partir de 1996, con el primer Gobierno de Aznar. Por eso debe ser bienvenida la privatización de aquellos servicios públicos en los que el Estado no cumple un papel insustituible en su prestación. Ahora bien, las privatizaciones que está impulsando el Gobierno de Zapatero carecen de esa política económica integral que las haría mucho más eficaces. Mientras se promueven privatizaciones en la

confianza de captar capital privado suficiente, el Gobierno lanza mensajes amenazantes a la banca y se halla inerme ante la crisis de la deuda pública española en los mercados. Además, reformas cruciales como la laboral o la de la negociación colectiva no surten el efecto previsto.

No es suficiente con hacer de la necesidad virtud y escudar estas decisiones tan poco socialistas en las exigencias de la crisis. La convicción en lo que se hace es fundamental para que algunas políticas tengan éxito. Si un Gobierno no cree en lo que hace, decisiones como la de privatizar servicios públicos sirven para hacer caja, pero no para crear un modelo de actividad más eficiente y competitivo.


ABC - Editorial